martes, 25 de noviembre de 2014

En busca del Gabo perdido

Gabo que estás en los cielos

En 1982, el Instituto Colombiano de Cultura publicó un libro documental titulado Aracataca Estocolomo, hoy objeto de culto y casi imposible de encontrar. A él pertenece esta crónica, que ha sido corregida y actualizada levemente por el propio autor
Gabriel García Márquez en el otoño de su jardín./Guillermo Angulo./elmalpensante.com
 
Gabriel García Márquez en su plácida vejez en la fotografía de su amigo, Guillermo Angulo./elmalpensante.com
1. De México a París
Por los años cincuenta residía yo en México y llevaba la vida trashumante del fotógrafo de prensa. Un día tomé una serie de fotos sobre uno de mis temas preferidos: las creencias religiosas populares. Se trataba de un ensayo fotográfico de una Semana Santa en vivo, en Ixtapalapa, entonces un pueblito cercano a la capital mexicana.
Mi amigo Rodrigo Arenas Betancourt –quien era, además de escultor, muy buen escritor y excelente fotógrafo– vio mis fotos y me dijo: “Se las voy a mandar a mi cuate, Gabriel García Márquez, reportero de El Espectador”. Salieron publicadas ocupando toda una página bajo un engañoso titular: “Fotógrafo colombiano hace cine neorrealista en México”, y yo le escribí al para mí desconocido periodista dándole las gracias. Él me respondió diciendo que a mi regreso a Colombia me esperaba en El Espectador, y así se inició una persecución, que terminó en una sólida amistad que duró hasta el pasado 24 de abril.
En 1956 regresé al país y una de las primeras cosas que hice fue preguntar por Gabito. (García Márquez ha explicado muchas veces que “Gabito” es como se les dice a los Gabrieles en la costa, y que el “Gabo” –del que se derivó el nombre de “Gaba” para Mercedes Barcha– lo inventaron los cachacos por pensar que el diminutivo era demasiado confianzudo. Y así se extendió el error. Pero los amigos de antes seguimos diciéndole Gabito.) Nancy y Luis Vicens, en medio de una ruidosa fiesta con Alejandro Obregón, Enrique Grau y Germán Vargas, me dijeron que a mi lejano y desconocido amigo lo había mandado El Espectador a Europa, y que luego se quedaría en Roma, estudiando cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia, que queda en Cinecittà. Precisamente al mismo centro al que yo pensaba ir a estudiar dirección de cine. De nuevo nos escribimos y él mismo me mandó estas precisas instrucciones para que averiguara por dónde andaba: 
Como tú llegas en verano –y probablemente yo no esté–, vas al número 2 de la Piazza Italia; subes al segundo piso, tocas el timbre y saldrá a abrirte una señora gorda, con una toalla en la cabeza, cantando ópera. Le preguntas por Fernando Birri, y Birri sabrá dónde encontrarme. 
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones llegué a la dirección indicada y, después de tocar el timbre, salió la señora gorda, de toalla en la cabeza, cantando La donna è mobile. Y yo solté una carcajada que le molestó. Le pregunté por Fernando Birri y ella me dijo con sequedad:
–Ese sí era un latinoamericano bien educado; desgraciadamente se regresó a su país.
Dejando pasar la no velada insinuación sobre mi mala educación, discretamente insistí:
 –¿Y Gabriel García Márquez?
Y me respondió en italiano:
Ma quello lì, chi lo conosce?
Fernando Birri es el hoy director argentino de cine, con más de 18 películas. Una, filmada en 1988, está basada en un cuento de García Márquez; allí Birri participa además como actor y, tal como lo presagiaba el título, aparece como “un señor muy viejo con unas alas enormes”. Años después, cuando él era director de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, lo vine a conocer y se rió mucho cuando le conté la anécdota italiana.
Luego de mi fracaso inicial con la señora que cantaba ópera, me consolé pensando: “Dentro de un mes se abre el Centro Sperimentale y allí me encontraré finalmente con Gabito”. Pero empezaron las clases y resultó que nadie conocía al estudiante sudamericano. Hasta que alguien, precisamente Néstor Almendros, quien al lado de Manuel Puig empezaba a estudiar cine conmigo, me dijo que la profesora de montaje (edición) se acordaba de él porque lo apreciaba mucho. Y fui a ver a la dottoressa Rosado, quien con una cierta entonación de película napolitana se lamentó:
–¡Ah!, García Márquez. El mejor alumno que yo haya tenido. Lástima que se fuera a París. Tenía gran talento y hubiera hecho carrera como montajista.
Lo que no pensó la dottoressa Rosado es que García Márquez era buen alumno de montaje porque lo había practicado, literariamente, en todo lo que escribía.
Y de nuevo volvimos a hacer, Gabito y yo, contacto epistolar. En su carta me invitaba a ir a un Festival de las Juventudes, en Moscú. Nos debíamos encontrar antes en Berlín. Para reunirme con él hice un largo viaje en tren, pero los guardias fronterizos me impidieron atravesar Alemania Oriental para llegar a la cita en el occidente de Berlín.
Regresé furioso a Roma y allí recibí un recado donde me decía que me esperaba en el Hôtel de Flandre, situado en el número 16 de la rue Cujas. (Había tanto latino viviendo en esa calle, incluido el poeta Nicolás Guillén, escampando dictadura batistiana en el hotel de enfrente, que los amigos empezaron a llamarlos la Tribu de los Cujas.) La invitación venía acompañada de una copia en papel amarillo –que aún conservo– de El coronel no tiene quien le escriba, enviada a las manos de una bella costarricense llamada “la Pupa” (“la Muñeca”), más tarde conocida como la cantante principal de un grupo de música popular famoso en los años sesenta, Los Machucambos, que interpretaba canciones divertidas como esta: 
El otorrinolaringólogo
conoce también al geólogo
y luego con el odontólogo
tomaron una decisión.
Llamaron a Pepe el radiólogo,
y a su compadre el entomólogo,
y, acompañados del cardiólogo,
se fueron a bailar el son. 
Cuando llegué a París, luego de terminar estudios en Roma, me fui derecho al hotel a buscar a mi inencontrable amigo. Y la administradora, madame Lacroix –que le había fiado durante seis meses el hospedaje a García Márquez mientras escribía esperando, como el coronel, un cheque de El Espectador que nunca llegaba–, me dijo que nuestro escritor se demoraba (acababa de recibir una tarjeta postal de su cliente, moroso pero querido), porque después del festival había decidido dar una vuelta por los países de la Cortina de Hierro, viaje que más tarde registró en una serie de reportajes publicados en Colombia por la revista Cromos.
Ante esta nueva decepción, le pedí a madame Lacroix que me alquilara la habitación más barata que tuviera.
–¿Cuánto se va a quedar?
–Dos o tres meses –le respondí.
Y entonces me llevó a un estrecho cuarto en la buhardilla del hotel, con las paredes inclinadas que correspondían al calco interior del techo, en cuyas salientes, invariablemente, me golpeaba la cabeza al levantarme de la cama.
Una tarde de invierno de repente tocaron a mi puerta y se apareció un joven con cara de costeño, sumergido en un grueso suéter azul, tipo Hemingway, envuelto en una bufanda de lana, y además herméticamente metido en un montgomery completamente abotonado. Y me dijo con abierta sonrisa caribe:
–Ajá, maestrico: ¿qué carajos anda haciendo usted en mi cuarto?
–¡Gabito! –le grité, antes de abrazarlo.
Al fin me había encontrado con mi amigo. 

