viernes, 31 de octubre de 2014

Gracias, Maestro Gabo

Gabo que estás en los cielos 

Gabo vivió una vida plena e incomparable. Lo recordaremos como un creador genial, un ser humano lleno de sabiduría, humor y ternura, un trabajador incansable, que supo mostrarnos que la mejor manera de aprovechar un trayecto vital es siguiendo la vocación personal, con la terquedad y disciplina que dan cimiento al talento y la pasión



Gabriel García Márquez dejó implementada la FNPI para apoyar a los nuevos periodistas./fnpi

Declaración de Jaime Abello Banfi, Director General de la Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI)
Ciudad de México, 17 de abril de 2014

Nuestro querido Gabriel García Márquez se ha ido físicamente, pero permanecerá vivo entre nosotros a través de sus ideas, sus textos, su memoria en millones de personas que lo amamos en todo el mundo y el legado representado en el trabajo de sus fundaciones y escuelas de periodismo y cine. En su fundación en Cartagena, la FNPI, nos sentimos orgullosos de haber disfrutado la guía, acompañamiento y amistad del Gabo periodista y educador, comprometido a fondo con el periodismo como una pasión de toda la vida y como una forma de ejercer ciudadanía activa.

Gabo vivió una vida plena e incomparable. Lo recordaremos como un creador genial, un ser humano lleno de sabiduría, humor y ternura, un trabajador incansable, que supo mostrarnos que la mejor manera de aprovechar un trayecto vital es siguiendo la vocación personal, con la terquedad y disciplina que dan cimiento al talento y la pasión.

Gabo nos deja su fuerza. Asumimos con seriedad y entusiasmo, de la mano de nuestros maestros y aliados, la responsabilidad de que cada día más periodistas de Iberoamérica puedan conocer sus ideas, estudiarlas, aplicarlas e incluso cuestionarlas, pero siempre con la convicción de que este es un oficio de carpinteros, que se aprende y se perfecciona con la práctica, escuchando a la gente y despertando los sentidos para ver lo que nadie más ve, para que las sociedades se informen mejor.

Gracias, Gabo. Gracias, maestro de maestros. Cumpliremos tu mandato; seguiremos adelante con tus talleres, tu Premio, trabajando de muchas formas por una nueva y creativa época para el mejor oficio del mundo.

Los invitamos a visitar www.fnpi.org donde hemos preparado un sitio especial para homenajear al Maestro.

Jaime Abello Banfi
Director General de la FNPI

martes, 28 de octubre de 2014

Gabo: Piedra y Cielo me hizo escritor

Gabo que estás en los cielos

Esta fue la entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda le hizo a Gabriel García Márquez, publicada el 28 de abril de 1981, donde el Nobel recuerda sus inicios como escritor

"Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas amarillas" Cien años de soledad./cromos.com.co
El lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco apartamento enclavado en los cerros, desde los cuales se divisa todo Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones con Cuba.
Luego, en la sala, tomó café, leyó poemas inéditos de su amigo Álvaro Mutis y lanzó, una vez más, delirantes declaraciones de entusiasmo ante al autorretrato, previamente abaleado, que le había regalado el maestro Alejandro Obregón. Sólo entonces fuimos capaces ambos de sacar fuerzas de flaqueza y meternos en su estudio, "a trabajar".
Se trataba de un viejo proyecto sobre el cual siempre hacíamos chistes –"la entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho"– y que consistía, simplemente, en que Gabo ya estaba harto de tantas entrevistas como le hacían, y en las cuales sólo le preguntaban de política, casi nunca de literatura y menos aún de poesía. Así que ahora, hundidos en confortables sillones de cuero, él, maniático de los aparatos –su verdadera pasión es la música–, desenfundó su diminuta grabadora japonesa –"no tanto para que no me adultere, sino porque esta charla me va a servir para mis memorias"– y yo la mía, un voluminoso armatoste que al parecer me habían enseñado a manejar el día anterior, y nos lanzamos a un comadreo literario de cuatro horas. Él atento a todo, se preocupaba de si mi grabadora grababa y, al final, extenuado, me rogaba que por amor a Dios desgrabara esa vaina en compañía de alguien que supiera, porque de otro modo iba a borrar todo. Yo, atortolado ante los misterios de la técnica, apenas si alcanzaba a introducir preguntas superfluas ante ese cuento perfecto que él iba deshilvanando delante de mí, y que no era otro que el de su formación literaria. Ya que esta, ustedes perdonen, era la primera entrevista con grabadora que yo hacía en mi vida.
_DMS5084 Foto: Archivo Cromos "Costeño corroncho", a veces se encorbataba como todo un "cachaco sapo"
Con el brazo caliente
¿Cuál era el cuento de Dickens que el doctor Galindo y su mujer leen en La mala hora?
El cuento de Navidad. Las referencias literarias que hay en mis libros, y que son muchas, son siempre de las cosas que estoy leyendo en el momento en que escribo.
La hojarasca parte de la imagen de un niño sentado en una silla; El coronel, de un hombre que espera, en un muelle de Barranquilla; El otoño del patriarca, de un anciano que deambula por un palacio lleno de vacas. Tu nueva novela, Crónica de una muerte anunciada, ¿de dónde proviene?
De un hecho real. De la muerte de un amigo. Es, sencillamente, un reportaje sobre un crimen, no presenciado directamente por mí, pero sobre el cual estaba recibiendo una avalancha de información permanente. El episodio que sirvió de base –una noticia de periódico– ya está muy lejos. No sólo han pasado 28 años, sino que se ha transformado por el tratamiento literario a que lo sometí.
¿Cómo hiciste, entonces, para desarmar toda esa compleja arquitectura literaria de El otoño y llegar a la aparente sencillez de esa crónica?
Entre cada una de mis novelas siempre hay un libro de cuentos. Cuando escribía, en París, La mala hora, esta se trabó y no salía nada. El coronel estaba adentro, estorbando. Después de La mala hora, igual me pasó con Los funerales. La cándida Eréndira es el libro de cuentos de después del Otoño y antes de embarcarme en mis falsas memorias. Yo ya llevó 5 años haciendo periodismo político, como una forma de no perder contacto con la realidad. Reportajes sobre Cuba, Angola, Viet Nam, y por ello mismo, cuando terminé esta Crónica, como quedé con el brazo caliente, seguí con mi columna periodística. Allí uso, si te fijas bien, el mismo estilo de la novela: testimonios de la gente, recuerdos míos.
_DMS5080 Foto: Archivo Cromos
Los cachacos también ven bien.
Siempre me he preguntado qué significó para ti la lectura de Cuatro años a bordo de mí mismo, la novela de Eduardo Zalamea; una novela cuyo tema –La Guajira– es un tema tan tuyo.
Mira, yo conocí a Eduardo antes de leer Cuatro años, que era, alrededor del 50, una gran referencia literaria en Colombia, pero que resultaba inconseguible. Luego, cuando lo conseguí, descubrir La Guajira allí fue una maravilla.
Pero es una Guajira vista por un cachaco.
Pero si los cachacos también ven bien. Yo tengo la impresión de que Eduardo tenía una Guajira imaginaria cuando se fue; llegó y contrastó dicha imagen con La Guajira real, y sacó un promedio: una Guajira a la vez muy lírica y muy cruda. Pero ya antes de mí, La Guajira había entrado en la literatura colombiana: acuérdate de Luna de arena, de Arturo Camacho. Lo que sí creo es que esta experiencia de La Guajira cambió totalmente a Eduardo: el Eduardo que regresó de allí traía una noción de la vida completamente diferente. Dejó atrás una bohemia desatada y tormentosa –tú sabes que en su viaje a La Guajira se pegó un tiro en el Café Roma, de Barranquilla, el café de los refugiados españoles, queriendo suicidarse, y falló– y cuando trabajaba en El Espectador era un hombre con un sentido de la puntualidad y de la responsabilidad tan estricto, que no se necesitaba reloj: uno podía saber la hora por el momento que Eduardo subía las escaleras del periódico. Además, era un mecanógrafo de primera. Escribía con diez dedos, a gran velocidad, y el texto salía como si fuera un tercer o cuarto borrador. De una perfección absoluta. Yo pienso, también, que Eduardo estuvo tanteando, y buscando, una novela que nunca pudo encontrar. Esa que él llamaba la 4ª batería, y que quizá su asombrosa capacidad para estar al día en materia literaria frustró, creándole perplejidades y desconciertos en el proyecto que llevaba adelante, y que a juzgar por los capítulos aparecidos nunca se concretó.
