miércoles, 17 de diciembre de 2014

Memorias tropicales

Gabo que estás en los cielos
Amigos entrañables hasta que los separó para siempre un célebre puñetazo, Vargas Llosa y García Márquez le sirven al autor para reflexionar sobre los límites de la autobiografía y para trazar un inquietante paralelo entre los dos premios Nobel
Gabriel García Marquez, según Juan Pablo Gaviria./elmalpensante.com

Mario Vargas LLosa, según Juan Pablo Gaviria.

Como maneras de escribir acerca del pasado, las memorias y las autobiografías, aunque en la práctica se confunden con frecuencia, son diferentes empresas literarias. Unas memorias pueden recrear un mundo profusamente poblado por otros y, al mismo tiempo, decir muy poco acerca de su autor. Una autobiografía, por otra parte, puede adquirir la forma de un retrato del yo en el que el mundo y los otros figuran solo como mise-en-scène de la aventura interior del narrador. Al contar sus vidas, los novelistas han producido excelentes manifestaciones de talento en ambos géneros. Entre los escritores modernos, To Keep the Ball Rolling, de Anthony Powell, constituye una obra maestra de la primera forma. Las breves Palabras de Sartre son tal vez el ejemplo más notable de la segunda. Vivir para contarla, de Gabriel García Márquez, es considerado por sus editores un libro de memorias, y no hay duda de que en su conjunto cae de ese lado de la línea. Desde luego, estamos delante de los recuerdos de un legendario contador de historias. No obstante, como lo demuestra un simple vistazo a El olor de la guayaba, sus conversaciones biográficas de hace veinte años con Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez tiene también una inteligencia agudamente incisiva a la hora de reflexionar sobre sí mismo.
En Vivir para contarla, el símbolo por excelencia del “realismo mágico” ejercita este lado de sus dotes de manera muy frugal, y por escogencia artística, supone uno, ha construido unas memorias tan cercanas en su forma a una novela como tal vez nunca han sido escritas. Se inician con la llegada de su madre a Barranquilla, donde recoge a su hijo, entonces de veintitrés años, y se lo lleva a vender la casa familiar de Aracataca, en el viaje que hizo de él aquel novelista en que después se convirtió, y terminan con el ultimátum escrito a bordo de un avión rumbo a Ginebra, cinco años después, que hizo de la novia evasiva de su adolescencia su futura esposa. Entre estos dos coups de théâtre paralelos, el autor recuerda su vida hasta que salió de Colombia en 1955, en un relato que no obedece a los patrones desordenados de la experiencia o la memoria, con todas sus irregularidades, sino a las reglas de una composición perfectamente simétrica. El libro está dividido en ocho capítulos de longitud casi idéntica –un arreglo que no corresponde para nada a la manera como cualquier vida puede ser vivida en realidad–, lo que sugiere que el autor desea subrayar que estamos en presencia de otro de sus artificios supremos.
Desde el principio, García Márquez ha practicado dos estilos de escritura relativamente distintos: la prosa figurativamente recargada cuyo brillante despliegue ya se nota en las primeras páginas de La hojarasca –obra que fue rechazada por los editores de la época, aunque concediendo que tenía algo de “poético”–, y la concisión objetiva de narraciones como El coronel no tiene quien le escriba o reportajes del rango de Noticia de un secuestro. Si desde el punto de vista técnico Vivir para contarla se encuentra en algún lugar situado entre los dos extremos, el tono y el efecto del conjunto tienen la grandeza fresca y suntuosa de sus principales novelas. Estamos en el mundo de Cien años de soledad y de El general en su laberinto, con su densidad metafórica y sus diálogos característicos: renglones altivos, a veces de una sola línea, que funcionan como epigramas de una mordacidad inimitable y llenos de ironía y de sentido del humor.
A simple vista, lo que se nos cuenta es el cuento de la juventud de García Márquez en Colombia. Vívidos retratos de sus antepasados establecen el más extraño de los escenarios familiares. El autor nos habla luego de su infancia, hasta los ocho años, al lado de su abuelo en la zona bananera de la Costa Caribe; de sus primeros días de estudiante pobre en Barranquilla y de las vacaciones que pasaba en su edénica provincia natal; de la travesía que hizo por el río Magdalena para subir después la cordillera de los Andes hasta un liceo en Zipaquirá; de su paso por la universidad en Bogotá; de los apocalípticos disturbios ocurridos en la capital tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el político populista más destacado del país en ese entonces; de cómo huyó de la conflagración hacia la costa; de sus primeras incursiones periodísticas en Cartagena; del entusiasmo literario y la disipación bohemia al volver de nuevo a Barranquilla; de su trabajo como reportero regular en Bogotá y, finalmente, de su viaje al exterior para cubrir la Conferencia de Ginebra en 1955. Todo ello adobado con su acostumbrada riqueza de incidentes impactantes, de detalles intrigantes y de azares coloridos, riqueza que pocas obras de ficción podrían igualar.