2. De Bogotá a Nueva York
Gabriel García Márquez odia los títulos académicos y, en alguno de los múltiples reportajes que ha dado, dijo que no se había graduado en leyes para que no lo fueran a llamar “doctor”. Sin embargo yo asistí a su graduación de doctor honoris causa en literatura, invitado por él. Fue la primera gran premiación que tuvo: la prestigiosa Universidad de Columbia de Nueva York (donde había estudiado periodismo quien era tal vez su mejor amigo, Álvaro “el Nene” Cepeda) lo había escogido entre doce personas, para darle un kudos, palabra griega que significa algo así como gloria, reconocimiento, premio, y que en realidad era un doctorado en literatura. Para mí el premio fue que Gabriel me invitara a estar alojado en el Hotel Plaza (que había visto en tantas películas), en una habitación con vista al Central Park.
Íbamos volando rumbo a Nueva York y, justo al pasar sobre Cuba, el capitán del avión salió a saludar a García Márquez, que iba acompañado de Mercedes, y le preguntó en qué podía servirle. Gabo le contestó:
–Aterricemos en la isla, nos tomamos un cubalibre, y seguimos el viaje.
A lo que el capitán, con un gran sentido del humor, y sacando del bolsillo un estilógrafo, le dijo:
–Maestro, amenáceme con este estilógrafo. Nuestras instrucciones son de que a la menor amenaza obedezcamos las peticiones del secuestrador.
Y Gabito lo inrrumpió para preguntarle:
–Perdone. ¿Usted es de Duitama?
La sorpresa se reflejó inmediatamente en la cara del piloto.
–Sí –respondió–. ¿Cómo lo supo?
–Porque yo tenía un compañero de estudios en Zipaquirá y hablaba igualito a usted.
Estas observaciones sorpresivan son muy comunes en el escritor, ya que él dice: “Mi oficio es ver y anotar”.
Pero volvamos a Nueva York, precisamente al aeropuerto. Al llegar, en la escalera del avión nos esperaba un agente del Servicio Secreto. Al retirarse para ir a vivir a México, luego de haber sido representante de Prensa Latina, le fue suspendida su Green Card y le quitaron la visa. Gabo quedó sin poder ingresar a Estados Unidos, hasta que un día Henry Kissinger dijo: “No es posible que se le niegue la entrada a los Estados Unidos al autor de Cien años de soledad”.
La Universidad de Columbia sabía que en ese momento no tenía visa, y había conseguido un waver, es decir, un permiso para saltarse la ley, según el cual Gabriel García Márquez podría entrar por una sola vez, para la ceremonia a la que estaba invitado y permanecer en el país solo una semana, pero sin salir de la isla de Manhattan. El agente secreto nos explicó que los funcionarios de inmigración tenían un poder tal que si uno estaba en el terrible libro negro (estábamos en la era precomputador) podrían impedirle el ingreso al país, contra el parecer de cualquier autoridad. Así que nosotros entramos como espaldas mojadas (como corresponde a nuestra condición de casi mexicanos), por la puerta falsa, a pesar de que yo sí tenía visa. El agente secreto llevaba un ejemplar de In Evil Hour (La mala hora), acabado de comprar en el aeropuerto, a juzgar por su intacta envoltura de celofán, para que el autor que estaba entrando en forma clandestina a los Estados Unidos, y que él sospechaba famoso, se lo firmara.
Al día siguiente de instalarnos en el Plaza, Gabito se mostraba nerviosísimo; entonces fuimos a la farmacia del hotel (no se me olvida el nombre por el particular tocayo: Hitchcock Drugstore) y pedimos una caja de Valium. El farmaceuta tomó una, nos la mostró y sacó el frasco del empaque, que arrojó a la basura mientras nos decía:
–Esta es una medicina de venta prohibida en Estados Unidos sin fórmula médica. Pero ustedes la compraron en Panamá. Son quince dólares.
La ceremonia de los kudos, en la que uno de los invitados era el compositor norteamericano Aaron Copland, no tuvo ninguna gracia. Más parecía un acto público de un colegio departamental de Boyacá. Yo la filmé para el Nene Cepeda, y debe reposar en los archivos de Tita, su viuda. Al regresar al hotel, en el lobby nos encontramos con Copland, y Gabo le dijo en español:
–Me dio mucho gusto haber tenido de compañero en la ceremonia al maestro Copland.
Y él, sonriendo, le preguntó:
–¿Y usted cómo sabe que yo hablo español?
–Alguien que ha escrito esa estupenda pieza llamada El Salón México tiene que saber español.
Le dio la mano a Gabito, y se alejó sonriendo.
Antes de abandonar el hotel, Gabriel pasó a la recepción a pagar mi estadía, ya que yo era su invitado personal, no de Columbia. Y el empleado, elegantemente vestido y de finas maneras, le dijo:
–El señor García Márquez no figura en la contabilidad de este hotel, y menos entre sus deudores. 

