jueves, 23 de abril de 2015

¿Por qué no lee Macondo?

Un año como cien de soledad

A pesar de los ingentes esfuerzos desde lo público, Colombia es un país que no ha podido despegar en el tema de la lectura. ¿Cuál es el estado del sector editorial?¿Qué opinan libreros, editores y expertos de que en el país aún no se supere la cifra de dos libros leídos por habitante? Un reportaje al mundo del libro en la actualidad


Gabriel García Márquez, si leía biografías./revistaarcadia.com
Gabriel García Márquez no se equivocó cuando lo llamó un milagro. A sus 38 años el cataquero se sentó frente a su máquina de escribir y durante 18 meses ininterrumpidos redactó las 590 cuartillas a doble espacio de Cien años de soledad. Sus cuatros libros entonces publicados no habían vendido gran cosa y, aquejado por la pobreza, se había visto obligado a empeñar, entre otras cosas, las joyas de poca monta que había heredado su esposa. Sin sospechar el éxito que tendría su nueva obra, envió el manuscrito a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana en Argentina.
“El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: ‘Son 82 pesos’. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: ‘Solo tenemos 53’. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto”, contó el nobel de literatura en un discurso que dio en Cartagena hacia 2007 para conmemorar el millón de ejemplares de Cien años de soledad. Emocionado por el tiraje, García Márquez afirmó en su arenga: “Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana”.
Hoy, sin embargo, el panorama de la lectura en Colombia pareciera indicar lo contrario. No solo se trata de un país en el que, según cifras de la más reciente Encuesta de Consumo Cultural, menos de la mitad de la población mayor de 12 años (48,4 %) afirma haber leído un libro en 2014, sino que, según la misma encuesta, en los últimos cuatro años la lectura de libros decreció en un 7 %. Los colombianos leen en promedio entre 1,9 y 2,2 libros anualmente. Y si bien se trata de un índice quizás anquilosado porque se centra exclusivamente en el objeto libro, y no toma en cuenta la lectura digital, no deja de sorprender cuando se compara con otros países: en España se leen por habitante 10,3 libros al año, en Chile 5,3 y en Argentina 4,6.
Pero más allá del índice de lectura, si se traza la evolución del mercado editorial en los últimos años, la decisión de García Márquez de llamar un milagro al fenómeno de Cien años de soledad parece cada vez más acertada. Según las Memorias y Estados Financieros 2014 de la Cámara Colombiana del Libro, entre 2012 y 2013 el sector editorial registró una reducción del 21,4 % en la producción nacional de libros (aunque aumentó en número de títulos registrados), por primera vez en el último lustro las importaciones superaron a las exportaciones, que pasaron de 177 millones de dólares en 2008 a 64 millones en 2013, y en ese mismo periodo más de 700 trabajadores de editoriales e importadoras perdieron su puesto (el empelo generado por el sector pasó de 5.599 a 4.828).
Hay, sin embargo, un resquicio de luz. Pues, aunque parezca paradójico, siguen en aumento las ventas de ejemplares en el país, aunque a un ritmo bajo. Y lo que es más, tanto el Ministerio de Cultura como la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte del Distrito Capital, así como iniciativas privadas al estilo de las editoriales independientes le han apostado en los últimos años a la lectura como nunca antes. Entonces, como se cuestiona en un reciente artículo Diana Cifuentes, la coordinadora del Observatorio de Cultura y Economía, la pregunta en boca de todos es: ¿por qué, a pesar de las campañas de lectura y demás iniciativas, no se lee más en Colombia? La respuesta no se conoce. Pero un repaso del mercado editorial permite, así sea en parte, entrever algunas de sus grietas.

