lunes, 11 de mayo de 2015

"No hay nada romántico en robar un libro"

El permanente e intenso robo de libros en las librerías

Fuente: semana.com

En $ 120 millones iban a vender el libro de Gabo robado en la feria

Ejemplar hallado por la Policía es de la primera edición de Cien años de soledad. Dueño lo donará a la Biblioteca Nacional de Colombia

El general Rodolfo Palomino presentó el ejemplar del libro de Cien años de soledad que se habían robado de la Feria del Libro.
Álvaro Castillo Granada, coleccionista de las primeras ediciones de las obras de Gabo y a quien pertenece el texto, anunció que el ejemplar será donado a la Biblioteca Nacional. /Óscar Pérez-El Espectador


La dedicatoría de la mano de su Autor: Gabriel García Márquez.

Ejemplar mítico  de Cien años soledad.

El ejemplar de la primera edición de  Cien años de soledad  que había sido robado el pasado sábado en la Feria del Libro de Bogotá fue encontrado este viernes a las 4:00 de la tarde en el barrio La Perseverancia de Bogotá, según informó el general Rodolfo Palomino, director general de la Policía.
El libro fue encontrado en la zona de ese sector donde se comercializan libros y antigüedades. Según el oficial, cuando los delincuentes se sintieron presionados por los investigadores de la Sijín Bogotá dejaron abandonado el ejemplar en una tienda.
Palomino aseguró que el histórico volumen, que había prestado el coleccionista y librero Álvaro Castillo, iba a ser vendido por una suma superior a los 120 millones de pesos. Y agregó que la investigación no estará cerrada hasta que las autoridades encuentren a los responsables de este delito.
En tanto, el general Humberto Guatibonza, director de la Policía Metropolitana de Bogotá, indicó que el ejemplar estaba en una caja de cartón. De hecho, los investigadores creen que el libro siempre fue mantenido en esa caja.
El alto oficial narró que un grupo especial de investigadores había detectado que el libro había sido ofrecido a “coleccionistas privados” en el exterior, que habían manifestado interés en comprarlo. Las labores de inteligencia arrojaban que las primeras ofertas se habían dado en La Perseverancia; por eso la operación para recuperar el ejemplar se enfocó en ese sector.
Agentes encubiertos recorrieron las calles y se infiltraron en la zona para establecer la ubicación del ejemplar. “El temor era que destruyeran el libro, que lo quemaran o rompieran; o que la página donde está la dedicatoria de puño y letra del nobel Gabriel García Márquez fuera arrancada”, dijo el general Guatibonza.
Eso fue lo primero que revisaron una vez encontraron el ejemplar, que, de acuerdo con las autoridades, no fue afectado.
Ahora, la Policía trabaja en identificar a los autores del robo. Al parecer se trataría de una banda dedicada al hurto de reliquias, las cuales son comercializadas en otros países.
Álvaro Castillo, propietario del ejemplar, dijo a EL TIEMPO que se encontraba en San Librario, su librería en el norte de Bogotá, cuando recibió una llamada de un amigo que había escuchado en la radio la noticia de la aparición del libro. Minutos después, la Policía le confirmó el anuncio.
“Lo único que quiero decir es que esta es una victoria de todos los colombianos. Apareció un libro que, de una u otra forma, se convirtió en una causa común que nos unió a todos. Por eso decidí que el libro lo voy a donar a la Biblioteca Nacional de Colombia, porque ya no me pertenece a mí sino a todos los colombianos”, comentó Castillo, que no se cansaba de repetir su agradecimiento con todos sus compatriotas.
El librero aseguró que a medida que transcurrían los días ya había perdido las esperanzas de que el libro apareciera.
“Lo más interesante es cómo la tristeza por la pérdida de un objeto se fue transformando en otra cosa, y cómo la desgracia de una persona, que es mínima ante todas las desgracias que ocurren a diario en este país, pudo conciliar y concitar el apoyo y la solidaridad de todos los colombianos”, comentó Castillo.
El libro había sido publicado por la Editorial Sudamericana, en 1967, y lleva una dedicatoria del fallecido Nobel colombiano Gabriel García Márquez, dirigida a su propietario: “Para Álvaro Castillo, el librovejero, como ayer y como siempre. Su amigo, Gabriel”, le escribió el autor cataquero.
El libro había sido sustraído de una vitrina del pabellón de Macondo, en Corferias, donde se exhibieron, entre otras, primeras ediciones de varias de las obras más reconocidas del autor de El coronel no tiene quien le escriba.
La vitrina de donde sacaron el libro estaba bajo llave y entre los miles de asistentes a la feria fue imposible identificar al responsable del hurto.
Así mismo, se salvó de ser robado un ejemplar de La mala hora, de la misma muestra y también de las primeras ediciones. Los ladrones alcanzaron a quitar la chapa de la vitrina, pero la presencia de la Policía en el lugar, reconstruyendo el robo del sábado, impidió, según algunos testigos, el segundo hurto.

