martes, 23 de diciembre de 2014

El futuro de García Márquez

Gabo que estás vivo en la memoria
 
Gabriel García Márquez, según ilustración de Fernando Vicente./elmalpensante.com


Las cálidas muestras de afecto hacia Gabriel García Márquez, una vez se supo la noticia de su muerte, pueden precipitarnos a un espejismo: suponer que siempre será así y que esa devoción, dirigida tanto a la persona que fue en vida como a sus deslumbrantes obras, permanecerá inalterada a través del tiempo. Craso error. La memoria y su inercia llevan a que en estos casos lo que no se preserva ni difunde acaba tergiversado, destruido o simplemente olvidado. Papiros, códices, libros, museos, cuadros, esculturas, monumentos, edificios, fotografías, ilustraciones, películas, partituras, grabaciones, lenguas y culturas han desaparecido de la faz de la tierra. ¿Quedará algo de Gabriel García Márquez en cincuenta, en cien, en doscientos años? Nadie lo sabe. Por eso, si queremos mantener sus obras en la conversación pública, debemos abocarnos ya mismo a una tarea de reunión, ordenación y –quién lo creyera– hasta difusión que lo preserve de la peste del olvido anunciada en la más célebre de sus novelas.
Cuando se recuerda que en los últimos siete años pocas librerías colombianas han podido vender los libros de nuestro Nobel, queda patente que no se trata de una fantasía apocalíptica. De García Márquez no existen obras completas, ni una iconografía digna de ese nombre, no hay un tomo o una serie de tomos que, por ejemplo, reúna las entrevistas que dio a lo largo de su vida, o sus muchos y apenas leídos artículos sobre artes plásticas. No existe una recopilación de sus cartas ni una bibliografía crítica de los principales trabajos que le han consagrado. En vez de promover homenajes insulsos y excluyentes, el Ministerio de Cultura podría encargarse de alguna de esas tareas, o comisionar a otros para que las lleven a cabo. ¿Qué tal si el Instituto Caro y Cuervo promueve un Diccionario García Márquez, donde se consignen las palabras que usó de manera distintiva, sus reflexiones sobre el arte de la novela o alguna de sus muy peculiares opiniones sobre el lenguaje? ¿Qué tal si la Biblioteca Luis Ángel Arango organiza un Centro de Información, donde sea posible consultar todo lo hecho por él, citado por él o hecho sobre él? ¿Qué tal si desde ya el gobierno de Colombia le solicita a su viuda que, una vez transcurra el tiempo prudente, los archivos personales de Gabriel García Márquez vuelvan a Colombia? No es lo único. Sería bueno, entre otras ideas, hacer una reunión anual de traductores y de especialistas en su obra. Sería bueno promover la traducción de las obras todavía no publicadas en cada idioma. Y –como complemento de lo anterior– sería bueno promover la traducción íntegra de las obras completas en inglés, francés y otras lenguas donde ya hay mucho traducido. Solo de ese modo Gabriel García Márquez seguirá vivo en la conversación pública.
No me gustaría que esto pareciera una simple exhortación a los cocodrilos; a través de esta edición especial dedicada a nuestro máximo escritor estamos dando un primer paso en ese camino de avivar su memoria. Por un lado, es un recorrido antológico por nuestro archivo para rescatar algunas piezas ya clásicas pero quizá desconocidas por los nuevos seguidores de la revista. Por otra parte, es el espacio para textos inéditos, que ofrecen perspectivas novedosas para abordar su literatura.
Nos ha interesado que el detalle y la profundidad se desarrollen sin perder de vista la imagen viva de García Márquez: las noches en La Cueva, las parrandas de juventud, la hipérbole, la risa, las travesías por el Magdalena... todo esto salpimentado con una selección de ilustraciones y fotografías inéditas y uno de esos detalles cifrados que tanto gustaban al autor de Cien años: la fuente con que hemos compuesto los títulos de cada artículo se llama Buendía y es el homenaje que César Puertas, un brillante tipógrafo local, le hace a la novela colombiana más grande de todos los tiempos. Este Gabo Malpensante es una invitación para releer a García Márquez desde otra luz y una celebración de esa manera ejemplar de entregar igual intensidad a los libros y a la vida.

España rinde homenaje a García Márquez

Gabo que estás en los cielos


Numerosas instituciones culturales honrarán con eventos especiales al fallecido autor de Cien años de soledad

Gabriel García Márquez durante una visita a Casa América en 1999./elpais.com
Una calle. O tal vez una plaza, un parque o un edificio público. Qué será no está decidido. Sí lo está que Gabriel García Márquez, fallecido el pasado 17 de abril a los 87 años, nombrará un pedazo de Madrid para la posteridad, tal y como anunció el delegado madrileño de Las Artes, Deportes y Turismo, Pedro Corral. Es uno de los numerosos homenajes que se sucederán en España para honrar a Gabriel García Márquez en el que participarán las principales instituciones culturales.
Las palabras de García Márquez, en diversos manuscritos, acompañarán la jornada de puertas abiertas de la Biblioteca Nacional de España el sábado 26 de abril. Esta vez, la tradicional visita que abre salas de lectura y espacios normalmente restringidos al público estarán salpicado por las obras de García Márquez, que los visitantes podrán firmar para dejar su recuerdo al maestro. Se trata de un primer acto de lo que serán una serie de eventos en honor al escritor colombiano, una prueba de que el legado de  García Márquez "es enorme, y su obra, tantas veces editada y leída, es el tesoro que nos deja", como afirma Ana Santos Aramburo, directora de la biblioteca.
El Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo podrá ser leído en voz alta en Casa América. Ese legendario arranque y las más de 130.000 palabras que lo siguen estarán a disposición de quien quiera pasarse a probar cómo suena 100 años de soledad con su voz, un botón de lo que será un gran homenaje aún en fase embrionaria, según aseguran desde el organismo.
En gestación se encuentra también los actos que prepara el Instituto Cervantes. Aunque José María Martínez Alonso, jefe de prensa de la institución, anuncia que habrá eventos en "todos los centros Cervantes del mundo [87 en 43 países]" y un "gran acto en Madrid" coordinado junto con la embajada de Colombia del que se concretarán los detalles en las próximas semanas.
Al margen de este homenaje conjunto, la embajada de Colombia ofrece también una lectura, la de El coronel no tiene quien le escriba, el próximo jueves 24 de abril. Desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarda se leerá la obra íntegra, con un aforo limitado. Entremedias, a las 12.00, el escritor Dasso Saldívar, escritor de la biografía Gabriel García Márquez: El viaje a la semilla (Alfaguara, 1997), repasará la infancia y juventud del escritor. Un día antes, el miércoles 23 de abril de 10.00 a 14.00 y de 16.00 a 18.00, los lectores de Márquez podrán escribir su despedida al artista en un libro de condolencias. Una honra más al maestro de las muchas en marcha. Como su calle, plaza, parque o edificio en Madrid, que se conocerá a finales de mes en el próximo pleno del ayuntamiento de la ciudad.

lunes, 22 de diciembre de 2014

García, el que vendo

 Gabo solía dedicar sus libros con apuntes irónicos, apodos improvisados y chistes en clave, típicos de su desenfadado humor. Tras años de bibliófila relación con el Nobel, un librero amigo presenta esta pequeña muestra de ejemplares firmados 
Gabriel García Márquez, según la ilustración de Santiago Guevara./elmalpensante.com