La producción

En el país, al igual que en la mayoría de América Latina, cada vez se registran más títulos. “Esos registros son conocidos como isbn y funcionan como la cédula del libro mostrando el origen de su producción editorial”, dice Juliana Barrero, de la consultora en economía de la cultura Lado B. Según cifras de la Cámara Colombiana del Libro, en los últimos 12 años ha habido en promedio un crecimiento anual de 4,8 % en el número de isbn en el país, con un total de 16.035 registros en 2014, incluidos libros digitales. Pero hay un problema: un gran número de esos no son 100 % colombianos, y en ese sentido no reflejan necesariamente un crecimiento en la industria local.
Barrero explica: “Hay muchas casas editoriales transnacionales, muchas de origen español, que se nacionalizan y registran títulos en el país porque imprimen sus libros acá. Pero entonces, ¿qué porcentaje del mercado es de contenido colombiano?”. La cifra no se conoce. Sin embargo, María Osorio, fundadora de la editorial Babel Libros, desmenuzó esos mismos números en el mercado de literatura infantil y encontró que apenas un 2 % de los isbn eran de editoriales colombianas. Para Enrique González, presidente de la Cámara Colombiana del Libro, no vale la pena hacer esa distinción pues “las editoriales extranjeras que se montan acá se vuelven colombianas por ley y además editan a algunos de los autores colombianos más reconocidos como Tomás González y Juan Gabriel Vásquez”.
El mercado editorial colombiano nunca ha sido muy grande y, de hecho, es bastante joven. “Solo hasta los años ochenta hubo un desarrollo de esa industria con editoriales como Oveja Negra y Plaza y Janés. Antes de  eso había editoriales escolares y de derecho, pero no de literatura”, explica Felipe Ossa, gerente y librero por más de medio siglo de la Librería Nacional. En los años sesenta, por ejemplo, todos los libros se importaban. Hoy el mercado está compuesto por el sector didáctico, el de interés general, el universitario y el religioso. Si bien no es una industria muy grande, se trata de un sector que se ha sabido mantener a pesar de recibir golpes duros, como la clausura en 2011 de las líneas de ficción, no ficción, autoayuda e interés general de Norma, editorial que llegó a estar presente en 13 países. También hay que tener en cuenta que la piratería se lleva una cuarta parte de las ganancias del sector.

A pesar de los retos que ha tenido que sortear la industria, no todas las noticias son malas. En lo más recientes años, y a la sombra de los grandes jugadores, se empezó a gestar un fenómeno que hoy ya se ha posicionado en el mercado: las editoriales independientes, un nicho cada vez más fuerte que según Pilar Gutiérrez, directora editorial de Tragaluz Editores, “surgió de una necesidad de ver propuestas distintas, voces más arriesgadas, y de una nueva valoración del libro objeto frente a lo digital”. Para Federico Torres, editor de Destiempo Libros, “el fenómeno de la edición independiente está relacionado con una búsqueda de identidad, de la mano de un aspecto técnico: la facilidad de diseñar un libro a través de herramientas digitales”.
Esa facilidad para crear libros, sin embargo, hace parte de un suceso que intuitivamente pareciera positivo pero que para algunos carga una connotación negativa: la sobreproducción. Según el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc), en la región se registran 53 títulos diarios o 2,2 cada hora. “A la sobreproducción ni siquiera la podemos llamar sobreoferta porque para llamarla así hay que tenerla exhibida en alguna parte y no hay librería capaz de hacerlo”, opina Bernardo Jaramillo, subdirector del Cerlalc. En eso concuerda Ossa, quien afirma que el exceso de obras abruma a los lectores y que es el resultado “de un mercantilismo y un afán por parte de las editoriales que sacan cualquier libro esperando que tenga éxito”.
Gabriel Iriarte, director editorial de Penguin Random House en Colombia, lo ve como la respuesta natural a lo que pide el mercado: “El mercado mundial del libro se ha vuelto de novedades. Nosotros producimos 350 al año entre las locales y las que importamos. Si nos llegan cinco buenos libros de periodistas los publicamos todos. No los puedo dejar parqueados porque el autor se va a otra editorial y los publica allá. El público demanda novedad”. Todos los expertos consultados por Arcadia concuerdan que la producción masiva de títulos es un hecho del mercado que no se puede regular y que, en últimas, es un síntoma de que por lo menos el mercado está vivo.
En cunto a si hay o no una crisis en el sector, muchos se concentran en el crecimiento en ventas para argumentar que no existe. Pero algunos, como María Osorio, sí lo ven en apuros: “Hay sobre todo un desorden enorme en la manera en cómo se distribuyen los libros, como llegan al público. Hay cientos de distribuidores, que deben disputar el espacio en poquísimas librerías y que por lo tanto deben estar siempre a la caza de negocios directos. En la lucha por sobrevivir en un mercado con pocos lectores, con mínimos sitios de exhibición de los libros, sin ninguna divulgación sobre lo que circula y lo que se produce, y por supuesto sin ninguna crítica, esta cadena no tiene idea del valor de cada una de sus partes y se autodestruye”.