3. De Barcelona a París, en otoño
Años después, cuando García Márquez vivía en Barcelona, nos fuimos en su automóvil hasta la frontera francesa, y luego en tren hasta París.
En el trayecto no hicimos otra cosa que hablar y hablar desordenadamente, de todo. Yo le puse el tema del cine, diciéndole que nadie había logrado hacer una buena película de sus obras. Le contaba que un amigo colombiano en común, a quien llamamos “el Ruso” por haber estudiado cine en la Unión Soviética, me había dicho que iba a hacer una película basada en “La prodigiosa tarde de Baltazar”. Yo le había respondido:
–No la hagas; prácticamente la protagonista es una jaula, la más hermosa del mundo.
Y en verdad, el cuento empieza así: 
La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo.
–Pero cuando exhibas la película –continué diciéndole al Ruso–, no faltará alguien que diga: “¿La más bella del mundo? Mi tía trajo una de Miami mucho más bonita, hecha en Japón, y le costó treinta dólares”. Y el problema es que la jaula del escritor puede ser la más bella del mundo porque no se ve. Al lector le toca imaginársela y, esa sí, puede ser la más bella del mundo.
Gabito no estuvo de acuerdo y me recordó que Hitchcock había hecho en 1940 una famosa película, Rebecca, en la que la protagonista nunca se ve en persona. Y en ella agregó que él había estado pensando mucho en el cine:
–Fíjate que lo único que yo he estudiado es cine. Y mi querido amigo Fernando Gómez Agudelo, que vive oyendo música a toda hora, ha dicho por ahí que yo no tengo oído ni para el cine ni para la televisión. Puede que tenga razón. Pero él no conoce las razones y yo sí. El aparataje industrial del cine es demasiado pesado e inmanejable, y prácticamente impide, limita y estorba la creación. Los que hacen buen cine, que los hay –como Fellini y Bergman–, han aprendido a vender sus historias, a conseguir dinero para producirlas, a lidiar con actores insoportables y a mover ese monstruoso aparataje técnico. Y a aceptar que no tienen el control total de su creación. A Welles nunca lo han dejado terminar sus montajes.
Mi posible manera de hacer cine yo la veo diferente, como novelista, y es así: por ejemplo, me voy contigo, tu con una cámara, y nos estamos tres años haciendo una película, sin que nadie nos chingue. A los tres años me siento a montarla, y veo que no sirve. Y, sin dudarlo un minuto, la boto a la basura y empiezo a pensar en otra distinta o a tratar de hacer la misma, pero bien, o de una manera diferente. Porque ya supe por qué no funciona. Así es como uno hace las novelas. Yo de muchacho empecé una y me quedó grande. Me di cuenta, por ahí la tuve, guardada en el recuerdo, y más tarde, cuando me sentí capaz, la escribí. Es que para hacer una novela no se necesitan sino dos resmas de papel, una docena de lápices número tres y un sacapuntas. Es una inversión que cualquier novelista, por pobre que sea, puede pagar. Uno escribe su novela, la lee, y si no le gusta la bota a la basura; compra otras dos resmas de papel, una nueva docena de lápices (el sacapuntas todavía le sirve) y empieza otra vez. A reescribir la misma o a construir una distinta. Escribir es un oficio solitario, uno contra el papel.
Anguleto: ¿conoces el poema “La página en blanco”, de mi amigo cubano Eliseo Diego? Me lo sé de memoria: 
Me da terror este papel en blanco
tendido frente a mí como el vacío
por el que iré bajando línea a línea
descolgándome a pulso pozo adentro
sin saber dónde voy ni cómo subo
trepando atrás palabra tras palabra
que apenas sé qué son si no son solo
fragmentos de mí mismo mal atados
para bajar a tientas por la sima
que es el papel en blanco de aquí afuera
poco a poco tornándose otra cosa
mientras más crece la presencia oscura
de estas líneas si frágiles tan mías
que robándole el ser en mí lo vuelven
y la transformación en acabándose
no es ya el papel ni yo el que he sido.      
