martes, 9 de diciembre de 2014

El pistolero viejo

Gabo que estás en los cielos
Un amor no correspondido por el cine llevó a García Márquez a fundar en Cuba la Escuela de San Antonio de los Baños. Allí lo conoció un joven escritor colombiano, testigo de su faceta de narrador repentista y héroe de westerns imaginarios camino hacia el ocaso
 
Gabriel García Márquez en una imagen de Guillermo Angulo./elmalpensante.com
Bueno ¿Qué han hecho ustedes para merecer estar acá? –preguntó García Márquez.
La verdad yo no había hecho nada. La invitación al taller que él dicta de forma ocasional en la Escuela Internacional de Cine, en Cuba, me había tomado totalmente desprevenido. Por esos días me encontraba en una crisis de vocación después de que mi primera novela tocara las puertas de varias editoriales y no recibiera otra respuesta que el silencio. ¿En qué momento se me había metido en la cabeza la idea de que yo podía ser escritor? De modo que el llamado a pasar unos días con García Márquez inventando historias me había venido de maravilla como excusa para dejar de cuestionarme. Eso sí, no tenía cómo responder a la pregunta que nos hizo tratando de romper el hielo en el encuentro inicial. ¿Merecimientos? Para mí no se trataba más que de una casualidad. Seguramente alguien me había confundido con otro en la lista de los ex alumnos que conformarían la nómina del taller.
El tipo no me caía bien, he de confesarlo. Tenía varias razones para ello. Quizá la principal era la dimensión extraliteraria abrumadora que tiene su nombre en Colombia y que lo hace una figura intocable, una especie de papa cuya sola presencia provoca la alabanza por reflejo o el arrodillamiento colectivo inmediato. Si Gabo dijo esto o aquello, es palabra de Dios. Porque además el hecho de llamarlo Gabo se transforma en un símbolo de estatus, un guiño de familiaridad que implica en alguna medida que se tiene contacto personal con él en el grupo de los elegidos. Me propuse firmemente no llamarlo Gabo. Pero ello me originó problemas cuando tuve que elegir un modo de dirigirme a él. ¿García Márquez? ¿Gabriel? ¿Don Gabriel? Nada sonaba coherente, así que decidí evitar el sujeto en las oraciones en el momento en que necesitara llamar su atención.
Otro de los motivos de animadversión era su continua presencia en los círculos de poder, lo que me hacía difícil separar la admiración hacia el gran narrador de la antipatía que me producía el tipo que aparecía en las fotos históricas al lado de los históricos. Y, bueno... era amigo de Plinio Apuleyo Mendoza. Pero esto último superaba la dosis de prejuicio razonable de mi parte y decidí abandonar su potencial como argumento sensato.
Era el momento de ser agradecido y prestar atención pues, preconcepciones aparte, resultaba obvio que el hombre tenía un cuento que valía la pena escuchar. Además, se trataba de una oportunidad única para ser testigo de la parte terrenal de un personaje que a los colombianos promedio siempre nos ha llegado filtrado por un aura mítica.
De entrada, lo más sorprendente fue comprobar lo mucho que se le notaba el paso de los años. No recordaba haber visto una foto reciente suya. En mi imaginario su nombre siempre estuvo relacionado con la impresión intemporal y en alto contraste de su rostro que aparecía en las ediciones de la Oveja Negra. Allí nunca predominaron las canas.
 –¡Son 76 años compadre! –me dijo uno de mis compañeros de taller, como pidiéndome comprensión, a pesar de que él había sufrido el mismo impacto.
Estaba también eso de la enfermedad. Se había pasado los últimos años luchando con un cáncer que lo puso de moda en los mentideros de internet, en donde terminaron dándole el castigo que le hubiera asignado en el infierno un demonio perverso. Se le achacó la autoría de un poema cuasi póstumo, cursi a más no poder, muy similar al que miles de farmacias colombianas ostentan fotocopiado en sus mostradores y en el cual un clon de Borges confiesa que si volviera a vivir comería más chocolate.
