jueves, 26 de marzo de 2015

Gabo y su gran lección

Este es el texto que leyó el escritor colombiano, Juan Gabriel Vásquez en el homenaje que le rindió la ONU a Gabriel García Márquez 

Gabriel García Márquez dijo que el deber de todo revolucionario es escribir bien./eltiempo.com

En 1949, poco después de cumplir los 22 años, el joven Gabriel García Márquez recibió por correo un paquete de libros que le enviaba su amigo Álvaro Cepeda Samudio. Entre ellos estaba Orlando, de Virginia Woolf, en la traducción que Borges hizo para la editorial argentina Sur. Muchos años después, frente al actual propietario de ese libro, el periodista Gustavo Arango encontró la nota que aquel joven lector había dejado en la primera página. García Márquez apenas estaba escribiendo por entonces sus primeros cuentos y le faltaba todavía un lustro para publicar su primera novela, pero eso no le impidió comentar a Virginia Woolf con esta frase lapidaria: “Imita mucho a Gabriel García Márquez”.

Siempre me ha parecido que en esta línea burlona se condensa la que ha sido, en mi opinión, la gran lección de García Márquez: su relación con sus influencias. No está de más repetir lo que ya he dicho otras veces: para mí, que nací siete años después de la publicación de Cien años de soledad, que publiqué mi primer libro quince años después de que García Márquez hablara en Estocolmo sobre la soledad de América Latina, leer la obra del más grande novelista colombiano ha sido leer a un clásico, un clásico que fue esencial para mi vocación, y no, como suele creerse, una amenaza o una sombra. Cuando se me pregunta sobre la presencia de García Márquez en la nueva literatura colombiana, suelo sorprenderme de que la misma pregunta no se le haga con tanto ahínco a Salman Rushdie, a Toni Morrison o a Mo Yan, cuyos libros la delatan (orgullosamente) mucho más que los nuestros.
En el fondo, se trata de un gran malentendido: la idea de que la influencia literaria es territorial. Es decir: si yo soy colombiano y novelista, la influencia del gran novelista colombiano me resultará inevitablemente contagiosa. Más que hablar de influencias, como he dicho en otra parte, parece que habláramos de infuenza. La mejor prueba en contra de esta idea recibida (la mejor vacuna, si me permiten ustedes la expresión) es la obra misma de García Márquez, cuyo desarrollo está lleno de pequeñas pero invaluables epifanías sobre ese proceso aterrorizador que es la búsqueda de la identidad literaria. Pues lo interesante y lo iluminador, en el caso de García Márquez, es que ese proceso se basó, por completo o casi por completo, en tradiciones que no eran las de su país, ni siquiera las de su lengua.
“Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por Joyce, por Faulkner o Virginia Woolf”, escribe García Márquez en un artículo de 1950. Y luego: “Si los colombianos hemos de decidirnos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esa corriente”. El joven García Márquez ha advertido que los caminos de la novela colombiana serán híbridos o no serán. Enfrentado a las hordas de nacionalistas literarios que durante décadas habían defendido a ultranza la pureza de la retórica hispana, García Márquez se atreve a sugerir que la vida está en otra parte; enseguida entra a saco en esos novelistas, robándoles todo lo que era capaz de llevar en sus bolsillos. Ha descubierto, por ejemplo, que el mundo de William Faulkner, con sus plantaciones de algodón y su guerra civil –la de Secesión– flotando en el pasado, es extraordinariamente parecido al mundo de su infancia, con sus plantaciones de banano y una guerra civil –la de los Mil días– flotando en el pasado. Con esto en mente inventa La hojarasca. Luego descubre que la historia que cuenta Hemingway en El viejo y el mar, con esa especie de héroe trágico luchando contra los tiburones por conservar el pez que acaba de picar, se puede transformar en una historia caribeña de otro tipo de heroísmo, y que el gobierno colombiano puede tomar el lugar de los tiburones, y un gallo, el lugar del pez. Con esto en mente inventa El coronel no tiene quien le escriba. Podría seguir dando ejemplos (recordando, por decir algo, los pájaros que en Orlando se mueren de frío en pleno vuelo y aquellos otros pájaros que también mueren en pleno vuelo, pero no de frío, sino de calor, en un cuento de Los funerales de la Mamá Grande); pero lo que me interesa es notar que estos libros fueron escritos años después de que aquel joven inédito vaticinara los nuevos derroteros de la ficción colombiana. En otras palabras: García Márquez escogió sus modelos deliberada y conscientemente, y a lo largo de sus primeros libros se dio a la tarea de convertirlos en sus influencias. “Imita mucho a García Márquez”, había escrito. Y tenía razón: cuando el futuro novelista escribe su nota irónica en la primera página de un Orlando prestado, no está haciendo nada distinto de cumplir el mandato de Borges: crear a sus precursores.
De manera que hoy, cuando nos reunimos para celebrar la obra y la memoria de Gabriel García Márquez, me da gusto señalar, entre las muchas lecciones que nos ha dejado, esta libertad para tomarse por asalto la tradición entera de la gran literatura. Esa libertad abrió para siempre las ventanas de la casa hermética de la literatura colombiana, y nos liberó a los que vinimos después para buscar nuestras influencias –nuestros maestros– en donde mejor nos pareciera. Pero no es sólo eso: esa libertad es la que sale a la superficie entre las líneas de Cien años de soledad, de Crónica de una muerte anunciada, de El amor en los tiempos del cólera, y yo tengo para mí que es esta libertad lo que está en nuestra mente cuando decimos que García Márquez era un novelista universal. Leer sus libros con destornillador en la mano, como solía decir él, es encontrar ciertamente a Faulkner y Joyce y Hemingway y Virginia Woolf y Albert Camus, pero también los rastros milenarios de la Biblia y Las mil y una noches, de las tragedias de Sófocles y en particular Edipo Rey, de las novelas de caballería y en particular Amadís de Gaula, de Daniel Defoe y el Diario del año de la peste. La universalidad de García Márquez, que se ha vuelto una frase armada, un cliché bueno para despistados, no es sólo el hecho sobrenatural de que eso que llamamos realismo mágico esté hoy presente en novelas de los cinco continentes. No es sólo la maravilla literaria de que aquella manera de ver el mundo y contarlo les haya servido para escribir sus propios libros a escritores tan distantes y dispares como Peter Carey en Australia, Patrick Chamoiseau en Martinica y Louis de Bernières en Inglaterra. No: cuando hablamos de la universalidad de García Márquez hablamos del descaro, el bellísimo descaro con que se apropió de todas las historias, echó mano de todos los mitos y vindicó para siempre todo eso que tenemos en común por el hecho simple de ser humanos. Somos, se repite constantemente, el animal que cuenta historias; pero pocos escritores en la historia de la novela han sabido como García Márquez cavar en el fondo moral, emocional, mítico y aun religioso de nuestra naturaleza humana para encontrar lo que nos es común a todos. En García Márquez se hizo visible, más que ningún otro novelista del siglo pasado, esa alianza que pedía Nabokov: contador de historias, maestro y hechicero.
Y ya que he mencionado al gran Nabokov, que murió, para nuestra sensación de injusticia, sin haber leído Cien años de soledad, permítanme cerrar estas palabras recordando un pasaje de su novela Fuego pálido, que tiene para mí una curiosa pertinencia cuando se habla, como hablamos hoy, de Gabriel García Márquez. Escribe Nabokov:
We are absurdly accustomed to the miracle of a few written signs being able to contain immortal imagery, involutions of thought, new worlds with live people, speaking, weeping, laughing. We take it for granted so simply that in a sense, by the very act of brutish routine acceptance, we undo the work of the ages, the history of the gradual elaboration of poetical description and construction, from the treeman to Browning, from the caveman to Keats.
O bien, en mi traducción:
Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de que unos cuantos signos sean capaces de contener imágenes inmortales, la complejidad del pensamiento, nuevos mundos con gente viviente que habla, llora, ríe. Lo damos por sentado con tanta facilidad que en cierto sentido, por el acto mismo de nuestra aceptación tosca y rutinaria, deshacemos la obra del tiempo, la historia de la elaboración gradual de la descripción y la construcción poética, del habitante de los árboles a Browning, del hombre de las cavernas a Keats.
Gabriel García Márquez nunca se acostumbró a ese milagro. Hasta el final siguió viendo el oficio de narrador con una mezcla afortunada e irrepetible de sofisticación e inocencia, de dominio técnico de novelista moderno e ingenuidad de viejo narrador o chamán junto al fuego, esa mezcla que a nosotros, lectores de sus novelas y a sus cuentos, nos provoca la impresión imposible de que sus libros nos han esperado siempre, de que nos vinculan con lo más profundo de nuestra especie y al mismo tiempo, por arte de magia, de que han sido escritos solamente, exclusivamente, para cada uno de nosotros.

