Gabriel García Márquez
Blacamán el nuevo vendedor de milagros
Desde el primer
domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de
terciopelo pespuntados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de
colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa
en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y
las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los
pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender nada de
aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una culebra de
verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el
único infalible, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes,
tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alquien que parecía muy impresionado por
su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco
una mapaná de las peores, de esas que empiezan por envenenar la respiración,
y él la destapó con tantas ganas que todos creimos que se la iba a comer,
pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un
tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y
apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla
se derrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el
enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin
dejarse de reir con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba
en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró
la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la
gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus
palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya
empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de
lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los
poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le
cascabeleaban por todo el cuerpo. La
hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa,
los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del
color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros
de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía
que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que
tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero
también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse
riendo. Aquello era tan increíble que
los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle
retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se
habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al
moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, una porque
no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de
adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era
capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que
por lo menos el alma se le desenvenenara.
Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una
brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero
enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya
estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de
Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos,
aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como
negocio sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y
señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.
Por supuesto que se amontonaron, y
que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó
un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos
envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con
tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle
muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le
torcieron el brazo. Era casi de noche
y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la
mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los
frascos, y por supuesto se fijó en mí.
Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío sino también
del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como
si hubiera sido el domingo pasado. El
caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas
de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando el debió
verme por dentro alguna luz que no me había visto antes, porque me preguntó
de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de
padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas
carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué
haces en la vida, y yo le contesté que no hacía más que estar vivo porque
todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál
es la ciencia que más quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez
en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces
no se volvió a reir sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso
me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de aprender, que era mi cara de
bobo. Esa misma noche habló con mi
padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios,
me compró para siempre.
Así era Blacamán, el malo, porque
el bueno soy yo. Era capaz de
convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de
elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le volteaba se volvía
bruto del corazón. En sus tiempos de
gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara
de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando mejor que cuando
estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a
ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la
invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y
provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños
en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en
curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo
miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y
la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión
que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las
esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los
maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia
voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden sino un consejo, y
al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos
de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban
para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral
disfrazado de japonés y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de
adivinar lo que pudiera, mientras él le daba vueltas a la gramática buscando
el mejor modo de convencer al mundo de mi nueva ciencia, y aquí tienen,
señoras y señores, a esta criatura encandilada por las luciérnagas de
Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver
si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar
ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el
sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y resolvió
llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por
encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se
puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante
ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las
palizas que él me daba para conjurar la mala suerte, tuvo que quedarse
conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y
se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no
sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y
astromelias según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de haber
burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la noticia de que el
comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del
contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de su
estado mayor.
No se volvió a reir en mucho
tiempo. Nos fugamos por desfiladeros
de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban
las voces de que los infantes de marina habían invadido la nación con el
pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto
cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los
nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los
negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y
después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino
mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que
la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a
los gringos. Yo no entendía de dónde
les había salido aquella rabia, no por qué nosotros teníamos tanto miedo,
hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo
allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo
con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para
que le llevara aquella mapaná sin ponzoña.
Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la
esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los
únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de
salitre. Al principio comíamos
salamandras con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reirnos
cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos
hasta las telarañas de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la
falta que nos hacía el mundo. Como yo
no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me
acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el
recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las
paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio
para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me
acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía,
pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba
entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me
dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora
conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo
que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas
a enderezar.
Ahí fue donde se echó a perder el
poco de cariño que le tenía. Me quitó
los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó
piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas
y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que
aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus
perseguidores. Por último me echó a
pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los
misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo
que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer,
el rumor de las remolachas en octubre y el ruido de los manantiales, para
torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el
paraíso. Cuando por fin lo
abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer
cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad
arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de
triturar, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y
fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera
resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las
sobras de sus almuerzos y mataba animales del desierto y los ponía por los
rincones para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando
me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir
en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente
me quedó el rencor, de modo que agarré el conejo por las orejas y lo mandé
contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a
reventar y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no
sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos
caminando por el aire.
Así fue como empezó mi vida
grande. Desde entonces ando por el
mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por
cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando
a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo
son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de
guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de
calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante
arrego especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y
a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un
filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima
flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la
humanidad doliente, los lazariños a la izquierda, los epilépticos a la
derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no
más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les
confunden las enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la
música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los
ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los
maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y
caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el
despelote universal. Así los voy
adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y
algunos se me quedan peor de lo que estaban.
Lo único que ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas
abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de
cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un congreso de
sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron
convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron
una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin
menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había
empezado. La verdad es que yo no gano
nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo que
único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este
carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al cónsul de los
infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los
piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de
oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de
dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza
y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me
tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las
facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de
bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá
del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al
almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con mi rúbrica, los
almanaques con mis versos de amor, las medallas con mi perfil, mis pulgadas
de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la
noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de colondrinas como los padres de
la patria.
Lástima
que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no
tiene nada de invención. La última
vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de
su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden
por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles
para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el
eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún
contraveneno sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los
infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en
carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural,
señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme
después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y
falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no
es nada del otro mundo sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna
duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes sino aguantando las
ganas de llorar. Cómo sería de
convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y
se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la
muerte, y sin embargo los infantes de marina no se atrevieron a disparar por
temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el
desprestigio. Alguien que quizás no
olvidaba los blacamanismos de otra época consiguió nadie supo dónde y le
llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para
sacar a flote a todas las corbinas del Caribe, y él las destapó con tantas
ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió,
señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar
por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no
incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como un cangrejo,
buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para
acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro
entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido
al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue esa la única vez, por supuesto, en que
me fracasó la ciencia. Lo metí en
aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar
una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el
oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le
mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los
tiempos más propicios del mar, con una capilla para él solo y una lápida de
hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el
muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la
ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus
virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro
del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María
del Darién se le tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la
colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos
atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil
cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero
después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros
del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar,
pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras
yo esté vivo, es decir, para siempre.
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