lunes, 1 de diciembre de 2014

Retrato del joven lector húngaro

Gabo que estás en los cielos
Breves encuentros y desencuentros
Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños enfretado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar la distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de acercarse a Gabriel García Márquez
Gabriel García Marquez, en una imagen de Guillermo Angulo./elmalpesante.com



En la Hungría de los años cincuenta y sesenta la lista de las lenguas extranjeras enseñadas en las escuelas era, para decirlo diplomáticamente, desproporcionada: el ruso era obligatorio para todos, en todos los niveles, sin dejar espacio suficiente al resto, o sea, a los idiomas “burgueses”, inglés, alemán, francés e italiano; el latín y el griego, huelga decir, quedaron desterrados por décadas, y sus profesores fueron reciclados para enseñar ruso. ¿Y el español? No había ninguna tradición de impartirlo en la enseñanza media: de hecho, salvo unas tentativas esporádicas, la cultura hispanohablante –en contraste con la alemana, la francesa y la italiana– nunca ejerció influencia mayor en tierras magiares. Mi deseo de aprender el castellano iba evidentemente en contravía y como tal carecía de los medios más elementales, entre ellos, de libros de texto y diccionarios apropiados. Guardo todavía mi primer manual de español de 1964 que traía lecciones con un contenido que hoy nos parece, al menos, ridículo (“Juan Vargas trabaja de obrero en una fábrica de papel. Juan es un obrero diligente y concienzudo. Los jefes de la fábrica están contentos con el trabajo de Juan”); con un vocabulario antediluviano que incluía palabras como “fosforera” o “fumista”. Ni en la biblioteca del liceo, ni en la municipal había libros en español, ni hablar de periódicos o revistas. La única persona con quien podía hablar en esta lengua era un compañero de clase en cuya mente había surgido primero el proyecto de aprenderla, y luego con nuestro profesor de inglés, quien parecía interesarse por otro idioma “burgués”. Nos reuníamos los sábados, después de clases, en su casa –un apartamento de las colmenas soviéticas de hormigón armado de los años sesenta–, y de la manera más quijotesca conversábamos los tres en castellano: “Señor, ¿tendría la amabilidad de decirme qué hora es?”. “A sus órdenes, caballero. Son las ocho y media”. “Dispénseme usted, caballero, ¿habla usted español?”. “¡Qué casualidad más dichosa! Aunque no hablo bien el castellano, lo chapuceo”.

Sea como fuera, un día gris de octubre de 1968 me llama un director del taller de traducción literaria porque necesita un cuento hispanoamericano para una antología; busco a mi profesora de literatura latinoamericana, quien me indica que hay un cuento reciente de García Márquez en una revista mexicana, y encuentro milagrosamente el texto en la biblioteca de la Academia de Ciencias, se llama “Blacamán el bueno, vendedor de milagros”, y me deja con la boca abierta, totalmente “noqueado”. Dijo Cortázar que el cuento gana por nocaut, no por puntos como la novela. Es magistral e irresistible, hasta hoy sigo oyendo la voz de su curandero en la feria caribeña, y aún siento el vértigo de esa primera lectura de “Blacamán”.

Hago una copia del texto (a mano, las revistas no se prestan a los estudiantes, ni hay, por supuesto, fotocopiadoras), llamo al editor con el entusiasmo de mis veinte años, diciendo que “he encontrado el mejor cuento del siglo”, y le muestro el texto de “Blacamán” a mi profesora, que me da una lección más declarando: “Ya ves, un genio nunca deja de serlo”. Y me pongo a traducir. Aún hoy, con más de cincuenta obras latinoamericanas traducidas al húngaro, pienso que “Blacamán”, mi primera publicación, es un desafío para cualquier traductor. Las dificultades léxicas son desalentadoras, en mis diccionarios no aparece “mapaná”, ni “pacotilla”, “tenderete de chanchullos”, “calanchín”; no tenía ni idea de cómo era La Guajira, ni una “glándula de los presagios” o las famosas “astromelias”; la sintaxis es enmarañada, barroca, espasmódica. En mi desesperación trato de encontrar en Budapest algún hispanohablante colombiano o caribeño que me ayude a descifrar unas frases y me topo con unos sindicalistas colombianos que asisten a un congreso, pero sus “explicaciones lingüísticas” me enseñan para toda la vida que el hablante nativo que no entiende de literatura es de más daño que de provecho para el traductor. Leo y releo el cuento, lo recito en voz alta y baja, lo trago, mastico, absorbo del todo. “Ningún problema tan consustancial a las letras y a su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges al hablar de Valéry, y la razón es que hay muy pocas lecturas tan profundas como la que se hace durante el proceso de la traducción, según lo afirma Subirat, traductor de Joyce: “Traducir es el modo más atento de leer”, o Gabo mismo al hablar de la traducción de Paradiso al italiano: “Entonces comprendí que, en efecto, traducir es la manera más profunda de leer”. Esta es en realidad la verdadera lectura a escondidas que no solo da la espalda al exterior, sino que también se aísla de gran parte del mundo interior; es abrumadora la soledad pero conlleva la posibilidad de un encuentro nunca sospechado.

