martes, 3 de febrero de 2015

Gabriel García Márquez : "He dejado de escribir"

La última entrevista que concedió el escritor al periodista Xavi Ayen
Gabriel García Márquez, autor colombiano de Cien años de soledad. /Daniel Mordzinski./las2orillas.co

En febrero del 2006, el Magazine de La Vanguardia publicó la que iba a ser la última entrevista que concedería el premio Nobel. Centenares de medios de comunicación de todo el mundo se refirieron a ella, por su anuncio de que había dejado de escribir:
En ese inmenso hervidero humano y social que es la plaza mexicana del Zócalo —epicentro de los poderes del país y escaparate de las más diversas protestas—, entre acampadas y reivindicaciones de campesinos sin tierra, ciudadanos sin casa o mujeres víctimas de la violencia de sus maridos, varios grupos de indígenas desinfectan de malos espíritus a los viandantes, a cambio de unas monedas. Estamos tentados de solicitar sus servicios, pues faltan tan sólo unas horas para que acudamos a entrevistar a Gabriel García Márquez, un privilegio que pocos periodistas han disfrutado desde que le concedieron el premio Nobel de Literatura en 1982, y nos asalta el temor de que a última hora todo se desmorone por cualquier imprevisto.
El chofer conoce bien dónde se encuentra el Pedregal de San Angel, un barrio residencial construido sobre piedras volcánicas en el que se alojan estrellas de cine, ex presidentes y banqueros.
Tras franquear la puerta de entrada y un recogido patio exterior, llegamos a la sala de estar, casi sin resuello, cargando los pesados regalos de Navidad que nos han dado para él algunos amigos suyos de Barcelona. Gabo y su mujer, Mercedes Barcha, viven aquí desde 1975, cuando se fueron de España, aunque desde entonces han realizado sucesivas ampliaciones y reformas. Hay vigas de madera, y mil rendijas, ventanas, visillos y aperturas por las que entra el sol y se enseñorea de los interiores, iluminando, por ejemplo, las fotos de los cinco nietos del escritor, con edades que oscilan entre los 18 y los 7 años, o un enorme muñeco amarillo que parece una especie de conejo.
Mientras esperamos, curioseamos en la mesa donde reposan libros de fotografías de los premios Nobel, y otros de imágenes tomadas por Richard Avedon (poco después, Gabo nos comentará: “Ese Avedon… vino aquí, me hizo una foto y a los 15 días se murió, nunca la he visto”). Atravesamos un jardín repleto de flores —con unas esplendorosas orquídeas— para finalmente llegar al lugar donde Gabriel García Márquez se hizo construir un estudio aislado para trabajar. Le sorprendemos ante el ordenador, pero no en el momento mágico de la escritura, sino leyendo por Internet la prensa internacional. Amablemente, nos invita a tomar asiento y nos deja claro que hará una excepción sometiéndose con resignación a esta entrevista, porque no ha sido capaz de resistirse a la confabulación de su entorno familiar y afectivo; en ese momento, nos agarra del brazo y nos pregunta, en un susurro: “Y ahora, díganme, ¿cuánto le han pagado a mi mujer?”
Garcia-Marquerz
Gabriel García Márquez con su esposa, Mercedes Barcha, en su casa de México DF, en diciembre de 2005, durante la conversación con el Magazine de La Vanguardia, su última entrevista concedida a un medio de comunicación. Kim Manresa

El encuentro inicial, pues, tiene lugar en su estudio, y sólo será interrumpido por unas estentóreas frases en inglés que pronuncia, de vez en cuando, su ordenador, como si hubiera sido intervenido por la CIA. Gabo posee una máquina de última generación, con todos los avances multimedia, pues hace muchísimos años que abandonó su legendaria máquina de escribir eléctrica. “El primer ordenador que salió al mercado lo debí de usar yo —presume—. Cuando escribía a máquina, tenía un promedio de un libro cada siete años, y con el ordenador pasó a ser uno cada tres años, porque la computadora hace mucho trabajo por uno. Tengo varios equipos exactamente iguales, uno aquí, uno en Bogotá y otro en Barcelona, y llevo siempre un disquete en el bolsillo”.
Mientras habla, va bebiendo un refresco de cola, una adicción sólo superada por su necesidad de permanente contacto con las noticias e informaciones que le llegan por teléfono, Internet, fax y correo —a menudo, de fuentes de primera mano— sobre la actualidad del mundo y, en especial, de su país, Colombia.