_DMS5089
Foto: Archivo Cromos
De sonrisa tan alegre como su camisa, mamó literatura desde la cuna. Su abuela no decía llorar sino requebrar.
El escándalo descomunal
Creo que nos estamos adelantando. Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?
Yo llagué a Bogotá en 1943, cuando tenía 13 años. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí, la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y recitaba, sino que los cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior a "Piedra y Cielo". Yo debía estar en tercer año cuando me llegó la noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una poesía que no se entendía. El alboroto se armó en este país por alguien que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda.
Para mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en cuenta de que con los románticos, parnasianos y neoclásicos me habían engañado por completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado, hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que yo siempre tuve (quizá porque nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) fue la de que estos muchachos de "Piedra y Cielo", Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a mediados de los años cuarenta, eran mejores que él. En medio de la emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea, y La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.
¿Pero tú ya escribías?
Claro, hacía pastiches piedracielistas. Pero como tarea de clase. La verdad es que si no hubiera sido por "Piedra y Cielo", no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura completamente inflada, una vergüenza pública de la cual no se salva ni un solo verso.
¿Así que gracias a "Piedra y Cielo" descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?
Cierto, porque fíjate, más tarde, cuando yo empecé a estudiar literatura en serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar; y cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Yo creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de Rubén Darío, éste aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue simplemente exaltado por "Piedra y Cielo" como su gran capitán. Así no es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el primer repaso esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: todavía quedan.
Creo que la importancia histórica de "Piedra y Cielo" es muy grande y no suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no sólo aprendí un sistema de metaforizar, sino lo que es más decisivo, un entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces la agitación que había con la poesía es la misma que hay hoy con el M-19.
Las lecturas del internado
¿Y Aurelio Arturo?
Yo conocí a Aurelio a través de "Piedra y Cielo", pero nunca lo consideré como del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de "Piedra y Cielo". Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una filtración de poesía a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él ya había dado el salto que los piedracielistas no dieron nunca. Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.
¿Y Álvaro Mutis?
Soy amigo suyo hace treinta años y nunca he hablado de su poesía. Pero yo también recuerdo esas experiencias de Mutis como si yo las hubiese vivido. Yo también he pasado vacaciones en Coello; también he sentido el estruendo del río sobre las piedras, he oído esos pájaros extraños y sufrido idéntica desolación. Creo que el tono suyo es el tono de la poesía. Gracias a él yo también he vivido lo mismo.
Así que con "Piedra y Cielo" se da en cierto modo tu ingreso a la poesía, y a la vez al límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasas de ahí al cuento?
En ese mismo internado, en Zipaquirá, se tenía la costumbre de leer un libro en voz alta antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui apoderando de la función de sugerir qué libros deberían leerse, con lo cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no alcanzaba a leer por mi cuenta, en clase. Allí se leyó, íntegra, La montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura hasta que acabáramos el capítulo y había luego unas discusiones eternas para saber si Hans Castorp se acostaba con Claudia Chauchat o no. Y, claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo lo había leído antes) y El jorobado de Nuestra Señora, Nostradamus, Cruz diablo: un montón de cosas.
Pero yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido y hablando de versos y versos y versos mientras el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
_DMS5091 Foto: Archivo Cromos
Los costeños: la gente mas triste del mundo
Parece un poco triste, ¿no?
Sí, pero no te olvides que los costeños somos la gente más triste del mundo. Había, además, unos bailes de costeños del carajo en aquella época, y yo recuerdo que en medio de la rumba abandonábamos a la novia y nos sentábamos en un rincón a soltarle a un tipo cualquiera el rollo infinito de la literatura, para acabar, taca-taca-taca-taca, recitando poesía. Eso no se cura nunca, es un vicio.