Los puntos de venta

En un estudio encargado por la mesa de competitividad del libro del Ministerio de Cultura a la consultora Lado B, y que aún no se ha publicado, Arcadia pudo conocer una cifra preocupante: entre librerías pequeñas, papelerías y grandes superficies, como el Éxito y la Panamericana, en Colombia solo hay 604 puntos de venta de libros. Lo que es más, la situación ha empeorado. Según el Cerlalc, en el último lustro esos puntos disminuyeron en un 5 %. En otras palabras, en el territorio nacional hay apenas un punto de venta por cada 80.000 personas, muy lejos de los niveles de cobertura óptimos (entre 10.000 y 20.000 habitantes por punto). En ciudades como Quibdó, Maicao y Buenaventura no hay librerías y solo cuentan con una papelería.
“El canal natural para la venta de libros son las librerías y las grandes superficies pero como no hay en varias ciudades, las editoriales no podemos llegar allá. Y como no podemos llegar, no podemos vender”, dice Iriarte. En el estudio de Lado B, nueve departamentos, la mayoría concentrados en los Llanos Orientales, no reportan la existencia de puntos de venta. Para David Roa, de la librería La Madriguera del Conejo, y vocero de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes (acli), esa falta de puntos de venta explica en parte la falta de lectura en Colombia. “El hecho de que el 50 % del país no lea es normal porque en más de la mitad no hay oferta editorial”.
Esos índices tan pobres corresponden a la realidad de una industria que no despega. Nada que perder 2, un libro de autoayuda, fue con apenas 15.997 ejemplares el libro más vendido en 2014 por la Librería Nacional, negocio que representa una parte importante del mercado de libros de interés general. Las recetas de Sascha Fitness, una guía para llevar una vida saludable, se llevó el segundo lugar con 9.222. Comparado con otros países, esos números preocupan. En España, por ejemplo, la novela El tiempo entre costuras alcanzó a vender más de 500.000 copias. Eso no quiere decir, sin embargo, que en Colombia no haya habido tirajes en los cientos de miles, como algunas de las primeras crónicas de Germán Castro Caycedo, las novelas de García Márquez y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Pero son excepciones. Algunos distribuidores a veces importan apenas 50 copias de un título, y en muchos casos no los venden todos.

Para algunos libreros, tanto pequeños como grandes, sus bajas ventas tienen que ver con los descuentos que dan las editoriales. “Las editoriales hacen competencia desleal porque les ofrecen a las entidades públicas el mismo descuento que a las librerías y entonces no podemos competir –argumenta Ossa, quien cree que internet también es responsable, sobre todo en cuanto a los libros didácticos–: “Hoy los estudiantes descargan la mayoría de sus textos. Antes en un mes vendíamos 1.500 ejemplares de uno de física y ahora vendemos diez”. Entre 2012 y 2013, el sector didáctico registró según la Cámara Colombiana del Libro una disminución de 32,6 % en la producción nacional.
Roa, como muchos otros libreros, cree que el Estado debería comprar sus libros a través de las librerías. “Hay países en donde cada vez que una entidad pública va a hacer una dotación a una biblioteca, esa compra se realiza en una librería de la zona”. Para Roa se trata de un incentivo importante pues posiblemente generaría más puntos de venta, sobre todo en las regiones apartadas. “Así, las librerías podrían garantizar su existencia, habría oferta para la población local y se podría hacer mayor gestión cultural”. En la Nueva agenda por el libro y la lectura, publicada por el Cerlalc en 2013, se recomienda en materia de compras públicas “velar por la inclusión directa o indirecta de las librerías en las compras estatales” Iriarte no considera que sea tan fácil. “Sería, en últimas, agregar un intermediario más a la cadena de distribución. El libro saldría más caro y las ventas al Estado tienen que ser muy baratas”.
El gobierno siempre ha sido el gran comprador de libros en Colombia. De los 618.000 millones de pesos que generó en ventas el mercado del libro en 2013, las compras públicas representaron una quinta parte. Guiomar Acevedo, directora de artes del Ministerio de Cultura, recuerda que la compra de libros sin las librerías de por medio empezó hace unos diez años. En su opinión, el ministerio no puede reglamentar ese mercado, aunque si considera que “se deben de buscar formulas para que las librerías se fortalezcan pues son el canal natural del libro”. Y esa búsqueda se está empezando a hacer desde la mesa de competitividad del Ministerio de Cultura, donde tienen representación todos los eslabones de la cadena del libro en Colombia.
Pero, más allá de la importancia de las librerías, está la lectura. “¿Para qué se hacen libros? Pues para que le lleguen a un lector. El libro tiene una finalidad y es ser leído. Un libro que no se lee no sirve de nada”, afirma el promotor de políticas culturales Gonzalo Castellanos, quien cree que “ya se han hecho varios incentivos para la oferta”. Entre ellos cabe destacar la Ley del Libro de 1993, que le quitó el iva al libro y el impuesto de renta a las editoriales. “Ahora en lo que hay que trabajar –dice Castellanos– es en un modelo de beneficios al acceso al libro”. Y es ahí donde entra el juego el papel del Estado.