Para Potota Orozco Castillo, mi hija.
Esta historia, nuestra historia, tiene dos comienzos.
El primero fue en 1996. Festival de Cine de Cartagena. Tengo en mi mochila Cien años de soledad. Terminé de leerla por tercera vez. Aunque, para ser honestos, debería decir por primera vez. Las dos anteriores no consiguieron atraparme. Decía, con una mezcla de pedantería ignorante, que era un libro malo. Que no se entendía nada. Efectivamente: yo no entendía nada. Me gustaban más, eso sí, sus cuentos. Sobre todo uno: “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”. Podía contarlo en voz alta, al derecho y al revés, como si lo estuviera viendo. En la parte superior del Centro de Convenciones se forma un molote detrás de un hombre todo vestido de blanco. Es Gabriel García Márquez. “Voy a pedirle que me lo firme... ¿Qué tengo que perder?”, me digo. Me acerco y hago una fila que se extiende por las escaleras. Cuando llego frente a él no puedo decirle nada. “Ah… esta no es la edición pirata... ¿Para quién es?”. “Para Álvaro”, digo pentasilábicamente. Lo firma. Me lo extiende. “Gracias”, afirmo. Me alejo apretando mi libro. “Oye...”, me llama. Me extiende algo azul: “Tu bolígrafo...”.
El segundo fue en 1999. Había conseguido –un milagro– una primera edición de Cien años de soledad en un soleado puesto de libros. Algo increíble e inverosímil. La vendí al día siguiente de encontrarla. Empecé en el oficio de librero el 30 de octubre de 1988 y, hasta el día de hoy, 28 de abril de 2014, la he conseguido seis veces. Desde hacía años me veía y hablaba constantemente con Eligio García Márquez. Habíamos entablado una amistad libresca a partir de la investigación y escritura de su libro Tras las claves de Melquíades. Compartíamos descubrimientos como quien encuentra tesoros. Le pedí, entonces, el favor de ayudarme a que su hermano le dedicara una primera edición a mi cliente. Me dijo: “Listo. Yo te aviso”. Me llamó una tarde a la librería. “Ten el libro mañana contigo todo el día”. Al día siguiente sonó el teléfono: “Ven ya”. Salí corriendo con el libro, camuflado en una bolsa negra, en mi mochila. Llegué a las oficinas de Cambio. Eligio me condujo por un laberinto de escaleras y puertas. Abrió una. Estaba él ahí, sentado, con la pierna cruzada, hermoso como el sol. Me preguntó: “¿Y a quién se la vendiste?”. Le respondí. Al vuelo escribió la dedicatoria: “Para (...), de cuya generosidad tantos vivimos de taquito”. Volví a hablar esta vez bisilábicamente: “Gracias”. Me extendió la mano. Volví a darle las gracias por todo. Le conté que desde hacía tres años el último libro que leía cada año era Cien años de soledad. “Ese no es el libro que va a quedar. El que va a quedar es El amor en los tiempos del cólera”. “Puede ser, pero para mí es este”. Se levantó y le di un abrazo. Salí de la oficina con taquicardia.
Es en ese momento que comienzo a existir para él. Me puso un apodo que fue convirtiéndose, para algunos, en una manera de nombrarme: “Librovejero”. Primero fue “Libroviejero”. Lo cambió: “Mejor Librovejero... como ropavejero...”. No solamente le conseguía libros a su hermano sino a él también. Sus encargos venían/llegaban por múltiples vías. Siempre ediciones precisas y específicas. No podían ser otras. Las que había leído, las que había tenido, las que había visto. Recuerdo ahora una: “¿Arde París?... pero la edición que tiene mapas...”.Y pude compartir con él –siempre en La Habana– esta amistad. Aunque parezca extraño, es una amistad cubana. El mío, el que conozco, no es García Márquez (ni mucho menos Gabo o Gabito). Es “García”, como le dicen en Cuba.
“¿Dónde estás?”, me preguntó por teléfono una vez. “En Corrales, García, cerca del Parque de la Fraternidad”, respondí. “A las tres estoy allí”. Y a las tres en punto sonó la puerta de madera azul. Se quedó gran parte de la tarde. Hablamos de todo. Se rió cuando saqué, obviamente, el paquete de libros para firmar. No, no eran todos para mí. Había para otros amigos: encargos y sorpresas. Después de firmarlos todos, uno por uno, contándome la historia de cada uno, llegamos a Vivir para contarla. Me miró un momento y escribió: “Para Álvaro, el que me vende”.
Creo que nunca he conocido a un escritor con una facilidad tan grande para dedicar un libro y hacer que el propietario se sienta feliz y único. “¿Cómo haces, García? ¿Cómo logras dedicar de esa manera. Eso es muy difícil”. “Mira... Te voy a contar el secreto: todo está en escuchar al que viene a ti con el libro. Generalmente te cuentan una cantidad de cosas. Pones atención y ya: el que te dio el libro te la dictó sin saberlo. En una frase todo queda resumido. Y lo haces feliz…”.
 Era cierto: cuando le extendí una segunda edición de La hojarasca, para que se la dedicara a mi compañera de entonces, me preguntó: “¿Y ella quién es?”. “Mi novia”, respondí. Trazó con su esfero negro: “Para (...), la novia ajena”.
Nadie como él para hacer de la dedicatoria un nuevo género literario.
Así eran/son las dedicatorias de García:

El presidente de Nicaragua evoca a Gabriel García Márquez en el Día del Libro

Gabo que estás en los cielos


El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, evocó hoy, con ocasión del Día Mundial del Libro, al fallecido novelista colombiano Gabriel García Márquez, de quien dijo tuvo "el genio de reflejar" la realidad de los pueblos de América

Daniel Ortega evoca a Gabo en el Día del Libro./lainformacion.com
Durante un encuentro con el canciller mexicano, José Antonio Meade, en Managua, Ortega recordó que el también Premio Nobel de Literatura de 1982 falleció la semana pasada en México, "donde tenía su casa".
"Estaba en el corazón del pueblo mexicano, como está en el corazón de los pueblos de nuestra América y en los pueblos del mundo", anotó el mandatario nicaragüense.
Ortega también reiteró su mensaje de condolencia y solidaridad a los presidentes Enrique Peña Nieto (México) y Juan Manuel Santos (Colombia) "en estos momentos de pérdida irreparable de ese ser humano que lo que hizo fue reflejar la magia de nuestra realidad", en alusión al autor de "Cien años de soledad".
"La realidad de nuestros pueblos es mágica en sí y él tuvo el genio de reflejar esa realidad y dejarnos esa hermosa obra que queda como un patrimonio de todo nuestros pueblos", agregó.
El escritor colombiano falleció el jueves pasado en su casa de Ciudad de México, a la edad de 87 años.