Al terminar de recitarlo me dijo:
–Bueno, déjame oír música.
Gabo estaba escribiendo El otoño del patriarca, y vivía tan imbuido en la música que esta a menudo se reflejaba en sus novelas, tanto que un grupo de músicos catalanes hizo un estudio de esta obra como quien analiza un concierto. Gabo contó así, en Semana, el episodio: 
La mayor sorpresa me la llevé en Barcelona cuando dos jóvenes músicos me visitaron después de leer El otoño del patriarca, cuya estructura les parecía inspirada en la muy compleja del Concierto para piano número 3 de Béla Bartók. Llevaron gráficos demostrativos que a ellos les parecían terminantes. No los entendí, por supuesto, pero me sorprendió la coincidencia de que en los casi cuatro años en que escribí el libro estaba muy interesado en aquellos conciertos, y sobre todo en el tercero, que sigue siendo mi favorito. 
En El otoño, por ejemplo, uno de sus personajes –pre-cisamente el jefe de la policía–, para acallar los gritos de sus torturados pone a todo volumen las sinfonías de Anton Bruckner, a quien Gabito odiaba (y Mutis amaba) por haberle dedicado condescendientemente su Novena Sinfonía “al buen dios” y por el tamaño “mastodóntico” de sus sinfonías. Pero el policía, además de torturador, era un hombre de refinadas maneras, culto, sensible, conocedor y amante de la música clásica. Para entenderlo mejor bastaría saber el nombre de su perro: Köchel, en recuerdo del compositor y botánico Ludwig von Köchel –escondido modestamente tras la letra K–, el primero en catalogar de una manera coherente la obra de Mozart.
De sopetón, y sin venir al caso, Gabo me preguntó:
–¿Sabes a quién saqué de la cárcel? A don Evangelista Quintana.
Yo sabía de muchos presos que García Márquez había ayudado a liberar en Cuba, pero no recordaba haber leído nada de ese tipo. Viendo mi asombro, me dijo:
–Maestrico, ¿cuál fue su primer libro de lectura?
La alegría de leer –le contesté–. Claro, de Evangelista Quintana. Pero no entiendo un carajo. En lugar de estar preso debería estar muerto.
–Lo saqué literariamente de la cárcel. Al principio de El otoño del patriarca, el propio patriarca lo había mandado poner preso porque en la primera edición de La alegría de leer había escrito: “El general se queda solo”. Y el patriarca dijo:
–Eso no más lo puede decir Bendición Alvarado, mi santa madre.
En sus viajes largos en tren (él odiaba el avión porque le daba miedo, y de mí decía: “Cómo será de bruto Angulo que no le tiene miedo ni a montar en avión ni a hablar por televisión”), para estar con sus músicos preferidos llevaba siempre una enorme grabadora de pilas y unos audífonos, y se aislaba con Mozart, Bartók,Vivaldi, Beethoven o con Brassens, cuyas canciones se sabía de memoria. De pronto se quitó los audífonos y me dijo:
–Maestro, ¿no conoces a los Beatles?
Le dije que no.
–Son estupendos. Pero hay que sentarse a escucharlos con el mismo fervor y seriedad con que se oye a Mozart.
Se volvió a poner los audífonos y yo pensé que, así como hoy creo que Stalin fue el inventor del Photoshop al suprimir –a veces literalmente– a todos aquellos enemigos (antes amigos) que aparecían junto a él en la fotografía (o en la pintura) y reemplazarlos con sus nuevos amigos cuando los huecos eran muy visibles –todo con una técnica impecable–, igualmente Gabriel, con su grabadora grande y sus discretos audífonos que le permitían oír música sin perturbar a los vecinos, fue el precursor del walkman. Me hacía recordar a aquellos negros que en Nueva York llevan la música consigo y van por las calles cargando sus pesadas grabadoras, con música a todo volumen.
Ya en París, caminando por el Boul’ Mich’ de nuestra juventud parisiense, cuando íbamos llegando a los Jardines de Luxemburgo, Gabito se detuvo y me dijo:
–¿Te acuerdas, Anguleto, de cuando vivíamos aquí? No podíamos comer porque no teníamos con qué; ahora no comemos porque nos engordamos.
Y los dos reímos.