Como ahora, ¿no?
Ahí seguimos. Además, tú sabes: se luce uno mucho en las visitas. Pero en serio: lo que yo quería entonces hacer en poesía es lo que he hecho en novela. Encontrar una solución poética.
¿Y cómo seguiste manteniendo el vicio?
Yo nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos que me los prestaban. Uno de ellos, Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, hoy asesor económico de grandes empresas, y que no tenía nada que ver con el mundo intelectual, poseía una de las culturas literarias más grandes que yo conozco. El me prestó La metamorfosis, de Kafka. Yo llegué a la pensión de estudiante en que entonces vivía, me quité el saco, los zapatos, me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: "Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto". Cerré el libro y dije: Ahhh carajo, yo no sabía que eso se podía. Si la vaina es así, yo también puedo. Al día siguiente escribí mi primer cuento. Esas cosas que están en Ojos de perro azul y que son kafkianas.
No hacer quedar mal a Zalamea
¿Los que aparecieron en el suplemento Fin de semana de El Espectador?
Sí, porque fíjate cómo son las cosas: en esos mismos días Eduardo Zalamea Borda, quien dirigía ese suplemento, quien hablaba allí de Faulkner, de Hemingway, de Caldwell, quien era la persona mejor formada del mundo –el libro que por la mañana aparecía reseñado en Time, por la tarde ya estaba sobre su escritorio– y quien años más tarde cuando volví a Bogotá y entré a trabajar en El Espectador, sería mi jefe y uno de mis mejores amigos, en verdad un excelente compañero de tragos, había escrito la eterna nota de respuesta a la eterna nota de protesta a nuestro joven de entonces que mandaba la eterna queja de siempre: que a los jóvenes no los publicaban. Entonces Eduardo dijo que la joven generación literaria no parecía muy convincente pero que de todos modos las puertas estaban abiertas. Yo, por solidaridad generacional. mandé mi cuento y al domingo siguiente apareció nada menos que con una nota de Eduardo rectificando su anterior juicio pesimista y diciendo que sí había promesas valiosas, como este García Márquez. Cuando leí esto, me dije: Ahora sí me jodí. No me queda más remedio que volverme un buen escritor, para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea.
_DMS5093 Foto: Archivo Cromos
Griegos y latines
Luego del 9 de abril del 48, en que se te quemaron los pocos libros que tenías y, según dicen, algún manuscrito, ¿qué pasó?
Me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y nos íbamos otra vez, a hablar mierda y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano. Este último un ser adorable y hoy gran abogado de aduanas, llegó un día y me dijo: "Todas esas cosas que lees están muy bien, pero no tienen piso. Te hace falta una base", y durante dos años me dio una mano de griegos y de latines por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me hacía examen. Y como él era un filósofo católico, me hizo leer a Kierkegaard y el teatro de Paul Claudel… Es que a mí siempre me tocó ir de monstruo en monstruo.
Y los amigos de Barranquilla, los que aparecen al final de Cien años de soledad: Álvaro (Cepeda Samudio), Germán (Vargas) y Alfonso (Fuenmayor), ¿cuándo los conociste?
Estando en Cartagena supe, a través de los periódicos, que en Barranquilla la cosa estaba más movida literariamente, más sabrosona. Y ahora, cuando te digo esto y cuento por primera vez todas estas cosas, soy consciente que lo que yo andaba era detrás del desorden literario. Ellos ya habían escrito sobre mis cuentos; esa cosa mafiosa de meterlo a uno en un grupo: costeños versus cachacos. Y allá me fui y empezaron las grandes borracheras y, dele, a hablar de literatura. Alguno de ellos donde las putas hacía una cita de un libro que yo no conocía y al día siguiente me lo prestaba, y yo lo leía, todavía borracho, y por la tarde ya podía hablar de él: era el cuento de nunca acabar. Con Gustavo había estudiado tres tipos claves: Hawthorne, Melville y Poe, pero Álvaro Cepeda, que se conocía muy bien sus clásicos, me dijo: "Todo eso es una mierda. Lo que tienes es que leer a los ingleses y a los norteamericanos". Jorge Rondón, de la librería Mundo en Barranquilla, nos pedía que le ayudáramos a marcar los catálogos y, claro, pedíamos lo que a nosotros nos interesaba. Así, cada vez que llegaba una caja, hacíamos fiesta. Eran los libros de Sudamericana, de Lozada, de SUR, aquellas cosas magníficas que traducía el grupo de Borges. Y estaban también esos libros que traducía Lino Novas Calvo –Contrapunto, Faulkner–, que era jefe de redacción de Bohemia, en La Habana, y que aparecían editados en la Argentina. Pero estando en Cartagena me dio pulmonía y los médicos me aconsejaron que me fuera para la casa de mis padres, en Sucre. Tenía que quedarme tres meses y entonces yo le mandé un papelito a la gente de Barranquilla pidiéndoles algo que leer. Llegaron tres cajas. Allí estaba todo. Faulkner, Virginia Woolf, Sherwood Anderson, Dos Passos, Teodoro Dreisser. A los tres meses, cuando les devolví los libros, tenía el problema de la novela resuelto.