domingo, 21 de diciembre de 2014

El cuento del domingo


Gabriel García Márquez
La mujer que llegaba a las seis
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Aca­baban de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuan­do una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
-Hola, reina -dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba al­guien al restaurante José hacía lo mismo. Has­ta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.
-¿Qué quieres hoy? -dijo.
-Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero -dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.
-No me había dado cuenta -dijo José.
-Todavía no te has dado cuenta de nada -dijo la mujer.
El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.
-Estás hermosa hoy, reina -dijo José.
-Déjate de tonterías -dijo la mujer-. No creas que eso me va a servir para pagarte.
-No quise decir eso, reina -dijo José-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expre­sión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
-Te voy a preparar un buen bistec -dijo José.
-Todavía no tengo plata -dijo la mujer.
-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dijo José.
-Hoy es distinto -dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.
-Todos los días son iguales -dijo José-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
-Y es verdad -dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. “Es verdad, José. Hoy es distinto”, dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.
El hombre miró el reloj.
-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dijo.
-No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis -dijo la mujer-. Vine a las seis menos cuarto.
-Acaban de dar las seis, reina -dijo Jo­sé-. Cuando tú entraste acababan de darlas.
-Tengo un cuarto de hora de estar aquí -dijo la mujer.
José se dirigió hacia donde ella estaba. Acer­có a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
-Sóplame aquí -dijo.
La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
-Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
-Eso se lo vas a decir a otro -dijo-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
-Me tomé dos tragos con un amigo -dijo la mujer.
-Ah; entonces ahora me explico -dijo José.
-Nada tienes que explicarte -dijo la mujer-. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
El hombre se encogió de hombros.
-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dijo-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
-Sí importan, José -dijo la mujer. Y es­tiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de ne­gligente abandono-. Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. -Volvió a mirar el reloj y rectificó:
-Qué digo: ya tengo veinte minutos.
-Está bien, reina -dijo el hombre-. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
-Quiero verte contenta -repitió. Se de­tuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dijo.
La mujer lo miró con frialdad.
-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
-No he querido decir eso, reina -dijo José-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
-No te lo digo por eso -dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente-. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a la mu­jer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.
-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
-No tengo hambre -dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la ca­lle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
-Es verdad -dijo José, en seco, sin mirarla.
-¿A pesar de lo que te dije? -dijo la mujer.
-¿Qué me dijiste? -dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.
-Lo del millón de pesos –dijo la mujer.
-Ya lo había olvidado -dijo José.
-Entonces, ¿me quieres? -dijo la mujer.
-Sí -dijo José.
Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de de­cirlo, como si hablara en puntillas:
-¿Aunque no me acueste contigo? -dijo.
Y sólo entonces José volvió a mirarla:
-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dijo. Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los po­derosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante la mujer pareció per­pleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!
José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran reve­lado de golpe todos los secretos. Dijo:
-Esta tarde no entiendes nada, reina. -Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:- La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de ex­presión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mi­rarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:
-Entonces, no estás celoso.
-En cierto modo, sí -dijo José-. Pero no es como tú dices.
Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, se­cándose la garganta con el trapo.
-¿Entonces? -dijo la mujer.
-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dijo José.
-¿Qué? -dijo la mujer.
-Eso de irte con un hombre distinto to­dos los días -dijo José.
-¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? -dijo la mujer.
-Para que no se fuera, no -dijo José-. Lo mataría porque se fue contigo.
-Es lo mismo -dijo la mujer.
La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
-Todo eso es verdad -dijo José.
-Entonces -dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra arrojó la colilla-, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
-Por lo que te dije, sí -dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
-Qué horror, José. Qué horror -dijo, to­davía riendo-, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando en­cuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué ho­rror, José! ¡Me das miedo!
José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mu­jer se echó a reír, se sintió defraudado.
-Estás borracha, tonta -dijo-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.
Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin ex­traer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
-José -dijo.
El hombre no la miró.
-¡José!
-Vete a dormir -dijo José-. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
-En serio, José -dijo la mujer-. No estoy borracha.
-Entonces te has vuelto bruta -dijo José.
-Ven acá, tengo que hablar contigo -dijo la mujer.
El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
-¡Acércate!
El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
-Repíteme lo que me dijiste al principio -dijo.
-¿Qué? -dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.
-Que matarías a un hombre que se acos­tara conmigo -dijo la mujer.
-Mataría a un hombre que se hubiera acos­tado contigo, reina. Es verdad -dijo José.
La mujer lo soltó.
-¿Entonces me defenderías si yo lo mata­ra? -dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enor­me cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió.
-Contéstame, José -dijo la mujer-. ¿Me defenderías si yo lo matara?
-Eso depende -dijo José-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
-A nadie le cree más la policía que a ti -dijo la mujer.
José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.
-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira -dijo.
-No se saca nada con eso -dijo José.
-Por lo mismo -dijo la mujer-. La po­licía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
José se puso a dar golpecitos en el mostra­dor, frente a ella, sin saber qué decir. La mu­jer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
-¿Por mí dirías una mentira, José? -dijo-. En serio.
Y entonces José se volvió a mirarla, brus­camente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.
-¿En qué lío te has metido, reina? -dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estó­mago del hombre.
-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dijo.
La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme.
Luego volvió a mirarlo.
-¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
-Nunca he pensado matar a nadie -dijo José desconcertado.
-No, hombre -dijo la mujer-. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
-¡Ah! -dijo José-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
-Ya vuelves a enredar las cosas -dijo José. Empezaba a parecer impaciente.
-No enredo nada -dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplana­dos y tristes debajo del corpiño.
-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dijo José.
-Lo resolví hace un rato -dijo la mu­jer-. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.
José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:
-Claro que como tú lo haces es una por­quería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
-Hace tiempo me estaba dando cuenta -dijo la mujer-. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dora­do por una prematura harina otoñal.
-¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
-No hay para qué ir tan lejos -dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
-¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
-Eso pasa, reina -dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
-¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
-Eso no lo hace ningún hombre decente -dijo José.
-¿Pero, y si lo hace? -dijo la mujer, con exasperante ansiedad-. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?
-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.
-Bueno -dijo la mujer, ahora completamente exasperada-. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
-De todos modos no es para tanto -dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.
La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
-Eres un salvaje, José -dijo-. No en­tiendes nada. -Lo agarró con fuerza por la manga.- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
-Está bien -dijo José, con un sesgo con­ciliatorio-. Todo será como tú dices.
-¿Eso no es defensa propia? -dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso com­promiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? -dijo.
-Depende -dijo José.
-¿Depende de qué? -dijo la mujer.
-Depende de la mujer -dijo José.
-Suponte que es una mujer que quieres mucho -dijo la mujer-. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
-Bueno, como tú quieras, reina -dijo José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer per­manecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como po­dría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
-¡José!
El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidari­dad. Apenas una mirada de juguete.
-Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada -dijo la mujer.
-Sí -dijo José-. Lo que no me has di­cho es para dónde.
-Por ahí -dijo la mujer-. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
José volvió a sonreír.
-¿En serio te vas? -preguntó, como dán­dose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.
-Eso depende de ti -dijo la mujer-. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.
-Si algún día vuelvo por aquí, me pon­dré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
-Si vuelves por aquí debes traerme algo.
-Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo -dijo ella.
José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si es­tuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
-¿Qué? -dijo José, sin mirarla.
-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto? -dijo la mujer.
-¿Para qué? -dijo José, todavía sin mi­rarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
-Eso no importa -dijo la mujer-. La cosa es que lo hagas.
José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.
-Está bien, reina -dijo distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
-Bueno -dijo la mujer-. Entonces, prepárame el bistec.
El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.
-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dijo.
-Gracias, Pepillo -dijo la mujer.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando vol­vió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Enton­ces vio al hombre que estaba junto a la estu­fa, iluminado por el alegre fuego ascendente.
-Pepillo.
-Ah.
-¿En qué piensas? -dijo la mujer.
-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dijo José.
-Claro que sí -dijo la mujer-. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.
José la miró desde la estufa.
-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -di­jo-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
-Sí -dijo la mujer.
-¿Qué? -dijo José.
-Quiero otro cuarto de hora.
José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y final­mente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
-En serio que no entiendo, reina -dijo.
-No seas tonto, José -dijo la mujer-. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Así plantó García Márquez la semilla del desbloqueo a Cuba

El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba es el producto de acercamientos secretos en uno de cuyos capítulos el Nobel de Literatura fue protagonista en 1998 llevándole un escrito de Fidel Castro a Bill Clinton

García Márquez y Clinton durante el homenaje que le hizo la Real Academia al Nobel en Cartagena, en el 2007./elespectador.com

En 1999, siendo dueño y cronista de la revista Cambio, Gabriel García Márquez admitió entre líneas haber sido el emisario de un texto ultrasecreto que su amigo Fidel Castro le envió al entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Sin embargo, nunca trascendieron los detalles de la misión en la que el Nobel colombiano protagonizó episodios dignos de una novela de espionaje y que acaban de ser revelados en el libro Os últimos soldados da Guerra Fria, escrito por el periodista brasileño Fernando Morais.
El Espectador tuvo acceso a varios de los documentos del caso, publicados en portugués, junto con la historia de 14 informantes cubanos infiltrados ilegalmente en Miami y hoy condenados en EE.UU. En 1998 Fidel Castro completaba 14 años de intentos infructuosos para tomar contacto directo con la Presidencia de los Estados Unidos con el fin de ponerla al tanto de 127 atentados terroristas atribuidos al grupo extremista cubano-americano liderado por Luis Posada Carriles. Quiso ser el primero en advertir a Washington que en las escuelas de aviación de la Florida había un peligroso potencial que estaba siendo dirigido hacia Cuba, a través de vuelos intimidatorios contra el turismo y para interferir comunicaciones oficiales, el cual también podía ser usado por terroristas internacionales contra Norteamérica. Otra de las alertas incluyó, según el libro de Morais, hacer llegar al director de la CIA, William Casey, a mediados de 1984, un detallado informe sobre “un complot, abortado a tiempo, para asesinar al presidente de EE.UU”.
La posibilidad de una línea directa con la Oficina Oval pasó a depender de la amistad de García Márquez y Bill Clinton. La misión fue marcada con “la impronta de las ocasiones íntimas”, el calificativo de Fidel Castro en sus memorias al cruce de caminos de los dos desde que a los 21 años de edad coincidieron, sin saberlo, en El Bogotazo, el 9 de abril de 1948 en la capital colombiana. Se conocieron cuando Castro estaba en el poder. El torbellino de las violencias de sus países, sus inquietudes políticas de izquierda y la literatura forjaron una amistad de hierro que ha hecho historia por más de medio siglo.