El ladrón de libros 

Lo peor que pudo haber pasado con el ejemplar firmado de  Cien años de soledad  es que el ladrón haya pensado en el valor y ahora ande encartado con el posible comprador
El robo de un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad de una vitrina de la FilBo, donde se exhibían otras ediciones y traducciones de la novela a decenas de idiomas, cierra con broche garciamarquiano las celebraciones dedicadas a Macondo.

El ejemplar de coleccionista, dedicado por el autor al librero Álvaro Castillo, no tiene en apariencia valor comercial.

Una de las razones, de poco peso, para descartar ese valor es que se trata de un libro dedicado. Pero resulta que no, que ese sería un valor añadido a la pieza en un mercado sofisticado de coleccionistas.

No estamos, de todas maneras, ante un incunable, sino ante una copia de los ocho mil ejemplares de la primera edición, hecha en Buenos Aires.

Si se tratara de un mandado hecho por un caprichoso coleccionista a un ladronzuelo de feria, el caso tendría altos vuelos literarios. Desde el siglo XIX, la leyenda del ladrón de libros adorna la misteriosa naturaleza de este delito.

Alguien, más por pasión hacia los libros que por interés comercial, se habría metido entre ceja y ceja la idea de tener ese ejemplar. Esto le daría visos de bellas artes al robo y lo incluiría en el inventario iniciado en 1836 en Barcelona y recogido en la Francia romántica por Charles Nodier. Gustave Flaubert escribió un cuento sobre el librero asesino de Barcelona, ficción aceptada en Francia como noticia real. En 1927, el catalán Ramón Miquel i Planas volvió a escribir sobre el librero de su ciudad, sobre la leyenda del librero asesino, algo más sublime que un simple ladrón de libros.

Nuria Amat le consagró hace 20 años un bello libro, editado por Muchnik. Así que el robo de la FilBo retoma en parte la cola lánguida de la leyenda, si es que no se trata de un mediocre robo de circunstancias.

Un ladrón de libros, a los ojos de esta leyenda, no es un ladrón cualquiera. Es alguien poseído por una pasión incontrolable hacia los libros, capaz incluso de matar para hacerse con la pieza codiciada. Si se tratara de un caso colombiano de ladrón de libros por amor y pasión, estaríamos ante una deliciosa paradoja: en los momentos en que la pasión por los libros ha decaído, alguien la hace florecer en una modesta república suramericana.

Un coleccionista quiere tener el libro de otro coleccionista, dedicado por el autor. Este detalle justificaría estéticamente el robo. No es lo mismo robar un banco que robar un libro. Los vulgares asaltantes buscan un beneficio económico; el ladrón de libros, la satisfacción de un raro placer íntimo, de malévola naturaleza espiritual, una obsesión que se le ha convertido en patología.

Lo peor que pudo haber pasado con el ejemplar firmado de Cien años de soledad es que el ladrón haya pensado en el valor y ahora ande encartado con el posible comprador. Le quitaría el carácter de leyenda literaria a la cuestión. Sería otro vulgar asunto de policía. Ruego al espíritu de Gutenberg que no sea así. Que el libro del librero Álvaro Castillo esté ahora en manos amorosas y exquisitas. Y siga su periplo, robado por otro coleccionista más obsesivo, y así, en ciclos repetidos, llegue a ser la leyenda de la novela que contiene.