Las bibliotecas y el acceso al libro

En el último cuatrienio (2010-2014), una de las grandes apuestas del Ministerio de Cultura fue la construcción de bibliotecas públicas. En ese periodo, se inauguraron un total de 104, más que en cualquier otro gobierno, para llegar a un total de 1.404. Gracias a ese esfuerzo, y al del gobierno de Álvaro Uribe, la Red Nacional de Bibliotecas Públicas (rnbp) pasó de estar presente en 73 % de los municipios del país en 2002 al 96 % en 2013. El ministerio también construyó 20 centros culturales y 7 casas de cultura, entre otra infraestructura. Y si bien se trata de una apuesta importante, el número de bibliotecas aun puede mejorar. Según El libro en cifras, publicado hace seis meses por el Cerlalc, hoy en Colombia hay 2,8 bibliotecas por cada 100.000 habitantes, un indicador mucho más cercano al de Panamá y Honduras que al de México y España.
Además de la construcción de bibliotecas, el Ministerio de Cultura produjo y adquirió un total de 10.224.556 libros que repartió entre Hogares icbf, la Asociación Nacional Contra la Pobreza Extrema (anspe), varios programas de fomento a la lectura y la rnbp. De esos libros, en su gran mayoría apuntados a la primera infancia, casi dos millones fueron destinados a las bibliotecas públicas. Su adquisición fue un paso grande para cumplir una de las metas del ministerio: acercarse al índice sugerido por la Unesco de dos libros en bibliotecas públicas por persona. Una meta que, de todas formas, todavía se siente lejana. Pues de acuerdo al más reciente diagnóstico de la rnbp, en su red hay 5.740.600 libros.

“En Colombia tenemos más o menos ocho habitantes por libro y todavía tenemos un camino muy largo que recorrer en cuanto a la dotación de bibliotecas. Por eso donde el ministerio hizo un esfuerzo gigantesco fue en la dotación de libros para niños menores de ocho años, pensando en que cuando uno aprende a leer por placer, en familia, hace que se llegue más preparado al sistema escolar para enfrentar los retos de la lectura”, asegura Acevedo. Para los próximos tres años y medio, la meta del ministerio es continuar con la dotación y darle más relevancia a la actualización de títulos. Algunos de sus retos son reducir la alta rotación de bibliotecarios, terminar de implementar el servicio de internet (hoy solo hay en 60,5 % de las bibliotecas) y subir los niveles de compromiso de las autoridades municipales.
El ministerio también ha desarrollado varias iniciativas para fomentar la lectura. Cabe destacar, por ejemplo, la fundación Secretos para Contar, a través de la que dotó con tres libros a 75 % de las familias del Chocó que tienen niños en el sistema público escolar; o las ferias regionales, un esfuerzo mancomunado con las librerías independientes que ya se ha realizado en más de seis ciudades. La Secretaría de Cultura del Distrito Capital, por su parte, ha impulsado varios programas como la Lectura bajo los Árboles, los Picnic Literarios y, más recientemente, los Espacios Concertados, un estímulo que busca financiar con una bolsa de 500 millones de pesos la programación artística de espacios culturales y librerías. También cuenta con el Libro al Viento, su proyecto de libre circulación de libros que ya cumplió diez años y que es responsable por más de cuatro millones de ejemplares.
*
 En Colombia, y a pesar de las iniciativas tanto públicas como privadas, aún se lee poco. Ahí radica el principal problema del mercado editorial. Se trata, de todas formas, de una industria que se ha sabido mantener de pie a pesar de la indiferencia de gran parte del público. Ante todo, no se ha dejado amedrentar por un panorama no muy alentador. El libro digital, su próximo reto, quizá sea el mayor. Por ahora, se trata de un fenómeno que en el país ha crecido despacio, al ritmo del libro impreso. De todas formas, llegará el día en que ingrese Amazon al mercado, con sus servicios de autoedición, distribución y plataforma de lectura (Kindle).
Cuando le pregunto a María Osorio sobre cómo cambiará el mundo digital el panorama del libro, su respuesta parece resumir el sentir de la industria. Desafiante –y pragmática–, responde: “Creo que es un lugar común, se ve en las ferias internacionales, todavía la influencia del libro digital en nuestra región es mínima y no se ve su crecimiento. Otra cosa sucede en el mundo anglosajón, pero en ese mundo se ve cómo conviven ambas tecnologías. Por ahora no es una preocupación para mí, supongo que tenemos que tener buenos editores, distribuidores, libreros y lectores, luego que venga el cambio, cualquiera que este sea, así estaremos preparados”.
  ***