Los buenos oficios de Gabo

Corría abril de 1998 cuando el Nobel de Literatura llegó a La Habana, esa vez para escribir un reportaje sobre la visita del papa Juan Pablo II a la isla, realizada tres meses antes. Fidel le comentó sobre lo difícil que era hacer contacto con Clinton y el colombiano le reveló que por casualidad estaba esperando una audiencia con él para hablar de Colombia, el narcotráfico y la guerrilla. Se trataba de uno de sus sondeos secretos en busca del clima propicio para un proceso de paz con las Farc, lo que efectivamente se hizo realidad durante el gobierno de Andrés Pastrana, con la ayuda entretelones de Gabo, quien de blanco hasta el sombrero estuvo en la instalación de las negociaciones con ese grupo guerrillero en San Vicente del Caguán.
Esa obsesión con la paz le costó el exilio en la época del gobierno de Julio César Turbay, hasta que logró su cometido en los diálogos que permitieron a comienzos de los 90 la desmovilización del M-19. Fue invitado al acto de desarme y a la firma del acuerdo final. Él se negó con un argumento demoledor: “Lo que me gusta es conspirar por la paz”. El mismo perfil mantuvo durante el gobierno Pastrana, no sólo en el caso de las Farc, sino para facilitar los contactos con el Eln en Cuba, con anuencia de Cuba.
A ese “talento cósmico”, de prestidigitador, acudió Castro. A finales de abril de 1998 García Márquez dictó un taller de literatura en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, y para esos días le pidió a Bill Richardson, hombre de confianza del gobierno Clinton, una cita con el presidente. Gabo y Fidel estuvieron de acuerdo en aprovecharla no sólo para hablar del caso colombiano, sino para entregarle un mensaje del líder cubano.
Discutieron el contenido hasta que la decisión del comandante fue no enviarle una carta membreteada y firmada por él, sino un documento con siete puntos, mecanografiado en español, traducido al inglés y guardado en un sobre lacrado sin firma ni remitente. Dos compromisos asumió Gabo: entregárselo personalmente e intentar hacerle dos preguntas cuyas respuestas podrían significar el restablecimiento de contactos entre Washington y La Habana.

¿Amigos de verdad?

Castro daba por hecho el éxito de la misión, teniendo en cuenta el nivel alcanzado por la amistad del entonces hombre más poderoso del mundo, Clinton, y del escritor más influyente del mundo, García Márquez. Casi cualquier presidente le pasaba al teléfono o lo recibía en audiencia. Para salvar el proceso de paz con el M-19 bastaron llamadas suyas al español Felipe González y al venezolano Carlos Andrés Pérez, quienes formalizaron la mediación de la Internacional Socialista. Fidel escribió que el carisma del colombiano no sólo radica en el aura de un Nobel, sino “en su imaginación sorprendente, vivaz, díscola y excepcional”, y la actitud “sonriente e ingeniosa desde la naturalidad de sus metáforas”. Esa “bondad de niño” le facilitaba construir “amistades entrañables”.
La empatía entre el escritor y Clinton surgió desde que se conocieron durante una cena en la casa de verano del escritor estadounidense William Styron, en Marttha’s Vineyard, en agosto de 1995. Luego las anécdotas las compartió con los periodistas que trabajábamos para él en la revista Cambio y las condensó en la crónica El amante inconcluso, publicada en enero de 1999 a raíz del escándalo sexual del presidente con la asistente Mónica Lewinsky. Allí le atribuyó un “poder de seducción” basado en la estatura y “el fulgor de su inteligencia”. Sin conocerlo, Clinton elevó las ventas de las novelas del Nobel al declarar que su libro favorito era Cien años de soledad. Gabo creyó que se trataba de una estrategia del “cabeza de cepillo” para ganarse la creciente comunidad latina en EE.UU.
La noche en casa de Styron, con la diplomacia del escritor mexicano Carlos Fuentes de por medio, comprobó que la opinión de Clinton era genuina, además de su conocimiento de la literatura universal, empezando por El Quijote, deteniéndose en El Conde de Montecristo y terminando a medianoche con Las Meditaciones de Marco Aurelio. La afinidad máxima fue Faulkner. El colombiano consideró al autor de Luz de agosto inspirador de su poética y Clinton le respondió recitando de memoria el monólogo de Benji, nuez de la novela El sonido y la furia. Pasar a hablar del narcotráfico en Colombia y EE.UU. resultó tan natural que Clinton admitió que las mafias norteamericanas son las más poderosas. Al final de la velada hablaron de Cuba y Gabo le dijo: “Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara no quedaría ningún problema pendiente”. Pareció valorar esas palabras “como si fueran oro en polvo” y se reencontraron varias veces, la última antes de la misión, en la Oficina Oval, a finales de 1997, en presencia de Samuel Berger, cabeza del Consejo Nacional de Seguridad. Ahora su reto era revalidar esa confianza informal en las formalidades políticas.

Días de pánico

Según lo acordado con Bill Richardson, una vez terminado el taller en Princeton, García Márquez viajó a Washington para el encuentro con Clinton. Por diplomacia, sólo entonces le reveló que llevaba “un mensaje urgente para el presidente”, sin dar detalle del remitente ni del contenido. El funcionario le informó que el encuentro no podía realizarse porque él se demoraba en California, pero que Sam Berger tenía instrucciones para recibirlo. La malicia indígena guajira llevó a Gabo a responderle que prefería esperar más tiempo. La audiencia quedó sujeta al suspenso de una nueva llamada mientras el literato recreaba novelas de espías en su mente debido al “pánico” de que los servicios de inteligencia sospecharan de su misión e intentaran descubrirla. En el hotel pidió una caja de seguridad y sólo le dieron un cofre con una llave común. Prevenido, memorizó el documento con puntos y comas, y grabó las dos preguntas en una agenda electrónica. Decidió encerrarse a la espera de la confirmación durante la primera semana de mayo de 1998 y para calmarse se dedicó a Vivir para contarla, autobiografía que terminó de escribir allí en jornadas de diez horas diarias sin perder de vista el cofre.
Sólo abría la puerta para recibir comida y apenas salía para enviar y recibir mensajes cifrados con la ayuda del embajador de Cuba, Fernando Ramírez. García Márquez identificó la “curiosidad empedernida” de Castro y su solicitud de permanecer en Washington el tiempo que fuera necesario. No le resultaba difícil decodificar, porque desde sus tiempos de periodista en la Agencia Prensa Latina se aficionó a ese tipo de comunicación al ver cómo su colega Rodolfo Walsh, con ayuda de un manual de criptografía, descubrió en un cable con origen en Guatemala las pistas del desembarque de tropas norteamericanas en Bahía Cochinos.

La última cena

La impaciencia lo llevó otro día a una comida en la casa del expresidente colombiano y secretario de la OEA, César Gaviria, quien lo presentó con Thomas McLarty, el mejor amigo de Clinton. A través de él supo que las dificultades para entregar el mensaje eran propias de los protocolos de seguridad de un presidente de EE.UU., pero que intercedería para lograr la audiencia. Mientras tanto Gabo y Fidel decidieron que en último caso el documento quedaría en manos de McLarty. Así fue.
El asesor presidencial lo recibió en la Casa Blanca a las 11:15 de la mañana del miércoles 6 de mayo, junto con tres funcionarios del Consejo Nacional de Seguridad. Tras un abrazo le entregó el sobre a McLarty y le pidió que lo leyera y opinara. “Qué cosa terrible” y “tenemos enemigos comunes”, fueron los comentarios. Entonces García Márquez le lanzó el primer interrogante: “¿Creen posible que el FBI establezca contactos con sus homólogos cubanos para operar en una lucha común contra el terrorismo?”. Respondió y contrapreguntó Richard Clarke, asesor de Clinton en temas de narcotráfico y terrorismo: “La idea es muy buena, pero el FBI no participa en investigaciones cuyos resultados sean publicados en los periódicos. ¿Será que los cubanos están dispuestos a mantener el asunto en secreto?”. El Nobel sentenció como si estuviera perfilando un personaje de novela: “No hay nada que a un cubano le guste tanto como guardar secretos”.
La segunda pregunta, sobre si esta actitud posibilitaba reactivar los viajes de estadounidenses a Cuba fue respondida con evasivas. En concreto, Clarke prometió que la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana trabajaría en una propuesta de trabajo binacional contra el terrorismo. Cumplidos 50 minutos de la reunión, McLarty se paró y le extendió la mano al colombiano para felicitarlo por el éxito de su importante misión.
Al parecer el documento sí llegó a manos del presidente, con quien el Nobel se volvió a ver en el homenaje a Cien años de soledad, organizado por la Real Academia Española en Cartagena. Lo evidente es que en los meses y años posteriores las fracturadas relaciones Estados Unidos-Cuba no cambiaron y tampoco se hizo realidad el sueño macondiano de reunir a Clinton con Fidel. Las circunstancias posteriores llevaron al mandatario a preocuparse más de no perder el poder tras el escándalo Lewinsky y del terrorismo instigado por el fundamentalismo religioso.
García Márquez se resignó a que sus arriesgadas gestas nunca superaron lo que llamó “la gloria efímera de los micrófonos ocultos”.