Reticente a hablar de su vida privada (“para eso ya está mi biógrafo oficial, el norteamericano Gerald Martín, quien, por cierto, ya debería haber publicado el libro, yo creo que está esperando a que me pase algo…”), cuenta que “este año 2005 me lo he tomado sabático. No me he sentado ante la computadora. No he escrito una línea. Y, además, no tengo proyecto ni perspectivas de tenerlo. No había dejado nunca de escribir, este ha sido el primer año de mi vida en que no lo he hecho. Yo trabajaba cada día, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, decía que era para mantener el brazo caliente…, pero en realidad era que no sabía qué hacer por la mañana”.
¿Y ahora ha encontrado algo mejor que hacer?
He encontrado una cosa fantástica: ¡quedarme en la cama leyendo! Leo todos aquellos libros que nunca tuve tiempo para leer… Recuerdo que antes sufría un gran desconcierto cuando, por lo que fuera, no escribía. Tenía que inventar alguna actividad para poder vivir hasta las tres de la tarde, para distraer la angustia. Pero ahora me resulta placentero.
¿Y el segundo volumen de memorias?
Creo que no voy a escribirlo. Tengo algunas notas escritas, pero no quiero que sea una mera mecánica profesional. Me doy cuenta de que, si publico un segundo tomo, voy a tener que decir en él cosas que no quiero decir, a causa de algunas relaciones personales que no son muy buenas. El primer tomo, Vivir para contarla, es exactamente lo que yo quería. En el segundo, me encontré una cantidad de gente que tenía que aparecer, y que, caramba, no quiero que estén en mis memorias. No sería honrado dejarles fuera, porque fueron importantes en mi vida, pero no me caen simpáticos.
Aunque Gabo no da nombres, no podemos evitar preguntarle por Mario Vargas Llosa, el escritor peruano cuya amistad quedó cortada de raíz tras el puñetazo en público que éste le propinó, aquí en México, en el año 1976, a causa de un incidente personal cuyo esclarecimiento ellos han delegado en “los biógrafos del futuro”. ¿No ve posible que, algún día, se produzca una reconciliación? En ese momento, su esposa, Mercedes Barcha, que ha entrado en el estudio hace unos minutos, responde con contundencia: “Para mí ya no es posible. Han pasado treinta años”.
“¿Tanto?”, pregunta Gabo, sorprendido. “Hemos vivido tan felices estos treinta años sin él que no lo necesitamos para nada”, asegura Mercedes, antes de matizar que “Gabo es más diplomático, así que esta frase pueden ponerla exclusivamente en mi boca”.
Volviendo a su inédito período de inactividad, el Nobel aclara que “se me ha acabado el año sabático, pero ya encuentro excusas para prorrogarlo durante todo el 2006. Ahora que he descubierto que puedo leer sin escribir, a ver hasta dónde llega. Yo creo que me lo gané. Con todo lo que he escrito, ¿no? Aunque si mañana se me ocurriera una novela, ¡qué maravilla sería! En verdad, con la práctica que tengo, podría hacer una sin más problemas: me siento ante la computadora y la saco…, pero la gente se da cuenta si no has puesto las tripas. Ahí detrás de mí están encendidos todos los aparatos informáticos, listos para entrar en acción el día que se me ocurra. Me encantaría encontrar un tema, pero no tengo necesidad de sentarme a inventarlo. La gente debe saber que, si publico algo más, será porque valga la pena”.
“De hecho —comenta—, ya tampoco me despierto por la noche asustado, tras haber soñado con los muertos de los que me hablaba mi abuela en Aracataca, cuando era niño, y creo que eso tiene que ver con lo mismo, con que se me acabó el tema”.
Su último “tema”, hasta el momento, ha sido Memoria de mis putas tristes, novela corta publicada en el 2004 que millones de lectores en todo el mundo esperan que no sea el último estallido de su fuerza creativa. “Tampoco estaba en el programa —revela ahora. En realidad, proviene de un programa anterior, había pensado en una serie de relatos en ambientes prostibularios, de ese tipo. Hace tiempo escribí cuatro o cinco historias, pero la única que me gustó fue la última, me di cuenta de que el tema no daba para tanto, de que lo que realmente andaba buscando era aquello, así que decidí prescindir de las primeras y publicar la última de manera independiente”.