‘Cien años de soledad’: la génesis

 Gabo que estás en los cielos

Un recorrido por la trastienda, la carpintería y los momentos reveladores de la concepción y escritura de la obra cumbre de Gabriel García Márquez


Manuscrito de Cien años de soledad./elpais.com


Él, que durante 67 años, seis meses y cuatro días, sembró de sus recuerdos los recuerdos de medio mundo, murió olvidando los suyos. Pero su fallecimiento el 17 de abril desató, al contrario de la peste del olvido que asoló Macondo, la peste de los recuerdos. Sobre él, Gabriel García Márquez, sobre sus libros y, en sus lectores, sobre su obra más famosa, Cien años de soledad:que si Macondo, que si Aureliano, que si Úrsula, que si Remedios la Bella; que si ¿mejor los aurelianos que los arcadios?, y qué decir de Amaranta, Petra Cotes, y, claro, Melquiades, y, y, y… Pero pocos saben la intrahistoria de la génesis y escritura de una de las novelas más universales y leídas por más de 60 o 70 millones de personas.
Los Buendía estarán riéndose por el boroló que se ha creado al no ser esta una peste como la vivida por ellos, sino una cuya mutación sentimental hace querer recordar más y averiguar más para recordar más aún. Una prueba es que usted vaya en esta línea y quiera saber lo que sigue sobre algunos de los secretos de gestación de la obra prometidos palabras arriba. Y será así por cortesía de dos de los principales memoriosos: Dasso Saldívar y Gerald Martin gracias a sus biografías, Viaje a la semilla (Alfaguara) y Una vida (Debate), además del propio libro de García Márquez Vivir para contarla (Literatura Random House), cuyo asomo a ellas permite un paseo con las siguientes estaciones en su universo, muchos años después de su creación:

Génesis

La vida en Aracataca durante sus primeros diez años en la casa de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes. Es su Edén literario: la travesía por la Guerra de los Mil Días en palabras de su abuelo, el duelo de este, la explotación americana de las bananeras y las perpetuas procesiones de historias de difuntos y ánimas de su abuela, y la manera como contaba ella las cosas con cara de palo que hacía verosímil cualquier cosa. Los esquemas económico, social y cultural de la aristocracia cataquera en que se movían los Márquez Iguarán serán llevados a la obra.