 Y sin embargo, la suma de todos estos elementos no es un Bildungsroman del autor, cuya personalidad aparece raras veces en primer plano, sino la recreación de un universo sorprendente: el de la Costa Caribe colombiana en la primera mitad del siglo pasado. Quien crea que la contraparte fáctica de las ficciones de García Márquez no es más que su pálido reflejo puede estar tranquilo. Escenas tras escenas llamativas, personajes tras personajes memorables, cascadas de gestos más allá de la lógica y de coincidencias más allá de la razón hacen de Vivir para contarla un pariente muy cercano de las grandes novelas. Se trata, en todo caso, de un imponente y meditado edificio de imaginación literaria. De ahí que sea tentador leerlo como una simple y llana obra de arte, independientemente de su condición de documento biográfico.
Lo anterior disminuiría, no obstante, su interés. Una manera de ver por qué esto es así resulta de considerar su relación con las memorias del escritor latinoamericano que con mayor frecuencia se asocia a García Márquez y cuya fama solo es comparable, aún cuando en un segundo plano, a la suya. El pez en el agua de Mario Vargas Llosa, publicado hace más de una década, tiene una estructura menos convencional. Escrito en las postrimerías de la derrota de su candidatura presidencial en las elecciones peruanas de 1991, el libro está dividido en capítulos que alternan entre la niñez y juventud del escritor en su país de origen y la campaña con que pretendía llegar a gobernarlo cuando ya era un hombre de cincuenta y pico de años, un mecanismo de contraste que había utilizado más de una vez en sus obras de ficción, desde La tía Julia y el escribidor hasta El Paraíso en la otra esquina. Dentro de esta forma, los tres años de su campaña presidencial ocupan más espacio que los veintidós años de su tránsito a la mayoría de edad, lo que hace de El pez en el agua unas memorias muy distintas a las de García Márquez. Todavía más impactantes, por lo tanto, son las semejanzas entre sus experiencias tempranas, en muchos sentidos extrañamente parecidas.
Ambos escritores, en efecto, pasaron los años cruciales de su niñez a la sombra de un abuelo venerable, el patriarca de la familia: un veterano de las guerras civiles en Colombia, un plantador y prefecto en Bolivia y Perú. Sus respectivos padres, que tenían trabajos casi iguales (un operador de telégrafo, un operador de radio) y que habían contraído matrimonios muy similares (contra la resistencia de la familia política en un caso, contra la resistencia del estatus social en el otro), eran figuras ausentes: posiciones vacías en las estructuras emocionales de la infancia, en las que incluso las madres desempeñaban un papel secundario. La iniciación sexual les llegó temprano, en burdeles de los cuales cada uno escribe con un afecto inocultable. Más tarde, los dos se casaron con una muchacha de su vecindario. De adolescentes, ambos fueron enviados por sus padres, en contra de su voluntad, a internados de los que no conservarían buenos recuerdos. Cada cual se formó más o menos felizmente en la provincia de su respectiva nación, y uno y otro experimentaron su llegada a la capital como una desgracia.
Durante sus estudios universitarios, ambos se sumergieron en la vida paralela del periodismo y la bohemia. Los dos echaron mano de las radionovelas seriales de la época, inspirándose incluso en el mismo surtidor de lágrimas: El derecho de nacer de Félix B. Caignet. En uno y otro caso, el gran descubrimiento literario de su juventud fue Faulkner, cuyas novelas, según sus propios testimonios, los marcaron más profundamente que las de cualquier otro autor. Cada cual termina sus reminiscencias en el mismo punto crucial: cuando el escritor, habiendo apenas aprendido algo acerca del desconocido interior de su país (el Chocó, el Amazonas), viaja a Europa para nunca volver a residir en él de nuevo.
Una serie de paralelos como estos constituye toda una invitación a algún futuro Plutarco de las letras latinoamericanas. Sin embargo, lo que sirve para poner de relieve son finalmente los contrastes entre los dos novelistas. Porque a pesar de todas las similitudes que pueda haber en sus constelaciones familiares, Vargas Llosa provenía –por parte de su madre– de un medio social más privilegiado: un clan de la élite de Arequipa que produjo al primer presidente peruano posterior a la Segunda Guerra Mundial, José Luis Bustamante y Rivero. Su extracción de clase y el color de su piel lo situaban en un escalafón social más alto, en la que era también una sociedad más rígidamente racista, que el de un modesto muchacho mestizo en Colombia. La educación formal, así mismo, los separaba. García Márquez explica en Vivir para contarla lo profundamente desagradables que le resultaban sus estudios en la universidad, donde su padre había insistido en que se matriculara en la facultad de derecho, y cómo terminó por abandonar la carrera luego de seguir sin demasiado entusiasmo algunos cursos esporádicos. Vargas Llosa, por su parte, tuvo un brillante currículo estudiantil, hasta el punto de haberse convertido en asistente de un notable historiador local de Lima incluso antes de graduarse. La universidad, en otras palabras, fue una experiencia central para él, mientras que para García Márquez no significó mayor cosa. Esta diferencia explica también por qué el primero llegó a Europa, con una beca para estudiar en Madrid, antes que el segundo. Una vez en Europa, nunca la dejó realmente, viviendo por turnos en París, Londres y Madrid, con cortas estadías en Lima, al tiempo que García Márquez, como periodista, regresó pronto a América Latina y acabó estableciéndose en México.
