La última entrevista que concedió el escritor al periodista Xavi Ayen
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Gabriel García Márquez, autor colombiano de Cien años de soledad. /Daniel Mordzinski./las2orillas.co |
En febrero del 2006, el Magazine de La Vanguardia publicó la que iba a ser la última entrevista que concedería el premio Nobel. Centenares de medios de comunicación de todo el mundo se refirieron a ella, por su anuncio de que había dejado de escribir:
En ese inmenso hervidero humano y social que es la plaza mexicana del
Zócalo —epicentro de los poderes del país y escaparate de las más
diversas protestas—, entre acampadas y reivindicaciones de campesinos
sin tierra, ciudadanos sin casa o mujeres víctimas de la violencia de
sus maridos, varios grupos de indígenas desinfectan de malos espíritus a
los viandantes, a cambio de unas monedas. Estamos tentados de solicitar
sus servicios, pues faltan tan sólo unas horas para que acudamos a
entrevistar a Gabriel García Márquez, un privilegio que
pocos periodistas han disfrutado desde que le concedieron el premio
Nobel de Literatura en 1982, y nos asalta el temor de que a última hora
todo se desmorone por cualquier imprevisto.
El chofer conoce bien dónde se encuentra el Pedregal de San Angel, un
barrio residencial construido sobre piedras volcánicas en el que se
alojan estrellas de cine, ex presidentes y banqueros.
Tras franquear la puerta de entrada y un recogido patio exterior,
llegamos a la sala de estar, casi sin resuello, cargando los pesados
regalos de Navidad que nos han dado para él algunos amigos suyos de
Barcelona. Gabo y su mujer, Mercedes Barcha, viven aquí desde 1975,
cuando se fueron de España, aunque desde entonces han realizado
sucesivas ampliaciones y reformas. Hay vigas de madera, y mil rendijas,
ventanas, visillos y aperturas por las que entra el sol y se enseñorea
de los interiores, iluminando, por ejemplo, las fotos de los cinco
nietos del escritor, con edades que oscilan entre los 18 y los 7 años, o
un enorme muñeco amarillo que parece una especie de conejo.
Mientras esperamos, curioseamos en la mesa donde reposan libros de
fotografías de los premios Nobel, y otros de imágenes tomadas por
Richard Avedon (poco después, Gabo nos comentará: “Ese Avedon… vino
aquí, me hizo una foto y a los 15 días se murió, nunca la he visto”).
Atravesamos un jardín repleto de flores —con unas esplendorosas
orquídeas— para finalmente llegar al lugar donde Gabriel García Márquez
se hizo construir un estudio aislado para trabajar. Le sorprendemos ante
el ordenador, pero no en el momento mágico de la escritura, sino
leyendo por Internet la prensa internacional. Amablemente, nos invita a
tomar asiento y nos deja claro que hará una excepción sometiéndose con
resignación a esta entrevista, porque no ha sido capaz de resistirse a
la confabulación de su entorno familiar y afectivo; en ese momento, nos
agarra del brazo y nos pregunta, en un susurro: “Y ahora, díganme,
¿cuánto le han pagado a mi mujer?”

Gabriel
García Márquez con su esposa, Mercedes Barcha, en su casa de México DF,
en diciembre de 2005, durante la conversación con el Magazine de La
Vanguardia, su última entrevista concedida a un medio de comunicación.
Kim Manresa
El encuentro inicial, pues, tiene lugar en su estudio, y sólo será
interrumpido por unas estentóreas frases en inglés que pronuncia, de vez
en cuando, su ordenador, como si hubiera sido intervenido por la CIA.
Gabo posee una máquina de última generación, con todos los avances
multimedia, pues hace muchísimos años que abandonó su legendaria máquina
de escribir eléctrica. “El primer ordenador que salió al mercado lo
debí de usar yo —presume—. Cuando escribía a máquina, tenía un promedio
de un libro cada siete años, y con el ordenador pasó a ser uno cada tres
años, porque la computadora hace mucho trabajo por uno. Tengo varios
equipos exactamente iguales, uno aquí, uno en Bogotá y otro en
Barcelona, y llevo siempre un disquete en el bolsillo”.
Mientras habla, va bebiendo un refresco de cola, una adicción sólo
superada por su necesidad de permanente contacto con las noticias e
informaciones que le llegan por teléfono, Internet, fax y correo —a
menudo, de fuentes de primera mano— sobre la actualidad del mundo y, en
especial, de su país, Colombia.