Hielo

Un día, cuando tenía cinco años, el niño llegó a casa asombrado diciendo que había visto unos pargos durísimos como piedras. El abuelo Nicolás le explicó que eran así porque estaban congelados. El niño le preguntó qué era eso y el abuelo respondió que metidos en hielo. “¿Qué es hielo?”. Entonces lo tomó de la mano y lo llevó donde estaban los pargos para enseñarle el hielo.

Falofabulaciones

De niño escucha con sus otros amiguitos las historias, o mejor, los cuentos, de un fabricante de camas donde el protagonista siempre era su falo o tenían que ver con él. Estas falofabulaciones son la primera gran influencia rabelesiana de García Márquez, mucho antes de que leyera Gargantúa y Pantagruel, que lo influiría también en la concepción de la exuberancia fálica de los Buendía, recuerda Saldívar.

Salida

En 1947 logra publicar su primer cuento en El Espectador, de Bogotá: La tercera resignación. Desde los 20 años empezó a buscar una salida literaria al mundo de miedos de su infancia en los cuentos de Ojos de perro azul, en un proyecto novelístico titulado La casa y en varias versiones de La hojarasca.

Cambio

A su vuelta a Cartagena, a mediados de 1948, empezó la que pretendía ser su primera novela: La casa. Su acercamiento había sido de temas kafkianos, pero el descubrimiento de los escritores anglosajones lo reorientó (Faulkner, Woolf, Dos Passos, Steinbeck...). Supo que lo vivido con sus abuelos merecía ser contado. Así es que no paraba de escribir esa novela.

Esbozo

A finales de 1949 había publicado en El Espectador media docena de cuentos y terminado la segunda versión de La hojarasca. Allí ya se filtran las primeras luces de Macondo.

Advenimiento

Su primer reportaje novelado lo escribió a finales de los cuarenta en El Espectador: Un país en la Costa Atlántica, basado en la leyenda de La Marquesita de La Sierpe. Dejaría ver su veta narrativa que lo llevaría a Los funerales de la Mama Grande, a la perspectiva mítico-legendaria del incipiente Macondo de La hojarasca y a anunciar el advenimiento de Cien años de soledad.

Borrador

Para entonces ya manejaba diversas fuentes e inspiraciones, además de sus abuelos: las figuras casi míticas de los generales Uribe Uribe y Benjamín Herrera, las leyendas de los coroneles Aureliano Naudín, Francisco Buendía y Ramón Buendía. Empezó a reencontrarse con su infancia y su cultura caribe. Ahora el problema no era sobre qué escribir, sino cómo hacerlo, y, como él mismo reconocería, iba a necesitar 15 años para descubrirlo.

Semilla

El 18 de febrero de 1950 completó su trabajo de campo de manera inesperada. Fue cuando viajó con su madre, Luisa Santiaga, a Aracataca a vender la casa de sus abuelos. Pasado y futuro casi cristalizados. Ese viaje, diría el Nobel en Vivir para contarlo, sería la experiencia más decisiva en su vida literaria. Tanto que con ese pasaje empieza sus memorias.

Macondo

El nombre inmortal de su espacio literario se le reveló en aquel mismo viaje a Aracataca. Era el nombre de una finca bananera en letras blancas sobre un fondo azul. El que debió ver muchas veces de niño cuando pasaba por allí en ese diablo al que llamaban tren.

Vallenato-novela

Los ritmos vallenatos interpretados por acordeoneros y cantado por juglares costeños eran la música de su entorno. En 1953 terminó de recorrer con uno de ellos, su amigo Rafael Escalona, la región caribe. Su interés surgió en 1948 al descubrir que esta música, además de ritmo pegadizo guardaba sabiduría en sus historias y contaba pasajes de la vida, sobre todo amorosos. No era solo un repertorio artístico sino cultural y moral de las regiones de Valledupar y la Guajira, las mismas de sus abuelos y sus padres. Ritmo y baile esenciales para concebir sus libros, sobre todo Cien años de soledad, que debía ser, como lo confesaría, un vallenato en versión novela.