Los siete puntos de que trataba la carta de Fidel a Clinton

1. Prosiguen las actividades terroristas contra Cuba, pagas por la Fundación Nacional Cubano-Americana, utilizando mercenarios centroamericanos.
2. Se realizaron dos nuevos intentos de explotar bombas en nuestros centros turísticos, antes y después de la visita del Papa. En el primer caso los responsables lograron escapar. En el segundo fueron detenidos tres mercenarios guatemaltecos que portaban explosivos. Recibirían 1.500 dólares por bomba que explotara.
3. Ahora planean explotar bombas en aviones de aerolíneas cubanas o de otros países que viajen hacia Cuba trayendo y llevando turistas de países latinoamericanos.
4. Las agencias de inteligencia de EE.UU. poseen informaciones fidedignas y suficientes respecto de los responsables. Si quisieran, pueden hacer abortar a tiempo esa nueva forma de terrorismo. Próximamente cualquier país del mundo podría ser víctima de tales actos.
5. Reactivación de vuelos comerciales de EE.UU. a Cuba, suspendidos desde que el gobierno de Castro derribó dos avionetas Cessna de organizaciones opositoras de Miami.
6. Agradecimiento de Fidel por un informe favorable del Pentágono, según el cual “Cuba no representa ningún peligro para la seguridad de EE.UU.”.
7. Agradecimiento “por los comentarios de Bill Clinton a Nelson Mandela y Kofi Annan en relación con Cuba”.

  Gestiones procubanas de Gabo sí sirvieron

  El escritor Fernando Morais y el embajador de Cuba en Colombia le dijeron a El Espectador en octubre de 2011 que las gestiones de Gabriel García Márquez para mejorar las relaciones Cuba-EE.UU. estaban surtiendo efecto y daban hasta para una película
El escritor Fernando Morais y García Márquez firmaron un manifiesto político en favor de víctimas de la dictadura en Brasil y un convenio de cine entre la Secretaría de Cultura de São Paulo y la escuela de cine del Nobel en Cuba. Aquí, en La Habana, en 1990.

La excarcelación del agente cubano René González, el pasado 7 de octubre de 2011, uno de los cinco condenados en Florida desde 1998 por hacer espionaje al grupo anticastrista liderado por Luis Posada Carriles, era uno de los efectos previstos de las gestiones diplomáticas que Gabriel García Márquez inició ese año con el gobierno del presidente norteamericano Bill Clinton, por iniciativa propia y por encargo de Fidel Castro.
Precisamente González era uno de los miembros de la llamada “Red Avispa”, que pretendió infiltrar a la oposición a Cuba en Miami para evitar atentados terroristas y económicos contra la isla, como el ocurrido en 1976 cuando un avión con 73 pasajeros a bordo fue destruido por dos bombas que explotaron en pleno vuelo. Como lo publicó en exclusiva este diario en la portada de la edición dominical del pasado 25 de septiembre —en el reportaje “El mensajero”—, la historia de esta red de espionaje es el argumento del libro Os últimos soldados da Guerra Fria (Companhia das Letras). Lo escribió Fernando Morais, reconocido periodista y escritor brasileño de 64 años que coincidió con García Márquez en cruzadas políticas y a favor del cine, y a quien el gobierno cubano entregó documentos inéditos en los que el Nobel de Literatura colombiano es protagonista.
La obra, digna de una novela de John Le Carré, fue publicada por ahora sólo en portugués, pero próximamente lo estará en inglés, español y en cine. La biografía sobre García Márquez escrita por Gerald Martin abordó la relación Gabo-Fidel Castro, pero no reconstruyó al detalle este caso. El británico autor de Una vida (Random House Mondadori-Debate) fue el más riguroso en investigar el lado político del colombiano: desde su primera manifestación pública, a través de un telegrama fechado el 11 de septiembre de 1973 en el que condenaba la dictadura que se instalaba en Chile después de la muerte de Salvador Allende, para acusar a Augusto Pinochet y su junta militar de ser “autores materiales de la muerte del presidente”, hasta sus relaciones con varios de los jefes de Estado más poderosos del mundo.
El propio Gabo admitió en España en 1978 que el periodismo ejercido en medios como El Espectador y la revista Alternativa (después en la revista Cambio aludió en 1999 a una de sus gestiones para Fidel Castro) le había dado conciencia política, y advirtió: “No hay un solo acto de mi vida que no sea un acto político”. En esa década llegó a participar como miembro del Segundo Tribunal Russell, dedicado a investigar y juzgar crímenes de guerra.
Cuando exploró el tema de Cuba el biógrafo Martin concluyó: “No existen indicios de peso sobre que la relación que García Márquez entabló con el hombre más poderoso del planeta (Clinton) diera verdaderos frutos para Cuba o para Colombia”. Lo contrario piensan Morais y el embajador de Cuba en Colombia, Iván Mora Godoy, quienes destacan hoy que la labor del Nobel fue muy benéfica. “Después de esa intermediación —dijo el diplomático a este diario— empezamos a advertir sobre los movimientos terroristas que se estaban gestando en Estados Unidos en contra de Cuba. Empezamos a entregar datos, reportes, pero no nos escucharon. Incluso alertamos sobre una escuela de pilotos en Florida, en donde se entrenó (esto se supo luego) gente que participó en los atentados del 11 de septiembre”.
Aunque El Espectador ya reveló la esencia del libro, sólo ahora, después de terminar una gira promocional por Brasil, el escritor Fernando Morais concedió una entrevista para profundizar en el papel de García Márquez.
¿Por qué incluyó a Gabo en su libro de espionaje?
Cuando comencé el trabajo de investigación para escribir el libro Los últimos soldados de la Guerra Fría —la historia de los cinco agentes cubanos infiltrados en organizaciones anticastristas de Florida— descubrí que Fidel Castro había enviado secretamente una correspondencia al entonces presidente Bill Clinton. Profundicé mis investigaciones y establecí que el presidente cubano ya había intentado utilizar al exsenador americano Gary Hart como intermediario para que esa correspondencia llegara a manos de Clinton. Por razones que nunca pude establecer, esa tentativa no dio resultado. En abril de 1998 García Márquez viajó a La Habana a tomar algunas notas para un artículo que escribiría sobre la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, ocurrida en enero de aquel año. En un encuentro con su amigo Fidel Castro, García Márquez le dice que dará un seminario en la Universidad de Princeton y que aprovechará el viaje a Estados Unidos para solicitar una audiencia privada con el presidente Clinton. Fidel no perdió la oportunidad de pedirle que fuese el portador de la correspondencia. En ella el presidente cubano hacía, en siete páginas mecanografiadas, un resumen de las actividades terroristas de grupos anticastristas instalados en Florida. Después de cumplida la tarea secreta, García Márquez escribió un sabroso informe de 4.000 palabras dirigido a Fidel, revelando las peripecias que vivió en su trabajo de mensajero.
¿Usted tuvo autorización de García Márquez y Fidel Castro?
No. La verdad no conseguí hablar con García Márquez, quien en esa época se encontraba, si no me equivoco, en Los Ángeles. Pero toda esta documentación me fue entregada —con autorización para publicar— por los cubanos.
¿Cuándo y cómo conoció al novelista colombiano?
No puedo decir que somos amigos, en cuanto a que tenga intimidad personal con él, pero lo conozco desde hace muchos años. Fui su anfitrión en São Paulo durante el primer viaje que él hizo a Brasil, en 1978 (para promocionar El otoño del patriarca, su novela sobre las dictaduras en Latinoamérica). Lo terminé convenciendo de firmar un manifiesto por la libertad de un estudiante preso aquí. Recuerde que entonces vivíamos bajo la dictadura militar. Años después, cuando era secretario de Cultura del Estado de São Paulo, firmé con él un convenio a través del cual la Secretaría pagaría el sostenimiento de los estudiantes brasileños que irían a la Escuela de Cine que él creó en Cuba. A cambio, su escuela nos daría copias de todos los filmes producidos allá (el Festival de Cine de São Paulo, en julio de 2011, fue en homenaje a Gabo).
¿Cómo califica la obra literaria de García Márquez?
Lo considero el mejor escritor vivo y uno de los mayores escritores de todos los tiempos. Es un privilegio ser su contemporáneo.
¿Supo de otras misiones diplomáticas del Nobel?
Siempre he sabido que García Márquez es un activista político. En mi libro cito otro episodio en el que él termina envuelto, junto con los presidentes Bill Clinton, Carlos Salinas de Gortari, de México, y Felipe González, de España, en la operación para sacar de Cuba al escritor Norberto Fuentes (opositor de Fidel), que hoy vive en Miami. Yo mismo me precio de haber sido portador de una correspondencia de García Márquez para el cardenal de São Paulo, don Paulo Evaristo Arns, en la que le pedía interceder ante el papa Juan Pablo II para liberar a alguien que estaba preso injustamente (detenidos por la dictadura en Argentina). (Finalmente, el Nobel se entrevistó con el Papa y aunque el Pontífice no intercedió por las víctimas, de ahí surgió el relato “Visita al Papa”, que empieza durante su estadía en el Hotel Cesar Palace de São Paulo y se puede leer en internet).
¿Cuál es el documento más sorprendente que encontró?
Esta historia es sorprendente. Parece un romance al estilo García Márquez, sólo que es verdad de la primera a la última línea.
¿Qué efectos concretos en las relaciones Estados Unidos-Cuba generó la mediación del Nobel?
No se sabía, pero el primer resultado de esa operación secreta que envolvió al Premio Nobel colombiano fue la visita secreta a Cuba, por primera vez desde 1959, de una misión compuesta por un director del FBI, dos oficiales de inteligencia, un coronel del ejército de EE.UU. y dos peritos en contraterrorismo. Tres días después esos hombres retornaron a Washington llevando consigo un megadossier que Fidel mandó preparar para ellos: 175 carpetas de informaciones, cinco cintas de audio y ocho de video, así como 16 horas de grabaciones telefónicas entre mercenarios presos en Cuba (guatemaltecos y salvadoreños, uno de ellos obsesionado con emular a su ídolo Silvester Stallone) y sus reclutadores, dejando claras las conexiones del anticastrismo de Florida con el terrorismo.
¿Cuál es su opinión del papel que desempeñó García Márquez? ¿Bueno? ¿Malo? ¿Un desgaste?
Fue bueno, ¡claro! Él estaba, indirectamente, contribuyendo para el combate del terrorismo. ¿Por qué combatir el terrorismo desgastaría la imagen de alguien?
¿Sabe de colombianos conectados con la “Red Avispa”?
No. Que yo sepa no hubo colombianos envueltos.
¿Es cierto que usted quiere escribir sobre Colombia?
Tengo una gran fascinación por Colombia, tal vez inspirado por los libros de García Márquez. Años atrás pensé en hacer una biografía —o por lo menos un retrato, un perfil— de Manuel Marulanda o Tirofijo, comandante de las Farc. Pero el destino me empujó para otro lado y, con la muerte de él, mi interés disminuyó. Aunque sé que ciertamente hay grandes historias por ser contadas sobre la Colombia contemporánea. Aprovecho para pedirle que si alguno de sus lectores tiene un buen tema me lo sugiera a través de su página o mi sitio de internet www.fernandomorais.com.br. ¿Quién sabe si de ahí sale un nuevo best-seller?
Aparte de Gabo y ‘Tirofijo’ ¿qué personaje le interesa?
Acompaño con enorme interés al presidente Juan Manuel Santos. Me gustaría mucho conocerlo. Semanas atrás, durante el lanzamiento de mi libro en Brasilia, conocí a la embajadora de Colombia en Brasil, María Elvira Pombo Holguín, y le dije lo mismo. De ahí puede salir algo…
Usted estuvo en Bogotá en 2008 para lanzar una biografía sobre el escritor Paulo Coelho. ¿Qué opinión tiene del país?
Conozco poco Colombia, infelizmente. Mucho menos de lo que quisiera. Estuve algunas veces en Bogotá, a la que considero una metrópoli cosmopolita, con mucho programa, mucho encanto, y una vez fui a Cartagena de Indias, una ciudad que me recuerda mucho a mi tierra natal, la tri-centenaria y barroca Mariana, en el estado de Minas Gerais. Hace poco un amigo que se casaba me pidió que le sugiriera un lugar para pasar la luna de miel y no tuve dudas: mitad de la luna de miel en Bogotá y mitad en Cartagena. Así fue y a su regreso a Brasil el matrimonio parece duradero.