¿Por qué leer ficción?
El 30 de enero de 2006, durante la lección inaugural de su cátedra en el Collège de France, el historiador de la literatura Antoine Compagnon leyó “¿Para qué sirve la literatura?”, un discurso en el que definió, de manera simple, la importancia de la lectura. ¿Por qué, entonces, necesitamos leer? A continuación algunos extractos.
La primera es la definición clásica que permite a Aristóteles, oponiéndose a Platón, rehabilitar la poesía a título de vida buena. Gracias a la mimesis –traducida hoy en día por representación o por ficción más que por imitación– el hombre aprende… Más adelante en la Poética (de Aristóteles), la catarsis misma, purificación o depuración de las pasiones mediante la representación, tiene como resultado una mejoría de la vida tanto privada como pública. Una segunda definición del poder de la literatura, aparecida con la Ilustración y profundizada por el Romanticismo, hace de ella, no ya un medio para instruir divirtiendo, sino un remedio. Libera al individuo de su sometimiento a las autoridades, pensaban los filósofos; y en particular es un remedio contra el oscurantismo religioso. La literatura, instrumento de justicia y de tolerancia, y la lectura, experiencia de la autonomía, contribuyen a la libertad y a la responsabilidad del individuo.   Según una tercera versión del poder de la literatura, esta suple los defectos del lenguaje. La literatura habla a todo el mundo, recurre al lenguaje corriente, pero hace de este un lenguaje propio –poético o literario–. A partir de Mallarmé y de Bergson, la poesía se concibe como un remedio, no ya contra los males de la sociedad, sino, más concretamente, contra la inadecuación del lenguaje. “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”, según La tumba de Edgar Poe, será la ambición de la poesía.
Proporciona placer e instruye
Es un remedio
Restaura la lengua

Gabriel García Márquez, la ausencia más presente en la Feria del Libro

Un año como cien de soledad

Presentaron actividades en la Feria del LIbro y en la ciudad de Buenos Aires


Gabo. Actividades sobre el escritor llenarán la Feria del LIbro de Buenos Aires./revista Ñ.
Gabriel García Márquez, el ungido del Parnaso literario, a quien "la gloria le cayó como un rayo", según lo expresó Tomás Eloy Martínez hace más de más de medio siglo, tendrá un vasto homenaje en la próxima Feria del Libro. El acto central y más emotivo será el 3 de mayo, a las 19.30, en la Sala José Hernández en La Rural, con la presencia de escritores y editores que harán un recorrido por las estampas salientes de una vida de novela.
La embajada de Colombia, la Fundación El Libro, la Dirección General del Libro de Buenos Aires, el ministerio de Cultura porteño, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y la Fundación TEM (Tomás Eloy Martínez) unieron fuerzas para desplegar un programa donde habrá una maratón de lectura por Radio Mitre, un tributo durante el Festival Internacional de Poesía, actos en centros culturales y bibliotecas de la Ciudad y la presentación de autores de Colombia, de profunda vinculación con el autor de Cien años de soledad.
El acto del 3 de mayo contará con el director ejecutivo de la FNPI, Jaime Abello Banfi, la editora Gloria Rodrigué (que lo fue en Editorial Sudamericana, la que descubrió la obra cumbre del narrador colombiano), el escritor Héctor Abad Faciolince y Ezequiel Martínez, presidente de la Fundación TEM. Al día siguiente, Gabo se hará presente en el Encuentro de Escritores Latinoamericanos, a través de su compatriota Jorge Franco (bendecido por Gabo hace años), Adelina Cobo y Abad Faciolince.
Hubo, durante la presentación del programa garciamarquiano en la Embajada colombiana, anécdotas divertidas y recuerdos originales. La directora general del Libro, Alejandra Ramírez, dijo que "la relación de Gabo con Buenos Aires fue como un tango. Reina (en alusión a la ciudad) te dejo lo mejor pero sólo una vez. Será solo un beso". Y el director de la Feria del Libro, Oche Califa, agregó: "Sólo un beso es más un bolero que un tango" y señaló que no hay deuda entre García Márquez y la Argentina. "Gracias a su obra los argentinos aprendimos a descubrir América". Ezequiel Martínez dijo que su padre, Tomás Eloy, decía que el autor de El otoño del patriarca no volvió nunca más a nuestro país "a propósito, para alentar momentos inverosímiles, anécdotas e historias que nos permiten jugar con el realismo mágico".
En el stand de la Ciudad en la Feria, los visitantes podrán participar del juego "La Rueda de Melquiades" (el gitano de Cien años de soledad). Al girar la rueda de la fortuna se inicia el juego que dirá qué libro de Gabriel García Márquez el visitante leerá en el futuro y le permitirá ganar posters, señaladores y un cuadernillo con una entrevista inédita. Se proyectará, además, un compilado de las escasas entrevistas que Gabo concedió en su vida.