Voz

La manera como su abuela Tranquilina y su Tía Mamá, Francisca, para arrostrar las historias y las situaciones más insólitas es lo que García Márquez llamaría “cara de palo” se convertirá en su recurso literario más prodigioso, una de sus claves esenciales de su arte de narrar, de hechizar a los lectores.

Periodismo

Tras su paso por los diarios El Universal de Cartagena de Indias y El Heraldo de Barranquilla, llegó en 1954 a El Espectador. Allí, en febreró de 1955 empezó a publicar la serie de reportajes que lo haría popular, Relato de un náufrago. La experiencia del periodismo le calienta la mano y despierta aún más su olfato para los titulares y los primeros y ultimos párrafos. Un arte que le serviría para dar a sus libros comienzos memorables y titulares repetidos e imitados hasta el infinito por sus colegas periodistas de medio mundo. Mientras, él sigue escribiendo y escribiendo su proyecto de La casa.

Comienzo

La publicación de La hojarasca en mayo de 1955 fue el verdadero comienzo de la primera opción estética que a través de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande, lo conducirían a Cien años de soledad.

Promesa

En 1958, a los 31 años, poco después de la luna de miel con su esposa Mercedes Barcha, mientras volaban de Caracas a Barranquilla le dijo, que escribiría una novela llamada La casa.

México

Tras su vida como corresponsal por Europa y ayudar en la formación de la agencia de información cubana Prensa Latina, el lunes 26 de junio de 1961 llegó con su familia a Ciudad de México, donde escribiría cuatro años más tarde su más reconocida obra. Lo esperaba su amigo Álvaro Mutis.

Rulfo

Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, este le trajo dos libros y le dijo: “Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas. El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse desde el día en que a los nueve años leyera Las mil y una noches, a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22 en Cartagena la obra de Sófocles.

Preludio

En 1965 mientras conducía su Opel blanco con su familia desde Ciudad de México hacia Acapulco, vio claro cómo debía escribir La casa, embrión de su obra más famosa. Un día se sentó "frente a la máquina de escribir, como todos los días, pero esta vez no volví a levantarme sino al cabo de 18 meses”.

Escritura

Vivía en Ciudad de México, en el barrio San Ángel Inn, en arriendo en una casa de dos plantas, en la calle de la Loma 19, bordeando la campiña. Al fondo del salón había tapiado con madera su estudio: La Cueva de la Mafia. Era un espacio mínimo pero bien iluminado, de unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, con un bañito, una puerta y una ventana al patio, un diván, una estantería con libros y una mesa de madera con una máquina Olivetti.

Inicio

Sería entre julio y septiembre de 1965. Se refugió en La Cueva de la Mafía con la enciclopedia británica, libros de toda índole, papel y una máquina Olivetti, que añadía su frenético tac-tac a los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles que sonaban todo el tiempo. Cuando logró redondear la primera frase: “Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, se preguntó “qué carajo vendría después”. Solo hasta el hallazgo del galeón en la selva (al final del primer capítulo) no creyó “de verdad que aquel libro pudiera llevar a ninguna parte. Pero a partir de allí todo fue una especie de frenesí, por lo demás, muy divertido”.

Horario

A las ocho y media de la mañana, después de dejar a sus dos hijos en el colegio, se encerraba en La Cueva de la Mafia hasta las dos y media de la tarde, cuando llegaban para almorzar. Luego una siesta, un paseo por el barrio y volvía a escribir hasta las ocho y media cuando llegaban sus amigos.

Apuros

5.000 dólares le entregó a su esposa para el sostenimiento del hogar y así poder encerrarse tranquilo a escribir la novela “durante seis meses”. Ella se las ingenió para alargarlos en ese periodo pero cuando se acabaron, y vio que la novela apenas iba por la mitad, le dijo que no había nada que hacer. Gabo tomó su Opel blanco, comprado con el premio de La mala hora, se fue al Monte de Piedad y lo empeñó. Ese dinero tampoco duró. Después, Mercedes empezó a empeñar algunas joyas, el televisor, la radio, hasta quedarse solo con las “tres últimas posiciones militares”: su secador de pelo, la batidora con la que le preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad.

Testigos

Mercedes, su esposa, Carmen Miracle y Álvaro Mutis y María Luisa Elío y Jomí García Ascot solían visitarlo después de las ocho de la noche. La conversación solía girar alrededor de la novela. Otro testigo fue el crítico Emmanuel Carballo, a quien Gabo le entregaba cada capítulo terminado.