*Estas historias fueron publicadas originalmente por El Espectador en septiembre, y octubre de 2011.

Venezuela rinde homenaje a García Márquez con lecturas y libros

Gabo que estás en los cielos

 

Venezuela rinde homenaje al fallecido Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez, con lecturas en plazas públicas en un Maratón de lectura que arrancó organizado por el Gobierno de Nicolás Maduro, que anunció una edición de las obras del autor que se entregarán gratuitamente

Venezuela rinde homenaje a García Márquez con lecturas y libro./lainformacion.com
Decenas de personas se apostaban hoy en la plaza Bolívar de Caracas, situada a dos cuadras del palacio presidencial y una de las más concurridas de la capital venezolana, para comprar libros en el Día del Libro.
Algunos se acercaban tímidamente a escuchar la lectura de "Cien años de soledad" (1967) bajo los toldos rojos que resguardaban a los asistentes del inclemente sol en la calurosa mañana capitalina.
En uno se llevaba a cabo la lectura y en el otro, a pocos metros, se ofrecían a la venta textos de diferentes autores.
"Vivir para contarla", "El general en su laberinto", "Memoria de mis putas tristes" y "Crónica de una muerte anunciada" eran los ejemplares más buscados.
"Esta actividad da a conocer a García Márquez, a mucha gente que no lo conoce, especialmente también a las nuevas generaciones, que no lo conocerán vivo", comentó a Efe Carlos Agelvis, empleado del Ministerio de la Cultura.
Agelvis, que acababa de comprar "Para una erótica latinoamericana" de Enrique Dussel, aseguró que García Márquez "ha sido como una guía" de la literatura latinoamericana.
Norma Jiménez, una docente de 58 años, caminaba por la plaza y se topo con los libros "que están regalando" y aprovechó para "escuchar un poco" de la lectura pública que se llevaba a cabo.
El homenaje a García Márquez continuará en el marco de la Feria Internacional del Libro de Venezuela (Filven), la máxima fiesta literaria del país, que comenzó el pasado 14 de marzo, aunque su fase regional arrancó hoy en varios estados.
Además de las lecturas de las obras de Gracía Márquez también fueron distribuidos gratuitamente textos relacionados con el expresidente venezolano Hugo Chávez, fallecido hace un año, entre ellos "Cuentos del Arañero", de Orlando Oramas León y Jorge Legañoa.
El presidente venezolano, Nicolás Maduro, que transmitió a la familia García Márquez las condolencias y el amor del pueblo venezolano por la muerte del escritor, anunció ayer que el Ministerio de Cultura editará la biblioteca Gabriel García Márquez.
Esa colección contendrá varias obras del escritor y será distribuida gratuitamente a los lectores.
"Vamos a editar varios miles de bibliotecas del Gabo para entregarlas gratis a las familias venezolanas y que cada familia tenga una biblioteca que pase de generación en generación, de mano en mano, para que toda esa luminosa literatura que expresa lo que somos pueda permanecer en el tiempo", apuntó.
García Márquez fue despedido hace dos días en México por familiares, amigos y miles de personas en un homenaje ante una sencilla urna de madera que contenía sus cenizas, y luego fue homenajeado en Colombia con una solemne ceremonia en la catedral de Bogotá.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Yorubas en la ópera

Gabo que estás en los cielos
¿Qué pasa cuando se trasladan los personajes de Macondo a una ópera europea? Una adaptación de la obra de Gabo es el pretexto para ahondar en las peculiaridades creativas del compositor húngaro Peter Eötvös
Gabriel García Márquez, según la ilustración de Fernando Glionna ./elmalpensante.com