miércoles, 25 de marzo de 2015

En la madriguera del genio

A partir de la fotografía de García Márquez en plena escritura de  El otoño del patriarca, este artículo se adentra en pormenores del largo proceso creativo que le exigió al novelista la producción de esta obra de la que se cumplen 40 años

La conocida fotografía de García Márquez en plena escritura de El otoño del patriarca./Rodrigo García Barcha./elheraldo.co
El patriarca creando al Patriarca. Una lucha de titanes. El absoluto poder de una imaginación que hace uso de todas sus facultades para modelar un personaje de poder absoluto. El artista verbal empeñado en su propósito de imponer su dominio sobre el lenguaje, de demostrar que él no es un simple instrumento o sirviente de éste –según la pretensión de los logócratas–, sino, por el contrario, su amo y señor, y que, por tanto, puede ejercer un gobierno total sobre las palabras hasta lograr que produzcan un texto original, distinto y autónomo respecto de cualquier otro, pues es el único modo posible de conseguir que cobre plena existencia en el papel ese ser paralelo a él que ahora bulle en su cabeza, ese otro amo y señor que él quiere que gobierne con facultades ilimitadas y despóticas en su país imaginario, en el “vasto reino de pesadumbre” que le está creando para ese propósito.
Pero no es fácil someter a las palabras, ni siquiera para él a quien ellas parecieron siempre mostrar la más sumisa obediencia, y no es fácil someterlas sobre todo cuando se busca que se pongan por completo, todas a una, al servicio de un proyecto tan descomunal como ése que él está ejecutando en ese momento.
De ahí el gesto que capturó la foto, que es el característico de quien está inmerso en un arduo empeño intelectual, el característico del escritor que está convocando y reuniendo todas las energías de su mente para que, realizando una suerte de arrolladora prueba olímpica, ésta supere todos los obstáculos que la separan de su ambiciosa meta literaria: la cabeza inclinada hacia la derecha, ligeramente apoyada sobre la palma de la mano ídem, mientras hunde los dedos entre la frondosa pelambre indómita para rascarse mecánicamente el cuero cabelludo, en un ademán que parece dirigido a incrementar el nivel de actividad de su cerebro, a desencadenar potencias secretas y hasta entonces no usadas de su don creativo.