Las raíces reales y literarias de Macondo

Un año como cien de soledad

Gabriel García Márquez creó su lugar mítico mucho antes de Cien años de soledad. La Feria del Libro de Bogotá, Filbo 2015 le dedica su edición

Macondo, territorio mítico de García Márquez, recreado por Fernando Vicente. /elpais.com

Un día, el niño Gabriel García Márquez (1927-2014) iba asomado a la ventana en un tren amarillo, que no paraba de soltar serpientes de humo con cada pitido, y leyó en la entrada de una finca un letrero metálico azul que en letras blancas decía: Macondo. Y la palabra voló a esconderse en algún refugio de su memoria.
Macondo no nació el día que todos creen. Macondo tiene siete actas de fundación: tres tienen que ver con la aparición de este territorio de ficción en sendos libros; dos son citadas por primera vez por el autor sin que sus libros hayan sido publicados, y las otras dos provienen de sus vivencias que darán origen a ese pueblo mítico. Para dar con sus raíces hay que desandar la ruta de la imaginación de la gente a lo real.
En el imaginario universal ese territorio nace en el arranque de Cien años de soledad (1967): “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
La primera vez real que la gente lee la palabra macondo es en el relato Un día después del sábado, con el que en 1954 gana el Premio Nacional de Cuento.
Aunque la primera presencia para los lectores estaría en el propio título de un relato de 1955: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, en origen titulado El invierno. Otra pista falsa, porque la primera vez real que la gente lo lee es en el relato Un día después del sábado, con el que en 1954 gana el Premio Nacional de Cuento, donde se narra: “Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: ‘Si hay un cura debe haber un hotel’. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado en el gramófono. (...) Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo; un letrero que él no había de leer en su vida”.
La realidad es que García Márquez incorpora la palabra Macondo por primera vez entre 1948 y 1949, cuando escribe la que habría de ser su primera novela: La hojarasca, publicada en 1955. Y lo hace en la narración introductoria: “De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. (…) hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca. (…) Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez. (…) Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra”. Y es una línea más abajo cuando el escritor deja constancia de la fecha más antigua de ese pueblo en la tierra, al fechar ese informe así: “Macondo, 1909”.
La realidad es que García Márquez incorpora la palabra Macondo por primera vez entre 1948 y 1949, cuando escribe la que habría de ser su primera novela: La hojarasca, publicada en 1955
Ficciones que hunden sus raíces en la realidad. En este desandar la estación inaugural está a comienzos de los años 50 cuando acompaña a su madre, Luisa Santiaga Márquez, a vender la casa de los abuelos maternos, con los que él vivió sus primeros años, en Aracataca. En ese viaje de reencuentro el mundo que quería contar empieza a tomar cuerpo. García Márquez arranca sus memorias Vivir para contarla, de 2002, evocando aquel viaje. Los dos se alejan del mar de Barranquilla para tomar una lancha motor que los lleve al otro lado de la ciénaga, tierra adentro, allí toman el tren que los cruzará por platanales, pueblos refundidos en la memoria. Llegan a la hora de la siesta. Madre e hijo caminan bajo un sol inclemente por las calles polvorientas rumbo a la Casa. Fue. Fue. Fue. Eso es Aracataca mientras avanzan. La madre se encuentra con su comadre, se abrazan, lloran, a su lado el joven periodista con sueños de escritor mira, y, poco a poco, tras un largo viaje por calles pavimentadas, ciénagas, un tren que se adentró en el calor y los pasos en un pueblo sonámbulo, ve cómo las ideas literarias que le revoloteaban empiezan a armar el rompecabezas: “Cuando el tren arrancó, con una pitada instantánea y desgarradora, mi madre y yo nos quedamos desamparados bajo el sol infernal y toda la pesadumbre del pueblo se nos vino encima. (…) Todo era idéntico a los recuerdos, pero más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de fatalidad”.
Ficciones que hunden sus raíces en la realidad. En este desandar la estación inaugural está a comienzos de los años 50 cuando acompaña a su madre, Luisa Santiaga Márquez, a vender la casa de los abuelos maternos, con los que él vivió sus primeros años, en Aracataca
En realidad, el Nobel colombiano ya había plasmado este episodio en un cuento en 1962. Fue en La siesta del martes, pero mezclado con un acontecimiento que de niño le impactó: la muerte de un ladrón a manos de la dueña de la casa y la visita que hicieron la madre del difunto y su hermana pequeña para llevarle flores a la tumba, tras un largo viaje en tren en medio de platanales y pueblos sin nombre hasta apearse y caminar silenciosas a la hora de la siesta: “El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra”.
Y la verdad se remonta a aquellos años infantiles cuando él ve que una finca junto a la vía del tren se llama Macondo. En Vivir para contarla escribe: “Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni pregunté siquiera qué significaba. La había usado ya en tres libros míos como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyka existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podría ser el origen de la palabra”.
Lo cierto es que vendieron esa casa donde nace el verdadero Macondo. Los años que vivió con su abuela Tranquilina Iguarán Cotés y su abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía. Lo cierto es, también, que Macondo tiene una vida circular porque es hasta Cien años de soledad, en 1967, donde se cuenta su origen. Y ahí se juntan la realidad geográfica e histórica de Aracataca y de su lugar mítico. La única vía de llegar a Aracataca desde Barranquilla coincide con el viaje que hizo con su madre en los 50: “En su juventud él (José Arcadio Buendía) y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el viaje de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque solo podía conducir al pasado”.
Así, Macondo quedó lindando al oriente con una sierra impenetrable, al sur por los pantanos y una ciénaga sin límites, al occidente con una “extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales, y al norte la salida inencontrada al mar”. Se quedaron allí porque a medida que avanzaban la naturaleza se cerraba detrás de ellos. “Un espacio de soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo”.