Es un lugar común decir que las novelas de García Márquez resultan muy difíciles de adaptar exitosamente al cine. Versiones cinematográficas como la de El amor en los tiempos del cólera parecen confirmar ese supuesto. Quizá haya más fortuna para la adaptación de la obra del Nobel colombiano en otros escenarios. Precisamente, una de las últimas piezas del compositor húngaro Peter Eötvös es una ópera basada en la novela Del amor y otros demonios.
Este raro encuentro entre Transilvania y Macondo tuvo lugar por primera vez en Inglaterra, en Sussex, durante el Festival de Ópera de Glyndebourne, en 2008. Love and Other Demons es tanto la primera pieza que el compositor húngaro ha escrito a partir de una novela, como la primera ópera de un compositor extranjero que debutó en ese festival.
Después de estudiar composición y dirección de música en Alemania y en su natal Hungría, Eötvös (1944) no ha tenido descanso. Ha escrito nueve composiciones para teatro musical, catorce para orquesta, nueve para ensambles, diecisiete para orquestas de cámara o solistas y tres piezas corales. Ha colaborado de cerca con músicos de vanguardia como Karlheinz Stockhausen y Pierre Boulez, y ha utilizado instrumentos electrónicos en varias de sus composiciones. Pero fueron, según él, sus primeros años en Budapest escribiendo música para teatro los que le enseñaron a leer textos escuchando la música en ellos.
En esta entrevista, concedida en 2009 a Mathieu Schneider, de la revista Opéra National du Rhin, Eötvös nos deja ver los detalles de un proceso en el que confluyeron todas las referencias musicales del húngaro con la mezcla cultural que aparece en la novela de García Márquez para darle “realismo” a una ópera que deliberadamente se distancia de cualquier forma de representación naturalista. Para Eötvös, “realismo” no es otra cosa que una perfecta comunicación entre la historia narrada, el texto, la música y el drama representado en el escenario.
Después de todo, quizá Transilvania no esté tan lejos de Macondo –y no solo porque los dos nombres parecen referirse a lugares imaginarios–. Pues, como anota el propio Eötvös: “García Márquez gusta mucho en mi país. Su estilo y el mundo fantástico que refleja en sus obras está muy próximo a la cultura húngara y del este de Europa en general”. 
Usted tiene una buena experiencia en la ópera: Del amor y otros demonios es su opus 5 en ese género. ¿Qué lo decidió a componer una pieza a partir de la novela homónima de Gabriel García Márquez?
En nuestros días un compositor no puede darse el lujo de escribir una ópera a partir de sus propios intereses. En este caso, yo recibí un encargo del Festival de la Ópera de Glyndebourne (Inglaterra), para lo cual no tenía una idea preconcebida. Así que procedí como hago siempre, es decir, de manera intuitiva, buscando el texto más apropiado para expresarlo en música. Mi esposa, que es una gran lectora, me ayudó mucho en esta parte. Me dio a leer varias novelas de autores latinoamericanos y finalmente me incliné por la novela de García Márquez. El criterio determinante para mí es el de la representación sonora: es necesario que, al leer el texto, yo tenga de inmediato una idea sobre la forma en que podría llevarlo a la música. Usted sabe que yo empecé como músico en el teatro. Desde la década de 1960, era más o menos el compositor de los teatros de Budapest. Esta experiencia todavía hoy me es de gran ayuda, sobre todo cuando se trata de escoger un texto y de imaginar la mejor manera de traducirlo musicalmente. Ese paso por el teatro me ha enseñado a estar atento a cada detalle y hacer frente a la cuestión de la inteligibilidad del texto. La ópera no es para mí un género en el cual la música destruye el texto; al contrario, intento que el texto no solo sea comprensible sino que gane en complejidad y en intensidad. Lo anterior se traduce, por ejemplo, en la selección de los tempi, que están siempre acondicionados de modo que el texto cantado o declamado sea perfectamente comprensible.
Puesto que el punto de partida es el texto y la inteligibilidad, ¿qué lo llevó a escoger el inglés antes que el castellano, la lengua original de la novela de García Márquez?
Como usted sabe, yo he escrito óperas en idiomas muy diferentes: ruso, francés, inglés, alemán... La selección de la lengua responde a dos imperativos: el primero de ellos es el público al cual se destina. Es evidente que la escogencia del inglés se imponía ya que la pieza sería representada en Glyndebourne. Además, se sobrentiende que debo tener familiaridad con la lengua, lo que en verdad no habría sido el caso con el castellano. Si de todas maneras hubiera tenido que montar la ópera en España, habría hecho todo lo necesario para que la obra fuera en castellano, pero en realidad nunca se habló del asunto.
Pese a ello, hay otras tres lenguas en la ópera: el yoruba, el latín y el español. ¿Las escogió en procura de realismo?
El yoruba es la lengua materna de Sierva María, que ha nacido en medio de esclavos africanos y a quien por ello se trata como poseída pues consideran que no es cristiana. Me pareció legítimo, en aras del realismo, que yo la reivindicara a propósito, y que ella se expresara en esa lengua sobre todo cada vez que se trata de su identidad o de sus orígenes. Solo la escogencia de una lengua diferente al inglés podía manifestar el choque cultural que se encuentra en el origen mismo del drama. Por otra parte, el yoruba posee un ritmo fantástico. Trabajé con nigerianos cuando estaba componiendo la ópera ya que me interesaba respetar en todo la acentuación natural de su lengua. El problema era que la persona con la que trabajaba no acentuaba las palabras de una manera lo suficientemente clara y reconocible como para que su equivalente musical fuera preciso. Enseguida me di cuenta, mientras ensayaba con un profesor nigeriano en Oxford, que el acento se colocaba sistemáticamente en la segunda sílaba. Entonces tomé partido por hacer cambios necesarios a la partitura buscando que la acentuación fuera semejante a la de los nativos. En cuanto al castellano, lo escogí por otras razones, tal vez más simbólicas que realistas: en efecto, es la lengua de los poemas de amor de Garcilaso de la Vega, que el cura usa para la educación sentimental de Sierva María. Es también la lengua en la que se expresa Sierva María al final de la ópera, cuando muere; el español evoca el amor mismo, más que al hombre que ella ha amado. Por último, el latín es empleado como una fuente de realismo: es la lengua de las monjas que se oye cuando entonan cantos gregorianos.
¿Compuso esas melodías gregorianas o solo las ha citado?
Algunas de ellas, como el “Nunc, Sancte, nobis Spiritus” de la escena 4A, se basan en una auténtica melodía gregoriana que armonicé para coro a cuatro voces, utilizando la técnica del órganum paralelo medieval. Con la diferencia de que aquí el órganum no reposa en intervalos consonantes, sino sobre agregados de acordes escogidos con libertad. Otras melodías, por el contrario, las he inventado yo. Una vez más puede decirse que el interés por el realismo me ha animado durante todo el trabajo.
Hablando de realismo, usted compuso también para esa misma escena un hermoso concierto de aves –una “Bird Song”–, más cerca de Messiaen que de Beethoven.
Sí, quise imitar el murmullo de los pájaros, haciendo que los violines tocaran en un registro muy agudo. Reforcé este efecto empleando la estereofonía de las dos orquestas e individualizando los tempi de cada músico, así como de numerosos armónicos. El conjunto da la impresión de una cacofonía organizada de sonidos sobreagudos, que espero sea lo más próximo a lo que se oye en la naturaleza cuando muchas aves cantan al mismo tiempo.
¿El hecho de que las partes de los violines hayan sido dispuestas en anexos también se relaciona con la necesidad de hacerlas más legibles?
Se trataba sobre todo de hacerme entender de los instrumentistas. Tengo una larga experiencia como director y sé que la primera función de una partitura es ser una herramienta de comunicación entre el compositor y los intérpretes. Lo que está escrito tendrá entonces mejores posibilidades de ser interpretado de acuerdo con las intenciones del compositor. Como no es posible que yo dirija todas mis óperas, resulta entonces de importancia crucial el aspecto de la comunicación. Cuando yo estoy en el atril es diferente, pero siempre será necesario que una partitura indique con claridad a los músicos el modo en que deben ejecutarla.
Volvamos a la composición de la ópera. Usted ha explicado cómo selecciona el tema y el texto de sus óperas. Pero una vez que tiene el texto a mano, ¿cómo lo resuelve? ¿Qué es lo que la música debe aportar al texto?
Lo que me interesa en la lectura del texto es la representación sonora que llega a suscitar en mí. De algún modo, esa primera representación sonora determinará la escena por completo. Podría decir entonces que trabajo de una manera impresionista, a la manera de un Claude Debussy. Y quiero decir “a la manera” y no “en el estilo de”. Así como Debussy recibía inspiración del diálogo del viento y las olas, yo alimento mi imaginación creativa a partir de las imágenes mentales que produce en mí la lectura, y son esas imágenes las que traduzco luego en sonidos que dan nacimiento a la música que se escucha.