Correcciones de la novela sobre borradores, que ahora pertenecen al Centro Ramson, de la Universidad de Texas.
La expresión del rostro es, en efecto, la de alguien cuyo cerebro está buscando en sus más profundos recovecos la solución a un problema, pero sin reflejar angustia o una marcada tensión. Revela una intensa indagación, pero al mismo tiempo una como firme serenidad. Pese a que era de algún modo un escritor de estirpe flaubertiana –por la dedicación espartana al oficio y la busca de la palabra precisa en función de la absoluta armonía musical de la prosa–, lejos está, pues, de las reacciones histéricas que, durante el proceso de la escritura, solían ser propias del autor de Madame Bovary.
Sin embargo, hay un detalle que parece no encajar con esta imagen del escritor batiéndose a brazo partido con las palabras: situada a su derecha, la papelera, salvo por una sola bola de papel, está vacía. La lógica indica que, a la situación arriba descrita (y que es la que la actitud del autor sedente evidencia a todas luces), debería corresponder una papelera atiborrada de borradores que, desechados uno tras otro, reflejarían esa búsqueda implacable de la forma deseada. ¿Habría vaciado Mercedes la papelera de su rebosante contenido un momento antes del disparo del obturador?
En el instante preciso congelado por la cámara, García Márquez no se halla escribiendo; no hay hoja alguna en el rodillo de la máquina de escribir. Lo que está haciendo en ese instante es revisar lo que, al parecer, acaba de escribir. La manera de trabajar que, según manifestaría en Vivir para contarla, él practicaba desde que se había convertido en un escritor profesional, era la siguiente: “Rompía cada párrafo hasta dejarlo a gusto”; o, como le contó a Rita Guibert en entrevista realizada en 1971 (época que corresponde justamente a la composición de El otoño del patriarca), y planteando un rigor todavía mayor que el anterior: “Voy corrigiendo línea por línea a medida que voy trabajando, de manera que cuando termino una hoja ya está casi lista para el editor”. ¿Significa entonces que, en el momento de la foto, está corrigiendo una sola página en la que se halla escrito un solo párrafo, o, incluso, apenas una sola línea? Bueno, esto último no tendría nada de raro, no sólo por lo que le dijo a Rita Guibert, sino por la declaración que le daría años después a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, en referencia a El otoño del patriarca: “Lo escribí como se escriben los versos, palabra por palabra. Hubo, al principio, semanas en las que apenas había escrito una línea”.
El atuendo que viste es de diario (de fatiga, digamos), si bien la camisa es de manga larga y está cerrada hasta los puños (tal vez haga frío), pero los pies puestos fuera de los zapatos, con todo y que se trata de unas cómodas zapatillas de goma, corroboran la intención de que el cuerpo esté lo más descansado y relajado posible a fin de que la cabeza, al no recibir de aquél ninguna mínima molestia que le distraiga, pueda hacer mejor su trabajo. La mesa en que escribe es pequeña, y es tan sencilla y modesta que tiene unas cuñas hechas de papel que corrigen el desequilibrio de las patas: pero, ¿por qué tendríamos que suponer que las grandes obras maestras de la literatura deben de haberse escrito en formidables escritorios que ostenten el mismo nivel de grandeza que ellas?
No hay una taza de café, no hay cigarrillos (había dejado el hábito de fumarlos hacía muy poco tiempo): el escritor optó por que su solo y natural genio creador, sin el auxilio de estimulante alguno, ejecutara toda la labor.
La fotografía fue tomada por su hijo Rodrigo en el interior de una casa tradicional pero remodelada por la familia: el número 6 de la calle Caponata, del elegante y tranquilo barrio de Sarriá, en Barcelona, en un momento que la mayoría de los pies de foto sitúan “hacia 1972”; yo no me atrevo a ser tan vagamente preciso: creo que debe situarse en el período comprendido entre finales de 1971 y los primeros meses de 1974, cuando le puso el punto final definitivo a la novela. Me atrevo a datar la fotografía en ese lapso (acerca del lugar, desde luego, no hay la más mínima duda) porque la única otra posibilidad es que haya sido tomada en una etapa anterior del proceso de escritura de El otoño del patriarca en la capital catalana, que fue entre comienzos de 1968 y enero de 1971, pero dicho período corresponde al tiempo en que la edad del fotógrafo anduvo de los ocho a los once años, lo que hace menos probable esta segunda opción.
De modo que, en el instante de la foto, el autor lleva ya por lo menos casi cuatro años de estar trabajando en la novela. Y, sin embargo, la imagen nos muestra que la novela se resiste todavía a rendirse al castigo continuado que su mano lenta pero firme ha venido ejerciendo sobre ella. En realidad, se trata de un trabajo que le ha planteado una larga batalla que supera el límite de esos cuatro años y que, en rigor, tiene por lo menos 13 años de estar librando, pues la novela fue concebida en Caracas (exactamente en el Palacio de Miraflores), unos dos o tres días después de la caída del dictador de Venezuela Marcos Pérez Jiménez (que tuvo lugar el 23 de enero de 1958), y fue allí mismo, en esa ciudad y en ese mismo año, cuando empezó a escribirla. Se sabe que, desde entonces, la continuaría escribiendo, si bien con frecuentes y a veces largas interrupciones, de modo que en abril de 1962, ya residiendo en México, llevaba redactadas 300 cuartillas de ella, pero entonces la suspendió de nuevo y esta vez sería por unos seis años, ya que fue ésta la época en que tuvo lugar la irrupción y toma de su vida por parte de Cien años de soledad. De esas 300 cuartillas no sobrevivió casi nada a sus exigencias y tuvo, pues, que refundir la obra a partir de 1968 en Barcelona, ciudad donde se había instalado el 4 de noviembre de 1967.
El patriarca creando al Patriarca, una lucha entre iguales, el gran novelista valiéndose de su imaginación de taumaturgo para imponer un tirano con poderes de taumaturgo, el poderoso dictador de las palabras modelando el libro del dictador, en la secreta intimidad de su estudio, absorbido por completo por su colosal tarea, “solo, con una soledad absoluta”, frente a la hoja de papel, frente al gran poema en marcha sobre la soledad del poder, en una escena natural, espontánea y privada de la que el público no habría tenido jamás manera de ser testigo, a menos que alguien perteneciente a su espacio doméstico, a su familia (por ejemplo un hijo, por ejemplo su hijo Rodrigo), hubiera decidido tomar una fotografía que hiciera posible que todos los lectores del mundo nos asomáramos maravillados a ese momento íntimo y excepcional.
Por eso me gusta tanto esta fotografía, que es (y pocas veces el término periodístico puede ser usado con tanta exactitud) una fotografía exclusiva: una que ningún otro hubiera podido captar, sino justo el que la captó, quien supo aprovechar bien su posición privilegiada, su posición de paparazzo encubierto bajo la identidad inocente de un chico hijo del novelista: nuestro ojo en la madriguera del genio.