 –Hace tres años creímos que no iba a resistir –dicen que dijo uno de sus amigos personales que alguna vez fue profesor nuestro.
Ahora se veía bien. Sano, por lo menos en apariencia, y de muy buen humor. Es verdad que al caminar se desplazaban con parsimonia sus mocasines –que en combinación con los pantalones y la camisa de colores claros formaban un conjunto caribeño a más no poder–, pero no era nada que se saliera de lo normal. Además, cuando empezó a hablar durante las presentaciones quedó claro que en lo referente a la lucidez todo estaba en su lugar. Hizo un par de apuntes agudos burlándose de sí mismo y de nosotros mientras ignoró las alabanzas serviles que le espetó una de las integrantes del taller (“¡qué maravilla estar acá, Gabo, qué maravilla como hablas, qué maravilla como respiras, qué maravilla como parpadeas, qué maravilla!”).
 –¿Por cuántas editoriales ha pasado tu novela? –me preguntó GGM después de que yo me flagelara públicamente con la velada intención de que se le ablandara el corazón y me dijera algo así como que le entregara la mierda esa de manuscrito, que él se la haría llegar a su agente.
 –Tres.
 –La primera mía pasó por once –dijo para enseguida embarcarse en una anécdota en la que explicaba las peripecias de La hojarasca antes de que alguien se hiciera cargo de ella.
Después, sin que los presentes nos diéramos cuenta cuándo ni cómo, la conversación aterrizó en el cine, que era de lo que habíamos ido a hablar. Ahí fue que evocó el Ladrón de bicicletas. Nada varió en el tono opaco ni en la cadencia lenta de su voz, pero sus ojos nos abandonaron mientras él rememoraba la escena final y confesaba que quedaba sumido en la admiración cada vez que veía esa película.
 –La película perfecta –dijo.
A partir de entonces decidí bajar la guardia, porque comprendí de qué trataba el asunto. García Márquez, que seguramente para estar allí tendría que apretar su agenda, restar tiempo a los encuentros con sus amigos importantes y robar jornadas de trabajo a unas memorias en las que trabajaba contra el reloj, simplemente quería eso, sentarse ahí a contar historias. Y así lo hizo, durante una semana, desbordando en su trato con nosotros una calidez que no me esperaba.
 –Cada vez que quiero explicar algo, termino contando una historia. Y cuando no hay nadie que la escuche, me la cuento yo mismo –dijo un día cualquiera.
Inclusive nuestros relatos terminaba contándolos él mismo. Aquellos que proponíamos y captaban su atención sufrían en sus manos transformaciones que defendía con una terquedad sorda a cualquier otra propuesta.
 –No hay nada mejor que agarrar un buen hilo y seguir con la historia. Mejor que el amor –expresó a modo de celebración cuando encontramos un final que lo satisfizo para uno de nuestros filmes hipotéticos.
La mención de una película vieja –no había visto o no recordaba haber visto muchas de nuestras referencias recientes– lo arrojaba a una anécdota, que a su vez lo catapultaba a un cuento que alguna vez se le había ocurrido, el cual por su parte lo remitía a una historia en la que ya era difícil diferenciar si la había creado él o la había leído, escuchado o visto en alguna parte. El García Márquez verbal no tenía mucho que envidiarle al escrito y se columpiaba entre el drama y la comedia sin realizar ningún esfuerzo.
Saltaba entre argumentos, estructuras y personajes con un vértigo que contrastaba con su posición pasiva al sentarse, una especie de acomodo natural que remitía siempre a una silla mecedora, más allá del tipo de recipiente que acogía a su cuerpo. Daba la impresión de estar buscando siempre el dato faltante para atar el cabo suelto que lo obsesionaba. Es decir, no paraba de trabajar.
 –Cada vez que escribo algo nuevo corro el riesgo de perder todo lo que he construido con anterioridad, pero ni modo, lo hago porque es un vicio –sentenció en algún momento ante una pregunta que no recuerdo.