¿Ese impresionismo también es responsable de la orquestación tan singular de su ópera, en donde la música parece dominada por sonoridades cristalinas de celesta, de percusiones y de cobres?
Cristalina… Yo diría sobre todo argentada. Usted sabe, ese color particular, un poco gris-azul, que toma a veces la plata. El trabajo con Helmut Stürmer, el escenógrafo de la producción, un hombre que proviene de Transilvania como yo, ha sido particularmente definitivo en la selección del colorido general de la ópera; ese tono gris-azul es el que predomina en la escenificación, simbólicamente el color que adquiere el cielo antes del estallido de una tormenta o de una violenta tempestad. Hay pues un elemento simbólico-realista en la escogencia de los timbres y el color del decorado. Más aún, no olvidemos que la ópera comienza con un eclipse de sol; en el momento en que Sierva María es mordida por el perro es cuando todo el drama se desencadena.
Personalmente, me impresionó mucho el eclipse de sol de 1999 que tuve la suerte de observar en un día claro en Ámsterdam; de repente, el cielo adquirió esa tonalidad gris-azul. Cayó la oscuridad y ya ningún pájaro cantó. Considero que, de manera inconsciente, en la selección de timbres hay una reminiscencia de esa experiencia y que la ópera está bañada por completo en esa atmósfera tan sugestiva.
Usted incluye ocho parlantes en el escenario. ¿Por qué decidió amplificar su música?
Es la función que le compete al “ruido”. Utilizo el sistema de amplificación en dos casos bien identificados: en primer lugar, me permite oír los glisandos en momentos precisos de la partitura; además –y esto sucede sobre todo en la escena 8, cuando las monjas cantan en la capilla del convento–, para recrear la acústica de la nave de una iglesia.
Algunas veces se oye la orquesta retomar como en eco las notas sostenidas de los cantantes. ¿Esto también se relaciona con el deseo de reconstruir la acústica del convento en donde la ópera tiene lugar?
Claro que sí. Estudié mucho la acústica y de inmediato me di cuenta del problema que debía solucionar en la partitura cuando tratara de traducir en música el texto de García Márquez. También hubiera podido pensar en un sistema de amplificación desde el principio hasta el final, pero no me parecía la mejor solución. Creo que las técnicas de escritura orquestal y vocal permiten resolver todo de manera menos artificiosa. Es por eso que, en efecto, se escuchan en numerosas secciones de la partitura fenómenos de eco entre la voz y la orquesta. Sin embargo, no es sistemático. Hay pasajes en donde el eco significa más que la simple reconstrucción sonora de una realidad acústica. Por ejemplo, en la escena 1D, cuando Ignacio intenta arrancar el collar africano que lleva Sierva María, ella se resiste y lanza un grito agudo sobre un contra mi. Este no será retomado de inmediato por la orquesta. Algunos compases más adelante, ella vuelve al mismo contra mi y esta vez los clarinetes y luego el grupo de las maderas lo reciben y prolongan el sonido hasta el comienzo de la escena 2A. El grito y su eco son la expresión de la rebeldía de Sierva María, cuya identidad y cultura viola Ignacio, y este grito –después de haber resonado en el vacío– es repetido por la orquesta hasta integrarlo al drama que se desencadena. El grito se convierte de un solo golpe en el modo de cantar privilegiado de Sierva María: manifiesta de forma permanente su resistencia a los ataques y a la violencia que les son infligidos a ella y a su cultura.
Desde el punto de vista del canto, la ópera se sitúa entre el grito y el recitativo. Hay también arias escritas como tales en la partitura, lo que no deja de sorprender pues es una categoría que Wagner había comenzado a abolir. ¿Por qué introdujo arias? ¿Y cuál es su función en relación con los recitativos?
Espero haber permanecido fiel a la tradición de la ópera occidental en lo que se refiere a la sucesión de arias y recitativos. Los recitativos están presentes cuando la acción progresa y cuando hay diálogos entre dos o varios personajes, en tanto que las arias corresponden a momentos más líricos como cuando un personaje expresa sus sentimientos y deseos. Son momentos en los cuales se profundiza el drama. Había evocado antes una de las grandes arias de la ópera, el aria de los pájaros, pero está lejos de ser la única; piense por ejemplo en el aria de Josefa en la escena 8C. Se trata en efecto de la primera aria que compuse casi dos años antes de que la ópera fuera llevada a escena por primera vez en Glyndebourne, porque la cantante que ha actuado en el papel de Josefa en Glyndebourne quería una muestra de lo que sería la partitura. Compuse entonces esa aria como un trozo independiente, casi a la manera en que los compositores del barroco o del clasicismo escribían sus arias, es decir, como números independientes, para agregarlas luego al resto de la ópera.
¿Cuáles son, según su criterio, las dificultades vocales de esta ópera?
No lograré explicarle nada si no le digo que hay dos grandes papeles en El amor y otros demonios: el papel de Abrenuncio, el doctor, y el de Sierva María. Abrenuncio debe ser un tenor a la vez brillante y potente en los agudos; García Márquez ha hablado acerca de sus orígenes judíos armenios y yo he traducido todo ello en un carácter enérgico, un papel robusto y de líneas melódicas que refleja los modos de esos países (en particular, el empleo frecuente de la segunda aumentada). La selección de un cantante con estas particularidades no era fácil en principio, pero en nuestros días la técnica vocal ha progresado de tal manera que un papel así ya no mete miedo. Podría agregar lo mismo acerca del papel de Sierva María: una verdadera soprano de coloratura que alcanza el contra fa sostenido, es decir, un semitono más alto que la nota más aguda del aria de la Reina de la Noche en La flauta mágica. Con eso quiero decir que el papel de Sierva es mucho más difícil pues esa nota no se alcanza de manera puntual; a menudo yo exijo a la cantante que sostenga la nota o que permanezca en el registro sobreagudo. Pensaba que esto traería algunas dificultades, pero pronto llegué a la conclusión de que las cantantes actuales poseen una técnica que les permite ejecutar esa clase de pasajes con una facilidad desconcertante, y que ellas también se complacen en cantarlos aún permaneciendo en registros tan altos.
Usted habló del empleo de melodías gregorianas, pero no se ha referido a las citas de Domenico Scarlatti que incluyó en escenas como la 3A, en donde Ignacio recuerda a su primera mujer, doña Olalla, la madre de Sierva, que según García Márquez fue alumna de Scarlatti.
Se trata de verdaderas citas. Cuando leí esa referencia a Scarlatti en el texto, me pregunté si García Márquez no habría exagerado y si toda esa historia podría haber sido real. Luego de haber investigado, supe que Scarlatti había estado en Portugal y España entre 1718 y 1719, es decir, exactamente en la época en que doña Olalla se encontraba allí. No es pues sorprendente que una aristócrata como ella hubiera podido beneficiarse de la enseñanza de un músico del perfil de Scarlatti. Decidí entonces jugar una vez más la carta del realismo y agregar en el aria de Ignacio una música que sería prestada a Scarlatti. ¡Cuál no sería mi satisfacción al zambullirme en los trece volúmenes de sonatas publicadas por el compositor y encontrar en ellas algunos pasajes que podría incorporar a mi ópera! Lo que se oye de Scarlatti es suyo, con la diferencia de que he armonizado para orquesta lo que es para clavicémbalo. Además, si se tiene en cuenta que toda esta música no es más que un recuerdo sujeto a la persona de doña Olalla, yo la he superpuesto al canto a través de una técnica de collage: esta se percibe como si viniera de otro mundo.
Para terminar, ¿podría explicarnos cuál es la función exacta del criptograma “Sierva María de Todos los Ángeles” que ha escrito en el encabezamiento de la partitura?
Utilicé todos los sistemas posibles de la correspondencia entre una letra y una nota musical para definir una sucesión de notas que pudiera atribuir a Sierva María. Acudí a las correspondencias alemanas como lo hizo en su tiempo Bach (por ejemplo, la E en Sierva corresponde a un mi). De igual manera utilicé el principio francés de la clave de sol (por ejemplo, el si de Sierva se convierte por lógica en si). También tuve en cuenta las correspondencias de Kodály. En fin, llegué a determinar una melodía a partir del nombre de Sierva María y me sentí satisfecho con el resultado. Utilicé las primeras notas en la obertura –que es una evocación de la atmósfera de la pieza–, pero este motivo regresa en diversas situaciones claves de la partitura, como ocurre en el final. He utilizado todo esto como una serie en el sentido schoenbergiano del término. Es más que todo un símbolo derivado de Sierva, apegado a su infancia y a su inocencia. Desde la obertura se genera esa orquestación argentada a la cual yo hacía referencia y que, como el criptograma musical, domina toda la ópera. 

© Revista Opéra National du Rhin, 2010.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 117 de El Malpensante, marzo de 2011.Traducción de Carlos Barreiro.