Australia rindió tributo a Gabriel García Márquez

Académicos de ese país hablaron de la obra del escritor, en una jornada de la embajada colombiana

Fotografías y primeras páginas de periódicos informando su muerte hicieron parte de la muestra./eltiempo.com

Con una exposición de fotografías, la gran mayoría del archivo del diario El Tiempo, además de una serie de charlas y otras actividades, la embajada de Colombia en Australia compartió con locales y nacionales residentes en ese país un reconocimiento al legado del fallecido Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.
El evento se realizó el pasado 18 de junio en el teatro Manning Clark, de la Universidad Nacional de Australia, con la participación de John Minns, director del Centro Nacional Australiano para los Estudios Latinoamericanos (Anclas).
Del mismo modo, se hizo presente el académico Roy Boland, quien ha estudiado la obra del laureado escritor colombiano, así como la del también nobel Mario Vargas Llosa, de Perú. Por su parte, la embajadora Clemencia Forero Ucrós dio una ponencia sobre uno de sus ensayos personales.
Boland, profesor emérito de la Universidad de Sídney, especializado en Ensayos de Crítica Literaria, compartió con los asistentes su visión del Macondo que creó García Márquez, a través de un análisis de todas sus obras, y concluyó que el escritor, nacido en Aracataca (Magdalena) el 6 de marzo de 1927, fue “el mago del sur”.
La embajadora, cuya carrera también se ha centrado en la academia, presentó su ensayo ‘Unfulfilled expectations in No one writes to the Colonel’, un trabajo que es una mirada al concepto de la espera como el eje principal en que se sostiene en el libro El coronel no tiene quien le escriba, una novela corta de García Márquez publicada en 1961.
La muestra fotográfica presentó imágenes de diferentes momentos en la vida y en la carrera del escritor, así como las primeras páginas de los diarios colombianos con el registro de su muerte, ocurrida el 17 de abril pasado, en Ciudad de México, donde residía con su familia desde la década de los años 80.
También hicieron parte de la muestra imágenes del archivo del Fondo Fotográfico Nereo López.
Al teatro de la universidad llegaron no solo colombianos, sino también un buen número de estudiantes y académicos. Igualmente, se hicieron presentes miembros de delegaciones diplomáticas acreditadas en ese país, como los embajadores de Bulgaria, Brasil, Ecuador, Portugal y Venezuela, y delegados de Chile, Bosnia y Paraguay.

martes, 24 de marzo de 2015

El camino para llegar a Macondo

El País  de España inaugura mañana la Biblioteca Gabriel García Márquez con Cien años de soledad
Mecanoescrito de Cien años de soledad./elpais.com

Después de haber estado bromeando durante años sobre la obra de los “muchachos” del boom y de haber estado haciendo irónicos juegos de palabras con los títulos de algunos libros de Gabriel García Márquez, Borges confesó por fin un día su admiración por Cien años de soledad, y declaró: “No hay duda que se trata de un libro original y que no procede de ninguna escuela”. Tal vez se refería a que no procede de ninguna escuela en particular, pues la verdad es que esta novela se alimenta de las grandes escuelas de la literatura universal, empezando por la Biblia, Las mil y una noches, Homero, Sófocles, Cervantes, y terminando en Rulfo y en el mismo Borges. Es pues una suma de la gran tradición literaria, a la vez que se erige en suma de la obra anterior y en génesis de buena parte de la obra posterior de su autor.
Cuando García Márquez (Aracataca, 1927-Ciudad de México, 2014) la empezó a escribir tenía 21 años y era un aprendiz de periodista en El Universal, de Cartagena de Indias (Colombia). Su regreso al Caribe después del bogotazo, el 9 de abril de 1948, y sus lecturas de Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Borges, le permitieron un primer vislumbre del mundo de Macondo a partir de Aracataca, de sus abuelos y de las experiencias de su niñez, y estuvo trabajando durante un año en el primer borrador con más voluntad que conocimientos en el arte de narrar y de imaginar. Pero la honestidad lo salvó: se dio cuenta enseguida que debía aprender primero a contar la novela que quería escribir, cuyo título original era La casa. Entonces fue haciendo el aprendizaje a lo largo de 17 años en La hojarasca, Isabel viendo llover en Macondo, Relato de un náufrago (y una vasta obra periodística), El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá grande y el relato El mar del tiempo perdido.
Pero una feliz interrupción tuvo lugar durante los años en que escribió El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y la mayoría de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande. El cine neorrealista italiano, el nuevo periodismo norteamericano, las lecturas de Defoe, Camus, Hemingway, Capote, Dos Passos, así como el contexto de la violencia colombiana, lo llevaron en las obras citadas a adoptar una mirada y un estilo más comprometidos con la realidad inmediata. Salir de este feliz extravío, que produjo nada menos que El coronel no tiene quien le escriba, le llevó una década. Hasta que en 1965, en un viaje a Acapulco con su familia, después de haber asimilado a Rulfo, de haber conocido las limitaciones del cine para lo que él quería expresar y de haber reparado en que la irrealidad de los mitos, leyendas, sueño y supersticiones era también parte esencial de toda la realidad, retomó el cabo suelto de La hojarasca, regresó de prisa a su casa de Ciudad de México, habló con Álvaro Mutis y, antes de encerrarse durante 14 meses en su estudio, le dijo: “Maestro, voy a escribir una novela. ¿Se acuerda de aquel mamotreto llamado La casa que le entregué en el aeropuerto de Bogotá, en enero de 1954, para que me lo guardara en la cajuela del coche? Pues es ésa, pero de otra manera”.
Y cuando salió de la Cueva de la Mafia, el apodo de su estudio, pudo entregarle al mundo el “largo poema de la vida cotidiana”, publicado en junio de 1967, donde estaban cifradas las claves no sólo de su vida, de su familia y de su pueblo, sino las del destino de todos los hombres, con sus luchas, sus sueños, sus amores, sus esperanzas y sus derrotas.
Cuando Gabriel García Márquez empezó a escribir
Cien años de soledad, este domingo, por 9,95 euros. Es la obra que inaugura en EL PAÍS la Biblioteca Gabriel García Márquez