Sumido en ese vicio de andar contando, nos relató que una vez se hartó de que Mercedes, su mujer, le sacara en cara las inconsistencias que él había consignado en las cartas que le enviaba desde Europa durante el noviazgo. Ella las había guardado celosamente y las esgrimía como documento incontrastable en sus discusiones. De modo que él decidió comprárselas. Después de pagar un precio exorbitante por ellas, procedió a destruirlas y, muchos años después frente al pelotón de fusilamiento de la página en blanco, habría de lamentar dicha acción cuando el recuerdo empezara a hacerse ambiguo a la hora de redactar sus memorias.
No solo entonces lo traicionarían los recuerdos. En una ocasión aseguró que la anécdota que estaba contando se hallaba escrita en el primer tomo de Vivir para contarla. Dos o tres buenos alumnos, que habían leído las memorias y a la sazón se habían tomado confianza, lo negaron. Él se mostró confundido, pidió un ejemplar y durante la siguiente media hora lo perdimos porque se dedicó a buscar una referencia inexistente entre sus páginas mientras nosotros nos ocupábamos de otro tema.
Solo una vez más su atención viajó lejos del salón de clases. Fue durante los días finales del taller. En medio de una discusión sobre el rumbo que debía tomar la vida de la protagonista de una de nuestras historias, él se quitó sus gafas y, con gesto acalorado, se soltó los dos botones superiores de la camisa guayabera. Se notaba mareado. Pensé que le había llegado el momento y, como testigo de excepción, me vi enredado tratando de decidir qué hacer. No le iba a ofrecer una ayuda que no había pedido, pues quizá no se trataba de nada grave y esos sofocos eran frecuentes en él. Así que lo único que se me ocurrió, con toda la sutileza que me resultó posible, fue no perderme detalle del suceso. Era probable que estuviera
frente a un hecho histórico, cuya crónica en primera persona me lanzaría a la fama. Yo tampoco paraba de trabajar.
Por supuesto, nada sucedió. ggm se puso de pie por única vez durante el taller y, mientras nuestra protagonista alcanzaba un final feliz, él llegaba a la mesa de los refrigerios y se servía una Coca-Cola. Poco después su paso cansino lo tenía de nuevo en su silla y la vida continuó como si nada.
Más tarde, gracias a los chismes, me enteré de que había dormido poco y seguramente tenía resaca. Se comentaba que la noche anterior había estado conversando con Fidel Castro hasta el amanecer. “La charla debió haber sido importantísima”, aventuró alguien en el círculo de chismosos. Era probable. Pero resultaba posible también que se hubieran dedicado a hablar de cosas intrascendentes, como suelen hacer los amigos entre tragos, o a repetirse las mismas historias que han intercambiado a lo largo de décadas, o a establecer un ciclo en el que García Márquez le contó un cuento a Fidel y, una vez terminado, este le dijo que se había acordado de una anécdota y le repitió exactamente la misma historia –no resultaba tan descabellado si se sumaban el don de la palabra, el paso de los años y la mezcla etílica–. Vaya uno a saber. La última palabra sobre esa clase de conversaciones está en manos de quienes lo llaman Gabo.
Después de no morirse, García Márquez continuó con su invocación de películas. Hizo entonces su aparición un western que había visto hacía muchos años y del que habló con una devoción similar a la que había mostrado por Ladrón de bicicletas. El largometraje narraba la historia de un pistolero legendario, quien ya viejo y cansado emprendía el camino de regreso a su pueblo natal en una suerte de jubilación. El problema era que su fama lo precedía en los lugares intermedios por los que debía transitar. De modo que montones de pistoleros jóvenes, ansiosos de reconocimiento, salían a retarlo. El tipo intentaba convencerlos de que lo dejaran tranquilo, que él no quería verse involucrado en ningún otro duelo. Ninguno le hacía caso y, en contra de su voluntad, el viejo se veía obligado a enfrentarlos y dejar a su paso un reguero de cadáveres.