Un vallenato de trescientas páginas

Cien Años de Soledad tuvo un inmenso y profundo influjo del vallenato que García Márquez desentrañó a comienzos de los 50, acompañado de Rafael Escalona

Gabriel García Márquez y Leandro Díaz en un Festival de la Leyenda Vallenata. / Archivo/elespectador.com

La tarde era una de aquellas tardes de sol y de humedad, de cerveza, de fiestas por llegar. Gabriel García Márquez acababa de comprender que su obra, su gran obra, tendría que surgir del pasado, de sus raíces, e incluso, de las raíces de sus ancestros. Y aquella tarde, en La Paz, conoció a Lisandro Pacheco, el nieto de Medardo Pacheco Romero, aquel muchacho que combatió con su abuelo Nicolás Márquez en la Guerra de los Mil Días, y a quien el abuelo mató en un duelo, pues por aquellos tiempos las afrentas contra el honor se dilucidaban en un duelo, a bala. El 19 de octubre de 1908, el coronel Márquez Iguarán citó a su retador en un oscuro callejón y le pegó un tiro. La muerte lo persiguió por años y años. “Tú no sabes lo que pesa un muerto”, le diría a su nieto años más tarde, mientras lo llevaba de la mano por las calles de Aracataca para referirle sus historias y las historias del pueblo y las del país.
Las historias que esa tarde de 1952 García Márquez buscaba por La Guajira y el Magdalena, llevado por Rafael Escalona y sus cantos vallenatos. “De tal manera que el interés de García Márquez por la música vallenata iba a estar ligado a la concepción y a las fuentes de sus libros, lo que a su vez estaría ligado de modo especial a su amistad con el compositor Rafael Escalona, pues con éste continuó las discusiones en profundidad sobre estos cantos y empezaron los viajes hacia abril de 1950, para terminar hacia mediados de 1953”, escribiría 50 años más tarde Dasso Saldívar en su libro El viaje a la semilla. El viaje a la semilla fue ese, y comenzó en marzo del 52, cuando García Márquez acompañó a su madre, Luisa Santiaga, a vender la vieja casa de Aracataca, donde él había vivido su infancia, donde había visto llegar todos los días a las once en punto el tren amarillo que pasaba por la finca de Macondo, y donde había conversado con los muertos.
Mientras recorría las calles de antes, que de niño le habían parecido infinitas, y veía las casas y la iglesia y la escuela Montessori, donde aprendió a leer y se sumergió en Las mil y una noches y se enamoró de su maestra, Rosa Elena Fergusson, García Márquez comprendió que para escribir su gran obra debía recorrer, ya como adulto, la tierra de antes. La recorrió con una maleta repleta de libros y enciclopedias que debía vender para sobrevivir. Y la recorrió con Escalona y sus cantos, con el espíritu y el mito de Francisco el hombre y sus cuentos, con las rimas de Leandro Díaz y sus versos. Fue hasta Barrancas, donde nació su abuelo, y a Riohacha, y allá, cantando sin cantar, relató cerveza tras cerveza que en esa ciudad se habían casado sus padres, que su madre había llegado tarde a la cita en la catedral pues se había quedado dormida, y que se prendó de Gabriel Eligio García cuando él le dijo que sólo muerto no se casaba con ella.