Augurio

“Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras”, le escribió García Márquez en noviembre de 1965 a Luis Harss, que lo había entrevistado para el libro Los nuestros, junto a otros grandes de América Latina como Borges, Rulfo, Asturias, Cortázar…

Muerte

Había aplazado la muerte del coronel Aureliano Buendía, hasta que optó por la más sencilla: orinando al pie del castaño. Puso el punto y aparte, subió al dormitorio de su esposa, se lo contó, se acostó a su lado y se puso a llorar. Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás Ricardo Márquez.

Avances

El primero de mayo de 1966 los lectores de El Espectador leyeron el primer capítulo del libro. Carlos Fuentes leyó los tres primeros en junio y escribió un comentario muy elogioso. Después le pasó esas 80 cuartillas a Julio Cortázar.

Título

Al parecer se le ocurrió a mediados de 1966, cuando terminaba la novela, porque los capítulos que le pasaba al crítico Carballo estaban sin título.

Editorial

También a mediados de 1966 recibió la carta de Francisco Porrúa, editor de Sudamericana de Buenos Aires, que quería editar sus libros. Lo contactó por intermedio de Luis Harss, el del libro Los nuestros. Porrúa leyó lo publicado por García Márquez hasta entonces, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y La hojarasca, y le gustó. En vista del interés de Porrúa por editar un libro suyo Gabo le ofreció la obra que estaba terminando. Le envió unas páginas del comienzo. “Desde el principio de la lectura comprendí que era una cosa nueva y admirable. No había duda. Entonces, como adelanto, Sudamericana le envió un sobre con 500 dólares”. Y en septiembre de 1966 firmó el contrato que le habían enviado.

Claves

La guerra civil de los mil días, el duelo de su abuelo Nicolás, la casa da Aracataca donde vivió su infancia, su viaje a los 16 años a Zipaquirá a continuar el bachillerato, donde se afiebró por la lectura y 1948, cuando leyó La metamorfosis, de Kafka, porque le ayuda a encontrar el hilo narrativo de su abuela Tranquilina.

Inspiración

La lectura de un párrafo del principio de Mrs. Dalloway le “transformó por completo” su “sentido del tiempo y le permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo y su destino final”, recuerda Saldívar. Pero es solo una verdad parcial, porque en realidad fue la relectura del párrafo unida a la experiencia de los viajes por Valledupar y la Guajira, más el regreso a Aracataca, lo que desencadenó en él una visión dinámica y corrosiva del tiempo estancado que venía manejando en La casa.

Fin

Según Dasso Saldívar, el momento de mayor desconcierto lo padeció cuando la novela tocó a su fin. Un día de septiembre de 1966 sintió que la historia de Macondo y los Buendía llegaba a su fin. “Las cosas se precipitaron a las 11 de la mañana. Estaba solo en la casa, no encontró a ninguno de sus cómplices para contárselo y no supo qué hacer con el tiempo libre. Después diría que tras la escritura del libro se había sentido vacío ‘como si hubieran muerto mis amigos”.

“¿Será mala?”

Fue con su esposa a la oficina de correos a enviar el libro a Buenos Aires. El agente de correos les dijo que el envío del paquete valía 82 pesos mexicanos. Solo tenían 50. Dividieron las 590 folios de 28 líneas cada uno y cada línea de 60 matrices o golpes por la mitad y enviaron los 10 primeros capítulos. Regresaron a la casa, cogieron aquellas “tres últimas posiciones militares” y volvieron al Monte de Piedad. Las empeñaron por unos 50 pesos. Al salir de la oficina de correos (recuerda Saldívar), Mercedes, que no había leído el libro le soltó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.

Lanzamiento

El 5 de junio de 1967 llegó a las librerías de Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad. Ocho mil ejemplares que volaron. Se publicó con una portada improvisada de su editor Francisco Porrúa, la de un galeón en medio de la selva, porque la encargada al artista mexicano Vicente Rojo no llegó a tiempo. En la segunda edición, la novela se publicó con la portada de Rojo. La de un mosaico de sellos que resumen elementos de la historia. Según el editor: “Ha sido una carátula insuperable”.
46 años, diez meses y 12 días después de aquel lanzamiento murió Gabriel García Márquez. Tres días después apenas empieza la peste feliz de sus recuerdos. Así es que ni imaginar si un día a Santa Sofía de la Piedad, única sobreviviente de Cien años de soledad, se le ocurre aparecer y empieza a hablar como un perdido, porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.