Reticente a hablar de su vida privada (“para eso ya está mi biógrafo
oficial, el norteamericano Gerald Martín, quien, por cierto, ya debería
haber publicado el libro, yo creo que está esperando a que me pase
algo…”), cuenta que “este año 2005 me lo he tomado sabático. No me he
sentado ante la computadora. No he escrito una línea. Y, además, no
tengo proyecto ni perspectivas de tenerlo. No había dejado nunca de
escribir, este ha sido el primer año de mi vida en que no lo he hecho.
Yo trabajaba cada día, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la
tarde, decía que era para mantener el brazo caliente…, pero en realidad
era que no sabía qué hacer por la mañana”.
¿Y ahora ha encontrado algo mejor que hacer?
He encontrado una cosa fantástica: ¡quedarme en la cama leyendo! Leo
todos aquellos libros que nunca tuve tiempo para leer… Recuerdo que
antes sufría un gran desconcierto cuando, por lo que fuera, no escribía.
Tenía que inventar alguna actividad para poder vivir hasta las tres de
la tarde, para distraer la angustia. Pero ahora me resulta placentero.
¿Y el segundo volumen de memorias?
Creo que no voy a escribirlo. Tengo algunas notas escritas, pero no
quiero que sea una mera mecánica profesional. Me doy cuenta de que, si
publico un segundo tomo, voy a tener que decir en él cosas que no quiero
decir, a causa de algunas relaciones personales que no son muy buenas.
El primer tomo, Vivir para contarla, es exactamente lo que yo quería. En
el segundo, me encontré una cantidad de gente que tenía que aparecer, y
que, caramba, no quiero que estén en mis memorias. No sería honrado
dejarles fuera, porque fueron importantes en mi vida, pero no me caen
simpáticos.
Aunque Gabo no da nombres, no podemos evitar preguntarle por Mario
Vargas Llosa, el escritor peruano cuya amistad quedó cortada de raíz
tras el puñetazo en público que éste le propinó, aquí en México, en el
año 1976, a causa de un incidente personal cuyo esclarecimiento ellos
han delegado en “los biógrafos del futuro”. ¿No ve posible que, algún
día, se produzca una reconciliación? En ese momento, su esposa, Mercedes
Barcha, que ha entrado en el estudio hace unos minutos, responde con
contundencia: “Para mí ya no es posible. Han pasado treinta años”.
“¿Tanto?”, pregunta Gabo, sorprendido. “Hemos vivido tan felices
estos treinta años sin él que no lo necesitamos para nada”, asegura
Mercedes, antes de matizar que “Gabo es más diplomático, así que esta
frase pueden ponerla exclusivamente en mi boca”.
Volviendo a su inédito período de inactividad, el Nobel aclara que
“se me ha acabado el año sabático, pero ya encuentro excusas para
prorrogarlo durante todo el 2006. Ahora que he descubierto que puedo
leer sin escribir, a ver hasta dónde llega. Yo creo que me lo gané. Con
todo lo que he escrito, ¿no? Aunque si mañana se me ocurriera una
novela, ¡qué maravilla sería! En verdad, con la práctica que tengo,
podría hacer una sin más problemas: me siento ante la computadora y la
saco…, pero la gente se da cuenta si no has puesto las tripas. Ahí
detrás de mí están encendidos todos los aparatos informáticos, listos
para entrar en acción el día que se me ocurra. Me encantaría encontrar
un tema, pero no tengo necesidad de sentarme a inventarlo. La gente debe
saber que, si publico algo más, será porque valga la pena”.
“De hecho —comenta—, ya tampoco me despierto por la noche asustado,
tras haber soñado con los muertos de los que me hablaba mi abuela en
Aracataca, cuando era niño, y creo que eso tiene que ver con lo mismo,
con que se me acabó el tema”.
Su último “tema”, hasta el momento, ha sido Memoria de mis putas
tristes, novela corta publicada en el 2004 que millones de lectores en
todo el mundo esperan que no sea el último estallido de su fuerza
creativa. “Tampoco estaba en el programa —revela ahora. En realidad,
proviene de un programa anterior, había pensado en una serie de relatos
en ambientes prostibularios, de ese tipo. Hace tiempo escribí cuatro o
cinco historias, pero la única que me gustó fue la última, me di cuenta
de que el tema no daba para tanto, de que lo que realmente andaba
buscando era aquello, así que decidí prescindir de las primeras y
publicar la última de manera independiente”.
Otro proyecto en el que andaba trabajando, y que quedó interrumpido,
era la historia de un hombre que debía morir al escribir la última
frase. “Pero pensé: a ver si te va a suceder a ti…”.