Otro proyecto en el que andaba trabajando, y que quedó interrumpido, era la historia de un hombre que debía morir al escribir la última frase. “Pero pensé: a ver si te va a suceder a ti…”.
Gabo no parece vivir su parón creativo con ninguna congoja, sino con despreocupación típicamente caribeña. “Dejar de escribir no ha cambiado mi vida, ¡eso es lo mejor! Las horas que utilizaba para hacerlo no han quedado secuestradas por otras actividades enojosas”.
El escritor nos muestra el gran muñeco amarillo que vimos al entrar: “Es una artesanía mexicana, regalo de Felipe González, que viene mucho por aquí”. La conversación deriva entonces hacia su fascinación por el poder y los diferentes mandatarios y ex mandatarios que le visitan. “Como escritor, me interesa el poder, porque resume toda la grandeza y miseria del ser humano”.
Entre sus amistades, destaca a Clinton. “¿No le conocen ustedes? ¡Es un tipo estupendo! Yo no me lo he pasado tan bien como junto a él. El sida es el gran tema que le preocupa ahora, es un hombre sinceramente alarmado y angustiado por el poco interés que las autoridades prestan a la extensión alarmante de la enfermedad por nuevas zonas, en especial por el Caribe. No le hacen caso, pero nadie sabe más que él sobre ese tema”.
El Nobel nos señala la ubicación de la sala de cine privada que tiene en su casa. “Es muy difícil que yo pueda ir a las sesiones normales, me paso horas y horas firmando autógrafos en la puerta. Así que me envían aquí películas o, si no, me invitan a proyecciones restringidas”.
Su pasión por el séptimo arte no es nueva: de joven, incluso soñó con dirigir películas, lo que ha acabado realizando su hijo Rodrigo, habitual de prestigiosos festivales como Cannes, Locarno o San Sebastián. Rodrigo, además de haber dirigido episodios de “Los Soprano” y “A dos metros bajo tierra”, es el cineasta responsable de largometrajes como “Cosas que diría con solo mirarla”, “Diez pequeñas historias de amor” o “Nueve vidas”. “Menos mal que son excelentes —comenta su padre. ¡Lo horrible que hubiera sido para mí que no me parecieran buenas!”. Rodrigo vive en Hollywood, y su hermano Gonzalo, en París. Ambos están pasando estos días con sus padres, y entran y salen de la casa con la misma libertad con que lo hicieron de niños. Al día siguiente, Gonzalo, diseñador gráfico y pintor, nos explicará que “Gabo no era un padre de juegos, pero sí de muchos diálogos, de compartir con nosotros cosas de adulto. Las cosas que hacíamos con él de pequeños era hablar y escuchar música”.
García Márquez ha ido desarrollando sus mecanismos para preservar su vida privada, cada vez más eficaces, y parece haber conjurado el peligro de que su éxito le robara tiempo para los afectos de hijos, nietos y amigos. Antes, sin embargo, “la fama estuvo a punto de desbaratarme la vida, porque perturba el sentido de la realidad, tanto como el poder. Te condena a la soledad, genera un problema de incomunicación que te aísla”.
De repente, suena el teléfono, y el escritor pronostica: “Seguro que es Carmen Balcells…” Mercedes descuelga y, en efecto, al otro lado del aparato, habla la agente literaria más famosa de la tierra. El escritor se ríe con ganas: “¿Ven? No tiene sosiego. No se le escapa nada, sabía que estábamos hablando con ustedes… Nos tiene más controlados que nunca”.
La relación profesional de Carmen Balcells con García Márquez se remonta a 1961, cuando nadie creía todavía en aquel joven escritor, que no se convertiría en una celebridad mundial hasta Cien años de soledad (1967), obra en la que desgrana los avatares de varias generaciones de los Buendía y que, con sus personajes con colita de cerdo o sacerdotes que levitan, se considera la referencia del realismo mágico.
En vez de realizar un paseo físico por el DF, Gabo sugiere que nos traslademos mentalmente a otra ciudad, a la Barcelona de los a-os 60 y 70, donde él vivió y escribió El otoño del patriarca: “Llegamos en 1967, cargando una piel de caimán de dos metros que me regaló un amigo. Yo estaba dispuesto a venderla, porque necesitábamos el dinero, pero me lo pensé mejor y al final no lo hicimos. Ha viajado con nosotros por medio mundo, en funciones de amuleto. Todo fue muy rápido, en los años que viví en Barcelona pasé de no tener para comer —antes, en París, había llegado a pedir en el metro— a poder comprarme casas”.