Una risa triste

Hace unos cuatro años, un gran lector de García Márquez me dijo una frase hermética: “El único tema de Cien años de soledad es el de los amigos que se van”

Gabriel García Márquez, o la nostalgización de la amistad./elespectador.com

En estos días, releyendo la novela por primera vez tras la muerte de su autor, recordé esa conversación a propósito del último capítulo, y me sorprendió sentir algo que no había sentido antes: nostalgia. Ustedes recordarán el momento en que Aureliano Babilonia se queda solo en Macondo porque todo el mundo se ha ido, y lo único que puede hacer es gritar ese grito de guerra: “¡Los amigos son unos hijos de puta!”. El episodio es de una curiosa tristeza, y esa tristeza, en lecturas pasadas, había formado buena pareja con la ironía y el mamagallismo generalizados del resto del capítulo. Pero ahora el mamagallismo y la ironía me parecieron la forma visible de un miedo profundo a la soledad y a la muerte, unas ganas de no irse nunca y de nunca quedarse solo. El último capítulo es, entre muchas otras cosas, una canción: García Márquez la escribió para los amigos y para un mundo que ya se había ido en 1967. Tal vez ésa es la nostalgia que se siente.
Todos ustedes conocen la historia. En 1913, un catalán llamado Ramón Vinyes vio el anuncio de una empresa que requería un contable para sus oficinas de Barranquilla; marchó de inmediato, con tan mala suerte que la Primera guerra estalló, la empresa cerró y él se quedó extraviado en la costa Caribe de Colombia. Vinyes se mudó a Barranquilla para buscar suerte; nada lo describe mejor que su idea de lo que podía sacarlo de aprietos: una librería. En ella, y alrededor de la literatura y de la orientación de Vinyes, se formó un grupo de amigos que cambiaron la literatura colombiana para siempre: Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y un tal Gabriel García Márquez que un día vino a preguntar qué podía leer y se fue con un libro de un tal William Faulkner. “Cuando lo hayas leído”, le dijo Vinyes, “vuelve y te lo cambio por otro”.
El narrador de Cien años de soledad describe así al sabio catalán: “Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera”. Las palabras no están lejos de ser una suerte de poética de García Márquez, que achacó al Álvaro de la novela una opinión que él hubiera firmado de buena gana: “La literatura es el mejor invento para burlarse de la gente”. En estos días he pensado también que el último capítulo es triste también por eso: porque es una gran máquina irreverente y burlona hecha de alusiones y guiños que han hecho correr ríos de tinta, pero que sólo quieren sentirse más cerca de los amigos. Y así la crítica más ceñuda se ha desgastado durante medio siglo tratando de averiguar qué significa el hecho de que Aureliano Babilonia conozca a Lorenzo Gavilán (personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes), o el viaje a París durante el cual Gabriel ocupa la habitación donde moriría Rocamadour (que es, por supuesto, el bebé de la Maga en Rayuela). Si ponemos atención, tal vez alcancemos a oír las carcajadas de García Márquez. Pero son carcajadas tristes, porque la gran tragedia de Cien años de soledad no es que las estirpes condenadas no tengan segundas oportunidades: es la tristeza más simple de que el mundo sea un lugar del cual se van los amigos.

lunes, 23 de marzo de 2015

Premio Gabriel García Márquez de Periodismo recibe 1.400 trabajos de 35 países

La segunda convocatoria del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo recibió la postulación de 1.400 trabajos de 35 países de habla hispana y portuguesa, informó hoy la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI)

Gabriel García Márquez dejó una obra periodística que definió como el mejor oficio del mundo./lainformacion.com
El galardón se inspira en los ideales y la obra periodística del Nobel colombiano de literatura Gabriel García Márquez, fallecido el pasado 17 de abril en Ciudad de México a la edad de 87 años.
La convocatoria de esta segunda edición, que estuvo abierta entre el 6 de marzo y el 3 de junio, recibió 1.321 piezas periodísticas, que corresponden a trabajos individuales o en grupos, además de 79 "sugerencias de personas o equipos periodísticos" para la categoría Premio a la Excelencia.
Colombia es el país que más trabajos presentó, con 448 inscripciones, seguido de México (196), Argentina (171), Brasil (111) y España (83), según un comunicado de la FNPI.
Entre los diez países que más trabajos presentaron están también Venezuela (52), Perú (46), Chile (44), Ecuador (27) y El Salvador (26).
Para esta segunda edición se realizaron cambios en las categorías del galardón, que se dividen en cinco: texto (734 inscritos), imagen (183), cobertura (265), innovación (139) y reconocimiento a la excelencia (79).
El ganador de cada categoría recibirá un diploma y la suma de 30 millones de pesos colombianos (unos 15.000 dólares), mientras que los dos finalistas recibirán un diploma y cinco millones de pesos (aproximadamente 2.500 dólares).
Los trabajos inscritos se publicaron por primera vez entre el 1 de abril de 2013 y el 31 de marzo de 2014 principalmente en diarios (32 %), Internet (30 %), revistas (17 %), televisión (10 %) y radio (5 %).
La FNPI aspira a que estos premios, auspiciados por el grupo colombiano Sura, la alcaldía de la ciudad de Medellín y Bancocolombia, se conviertan en los más importantes de su tipo en Hispanoamérica.
En 2013, la primera edición del premio, se recibieron un total de 1.379 postulaciones de 30 países.
En esa ocasión los ganadores fueron el mexicano Alejandro Almazán en la categoría crónica y reportaje, el peruano Esteban Félix (imagen periodística), el brasileño Lucio de Castro (cobertura noticiosa), la colombiana Olga Lucía Lozano (innovación) y la costarricense Giannina Segnini en la categoría de excelencia.

domingo, 22 de marzo de 2015

El cuento del domingo

Gabriel García Márquez
Eva está dentro de su gato
De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —¡quién sabe dónde!— con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su habitación todo le era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada.
O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su retrato, antiguo, víctimas de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que desde su lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que había que cortar en forma enérgica y radical.
Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el de cualquier cristiano.

Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía soportarse y era amarga y dolorosa... Exactamente como un tumor o como un cáncer.
En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.
Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel rincón, apartada del resto del mundo.
Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba de “el niño”. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo con un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que “el niño” traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento como la estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado allí donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de las lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “el niño” que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.
Pero ahora, en su nueva vida intemporal, inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, con la sangre poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño,desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche —la de su tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía del jardín, era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que volviera la tierra a girar alrededor del sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina mortal. “¡El tiempo... oh, el tiempo...!”, suspiró ella recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro mundo.
Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba de-morando el último instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.

La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir. Pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y... ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más imperativo. Se levantaría. feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y...
Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que sin embargo ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma “qué habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.
Y ella estaría allí. Contemplaría el momento detalle a detalle desde su rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación. Ahora —quizás la única vez que los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.
Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el niño” persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.
Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.
Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque... —¡oh!— no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. ¡Y sin embargo no estaba en ninguna parte! De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.
Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja unida ahora a la curiosidad de verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pero ya era demasiado tarde.

Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí: había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero no...! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato, recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño” que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de comerse una naranja sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.
Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de todas las atenciones... Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.
Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas así orientó ella su energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería.
Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.

viernes, 20 de marzo de 2015

García Márquez en Dublín

La visita del colombiano hizo posible la convergencia de tres inmortales de la literatura universal

 
Gabriel García Márquez, autor colombiano de Cien años de soledad./elpais.com
Resulta paradójico que en Irlanda desconozcan la visita que Gabriel García Márquez hizo a ese país, siendo uno de los pueblos que más valora la literatura. Los irlandeses se consideran “salvadores de la civilización” por las obras clásicas que sus monjes copiaron y conservaron durante la Edad Media. Y decidieron recurrir a la literatura para “inventar Irlanda” como una comunidad histórica, y como una cultura de resistencia ante la imposición durante siglos de Inglaterra, su vecino más que incómodo, imperial. Tal vez eso contribuye a explicar que Irlanda, siendo un país que no llega a cinco millones de habitantes, cuenta con cuatro Premios Nobel de Literatura, a pesar de que quien tal vez más lo merecía, James Joyce, nunca lo recibió.
Precisamente el 16 de junio de 1997, durante la gran fiesta joyceana de Bloomsday, la que celebra el día durante el cual transcurre el Ulises, Gabriel García Márquez recorrió Dublín y alrededores en un peregrinaje secular que le hizo admirar aún más esa gran nación. Y durante ese recorrido, Gabo vinculó a otros dos grandes de la literatura universal. García Márquez conservó la experiencia como un momento singular.
Acompañado de su esposa Mercedes, Gabo aceptó la invitación que le hice para compartir unos días en esa tierra de sorprendente fortaleza literaria. Yo residía temporalmente en Irlanda por la sugerencia de Ted Sorensen, asesor del presidente Kennedy, de raíces irlandesas, quien me aconsejó: “Si quieres escribir un libro, ve a Irlanda”. Con mi esposa Ana Paula Gerard recibí a los ilustres huéspedes, y con ellos a José Carreño Carlón y su esposa Luci.
Gabo venía precedido del alboroto que había producido su propuesta en Zacatecas de “simplificar la gramática y jubilar la ortografía”. Lo disfrutaba enormemente. Pero ese 16 de junio en Dublín empleó la discreción para absorber la fortaleza del país. Los García Márquez y los Carreño se hospedaron en el hotel Shelbourne, frente a Stephen’s Green, el parque predilecto de Joyce. Al caminar por Grafton Street, dominada por peatones, decidimos cambiar el curso y tomar la paralela, Dawson, la cual nos llevó a la librería más importante de la ciudad: Hodges Figgis. Poblada de entusiastas jóvenes, niños y adultos, la librería sorprendió gratamente a Gabo por la diversidad de sus títulos distribuidos en varios pisos.
Resultó grato encontrar todo un sitio dedicado a las obras de García Márquez. Entonces, Gabo revisó varios ejemplares con ojos concentrados, tanto la traducción de Gregory Rabassa de Cien años de soledad como la de Edith Grossman de El general y su laberinto. Su expresión fue de satisfacción a pesar de recordar que “traduttore tradittore”. Todavía conservo ambos ejemplares. Mientras conversábamos en la cafetería de la librería, recordamos que en sus más de doscientos años de existencia la librería fue citada por el propio Joyce en la primera hora del Ulises al escribir: “La virgen en la ventana de Hodges Figgis”.
La vitalidad de la ciudad se extendía hasta las afueras, en Bray, donde cenamos en la casa que rentábamos y compartimos recuerdos y tomamos una foto. Decidimos ir al día siguiente a la torre Martello en Sandycove, una de las antiguas vigías imperiales y ahora museo, pues ahí precisamente arranca el Ulises su periplo modernizado de un solo día. La inspiración la tuvo Joyce en 1904 cuando pernoctó varias noches en esa torre. Ahí compartió Gabo su admiración por el autor y esa obra. Hizo entonces un apasionado comentario sobre el final del Ulises, más de veinte páginas convertidas en un párrafo que no se interrumpe ni por comas ni por puntos. Fue un momento que convirtió en mágica la realidad que nos rodeaba.
La conversación unió a dos titanes literarios. Surgió la referencia que de Joyce hizo Hemingway en su obra París era una fiesta. En su texto, Hemingway señaló que en París Gertrude Stein no volvía a invitar a quien mencionara dos veces al escritor irlandés. Pero para el Nobel norteamericano, “Joyce es grande. Y un buen amigo”, según asentó en ese testimonio escrito. Y a continuación se recordó que Hemingway relata haber encontrado finalmente a Joyce mientras paseaba solo por el bulevar Saint-Germain; lo invitó a beber una copa en Les Deux Magots.
A Gabo le brillaron intensamente los ojos al mencionarse este pasaje en la obra de Hemingway. Yo sabía el motivo de su emoción. Y Gabo lo recordó. Sólo unos años antes, en París en 1992, Gabo había relatado su encuentro con Hemingway precisamente en el Barrio Latino. Lo hizo mientras tomábamos sus ostras preferidas en La Coupole. Esa noche había concluido una cena a la que me invitó el presidente Mitterrand en el Elíseo, donde tuve el honor de que me acompañara Carlos Fuentes. Al salir, el ministro de Cultura Jack Lange amablemente nos convidó a visitar las obras de restauración de las murallas originales en los cimientos del Louvre. El momento se volvió especial cuando Gabo se incorporó al recorrido. Después, mientras degustábamos las ostras, Gabo rememoró que precisamente en el Barrio Latino había tenido su primer y único encuentro con Hemingway. Y fue mientras ambos caminaban, pero en sentidos opuestos, cuando el joven y desconocido reportero colombiano vio al titán en la acera opuesta. A Gabo lo embargó la emoción y sólo alcanzó a gritarle: “¡Maestro!”. Hemingway le devolvió una cálida sonrisa y siguió su camino sin imaginar que aquel que le había lanzado tan elogiosa expresión era su par, pero en ciernes. Ese encuentro ocurrió en 1956, cuando Hemingway recuperó un baúl que había dejado casi treinta años antes y en el cual estaban las libretas en las que narraba sus años en París y que se convertiría precisamente en su libro París era una fiesta, el cual empezó a escribir el año siguiente en Cuba.
Como si todo estuviera dando vueltas, la conversación durante la visita de Gabo en Dublín hizo posible la convergencia de tres inmortales de la literatura universal. Estos recuerdos son permanentes por la calidad humana, la generosidad y el inmenso talento de un ser humano universal: por eso si bien Gabriel García Márquez no se va, Gabo siempre nos hará falta.