El retrato cobró forma completa allí. Él era el pistolero que recorría el sendero de vuelta. Todas sus cartas estaban jugadas y era prácticamente imposible que a esas alturas hiciera algún cambio inesperado. Para él sí existía una forma de evitar esa distracción que era batirse en duelo y seguramente no iba rectificar sus posturas frente a Cuba, como se lo pidió Susan Sontag, ni buscaría un entendimiento con sus rivales, ni se fijaría en los pistoleros jóvenes que nos le atravesáramos en el camino, ni nada. Si se le antojaba, perdería el tiempo con guionistas sin renombre creando películas poco probables, bebería whisky con sus amigos poderosos, moldearía su vida en el papel a la medida de sus recuerdos y continuaría siendo y haciendo lo que había sido y había hecho para cautivar a sus fieles e irritar a sus detractores (ambas facciones
reclamaban, no sin razón, estar en lo cierto). Respaldado por la tozudez de sus años y logros, actuaría como se le viniera en gana mientras deshacía sus pasos a su modo, frente al teclado, en el ejercicio de sus memorias. Asumir su escritura dictaba ya una posición contundente al respecto.
El escritor y el personaje público. Ambos habían estado dibujados desde el principio en una dimensión bastante completa y el encuentro con él no los hizo variar de forma considerable. A mí me sigue gustando más el narrador, cuyo compromiso con la escritura resulta abrumador. Pero no puedo negar que en el trato personal descubrí aspectos que me impiden lanzar con la misma ligereza juicios acerca del personaje. Eso sí, sigo pensando que tiene mucho de patológico el culto monárquico que se rinde a su figura.
Fuimos a despedirnos de él a su casa en La Habana en una jornada que parecía una visita formal a un abuelo respetado y admirado pero distante. Era una tarde de sábado en la que un aguacero fugaz había redoblado el calor, la humedad y cierto vaho a descomposición del verano cubano. Nos tomamos el café que nos ofreció Mercedes mientras desarrollábamos una conversación intrascendente. Yo le había entregado a García Márquez hacía un par de días el manuscrito con mi novela. Sabía que nunca lo leería ni se lo recomendaría a ningún editor influyente, pero jamás me habría perdonado a mí mismo si no hubiera tenido la audacia de intentarlo. Sabía que los pistoleros principiantes no tenemos otra salida que apostar por una victoria improbable y por eso tuve la sensación del deber cumplido mientras llegaba a su fin la que seguramente sería la última vez que lo iba a ver en mi vida. Comprendí que debíamos despedirnos cuando, en un lapso en el cual la charla giró lejos de su participación, la cabeza se le descolgó sobre el pecho, bajo el peso del sueño, durante unos breves segundos. Ya había empezado a contarse, de algún modo, historias a sí mismo.
Este texto fue publicado originalmente por la edición 48 de El Malpensante, agosto-septiembre de 2003.

Gabo ya no es de este mundo

Gabo que estás en los cielos

México y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de Cien años de soledad


 
Los presidentes de Colombia y México junto a la urna con las cenizas de García Márquez en su despedida. / Atlas /elpais.com
Prepararon la despedida de Gabriel García Márquez como para que el hombre que ya no está, quizá el escritor de lengua española más importante del siglo XX, se sintiera un jefe de Estado o un héroe antiguo. Su mujer, Mercedes Barcha, llegó con sus cenizas pasadas las cuatro de la tarde al Palacio de Bellas Artes, el centro de la cultura tradicional mexicana. Los familiares y amigos allí presentes, con flores amarillas en la solapa, aplaudieron a lo largo de más de cuatro minutos. Un grupo de vallenato entonó después la música que hacía vibrar a Gabo y fueron sus hijos quienes la siguieron batiendo palmas y bailando desde sus asientos. En la puerta, donde más de 10.000 devotos y lectores llevaban horas haciendo cola para decirle adiós, se escuchaba un grito: "¡Viva Gabo!".