Gabo no parece vivir su parón creativo con ninguna congoja, sino con
despreocupación típicamente caribeña. “Dejar de escribir no ha cambiado
mi vida, ¡eso es lo mejor! Las horas que utilizaba para hacerlo no han
quedado secuestradas por otras actividades enojosas”.
El escritor nos muestra el gran muñeco amarillo que vimos al entrar:
“Es una artesanía mexicana, regalo de Felipe González, que viene mucho
por aquí”. La conversación deriva entonces hacia su fascinación por el
poder y los diferentes mandatarios y ex mandatarios que le visitan.
“Como escritor, me interesa el poder, porque resume toda la grandeza y
miseria del ser humano”.
Entre sus amistades, destaca a Clinton. “¿No le conocen ustedes? ¡Es
un tipo estupendo! Yo no me lo he pasado tan bien como junto a él. El
sida es el gran tema que le preocupa ahora, es un hombre sinceramente
alarmado y angustiado por el poco interés que las autoridades prestan a
la extensión alarmante de la enfermedad por nuevas zonas, en especial
por el Caribe. No le hacen caso, pero nadie sabe más que él sobre ese
tema”.
El Nobel nos señala la ubicación de la sala de cine privada que tiene
en su casa. “Es muy difícil que yo pueda ir a las sesiones normales, me
paso horas y horas firmando autógrafos en la puerta. Así que me envían
aquí películas o, si no, me invitan a proyecciones restringidas”.
Su pasión por el séptimo arte no es nueva: de joven, incluso soñó con
dirigir películas, lo que ha acabado realizando su hijo Rodrigo,
habitual de prestigiosos festivales como Cannes, Locarno o San
Sebastián. Rodrigo, además de haber dirigido episodios de “Los Soprano” y
“A dos metros bajo tierra”, es el cineasta responsable de largometrajes
como “Cosas que diría con solo mirarla”, “Diez pequeñas historias de
amor” o “Nueve vidas”. “Menos mal que son excelentes —comenta su padre.
¡Lo horrible que hubiera sido para mí que no me parecieran buenas!”.
Rodrigo vive en Hollywood, y su hermano Gonzalo, en París. Ambos están
pasando estos días con sus padres, y entran y salen de la casa con la
misma libertad con que lo hicieron de niños. Al día siguiente, Gonzalo,
diseñador gráfico y pintor, nos explicará que “Gabo no era un padre de
juegos, pero sí de muchos diálogos, de compartir con nosotros cosas de
adulto. Las cosas que hacíamos con él de pequeños era hablar y escuchar
música”.
García Márquez ha ido desarrollando sus mecanismos para preservar su
vida privada, cada vez más eficaces, y parece haber conjurado el peligro
de que su éxito le robara tiempo para los afectos de hijos, nietos y
amigos. Antes, sin embargo, “la fama estuvo a punto de desbaratarme la
vida, porque perturba el sentido de la realidad, tanto como el poder. Te
condena a la soledad, genera un problema de incomunicación que te
aísla”.
De repente, suena el teléfono, y el escritor pronostica: “Seguro que
es Carmen Balcells…” Mercedes descuelga y, en efecto, al otro lado del
aparato, habla la agente literaria más famosa de la tierra. El escritor
se ríe con ganas: “¿Ven? No tiene sosiego. No se le escapa nada, sabía
que estábamos hablando con ustedes… Nos tiene más controlados que
nunca”.
La relación profesional de Carmen Balcells con García Márquez se
remonta a 1961, cuando nadie creía todavía en aquel joven escritor, que
no se convertiría en una celebridad mundial hasta Cien años de soledad
(1967), obra en la que desgrana los avatares de varias generaciones de
los Buendía y que, con sus personajes con colita de cerdo o sacerdotes
que levitan, se considera la referencia del realismo mágico.
En vez de realizar un paseo físico por el DF, Gabo sugiere que nos
traslademos mentalmente a otra ciudad, a la Barcelona de los a-os 60 y
70, donde él vivió y escribió El otoño del patriarca: “Llegamos en 1967,
cargando una piel de caimán de dos metros que me regaló un amigo. Yo
estaba dispuesto a venderla, porque necesitábamos el dinero, pero me lo
pensé mejor y al final no lo hicimos. Ha viajado con nosotros por medio
mundo, en funciones de amuleto. Todo fue muy rápido, en los años que
viví en Barcelona pasé de no tener para comer —antes, en París, había
llegado a pedir en el metro— a poder comprarme casas”.