Historia de La hojarasca
Pero no habías escrito ninguna todavía.
Ahhh, esa es otra historia: la historia de cuando mi madre volvió a Aracataca desde Barranquilla a vender la vieja casa de los abuelos, ya en ruinas, y yo la acompañé. Yo había salido de Aracataca a la edad de 8 años y no había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una señora estaba cosiendo a máquina; mi madre le dijo: "Comadre", ella hizo un gesto así, se levantó, la abrazó, le dijo: "Comadre" y estuvieron llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar en el tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia de mi abuelo, de la familia de donde habían venido, y sentí que todo eso era un material literario que yo tenía allí dentro y que no sabía muy bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método completamente woolfiano: su técnica es la de la Señora Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.
Y a Hemingway, ¿cuándo lo leíste?
Cuando salí del periódico El Heraldo, de Barranquilla, me fui por La Guajira un tiempo, con maletín, a vender libros de medicina y la enciclopedia UTEHA. Así andaba por los pueblos, Aracataca, Fundación, El Copey, Valledupar, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Fonseca, Barranca, Riohacha, La Guajira adentro, no vendiendo nada y leyendo de noche la enciclopedia. Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de Barranquilla. Allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de dinamita. Porque lo que pasa, Cobo, es que los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro. Yo siempre he pensado que Hemingway, al cual le debo varias de las recetas técnicas para escribir, no tenía suficiente aliento para la novela. Su aliento le alcanzaba apenas para el cuento. El viejo y el mar está alargado y se le nota el relleno: todas esas reflexiones sobre Di Maggio y la pelota. Pero lo curioso es que lo más bello de Hemingway es esa novela frustrada, Al otro lado del río y entre los árboles, donde tú, que ya lo sabes leer, saltas por encima de esos diálogos artificiales, donde dice cosas extraordinarias y captas lo que el viejo te quiere contar. Pero esta también es un cuento alargado.
El mejor cuento de Hemingway es La corta y feliz vida de Francis Macomber, y es quizás uno de los mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que tiene un error imperdonable en un principiante: Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el león, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente. La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso.
_DMS5099 Foto: Archivo Cromos Su casa de México, donde no puede disfrutar el olor a guayaba o la llovizna bogotana.
Estrellas de la muerte, en húngaro
¿Fue en Bogotá, o en Barranquilla, donde conociste a Hernando Téllez?
Lo conocí en Barranquilla, y lo leía, siempre, todos los domingos, en su columna. Pero donde más lo disfruté, porque era un ser entrañable, fue luego en Bogotá. Aquí nos pasábamos domingos enteros recitando versitos pendejos, hasta cuando la mujer de Téllez se encabronaba y se iba diciendo: ya no soporto más versitos pendejos. Versos como aquel de los fieros caballos.
¿Cuál?
"Había una vez un rey muy ducho
Que maltrataba a sus vasallos,
Los hacía montar fieros caballos
Y los caballos los tumbaban mucho".
Y después de Barranquilla, ¿qué pasó?
Que llegó Álvaro Mutis a vaciarme, y a decirme que me estaba oxidando en la provincia. Entonces me vine a trabajar a El Espectador en Bogotá, y a leer a Conrad, ambas vainas por culpa de Mutis. Yo creo que Conrad es el autor que leo con más placer: hay unas ganas de irse para esos libros, y de vivir en esas páginas, que no siento ningún otro autor. Así que ya están dados los elementos de mi formación literaria. Lo que importaba, de ahí en adelante, era mantener el motor caliente, y andando. Pero creo que nunca, como entonces, se leía con tanto fervor y se vivía, tan furiosamente, lo que era la verdad; es decir: la literatura.
Una última pregunta: ¿qué significa Halacsillag, el nombre que le das al buque fantasma, en uno de los cuentos de La cándida Eréndira?
Estrella de la muerte, en húngaro. Yo quería ponerle a ese barco el nombre en un idioma que no tuviese mar. Estaba en Barcelona, pensando en eso, cuando llegó mi traductor al húngaro, y se lo pregunté.
Nunca había visto a García Márquez tan sereno, tan cálido; tan centrado en su mundo; tan feliz de volver a vivir en Colombia; incluso, lo cual ya era el colmo, disfrutando la llovizna gris de Bogotá. Ahora, desgrabando los malditos casetes, pienso que el resumen de esta charla ya lo había hecho Faulkner, años antes, en su entrevista de Paris Review: "yo soy un poeta fallido", decía Faulkner. "Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir novelas". Lo grave de García Márquez es que fundió los tres, y acertó.