Este colombiano universal que jamás se quiso hacer de otro país, también rompió tradiciones después de muerto, y se hizo un hueco en la historia del protocolo mexicano. Fue despedido como uno de los grandes, a la manera de Cantinflas o Diego Rivera. Las cenizas del colombiano, guardadas en una urna de madera de cerezo, fueron el elemento central y solemne de la ceremonia laica.
Gabo hizo después de muerto, también, algo que había intentado en la tierra: poner en el mismo sitio a mandatarios de países distintos, y a veces distantes, para que se pusieran de acuerdo. En este caso no hay diferencias entre Colombia, su país natal, y México, donde ha vivido medio siglo y donde escribió la novela más colombiana de todas sus novelas colombianas, Cien años de soledad. En su honor, viajó a México su presidente, Juan Manuel Santos, para presidir la parte más solemne de la ceremonia de adiós junto con su colega Enrique Peña Nieto. Ambos observaron una tardanza de más de una hora sobre lo previsto que seguramente Gabo en vida no hubiera tolerado.

Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982
Las primeras guardia de honor ante las cenizas las protagonizaron los hijos, la viuda, los nietos, el hermano Jaime, el chófer Genovevo Quiróz, la asistente Mónica Alonso y así sucesivamente se fue agrandando el círculo hasta que pasaron por allí amigos íntimos como Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, Jorge F. Hérnandez, y Jacobo Zabludovsky, entre otros. Sonaba de fondo un cuarteto de cuerdas de Mozart. Entre los asistentes prevaleció el negro. También Mercedes Barcha, que por la mañana había estado hablando con el expresidente español Felipe González, fue del color del luto, aunque Gabo se lo había prohibido expresamente. Una amiga le preguntó horas antes cómo iba a ir y ella contestó sin dudar: "De negro".
Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982. Solo iba de ese color, y se entiende que por profesionalidad, el enfermero que acompañaba al político mexicano Porfirio Muñoz Ledo.
El presidente Santos se sentó a la derecha de Barcha, la viuda, y Peña Nieto a la izquierda. Santos, en su discurso, tildó a Gabo como el colombiano "más grande de todos los tiempos" y le alabó por recoger en su obra "la esencia del ser latinoamericano". "Qué privilegio llamarle compatriota", incidió Santos. Y recalcó que se trata "del más colombiano de los colombianos". "Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado", remató.
Había mucha expectación por lo que iba a decir el presidente mexicano sobre el escritor. En anteriores ocasiones había tropezado hablando de literatura, como cuando en la FIL de Guadalajara no pudo citar con fluidez tres libros que hubiera leído. Peña Nieto no se metió en problemas. Su discurso estuvo trufado de anécdotas y datos que son de sobra conocidos por el público. Llamó al colombiano "el más grande novelista latinoamericano de todos los tiempos". Recordó que el comienzo de Cien años de soledad se gestó en un viaje a la playa y destacó su profunda admiración por Juan Rulfo. Y recalcó que Gabo murió el mismo día que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, un 17 de abril.
Gabriel García Márquez murió a los 87 años el pasado Jueves Santos a las 12.08 de la mañana en su casa de siempre, en la calle Fuego 144, rodeado de Mercedes Barcha, y sus hijos Gonzalo y Rodrigo, así como de sus cinco nietos. Sus últimos días fueron apacibles, sometido a cuidados paliativos que habían sido aconsejados por sus médicos cuando ya se comprobó que una medicina más invasiva no iba a resolver los graves problemas que deterioran la salud del escritor. La preparación de la ceremonia de ayer tarde ha sido tan sigilosa (y tan rápida) como la propia discreción con que la familia de Gabo ha mantenido las circunstancias en que se halló en todo momento el enfermo.

Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerado con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
Murió en México, donde soñó, y adonde transportó los sueños de Aracataca. Colombia vivió con él; muchas veces le declaró sus desavenencias, pero esa fue siempre su patria; se exilió alguna vez (viniendo a México), la cambió por Barcelona o por París, viajó por todo el mundo solo o con su mujer inseparable; fue pobre de solemnidad en Colombia y en México, y rico (después de Cien años de soledad y del Nobel) en los mismos sitios.