“Tengo la impresión de que aquella ciudad no nos sorprendió mucho —explica. Era como si ya la hubiéramos visto antes. La razón por la cual no fui a ningún otro lugar es Ramón Vinyes, el ”sabio catalán” que hice aparecer como personaje en Cien años de soledad. En la Barranquilla de mi juventud, él me había ”vendido” hasta tal punto la Barcelona idealizada de sus recuerdos de exiliado, que no dudé en ningún momento”. Mercedes Barcha y Gabo, al trasladarse a España, dejaron atrás un México cosmopolita, culto y liberal, y unos círculos cinematográficos, artísticos y literarios repletos de personalidades y actividades que dejaban atrás a la pacata España del tardofranquismo. Barcha recuerda divertida que “era todo un poco snob, los barceloneses descubrían entonces el mundo de la discoteca, ¡cuando aquí en México había miles! ¡Se ponían incluso sombreros para ir a la disco!”
“Trataban de superar a París”, recuerda García Márquez.
“He visto la serie ”Cuéntame” y es exacta: Gabo y yo llegamos a aquel mundo”, remarca, divertida, Mercedes.
“Había como una especie de ”destape” clandestino, focalizado en la discoteca Bocaccio. Nos parecía una cosa anticuada”, refuerza Gabo.
Barcha apunta: “Ellos, los barceloneses, pensaban que éramos nosotros los atrasados, por latinoamericanos, pero era completamente al revés. Yo iba por la calle con mis pantalones y mis jeans y se me acercaba la gente a mirarme como una cosa rara. Un día, le dije a la mujer de Luis Goytisolo: ”Oye, María Antonia, me miran mucho, ¿por qué será?”. ”No te preocupes, a mí también”, me respondió”.
Los rigores de la dictadura franquista no apretaban tanto en Barcelona como en Madrid, centro del poder político, y los García disfrutaban de la proximidad con Francia. Gabo recuerda que “íbamos a Francia a ver películas, como ”El último tango en París”, que descubrimos en Perpiñán. A veces nos íbamos tres días a París, a ponernos al día de todo. Barcelona era la puerta a Europa: desde allí nos desplazábamos a Londres (donde aprendimos inglés), Milán… Asistíamos a conciertos, estrenos teatrales, calmé toda mi ansiedad cultural”.
Gabo y Mercedes vivieron la efervescencia de la gauche divine, las madrugadas infinitas de Bocaccio, el florecimiento de las nuevas editoriales, las conspiraciones ante la inminente muerte de Franco… Se juntaban con otros escritores atraídos a Barcelona por la “Mamá Grande” Balcells, como José Donoso o Mario Vargas Llosa, y recibían las visitas de Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Pablo Neruda…
“Ahora da casi vergüenza decirlo, pero nos la pasamos muy bien”, comenta Gabo. “En aquella Barcelona de los primeros setenta se vivía excelentemente, da pena admitirlo. Es ahora, al pensarlo un poco, cuando nos damos cuenta de lo triste que era todo”.
Paradójicamente, los García se fueron antes de que llegara la democracia: “Estábamos en Bogotá cuando murió Franco y, al conocer la noticia, nos volvimos a México. Pensamos que en España la cosa se iba a agitar mucho, que vendría una gran inestabilidad, tampoco sabíamos cómo iba a reaccionar el nuevo gobierno español ante la inminente El otoño del patriarca, que retrataba el ocaso de un dictador. Pensé que no se iban a creer que yo me había inspirado en modelos latinoamericanos, como el venezolano Juan Vicente Gómez o el haitiano ”Papá Doc”, que mandó exterminar todos los perros negros de su país porque creía que un enemigo suyo se había convertido en uno de ellos, o el salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, que hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión. No sé cómo se va a entender esto, pero a mí Franco me resultaba un dictador demasiado moderno y civilizado para el que yo tenía en la cabeza o en el alma. De hecho, la mejor crítica a este libro me la hizo el panameño Omar Torrijos, cuarenta y ocho horas antes de morir, que me dijo: ”Es tu mejor libro, todos somos así como tú dices””.