“Tengo la impresión de que aquella ciudad no nos sorprendió mucho
—explica. Era como si ya la hubiéramos visto antes. La razón por la cual
no fui a ningún otro lugar es Ramón Vinyes, el ”sabio catalán” que hice
aparecer como personaje en Cien años de soledad. En la Barranquilla de
mi juventud, él me había ”vendido” hasta tal punto la Barcelona
idealizada de sus recuerdos de exiliado, que no dudé en ningún momento”.
Mercedes Barcha y Gabo, al trasladarse a España, dejaron atrás un
México cosmopolita, culto y liberal, y unos círculos cinematográficos,
artísticos y literarios repletos de personalidades y actividades que
dejaban atrás a la pacata España del tardofranquismo. Barcha recuerda
divertida que “era todo un poco snob, los barceloneses descubrían
entonces el mundo de la discoteca, ¡cuando aquí en México había miles!
¡Se ponían incluso sombreros para ir a la disco!”
“Trataban de superar a París”, recuerda García Márquez.
“He visto la serie ”Cuéntame” y es exacta: Gabo y yo llegamos a aquel mundo”, remarca, divertida, Mercedes.
“Había como una especie de ”destape” clandestino, focalizado en la
discoteca Bocaccio. Nos parecía una cosa anticuada”, refuerza Gabo.
Barcha apunta: “Ellos, los barceloneses, pensaban que éramos nosotros
los atrasados, por latinoamericanos, pero era completamente al revés.
Yo iba por la calle con mis pantalones y mis jeans y se me acercaba la
gente a mirarme como una cosa rara. Un día, le dije a la mujer de Luis
Goytisolo: ”Oye, María Antonia, me miran mucho, ¿por qué será?”. ”No te
preocupes, a mí también”, me respondió”.
Los rigores de la dictadura franquista no apretaban tanto en
Barcelona como en Madrid, centro del poder político, y los García
disfrutaban de la proximidad con Francia. Gabo recuerda que “íbamos a
Francia a ver películas, como ”El último tango en París”, que
descubrimos en Perpiñán. A veces nos íbamos tres días a París, a
ponernos al día de todo. Barcelona era la puerta a Europa: desde allí
nos desplazábamos a Londres (donde aprendimos inglés), Milán… Asistíamos
a conciertos, estrenos teatrales, calmé toda mi ansiedad cultural”.
Gabo y Mercedes vivieron la efervescencia de la gauche divine, las
madrugadas infinitas de Bocaccio, el florecimiento de las nuevas
editoriales, las conspiraciones ante la inminente muerte de Franco… Se
juntaban con otros escritores atraídos a Barcelona por la “Mamá Grande”
Balcells, como José Donoso o Mario Vargas Llosa, y recibían las visitas
de Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Pablo Neruda…
“Ahora da casi vergüenza decirlo, pero nos la pasamos muy bien”,
comenta Gabo. “En aquella Barcelona de los primeros setenta se vivía
excelentemente, da pena admitirlo. Es ahora, al pensarlo un poco, cuando
nos damos cuenta de lo triste que era todo”.
Paradójicamente, los García se fueron antes de que llegara la
democracia: “Estábamos en Bogotá cuando murió Franco y, al conocer la
noticia, nos volvimos a México. Pensamos que en España la cosa se iba a
agitar mucho, que vendría una gran inestabilidad, tampoco sabíamos cómo
iba a reaccionar el nuevo gobierno español ante la inminente El otoño
del patriarca, que retrataba el ocaso de un dictador. Pensé que no se
iban a creer que yo me había inspirado en modelos latinoamericanos, como
el venezolano Juan Vicente Gómez o el haitiano ”Papá Doc”, que mandó
exterminar todos los perros negros de su país porque creía que un
enemigo suyo se había convertido en uno de ellos, o el salvadoreño
Maximiliano Hernández Martínez, que hizo forrar con papel rojo todo el
alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión. No
sé cómo se va a entender esto, pero a mí Franco me resultaba un dictador
demasiado moderno y civilizado para el que yo tenía en la cabeza o en
el alma. De hecho, la mejor crítica a este libro me la hizo el panameño
Omar Torrijos, cuarenta y ocho horas antes de morir, que me dijo: ”Es tu
mejor libro, todos somos así como tú dices””.