Esas vicisitudes vitales, los peores tiempos y los mejores tiempos, los vivieron en México. La gratitud de los García Márquez que representaba el extraordinario creador que acaba de morir recibió ayer la respuesta popular y la consideración de gran hombre que México reserva para sus personajes ilustres. Peña Nieto y Santos prepararon protocolos, hicieron las guardias correspondientes: rindieron pleitesía a la creación literaria, compartieron el asombro de la multitud mexicana por la literatura del fabulador.
Una de las invitadas al homenaje recordaba la primera vez que vio a Gabo. Fue en el velatorio de un buen amigo del escritor, el pintor Abel Quezada. García Márquez, exhausto de preguntas y conversaciones que versaban sobre él, se derrumbó en una silla a su lado. El colombiano empezó a charlar con ella de las cosas más nimias, como si fueran dos vecinos en un ascensor. ¿Recuerda algo concreto? "Sí, me dijo que podría haberse pasado la vida hablando de mariposas". Cuando todo el mundo se iba, tras la ceremonia, un cañón lanzó al cielo miles de mariposas amarillas de papel, que volando inundaron las calles del centro de la Ciudad de México.
La gente había comenzado a rondar el Palacio de Bellas Artes desde primera hora de la mañana. Los operarios descargaban de camionetas sillas y vallas que iban colocando en el interior de la construcción de mármol de Carrara. A los lados de la puerta principal colgaban dos carteles con la imagen de un Gabo sonriente en blanco y negro, y bajo su rostro: 1927-2014. Liliana Aguilar, ella sí vestida de blanco, estudiante de ingeniería química e industrial, fue de las primeras en llegar. Llevaba consigo una pancarta en la que se leía lo que dijo Carlos Fuentes algún día de García Márquez: “Con él fantasía y realidad perdieron sus fronteras”. Aguilar estaba triste y en medio de esa pena recordó que el escritor es uno de los que mejor ha sabido captar “esa tristeza tan latinoamericana”. Eleoní Rivera también se presentó desde muy temprano con una guayabera de motivos floreados y su mujer, Flor Cabrera, con otra de bordados de cadenilla. Era una forma de honrar al colombiano, vistiéndose como él. El matrimonio recuerda que se topó con el escritor el 1 de enero de 2009 en La Habana, cuando se cumplían 50 años del triunfo de la revolución en Cuba. Se encontraron en la apertura de la temporada de ballet. Eleoní fue a saludar a un Gabo rodeado de periodistas y fotógrafos. ¿Qué le dijo? “No gran cosa”, contestaba, “pero con sus libros mantuve un gran diálogo”. Todos los lectores que se acercaron para ver las cenizas de Gabo pudieron también saludar a la viuda, de pie ante la urna en todo momento.
El grupo vallenato, Guatapurí de Valledupar, puso el toque caribeño en la ceremonia. Rompieron la solemnidad grave del evento que alegró durante un rato el semblante de la familia: "Eres Gabriel García Márquez, pero te decimos Gabo, de todos el más grande. El olor de la guayaba, el vivió para contarlo".
Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerado con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana, probablemente, con que en los propios libros de Gabriel García Márquez se juntan los ciudadanos para ser testigos de milagros insólitos, como en Cien años de soledad, o de peregrinaciones fracasadas, como la que desemboca en la palabra “¡Mierda!” en uno de sus libros favoritos, El coronel no tiene quien le escriba.
Pues la gente se agolpó con la devoción por su literatura y con la ansiedad por ver si algo más pasa después de la muerte. Él lo dejo dicho, no esperen nada, es el final, es para siempre. Como en la vieja canción de Gardel, que él también le escuchó al cubano Eliades Ochoa, “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”. Detrás de las compungidas palabras de despedida, esta ciudad de millones de sueños seguía en el bullicio como si estuviera en curso, en esta carcasa de oro de Bellas Artes, la despedida al que fue fabulador total de los sueños de su tierra, que acopió allí y que se trajo desde que era un joven pobre como las ratas a confundirlos con los sueños de México.