Gabo tiene casa en Barcelona, y “sigo yendo a esa ciudad, con frecuencia casi anual, aunque mi visita del 2005 causó demasiado alboroto, porque esta vez llevaba cinco años sin ir. Cuando llegamos, siempre es como si no hubiéramos dejado de vivir allí. Nos levantamos como si fuera lo más normal del mundo, y vamos a comer con los amigos de siempre. Paseamos y nos vemos envejecer. Vamos a pie a todas partes. Le paran a uno, le gritan de un lado a otro de la calle, pero con esa distancia con que los catalanes se conducen, modulando sus muestras de afecto. Por ejemplo, fuimos también unos días a Madrid, donde tenemos muchos amigos, pero no nos quedamos porque hay más novelería, mientras que en Barcelona nos volvemos un caso diario. En Madrid corre la voz entre periodistas, cantantes, gente del cine… es la pachanga permanente”.
Gabo sigue huyendo de la luz de los focos públicos. Cree que la discreción es siempre más efectiva, incluso en política. Ha mantenido su amistad con Fidel Castro, pero se ha separado “en silencio” de las posturas dogmáticas, y a la vez su intervención personal ha sido decisiva para que el régimen cubano libere a algunos presos políticos o suavice algunas posturas. Sus intervenciones en varios países incluyen desde la liberación de banqueros secuestrados en El Salvador a conseguir que dictadores permitan abandonar su país a familiares de disidentes, entre otros muchos episodios dignos de una película de James Bond o de una novela de su amigo Graham Greene, como cuando, en 1995, los secuestradores de Juan Carlos Gaviria exigieron que Gabo asumiera la presidencia de Colombia (la respuesta del escritor fue: “Nadie puede esperar que asuma la irresponsabilidad de ser el peor presidente de la República (…) Liberen a Gaviria, quítense las máscaras y salgan a promover sus ideas de renovación al amparo del orden constitucional”). “Yo he sido siempre más conspirador que ”firmador” —apunta. He logrado siempre muchas más cosas mirando de arreglarlas por debajo que firmando manifiestos de protesta”
Dentro de esa “diplomacia secreta”, ahora, por ejemplo, realiza funciones de mediador por la paz en Colombia, acercando las posiciones del Gobierno del presidente Uribe con las de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). “Tal vez mejor no tratemos mucho eso, porque está todavía hablándose. No es bueno hacer declaraciones cuando se trabaja en ello. Desde que me concibieron, estoy oyendo hablar del proceso de paz de Colombia. Ahora, después de un largo tira y afloja, se pusieron de acuerdo para conversar. He participado en unas primeras conversaciones en La Habana, y fue muy bien. Tengo buenas relaciones con ambos lados. Estas gestiones, para un escritor como yo, acostumbrado a ganar, son siempre una cura de humildad, pues intervienen una conjunción de factores muy diversos”.
“La violencia ha existido siempre, tiene muchos años en Colombia —recuerda. El tema de fondo es una situación económica escindida entre los muy ricos y los muy pobres. Y el negocio de la coca es mucho dinero, ¡barriles de dinero! El día en que se acabe la droga, todo va a mejorar muchísimo, porque eso fue lo que lo exacerbó todo. Los grandes productores del mundo están allá. De manera que ya no pelean por la política, como antes, sino por el control de la droga. Y Estados Unidos también está totalmente metido en eso”.
Mientras posa para unas fotos en el jardín junto a su esposa, Gabo le comenta, bromeando: “Ya ves por qué nunca doy entrevistas, Mercedes. Llegan con esa mansedumbre, y no se van nunca. Ahora me dicen que te abrace, ¿y qué vendrá después? Son capaces de pedirme que diga que te quiero”. Una afirmación superflua, teniendo en cuenta que se conocieron cuando ella era una niña de 13 años y que siguen ahí, compartiendo sus vidas.