jueves, 19 de marzo de 2015

La Feria del Libro de Madrid rinde homenaje a García Márquez

La cita del Retiro pasa su ecuador temerosa por la caída general de ventas

Marina Rodríguez Martínez, la primera lectora de  Cien años de soledad  en el homenaje a García Márquez, ayer en la Feria del Libro. / Kike Para./elpais.com
En la orilla de la sombra, al borde del sol de las once de la mañana, la voz de la niña suena sin los nervios que había augurado ella misma. Con sus doce años, Marina Rodríguez Martínez se había tomado completamente en serio la misión de inaugurar el homenaje a Gabriel García Márquez con la lectura de Cien años de soledad,en la jaima de la 73ª Feria del Libro de Madrid Ella, que es una buena lectora, no lo había leído, pero sabía que a sus padres les gustaba mucho. Así es que cuando el miércoles su papá le preguntó si le apetecería empezar la lectura el domingo 8 de junio Marina no lo dudó. Y eso que al día siguiente, jueves, tenía examen en el colegio. Pero desde esa tarde empezó a leer la novela y a repasar muchas veces las casi dos páginas que le correspondían.
Llega la cita del domingo. Ella aparece media hora antes. Está ahí porque alguien de la editorial de García Márquez, Penguin Random House, conoce a sus padres y sabe que a ella le encanta leer. A las once y dos minutos su voz corre clara y segura, detrás del atril, hasta donde entra el sol:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava…”.
La niña no ha terminado de leer toda la novela, pero dice que le gustan todas las aventuras que hay ahí, sobre todo por las historias que ella se imagina a partir de episodios narrados por el escritor colombiano (Aracataca, 1927-México DF, 2014). Marina termina de leer y continúa la escritora Julia Navarro. Tras ellas más lectores espontáneos que pasan por allí y se ponen en la fila. “¡Quiero leerlo, quiero leerlo! ¡Y en voz alta!”, exclama María José Ortiz, una educadora. Unos quince minutos después lee:
“El niño perplejo en la puerta, dijo: ‘Se va a caer’. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto el niño hizo el anuncio, inició un movimiento irrevocable hacia el borde…”.
Querido Gabo, estés donde estés sigue mostrándonos el entresijo de los sentimientos humanos aunque algunas veces mintamos por necesidad"
Y así todo el día. Niños, jóvenes y adultos, un lector tras otro, para luego dejar la dedicatoria en el libro de condolencias, por el fallecimiento de García Márquez el pasado 17 de abril. Madrid lo recuerda con mensajes que dicen: “Querido Gabo, estés donde estés sigue mostrándonos el entresijo de los sentimientos humanos aunque algunas veces mintamos por necesidad”. O: “Con 8 años Rebeca, mi hija, leyó la primera página de Cien años de soledad, a cambio ganó un regalo”. O: "No existen palabras en que pueda dejar reflejado mi más sincero agradecimiento por iniciarme a amar la lectura". O: "Señor García Márquez, donde esté sé siempre feliz".
Un homenaje en el ecuador de la cita editorial, literaria y comercial más importante de España, hasta donde siguen peregrinando escritores de medio mundo al encuentro con sus lectores. Este año con mucha presencia de autores en otros idiomas que revolucionan la feria con un efecto parecido al de uno de los pasajes que han leído de Cien años de soledad:
“Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor (…). Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que solo conocían su propia lengua (…). En un instante transformaron la aldea”.
Esos gitanos literarios de la feria han enriquecido esta edición al llamarse Neil Gaiman, Anna Gavalda, John Connolly, Cornelia Funke, Mari Jungstedt, Maha Akhtar, Guillaume Long, Federico Moccia, Nathan Filer, Rébeca Dautreumer, Ben Brooks… Y así hasta una veintena de autores de medio mundo que pasarán por el Parque del Retiro en sus 17 días de feria. Ellos enriquecen el catálogo de títulos en España. Un lujo. Porque el porcentaje de traducciones oscila entre el 12 y el 14%, una cifra alta comparada con países como Estados Unidos donde apenas es del 4%. A ellos se suman los escritores latinoamericanos que han pasado por aquí para recordar la diversidad del idioma español con nombres como los argentinos Eduardo Sacheri y Andrés Neuman, el peruano Santiago Roncagliolo, el chileno Rafael Gumucio, el colombiano Jorge Franco, los cubanos Leonardo Padura y Ronaldo Menéndez…
Entre ellos y, sobre todo, los anfitriones, han hecho que en mitad de la cita madrileña las ilusiones se mantengan, y los nervios estén aplacados. Este año, más que nunca, coinciden libreros, editores y autores, la cita madrileña va a ser la salvación del sector (normalmente representa el 20% de las ventas anuales). Sin cifras oficiales de ventas, los diez días que llevan han sido buenos. Hasta mediados de la semana pasada se habían repartido más de 100.000 bolsas de la feria donde la gente lleva el libro comprado. Aunque las cifras generales del sector del año pasado no se han revelado, y las del semestre apenas se comentan, todo indica que siguen en el borde del despeñadero. Desde 2008, año del comienzo de la crisis económica, hasta el año pasado el descenso podría estar ya en el 40%, y las últimas cifras asoman tenebrosas. Muchos temen que se haya llegado al 50% de caída. Todos conjuran un destino como el de Macondo, ciudad de los espejos y los espejismos, fabula del mundo y de la vida, condenada a Cien años de soledad:
“Como ocurrió durante la peste del insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. (…) Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera…”.
A pesar de los diferentes vientos apocalípticos que se han cernido sobre la industria editorial española, esta sigue aportando el 1% del PIB. Hoy, 502 expositores, de las 364 casetas, están en un oasis en El Retiro. Esperan que el ritmo se mantenga hasta el próximo fin de semana, cuando termina la feria, y confían en que el comienzo del Mundial de Fútbol, el jueves en Brasil, no les quite muchos lectores. Quieren alejar una de las palabras del título de García Márquez, y enseñadas a los niños, como Marina, en el Pabellón Infantil, donde en el libro Emocionario (Palabras Aladas) se lee el significado de Soledad: “Es una ausencia de compañía (…). ¿Es posible sentirse solo estando con gente? Sí. Cuando no puedes contar con las personas. Para vencer la soledad es muy importante la comunicación”.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El lado más humano de Gabriel García Márquez llena la ONU por un día