Gabo tiene casa en Barcelona, y “sigo yendo a esa ciudad, con
frecuencia casi anual, aunque mi visita del 2005 causó demasiado
alboroto, porque esta vez llevaba cinco años sin ir. Cuando llegamos,
siempre es como si no hubiéramos dejado de vivir allí. Nos levantamos
como si fuera lo más normal del mundo, y vamos a comer con los amigos de
siempre. Paseamos y nos vemos envejecer. Vamos a pie a todas partes. Le
paran a uno, le gritan de un lado a otro de la calle, pero con esa
distancia con que los catalanes se conducen, modulando sus muestras de
afecto. Por ejemplo, fuimos también unos días a Madrid, donde tenemos
muchos amigos, pero no nos quedamos porque hay más novelería, mientras
que en Barcelona nos volvemos un caso diario. En Madrid corre la voz
entre periodistas, cantantes, gente del cine… es la pachanga
permanente”.
Gabo sigue huyendo de la luz de los focos públicos. Cree que la
discreción es siempre más efectiva, incluso en política. Ha mantenido su
amistad con Fidel Castro, pero se ha separado “en silencio” de las
posturas dogmáticas, y a la vez su intervención personal ha sido
decisiva para que el régimen cubano libere a algunos presos políticos o
suavice algunas posturas. Sus intervenciones en varios países incluyen
desde la liberación de banqueros secuestrados en El Salvador a conseguir
que dictadores permitan abandonar su país a familiares de disidentes,
entre otros muchos episodios dignos de una película de James Bond o de
una novela de su amigo Graham Greene, como cuando, en 1995, los
secuestradores de Juan Carlos Gaviria exigieron que Gabo asumiera la
presidencia de Colombia (la respuesta del escritor fue: “Nadie puede
esperar que asuma la irresponsabilidad de ser el peor presidente de la
República (…) Liberen a Gaviria, quítense las máscaras y salgan a
promover sus ideas de renovación al amparo del orden constitucional”).
“Yo he sido siempre más conspirador que ”firmador” —apunta. He logrado
siempre muchas más cosas mirando de arreglarlas por debajo que firmando
manifiestos de protesta”
Dentro de esa “diplomacia secreta”, ahora, por ejemplo, realiza
funciones de mediador por la paz en Colombia, acercando las posiciones
del Gobierno del presidente Uribe con las de la guerrilla del Ejército
de Liberación Nacional (ELN). “Tal vez mejor no tratemos mucho eso,
porque está todavía hablándose. No es bueno hacer declaraciones cuando
se trabaja en ello. Desde que me concibieron, estoy oyendo hablar del
proceso de paz de Colombia. Ahora, después de un largo tira y afloja, se
pusieron de acuerdo para conversar. He participado en unas primeras
conversaciones en La Habana, y fue muy bien. Tengo buenas relaciones con
ambos lados. Estas gestiones, para un escritor como yo, acostumbrado a
ganar, son siempre una cura de humildad, pues intervienen una conjunción
de factores muy diversos”.
“La violencia ha existido siempre, tiene muchos años en Colombia
—recuerda. El tema de fondo es una situación económica escindida entre
los muy ricos y los muy pobres. Y el negocio de la coca es mucho dinero,
¡barriles de dinero! El día en que se acabe la droga, todo va a mejorar
muchísimo, porque eso fue lo que lo exacerbó todo. Los grandes
productores del mundo están allá. De manera que ya no pelean por la
política, como antes, sino por el control de la droga. Y Estados Unidos
también está totalmente metido en eso”.
Mientras posa para unas fotos en el jardín junto a su esposa, Gabo le
comenta, bromeando: “Ya ves por qué nunca doy entrevistas, Mercedes.
Llegan con esa mansedumbre, y no se van nunca. Ahora me dicen que te
abrace, ¿y qué vendrá después? Son capaces de pedirme que diga que te
quiero”. Una afirmación superflua, teniendo en cuenta que se conocieron
cuando ella era una niña de 13 años y que siguen ahí, compartiendo sus
vidas.
Antes de que abandonemos su casa, García Márquez se interesa por los
premios Nobel que irán apareciendo en esta serie de entrevistas: “Ah,
veo que escogen sólo a los buenos”. Seguro de sí mismo, próximo, agarra
de vez en cuando a su interlocutor sin que sea posible percibir en él
rasgo alguno de su legendaria timidez, aquella que en Barcelona le hacía
enmudecer y le activaba mil temblores cuando tenía que hablar en
público. “Yo creo que debo de tener fobia social, como la Nobel
austríaca, Elfriede Jelinek, porque puedo mantener una conversación de
tú a tú, pero me cuesta horrores dirigirme a un auditorio. ¿Mi timidez?
Tengo la gran ventaja de que ahora la gente entra en esta casa ya
intimidada… y así me va mejor”