Con Escalona, García Márquez se aprendió El hambre del liceo, La vieja Sara, La patillalera y demás, y con él las cantó una y mil veces, como había cantado otros sones en sus épocas de bachiller en Zipaquirá con sus compañeros del Liceo Nacional, acompañado de una improvisada guitarra y una dulzaina. García Márquez había comenzado a interesarse por el vallenato a finales de los 40, “con un fervor no sólo artístico sino casi científico —como escribiría Saldívar—, bajo la influencia de Clemente Manuel Zabala y Manuel Zapata Olivella (…). Al estudiar sus textos, el entonces novel escritor constató que no sólo contenían una gran sabiduría y poesía, sino que narraban anécdotas e historias con naturalidad, con la misma ‘cara de palo’ de su abuela, de Las mil y una noches y del Romancero.
“Profundizando más, vio que estas historias tenían sus fuentes reales en el entorno personal, familiar y social de los mismos juglares, que eran un repertorio no sólo artístico, sino cultural y moral de las regiones de Valledupar y La Guajira, las mismas de sus abuelos. Esto le dio una de las claves fundamentales para concebir sus libros, sobre todo Cien años de soledad; este debía ser, como lo confesaría treinta años después, un vallenato en versión novela, es decir, una larga, poética y fluida historia construida sobre la infancia, los abuelos y la casa natal, Aracataca, la zona bananera y el Caribe en general”. Cien años de soledad fue un vallenato de 300 páginas, como diría García Márquez. Un vallenato que llevó bajo el brazo desde los 20 años y que construyó y destruyó día tras día, desde sus tiempos de periodista en El Universal de Cartagena, pasando por sus épocas en El Heraldo de Barranquilla, por sus años en El Espectador de Bogotá y por sus viajes por Europa, Venezuela, Cuba y México.
Para escribirlo pasó hambre, trabajó en revistas de farándula, vendió libros, sufrió el síndrome de la hoja en blanco y el dolor de la vanidad herida cuando le devolvieron de varias editoriales sus primeras obras, como La hojarasca. Sus angustias, sus vivencias, los personajes que fue conociendo, sus lecturas de Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf y Juan Rulfo, sus esporádicas amantes, y las canciones que escuchaba por ahí, fueron formando sus Cien años de soledad, o la historia de Cien años de soledad. La escritura, el tono, fueron otro cuento del cuento, como él mismo decía, porque García Márquez necesitaba que las ánimas de Macondo, la levitación de los curas, la ascensión de Remedios, el aguacero de mil años y demás, fueran creíbles, tan creíbles como los vallenatos de Escalona, como los fantasmas de Pedro Páramo. Y para ello necesitaba encerrarse, como se encerró, 14 meses con sus días y sus noches.
Se aisló del mundo para enclaustrarse con su máquina Olivetti, y desde ahí surgieron el tono, las imágenes, la trama y los personajes de su obra más importante, aquella que comenzó titulando La casa, y que era y fue La casa, el pueblo, el pasado, el país, la magia, el dolor y, entre líneas, los legendarios cantos de los juglares vallenatos. Cuando la terminó, le regaló un ejemplar a Escalona. “A Rafael Escalona, la persona que más admiro en el mundo”.