Antes de que abandonemos su casa, García Márquez se interesa por los premios Nobel que irán apareciendo en esta serie de entrevistas: “Ah, veo que escogen sólo a los buenos”. Seguro de sí mismo, próximo, agarra de vez en cuando a su interlocutor sin que sea posible percibir en él rasgo alguno de su legendaria timidez, aquella que en Barcelona le hacía enmudecer y le activaba mil temblores cuando tenía que hablar en público. “Yo creo que debo de tener fobia social, como la Nobel austríaca, Elfriede Jelinek, porque puedo mantener una conversación de tú a tú, pero me cuesta horrores dirigirme a un auditorio. ¿Mi timidez? Tengo la gran ventaja de que ahora la gente entra en esta casa ya intimidada… y así me va mejor”

La magia al servicio de la verdad

El impacto global del realismo mágico.Texto con el que el gran escritor británico lamentó la muerte del Nobel colombiano Gabriel García Márquez

Salman Rushdie en Madrid, España, donde se presentó con motivo de la IX edición de la Noche de los Libros. /elespectador.com
Gabo vive. La extraordinaria atención que recibió la muerte de Gabriel García Márquez alrededor del mundo, y la genuina tristeza que sienten sus lectores ante ella, nos indica que sus libros aún están vivos. En algún lugar un “patriarca” dictatorial está ordenando que cocinen a su rival y lo sirvan a sus invitados en una gran bandeja; un viejo coronel espera una carta que nunca llega; una hermosa joven está siendo prostituida por su desalmada abuela; y un más amable patriarca, José Arcadio Buendía, uno de los fundadores del nuevo pueblo de Macondo, un hombre a quien le interesa la ciencia y la alquimia, le declara a su horrorizada esposa que “la tierra es redonda, como una naranja”.
Vivimos en una edad de mundos imaginarios, de mundos alternos. La Tierra Media de Tolkien, el Hogwarts de Rowling, el universo distópico de Los Juegos del Hambre, lugares donde los vampiros y los zombis merodean. Estos lugares están en su mejor momento. Sin embargo, a pesar de la popularidad de la literatura fantástica, en los mejores microcosmos literarios hay más verdad que fantasía. En el Yoknapatawpha de William Faulkner, el Malgudi de R. K. Narayan, y en el Macondo de Gabriel García Márquez, la imaginación se utiliza para enriquecer la realidad, no escapar de ella.
Cien años de Soledad tiene 47 años, y a pesar de su colosal y duradera popularidad, su estilo, el realismo mágico, ha dado paso a otros tipos de narración, en parte debido a la enorme magnitud del logro alcanzado por García Márquez. Uno de los más reconocidos escritores de la siguiente generación, Roberto Bolaño, comentó pública y efusivamente que el realismo mágico “apesta” y se burló de la fama de García Márquez, llamándolo un “hombre terriblemente complacido de haberse codeado con tantos presidentes y arzobispos”. Fue una pataleta, pero demuestra cómo para muchos escritores latinoamericanos la presencia de semejante coloso era más que un poco molesta. (En algún momento Carlos Fuentes comentó, “tengo la sensación que los escritores latinoamericanos ya no pueden utilizar la palabra ‘soledad’, porque les preocupa que las personas crean que es una alusión a Gabo. Y creo que pronto tampoco podremos utilizar la frase ‘100 años’, continuó pícaramente. Ningún otro escritor ha generado un impacto comparable en los últimos cincuenta años. Ian McEwan ha comparado acertadamente su supremacía a la de Charles Dickens. Ningún escritor ha sido tan ampliamente leído ni tan profundamente amado desde Dickens, como Gabriel García Márquez.
La muerte de este gran hombre puede dar por terminada la preocupación de los escritores latinoamericanos sobre su influencia, y puede permitir que su obra se aprecie de manera no competitiva. En reconocimiento a la deuda de García Márquez con Faulkner, Fuentes llama a Macondo, su país, Yoknapatawpha, y este puede ser un mejor punto de entrada a esta obra. Estas son historias de gente real, no cuentos de hadas. Macondo existe, y esa es su magia.
El problema con el término “realismo mágico” es que cuando las personas lo dicen o lo escuchan, lo que están diciendo o escuchando es solo la parte de la ‘magia,’ sin prestar atención a la parte del ‘realismo.’ Si el realismo mágico solo fuera magia no sería importante. Sería un simple capricho, escribir porque todo puede pasar, pero nada tiene efecto. Es debido al hecho que la magia del realismo mágico está profundamente arraigado en la realidad, porque nace de la realidad, y la ilumina de maneras hermosas e inesperadas, que ésta funciona. Consideremos el famoso fragmento de Cien años de soledad:
“Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
-¡Ave María Purísima! -gritó Úrsula.”
Algo absolutamente fantástico sucede aquí. La sangre de un hombre muerto cobra propósito, casi que cobra vida propia, moviéndose metódicamente a través de las calles de Macondo hasta que descansa a los pies de su madre. El comportamiento de la sangre es “imposible,” sin embargo el fragmento se lee como verdadero, el viaje de la sangre como el viaje de la noticia de su muerte desde la habitación donde se pegó el tiro hasta la cocina de su madre, y su llegada a los pies de la matriarca Úrsula Iguarán, se lee como la máxima tragedia. Una madre recibe la noticia de la muerte de su hijo. La sangre vital de José Arcadio puede y debe continuar viviendo hasta que lleve a Úrsula la triste noticia. Lo real, en conjunto con lo mágico, gana dramatismo y fuerza emocional. Es más real, no menos.