El mundo del libro se ha vuelto inflacionario, pero sigue siendo una mina de piedras preciosas con montones de tierra y desperdicios encima. Se siguen escribiendo y publicando grandes obras, al lado del supermercado de baratijas. Sé que el robo de un ejemplar de la primera edición de Cien años de Soledad es un asunto de policía. Para mí, simbólicamente, es un tema perdido de la literatura.
Óscar Collazos
Fuentes:eltiempo.com, elespectador.com

Aprendí de Gabo

Las lecciones que el Nobel colombiano nunca impartió

Gabriel García Márquez, en Barcelona hacia 1972. / Rodrigo García./elpais.com

Aprendí de Gabo, antes de leer Beginnings, de Edward Said, que cómo comenzar un texto es cuestión primordial, y que en toda buena novela la primera frase contiene la novela entera como en una burbuja que luego, al final, el lector hace estallar. Mi oficio consistía entonces en parapetarme cada mañana ante un muro de manuscritos pulidos y blancos como huevos prehistóricos, y abrirlos para después catarlos, de modo que leía miles de primeras frases, aunque la mayoría no eran precisamente burbujas conteniendo buenas novelas, sino meras y disuasorias pompas de jabón. Corrían todavía los tiempos del télex cuando algunos sábados soleados, pero sin el perfume del tamarindo, el hijo del telegrafista hacía tiempo en la agencia, esperando a su única donna angelicata, Mercedes Barcha, La Gaba, y, al pasar por mi despacho en mangas de camisa blanca y reluciente y ver a un mindundiveinteañero detrás de una tapia de papel, se entretenía en preguntarme si había encontrado ya algún nuevo Faulkner, abría algunos manuscritos a su antojo y apostábamos a que, leyendo solo la primera frase, sabríamos si era genio o era bodrio. Mi despachito era una metáfora viva del filtro literario, y yo veía claro que el autor novel que fue estaba siempre muy presente en el autor Nobel que era, y que jamás olvidó “la desgracia de ser escritor joven”. Alguna vez, y les juro que no lo soñé, me hizo algunas fotocopias antes de marcharse a almorzar, dejándome incapacitado por el asombro para seguir abriendo y catando huevos prehistóricos. Mi idea de lo que era un genio era muy distinta, y aprendí de Gabo que la naturalidad desprendida no disminuye ni un ápice la calidad literaria (o, del revés, que la lectura o la tenacidad sí, pero la soberbia o la indulgencia no mejoran la prosa).
Para él, cómo comenzar un texto era primordial. En toda buena novela la primera frase debía contenerla entera
Aprendí de Gabo que entre los atributos del genio se encuentran la exactitud y la meticulosidad (“hasta el mínimo error de mecanografía me duele en el alma como un error de creación”, escribió en El amargo encanto de la máquina de escribir), y que, aunque se dirían textos telepáticamente revelados por su abuela Tranquilina en una noche de tormenta, son el fruto de un concienzudo trabajo de corrección. Detectaba una embarazosa cacofonía o un vocablo fallido, y tachó en El otoño del patriarca “faroles pálidos” y escribió “faroles mustios” porque “mustio” convierte al farol en vegetal y acrece una concepción irreal, vaya uno a saber, pero sus pruebas de imprenta se llenaban de correcciones raramente banales. Recuerdo el fax en el que me preguntaba, en pleno proceso de escritura de Del amor y otros demonios, si podía yo asegurarle que se tañía aún la vihuela en el Caribe del XVII, y me recuerdo consultándole al maestro Alberto Blecua ese preciso dato historiográfico para una novela en la que, sin embargo, “el cielo era alto y sin nubes” cuando un relámpago fulminó a Doña Olalla: en el realismo mágico caben levitaciones, apariciones y nubes de mariposas amarillas, pero en la verdad de la ficción, por prodigiosa que ésta sea, no cabe la mentira por error. Aprendí de Gabo que el realismo mágico no es una patente de corso para el desvarío, sino un estilo, y todo estilo trae consigo sus reglas, a pesar de que suene extraño hablar de la lógica de la fantasía. Gabo sometía cada párrafo a un protocolo de control de su coherencia en relación con el conjunto del texto, mimando la construcción del sentido, como hizo en la última página de las compaginadas de Del amor y otros demonios sopesando si la frase esencial que reza “la encontró muerta en la cama con los ojos radiantes” debía mantenerse así, dejando al lector ante la incógnita de cuál fue el motivo de la muerte de la protagonista, o debía añadirse “de amor” despejando toda duda. Parecía un detalle en un fresco… y sin embargo era cardinal.