Las mejores frases y reflexiones de Gabriel García Márquez

Gabo que estás en los cielos
Gabriel Garcia Márquez reflexionó sobre lo humano y divino./cromos.com.co

 Sobre Colombia:

· Colombia es un país que tiene un pie en el Caribe y otro en los Andes, la mayoría de los que la gobiernan están en los Andes pero hay que ser consciente de que somos caribes y no nos podemos ver como un remoto país europeo.
· La nostalgia que siento de volver a Colombia es algo que me ha pesado durante demasiados años.
· Si yo supiera cuál es la lucha que necesita un país como el nuestro pondría una tienda para vender soluciones.
· En Colombia hay suficiente plata para todo el mundo tenga calidad de vida, e incluso los ricos sigan siendo ricos.
· Cien años de soledad no es más que un vallenato de 350 páginas.
· En Colombia, a medida que se radicalizó mi posición, la gran prensa me ha ido mandando a las páginas interiores y a los titulares cada vez más pequeños.
· El principal problema de Colombia es no encontrar la forma de superar el desequilibrio económico.

Sobre la literatura:

· Escribo para que mis amigos me quieran más.
· No hablo de lo que estoy escribiendo porque se me sala.
· Los escritores aprenden la técnica, pero el secreto de dejar un suspenso al final de cada línea para que lo sigan leyendo, con eso se nace.
· El oficio del escritor es el más solitario del mundo, absolutamente nadie lo puede ayudar a uno.
· Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros
· Jubilemos la ortografía, error del ser humano desde la cuna, enterremos las haches rupestres y enterremos un tratado de límites ente la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos que al fin y al cabo nadie ha de leer la grima en donde dice lágrima ni confundirá revólver con revolver.
· El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.

Sobre la política:


· El neoliberalismo tiene una crudeza que se parece mucho al salvajismo
· La legalización de la droga debe ser universal porque es la única manera de quebrar el mercado.
· El terrorismo es un recurso desesperado que se puede tolerar ni justificar porque es un disparate en términos revolucionarios y no conduce a nada.
· Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y con un revólver.
· Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
· Una izquierda que amarga al pueblo, es una mala izquierda.
· La única forma de aprovechar mi fama es politizarla, usarla en campañas de solidaridad o de derechos humanos. Era la única manera de hacer algo útil con ella.
· En Colombia no existe una izquierda organizada, ni capaz de convencer a nadie, se le va la vida dividiéndose.

Sobre la vida:


· Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez.
· El mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada
· El primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre.
· El éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? Bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible.
· El cuerpo humano no está hecho para los años que uno podría vivir
· No hay cosa que me indigne tanto como la impuntualidad, nunca en mi vida he llegado tarde a ninguna cita.
· Un hombre solo ha de mirar a otro hombre hacia abajo si es para ayudarlo a levantarse.
· No tenemos otro mundo al que podernos mudar.
· La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.

Sobre el amor:


· Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.
· El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.
· El sexo es el consuelo que le queda a uno cuando ya no le alcanza el amor
· Recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidar es difícil para el que tiene corazón.
· El amor es eterno mientras dura.
· Hay que ser infiel, pero nunca desleal.
· El amor es tan importante como la comida pero no alimenta.
· Ningún lugar en la vida es más triste que una cama vacía.
· La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado.
· Lo más importante de un matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad.

lunes, 27 de octubre de 2014

Cronología de la obra de Gabriel García Marquez

Gabo que estás en los cielos

 El genial escritor colombiano escribió 42 libros entre 1955 y 2010

Gabriel García Márquez produjo 42 libros entre fición y su obra de notas periodísticas./revista Ñ

domingo, 26 de octubre de 2014

Momentos tras Gabo

Gabo que estás en los cielos

Gabriel García Marquez, el hijo del telegrafista.