El realismo mágico no es invento de García Márquez. El escritor brasilero Machado de Assis, el argentino Jorge Luis Borges, y el mejicano Juan Rulfo lo precedieron. García Márquez estudio detenidamente Pedro Páramo, la obra maestra de Rulfo, y comparó el impacto que le causó con la Metamorfosis de Kafka. (En el pueblo fantasma de Comala es fácil ver dónde nació el Macondo de García Márquez). La sensibilidad mágico-realista no se limita a América Latina. Aparece esporádicamente en mucha de la literatura universal, y García Márquez era un reconocido lector.
El interminable caso de Dickens, Jarndyce v. Jarndyce, en su obra Casa desolada, encuentra un reflejo en Cien Años de Soledad, en el tren que durante una semana pasa interminablemente a través de Macondo. Tanto Dickens como García Márquez son maestros de la exageración burlesca. La Oficina de Circunlocución de Dickens, un departamento gubernamental que existe para hacer nada, habita la misma realidad ficticia que todos los gobernadores y tiranos indolentes, corruptos y autoritarios de la obra de García Márquez.
El Gregor Samsa de Kafka, quien se convirtió en un enorme insecto, no se sentiría incómodo en Macondo, donde la metamorfosis es una situación del común. El Kovalyov de Gogol, cuya nariz se desprende de su cara y deambula alrededor de San Petersburgo, también se sentiría a gusto allí. Los surrealistas franceses y los fabulistas americanos también guardan esta compañía literaria, inspirada en la idea de lo novelesco de la ficción, su elemento de invención, una idea que desprende la literatura de los confines de lo naturalista y le permite aproximarse a la verdad a través de caminos más salvajes y tal vez más interesantes. García Márquez sabía que pertenecía a una familia extensa. William Kennedy afirma que dijo “en Méjico el surrealismo corre por las calles”, y luego que “la realidad latinoamericana es totalmente rabelasiana.”
Pero he de repetirlo: las ilusiones necesitan de suelo firme a sus pies. Cuando leí por primera vez a García Márquez yo no conocía ningún país de Centro o Sur América. Sin embargo, en las páginas de su obra encontré una realidad conocida a través de mi propia experiencia en la India y Pakistán. En ambos lugares existe el conflicto entre la ciudad y los pueblos, e igualmente hay una enorme disparidad entre los ricos y los pobres, entre quienes tienen poder y quienes no lo tienen, entre los grandes y los pequeños. Ambos son lugares con una fuerte historia colonial, lugares donde la religión cobra especial importancia, donde Dios está vivo, e infortunadamente también los piadosos.
Conocí los coroneles y generales de García Márquez, o al menos sus contrapartes indias y pakistanís; sus obispos son mis mullah, sus mercados mis bazares. Su mundo era el mío, traducido al español, No es de extrañar que me haya enamorado de él, no por su magia (aunque, como escritor criado con las maravillosas historias del oriente, también tenía su encanto) sino por su realismo. Sin embargo, mi mundo era más urbano que el suyo. Es esta sensibilidad del pueblo que le da un sabor especial al realismo de García Márquez, un pueblo en el cual se teme a la tecnología, pero una joven devota ascendiendo al cielo es perfectamente creíble; en donde, al igual que los pueblos de la India, los milagros están en todas partes y cohabitan con lo cotidiano.
Era un periodista que nunca perdió de vista los hechos. Un soñador que creía en la verdad de los sueños. También era un escritor capaz de producir momentos de belleza delirante y a veces cómica. Al comienzo de El amor en los tiempos del cólera, “el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. En el Otoño del Patriarca, cuando el dictador vende el Caribe a los americanos, los ingenieros náuticos del embajador americano “se apoderaron de él en piezas numeradas para administrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes”. El primer tren llega a Macondo y una mujer enloquece de miedo: “-Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo”. E indiscutiblemente la más inolvidable de todas: “El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo”.
Ante tanta magnificencia, nuestra única reacción posible es la gratitud. Es el más grande de todos nosotros.
© 2014, Salman Rushdie