Aprendí de Gabo que los prólogos son paratextos prescindibles, pues con frecuencia atan al lector a nocivos prejuicios y, comentando con él su artículo en EL PAÍS La poesía al alcance de los niños, que tantas veces he dado a leer a mis estudiantes tirándome piedras contra mi propio tejado, aprendí también, antes de leer Los límites de la interpretación, del maestro Eco, que la interpretación es terapéutica pero la sobreinterpretación es tóxica. El afectuoso periodista cosmopolita que en sus ratos libres escribía obras maestras creía tanto en la lectura ad litteram como en la lectura ad náuseam. Aprendí de Gabo que las lecturas que el escritor va acumulando en su vida se usan pero no se exhiben. El otoño del patriarca es un prodigio de técnica narrativa que demuestra, pero que no muestra, sus lecturas de autores que lo influyeron: todo estilo propio tiene deudas, pero no le corresponde al autor ventilarlas. Aprendí de Gabo, leyendo sus mecanoscritos en mi despachito de la agencia antes de leer a Roth o de editar a Nabokov, que la autoparodia constituye un indicio de higiene intelectual. Yo aprendí de Gabo que las etiquetas siempre resultan cicateras, y que Gabo ya era Gabo y que Gabo ya era bueno mucho antes de que le endosaran el sambenito del realismo mágico, y editores del mundo entero se obstinasen en poner palmeras y hamacas en las cubiertas de sus traducciones.
Aprendí de Gabo, antes de leer a Landow y otros gurús de la cultura digital, que los ordenadores afectaban al proceso creativo, a la sintaxis. Puede parecerlo ahora, entonces no era una obviedad. Una tarde estuvimos hablando un rato largo de su experiencia escribiendo con uno de esos antiguos Macintosh que entonces eran revolucionarios: “Fíjate que el cursor parpadea en la pantalla como un corazón latiendo. Me espera, y eso me inquieta y me obliga a escribir más rápido”. ¡Un Nobel presionado por un diminuto guion parpadeante! El procesador de textos le facilitaba la vida al escritor, pero al mismo tiempo el ordenador, que no era inerte como una Olivetti, creaba tensión y perturbaba la creación. Aprendí de Gabo que es bueno que los genios se sepan genios y crean en sí mismos hasta el paroxismo. Pero también aprendí de Gabo que la autoestima no debe confundirse con la arrogancia, y que antes de creer en tu propia obra a pies juntillas debes asegurarte de que es la mejor de cuantas te ves capaz de escribir. Disciplina y autocrítica feroz: “Que la papelera esté llena no es mala señal” no es mala enseñanza para alguien como yo, que empezaba su carrera de crítico y tenía que saber que cualquier texto tuyo puede ser mejor. Aprendí de Gabo que el compromiso político o social de un escritor jamás puede superar el sagrado compromiso con sus palabras. Creo que los escritores jóvenes tienen derecho a matar al padre, pero tienen también el deber después de arrepentirse: las tendencias van y vienen pero el talento permanece. Lecciones que Gabo nunca impartió (él nunca vino a impartir un discurso), pero que yo aprendí y que ahora recuerdo, y el mismo Gabo nos dijo una vez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.
Ahora cambio el agua de las rosas amarillas, bajo las persianas para que parezca de noche y preparo un par de whiskys con el hielo del padre del coronel pensando en Fermina y en Florentino, que me fueron presentados en galeradas, antes de que se marcharan de viaje a las librerías, al poco de llegar yo a mi despachito de mindundi. Esas cosas no se olvidan.