Desde que supe leer,  Gabriel García Márquez siempre apareció en los renglones literarios de lo que leía entonces en mi formación de lector. Debo ir atrás cuando trabajé de mandadero siendo niño en una casa de huéspedes de provincia de doña Rosalba Castro de Herrera, que fungía como regenta de esa residencia de estudiantes y gentes de provincia que llegaban a residir allí en Bogotá. Había un pasajero gringo que cargaba de un lado a otro la novela Cien años de soledad. Y recordé que de esa novela ya la había visto publicada un capítulo en sus páginas centrales del Magazín Dominical cuando en Ipiales vendía los periódicos nacionales como voceador.
Muchos años después, frente a la fachada de la  iglesia de la Compañia de Jesús, había de recordar toda la obra de Gabriel García Márquez, que cronológicamente ya había leído, pues, por esas fechas se había establecido en Colombia, y dirigía la revista Alternativa. Él empezaba su  época de periodismo militante  y  publicó El otoño del patriarca. Y  yo esperaba al lado de una librería de viejo en Quito la cita que alguien me había puesto  allí que decidió dejarme plantado, y para pasar el tiempo muerto de la espera entré y pregunté si tenía Cien años de soledad. Lo compré en sesenta sucres.
Leí  la novela de un tirón durante quince días intensos en una lectura sin parar en las breves vacaciones de mitad de año. Transcurría 1975. Desde entonces lo he leído treinta y un veces. Puedo describir puntualmente episodios completos de esta novela que me transformó, pues, no habido en esta vida libro con un verbo tan embrujador y fascinante.
Y llamé una mañana a la revista Alternativa para preguntar por el maestro Gabriel García Márquez. Saludé diciendo buenos días, por favor el maestro Gabriel está. No. No ha llegado. Me respondió una voz de hombre muy tranquila. A qué horas llega. Es que quiero preguntarle cómo se escribe un cuento. Miré,  llámelo por la tarde, qué él está y le pregunta personalmente. Gracias y colgué. Después nunca volví a llamarlo.
Pero yo si seguí leyéndolo hasta agotar su obra.  Y puedo decir que sus novelas me deslumbraron con notables excepciones. Por ejemplo, considero La mala hora, una novela menor como  Noticia de un secuestro. En este texto hay mucho afán de hacer reporteria. En definitiva es un reportaje a las volandas. Y considero que hasta la novela negra Crónica de una muerte anunciada es una obra magistral porque rompe con la estructura del esquema policiaco previsible. La novela se convierte en la investigación social de un asesinato que nadie hace nada por detenerlo. Su obra posterior ya tiene la impronta y la fórmula garciamarquiana pero igual lo leí por ese verbo de embrujo que posée toda su obra.
Vivía en Caracas, en 1984 cuando me enteré que Gabriel García Márquez era invitado  del gobierno colombiano por su amigo político y poeta presidente Belisario Betancur, al homenaje que el gobierno venezolano le hacía al Libertador Simón Bolívar, donde Venezuela botó literalmente la casa por la ventana del derroche y fasto para la celebración al Padre de la Patria de cinco naciones.
Hice un detectivismo particular con Gabo, ya me había encariñado y guardaba el ejemplar de Cien años de soledad leído y releído tantas veces para que me lo autografiara. Llegué a la recepción del lujoso hotel Hilton donde se hospedaba toda la comitiva colombiana que asistía al homenaje bolivariano. Pregunté con total desenfado por si habían visto a Gabriel García Márquez, y una linda recepcionista caraqueña me respondió que ya había salido.
En los días siguientes leí una crónica publicada en El Nacional de Caracas, cómo Gabriel García Márquez estuvo en Bello Monte en una arepera comiendo arepas rellenas y hablando de todo un poco con un periodista amigo de nombre Manuel Pulido. Y ya no estaba en Caracas, se había ido junto con la comitiva presidencial colombiana.
Quedé mordido de la frustración y espere tranquilo varios años. Estando otra vez en Bogotá. Además, que yo estrenaba paternidad, le comenté a la madre de mi hija Irene Marcela, que Gabriel García Márquez asistiría al homenaje que la Casa de Poesía Silva, que dirigía la poeta María Mercedes Carranza le hacía al expresidente poeta Belisario Betancur en su  cumpleaños. Transcurría el año de 1993.
Salimos con la mamá que cargaba aún de brazos a Irene Marcela en el mismo taxi desde donde yo pude distinguir el viejo Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo mientras avanzaba en la Carrera Tercera que asistió también a la velada de poesía.