La ONU vivió un entrañable homenaje a Gabriel García Márquez, en el que autores, embajadores y responsables de la organización glosaron su figura y también su lado más humano, pero también el significado e impacto de sus obras para toda la humanidad

El lado más humano de Gabriel  García  Márquez llena la ONU por un día./lainformacion.com
Su personalidad, sus bromas o anécdotas, la influencias de sus obras o su vida como periodista y educador fueron recordados por algunos de sus conocidos y colaboradores ante cientos de asistentes, entre los que había setenta embajadores.
"Uno de los distintivos de su legado es toda una vida de lucha contra la injusticia y la opresión", afirmó el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, para quien las obras del premio Nobel colombiano "expresan la rica diversidad cultural de América Latina".
El homenaje fue organizado por el Grupo de Amigos del Español (GAE) en la ONU tras el fallecimiento del autor, el pasado 17 de abril, y celebrado en el salón del Consejo Económico y Social de la organización.
El acto tuvo lugar entre las notas de los vallenatos caribeños que interpretó un acordeonista Nicolás de los Ríos entre el color y aroma de miles de flores traídas de Colombia.
Además de Ban Ki-moon, el presidente de la Asamblea General, John Ashe; la embajadora de Argentina y presidenta del GAE, María Cristina Perceval, y la representante colombiana, María Emma Mejía, participaron en la parte institucional del homenaje.
Después, los escritores mexicanos Ángeles Mastretta y Héctor Aguilar, junto con el autor colombiano Juan Gabriel Vásquez, el periodista Jaime Abello y el biógrafo de Gabo, Gerald Martin, rememoraron su parte más humana y trataron de interpretar el significado profundo de su figura.
Martin señaló que García Márquez fue "un fenómeno absolutamente si precedentes en el ámbito latinoamericano" y "el escritor más famoso que ha dado el llamado Tercer Mundo", que destacó su "sencillez y ética", recordando por ejemplo que no quiso leer su biografía hasta que estuvo publicada.
Para Mastretta, también amiga del escritor, hay que "recordarlo con la alegría y la esperanza que fueron el sello de este hombre excepcional".
Vásquez, por su parte, resaltó "el descaro, el bellísimo descaro con el que se apropió de todas las historias, con que echó mano de todos los mitos y con que vindicó para siempre todo eso que tenemos en común por el simple hecho de ser humanos".
Para Abello, cofundador y director de la escuela de periodismo Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias, "nada mejor que este recinto de las Naciones Unidas para celebrar la memoria de Gabo, que se nos ha ido".
Abello recordó la colaboración del García Márquez con la ONU, especialmente con la Unesco, y rememoró cómo el recientemente fallecido autor tocó todas las formas del periodismo, desde crítico de cine a empresario, esta última con escasa fortuna económica aunque mucho prestigio.
La curiosidad, la oportunidad de explorar el mundo y la posibilidad de contar historias
En declaraciones a Efe, Mastretta dijo que el homenaje fue "merecido, justo, lógico y conmovedor", ya que "el cariño era para él una cosa muy fácil de conseguir" y hoy "se ha visto aquí la naturalidad con que la gente lo hizo suyo".
La autora mexicana recordó que Gabo "era tímido, era vulnerable, era de una sencillez excepcional y era un lujo su alegría", y apuntó que como amigo "era lo más sencillo y lo más cercano del mundo".
La embajadora colombiana, María Emma Mejía, destacó a Efe que el homenaje fue "muy bonito, porque en Naciones Unidas no es usual poder comenzar con la música".
Mejía subrayó la "revelación de ese Gabo íntimo, humano, educador, poeta, con sus cuates", que se recordó, más allá del escritor de éxito ganador de un Nobel y famoso en todo el mundo.