Hasta Siempre, Gabo

Gabo que estás en los cielos

 
Preparativos en  el Palacio de Bellas Artes del  D.F, para el homenaje póstumo a nuestro Gabo/eluniversal.com.mx
Al lado de la Alameda Central, sobre la calle Juárez, se levanta imponente uno de los edificios históricos más significativos y hermosos de todo México. Cuatro pegasos negros cuidan su entrada y el peso de los bloques de mármol de Carrara con los que se construyó ha hundido un poco sus cimientos al punto de que su fachada luce levemente torcida. El Palacio de Bellas Artes es el gran punto de encuentro del centro de la ciudad. Jóvenes, turistas, artistas callejeros y vendedores ambulantes se reúnen frente a sus escalones a esperar a alguien, a descansar o simplemente a sentir el frío de la piedra blanca en una tarde de calor, como las que vive el D.F. en abril.
Desde el sábado cuelgan a ambos lados de la puerta principal dos grandes pendones que muestran a un Gabriel García Márquez sonriente y en blanco y negro. Debajo de su rostro están las fechas 1927-2014. Frente a la fachada se levantan carpas, previendo un posible chubasco, también típico y siempre inesperado durante la primavera en Ciudad de México. Aun así, el movimiento sigue igual que siempre. En la Alameda los niños comen algodón de azúcar y les piden globos de colores a sus papás; sobre la calle Madero, que lleva al Zócalo, siguen parados Batman, Depredador, Woody, Buzz Lightyear y una Mujer Maravilla con leve sobrepeso, esperando para cobrar por las fotos que se tomen con ellos los transeúntes.
Pero desde las cuatro de la tarde de este lunes, cuando se expongan en el interior del Palacio y a la sombra de los murales de Diego Rivera las cenizas del nobel durante un sentido homenaje, las calles del centro se sumirán en un luto perceptible por las masas de seguidores, amigos y familiares que se acerquen a dar un último adiós a su ídolo, a su compadre del alma. Junto a la urna con los restos de Gabriel García Márquez se hará una guardia de honor encabezada por Rafael Tovar y de Teresa, titular del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México (Conaculta), y José Gabriel Ortiz, embajador de Colombia en el país. La última guardia la harán el presidente de México, Enrique Peña Nieto, y su homólogo colombiano, Juan Manuel Santos, quien se espera arribe a la Ciudad de México el mismo lunes después del mediodía.
Ha habido gran especulación alrededor del descanso final de las cenizas de Gabo. El embajador Ortiz, en conversación con El Espectador, aclaró: “Yo lo que dije es que, interpretando el sentimiento de los colombianos, quisiéramos que parte de las cenizas fueran a Colombia para que reposaran allí. Eso es lo que yo pienso y pienso interpretar así al presidente, que también me lo dijo, y a todos los colombianos”. Pero recalcó que “eso no quiere decir, por ningún motivo, que esa sea la decisión final. ¿Quién toma la decisión final? Su señora y sus hijos. Ellos van a disponer qué quieren hacer con sus cenizas”. Advirtió que tanto el Gobierno como la Embajada se abstendrán de hacer cualquier declaración al respecto hasta que haya un comunicado oficial por parte de la familia.
Justo enfrente del histórico edificio se encuentra una sucursal de la famosa librería Gandhi. “Recuerdo una vez en que estaba yo en la librería Gandhi y él estaba ahí también, y me acerqué a pedirle un autógrafo. Esa fue la primera vez que lo vi”, recordó para El Espectador el escritor mexicano Jorge Volpi. El libro que lleva la firma en tinta de García Márquez es Cien años de soledad, el favorito de Volpi, aunque sienta que decirlo sea un lugar común. Ese primer encuentro se dio poco después de que el mexicano publicara su primera novela. “El hecho de que yo me lo encontrara en la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo significaba que él también vivía en la Ciudad de México”, concluyó. Y es que es bien sabido que la librería, que en ese entonces tenía sólo la sucursal del encuentro, pero ahora cuenta con varias en todo el país, era la favorita de Gabo.
Varias librerías mexicanas han reportado un incremento significativo en la venta de títulos de Gabriel García Márquez. En la Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica, en la colonia Condesa, se registraban hasta el sábado 62 libros vendidos desde el deceso del colombiano. Mario Mendoza, vendedor de la Gandhi frente a Bellas Artes, estima que desde la muerte de Gabo se han vendido por lo menos un centenar. Sacaron todo lo que había en bodega y sólo quedan unos cuantos ejemplares. El que más se ha vendido es precisamente Cien años de soledad, hasta el punto de que las existencias de su edición en pasta dura de Diana ya estaba agotadas para el domingo. Pero todavía quedaban unas cuantas ediciones de bolsillo.
Sylvia Helena Alves, una profesora de español de Brasilia, llegó el jueves a la Ciudad de México, horas después de la muerte del nobel. Sin dudar, se acercó al anaquel adornado con una hoja amarilla impresa con la cara del escritor (el amarillo es el color de Gabo y curiosamente también el color institucional de la librería Gandhi) y agarró dos copias de Cien años de soledad. “Los libros en español en Brasil son muy costosos, y yo éste lo quiero leer en español”, dijo para El Espectador.
Las tapas amarillas de la primera edición de Oveja Negra de El amor en los tiempos del cólera saltaban a la vista. “Las trajeron el miércoles. Los que han venido y saben qué son se llevan esa. Los que no conocen mucho de Gabriel García Márquez agarran la de Diana”, explicó el vendedor con una sonrisa. La edición original estaba en promoción, a 118 pesos mexicanos, es decir, unos 18.000 pesos colombianos. Sylvia tomó uno de los libros amarillos y lo abrazó contra su pecho. “¿Este también es mágico?”, preguntó con cara de asombro. ¿Acaso no lo son todos?
El editor de las obras de Gabriel García Márquez, Cristóbal Pera, aseguró ayer que el nobel colombiano estuvo trabajando en los últimos años en un novela que se titula ‘En agosto nos vemos’. Sin embargo, advirtió que su publicación depende exclusivamente de la familia. “Es una novela que trabajó durante mucho tiempo. No sé si vaya a ser publicada, eso ya la familia lo decidirá”, dijo Pera. También contó que el escritor cataquero no estaba conforme con lo que estaba escribiendo y la corregía día a día.