La mamá de mi hija Irene Marcela siguió hacia la casa de una amiga que entonces residía en el viejo e histórico barrio colonial de La Candelaria. Yo me bajé en las inmediaciones de La Casa de Poesía Silva, donde habían sacado unos altavoces y en los alrededores de la calle estaba atestado de curiosos y lagartos a montón entre los cuales me integraba yo. Eran les seis de la tarde. El tiempo pasaba. Releía páginas de Cien años de soledad para entretenerme por la espera. La madre de mi hija Irene Marcela llegó  a las horas con la niña que dormía. Y vimos llegar el Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo. Lo cual no me equivocaba que asistía también al homenaje del poeta y colega expresidente Belisario Betancur. El frio hacía estragos por la espera en la calle llena de curiosos y nada. Pero hacia las diez de la noche dos motorizados asomaron sus luces de escolta y apareció detrás un Mercedes blindado color café de donde bajó Gabriel García Márquez junto con Mercedes, su esposas que fueron recibidos por María Marcedes Carranza. La madre de mi hija Irene Marcela se puso a un lado de la puerta de entrada, y Gabriel García Márquez al verla dijo es una niña. Mientras tanto yo me acerqué a doña María Mercedes Carranza con el libro Cien años de soledad en la mano y le pedí el favor de ser posible decirle al maestro García Márquez de un autógrafo. La poeta captó rápidamente que nosotros dos éramos los padres de la criatura y  escoltados por dos guardias corpulentos a los que les hizo señas de dejarnos seguir entramos al patio de la casa. Irene Marcela, la bebé se despertó, y había una joven bastante gomela que al ver a la bebé despertarse,  empezó a  decir una y otra vez, es que es perfecta, es perfecta. María Mercedes Carranza buscó a Gabriel García Márquez. Yo miré que los asistentes era la crema y nata de la mentada oligarquía colombiana, poetas de la alcurnia, renombrados políticos y gente del montón como mi mujer y yo pero Irene Marcela, la bebé, causaba cierta curiosidad entre tantos adultos. Entonces Gabriel García Márquez llevado por María Mercedes  Carranza me pidió el libro, al abrirlo vio que le había pegado una estampilla que le sacó Adpostal en Homenaje al Premio Nobel de 1982.  Yo nunca pude tener una de estas estampillas, dijo  al ver pegada la estampilla. Yo pensé en mis adentros que yo no iba a despegar la estampilla para dañar el libro para darle gusto al Nobel. Preguntó que cómo se llamaba la niña, Irene Marcela, le dijo la mamá. Entonces escribió “Para Irene(la paz) Marcela de su padres felices” Gabo. Le recibí el libro y pude verlo que estaba algo ebrio. Mercedes, su esposa, se acercó y se lo llevó hacia otro grupo. María Mercedes Carranza, nos dio a entender que ya habíamos obtenido el autógrafo, así que abandonáramos. Salimos contentos con el autógrafo. La madre de la niña, decía una y otra una vez cómo supo él que era una niña. Cómo lo supo.
Por esa misma época la embajada de México montó un local de librería, restaurante y almacén de artesanías en la denominada Zona Rosa que se llamó Casa de México, en Bogotá.. De tanto en tanto iba allí a curiosear. Por esos días sabía que Carlos Fuentes, amigote y compadre de Gabriel García Márquez acababa de publicar uno de sus tantos libros y andaba de gira internacional promocionándolo. Un par de periodistas del diario El Espectador le hacían una entrevista. Prevenido busqué entre los libros de mi personal biblioteca y busqué Aura, una novela breve magistral de Fuentes para el consabido autógrafo. En una mesa el novelista mexicano daba su opiniones de esto y lo otro, que yo recuerdo que decía una y otra vez que el tiempo es cabrón. Cuando los periodistas terminaron la entrevista, le pedí que me regalara el autógrafo, se sorprendió de hallar una edición tan vieja de editorial Era, y de cariño me regaló dos libros de sus discursos. Yo me quedé contento y seguí allí en la librería viendo libros de sicología infantil. De pronto sentí al lado  una sombra, al regresar a ver, observé que era el maestro Gabriel García Márquez, y al descubrirlo le dije, Usté por aquí Maestro. El dijo, No ve que estamos en Macondo. Yo le iba a decir que si, por supuesto que estamos en Macondo. Y un chaperón  sapo con la cabeza totalmente rapada se acercó y se lo llevo del  brazo hacia el interior de la casa. Esos fueron mis momentos tras Gabo.
El libro de Cien años de soledad, alguien se lo alzó entre tanta trashumancia de desarraigo urbano metido en esta ciudad de los espejismos: Bogotá, el páramo alucinante.
17/4/2014

Gabo que estás en los cielos


Gabo que estás en los cielos





Gabriel García Márquez
1927-2014
Macondo está de luto. La tierra está en duelo porque un demiurgo ha muerto. Pero tenemos el consuelo que su obra perdurará, y cuando todos seamos polvo de olvido, su nombre y sus novelas seguirán vigentes porque Él escribió para el tiempo y la memoria, y no para el olvido.
Nosotros tenemos el orgullo que sin las coyunturas de su desaparición, le hicimos en vida el Homenaje 85 años de Gloria; 45 años de la publicación de Cien años de soledad ; y 30 años de la entrega del Premio Nobel de Literatura 1982 durante el segundo semestre de 2012.
Como he repetido siempre, el mejor homenaje a un escritor, y por supuesto, Gabriel José de la Concordia García Márquez era un escritor para la memoria y el tiempo, es leerlo, reeleerlo...
Gabo que estás en los cielos hasta siempre...
Marcelo Del Castillo 

17/4/2014