Estas trayectorias divergentes tienen sus correspondencias atmosféricas en la obra de cada uno. Durante el tiempo que han durado sus vidas, y si las medimos en términos de masacres, represiones, frustraciones y corrupciones, la historia de sus respectivos países no ha podido ser más siniestra, y tales elementos salen a la superficie, como era de esperarse, en sus novelas. Pero las descripciones que de su tierra y sus gentes hace García Márquez, incluso en sus páginas más pesimistas, están imbuidas de una cierta calidez lírica, de una especie de amor inmutable que no tiene paralelo en el mundo de Vargas Llosa, donde la relación del escritor con su entorno es siempre tensa y ambigua.
Parte de la razón de esta diferencia puede ser encontrada en sus respectivas situaciones individuales, ya que si la configuración de las dos familias de las que provienen era sorprendentemente similar, su voltaje emocional era muy distinto. La madre de García Márquez, de quien pinta un retrato encantador, era sin duda una mujer de gran fortaleza de carácter, capaz de manejar a su fogoso pero díscolo marido y a sus once hijos tanto en tiempos de penuria como de prosperidad precaria. El padre de Vargas Llosa, quien abandonó a su mujer cuando tenía cinco meses de embarazo, sin decirle una palabra, y quien al cabo de diez años apareció de la nada y quiso volver a tomar posesión de sus dominios matrimoniales, era en contraste algo así como una pesadilla traumática: temido por su esposa y odiado por su hijo. Sin mayores vínculos con el medio que lo vio nacer, terminó emigrando a Estados Unidos y murió siendo el portero de un edificio en Pasadena.
 Incluso los melodramas de la precoz experiencia sexual de ambos escritores, tan característicos del honor y del ultraje latinos, reflejan este contraste. Cuando Vargas Llosa se casó con su tía, quien no por simple coincidencia era boliviana, su padre, luego de amenazarlo con un revólver, lo denunció ante la policía de Lima y juró que lo iba a matar de cinco balazos, como a cualquier perro rabioso. García Márquez, sorprendido in flagranti con la esposa de un agente departamental del orden, también tuvo que enfrentarse a una pistola (“las vainas de cama se arreglan con plomo”), pero el marido de los cuernos puestos permite que el aterrorizado muchacho se vaya con una simple reprimenda, en señal de agradecimiento por los servicios médicos que le había prestado su padre, y la última vez que aparece en las páginas del libro está tomando trago con el autor. Las dos escenas, que tanto dicen acerca del machismo teatral de ambos personajes, nos hablan a su modo de dos sociedades diferentes. La poesía y la humanidad del episodio colombiano captan el espíritu general de Vivir para contarla, así como los vínculos de su autor con la comunidad en la cual creció, mientras que el título de El pez en el agua invierte la historia que realmente cuenta, lo que puede apreciarse con mayor nitidez en su primera versión, publicada como “El pez fuera del agua”, un reversazo que no constituye la única rareza en las memorias de Mario Vargas Llosa. Escritas en un momento de aguda desilusión política –y de manera inevitable algo descoloridas por ella–, están marcadas por un odio tal hacia la vida cultural, política y social peruana que expresan claramente un sentimiento de larga duración.
Las consecuencias literarias de esta diferencia no son las que cabría esperar. La ya demasiado gastada y comercializada etiqueta del “realismo mágico” se aplica por lo general a las novelas de García Márquez, pero nunca se ha ajustado del todo a las de Vargas Llosa, quien desautoriza el adjetivo. “Tengo una invencible debilidad por el llamado realismo”, anota en El pez en el agua. Uno de los contrastes más significativos entre las literaturas de ambos escritores se deriva, por lo tanto, de estas distintas opciones. La mayor parte de la obra de Vargas Llosa se sitúa en el presente peruano, contemporáneo de su propia experiencia. Las principales excepciones son desplazamientos de tiempo y de lugar: el Brasil de La guerra del fin del mundo o la Francia –y los Mares del Sur– de El Paraíso en la otra esquina. Dentro de su propio país ha estado siempre, invariablemente, à la page. Ninguna de las grandes novelas de García Márquez, por el contrario, representa la época en que él mismo se volvió escritor. Macondo se desvanece en las brumas de la Gran Depresión. El patriarca pertenece al mundo rústico de Juan Vicente Gómez, quien gobernó a Venezuela entre 1908 y 1935. Los tiempos del cólera son decididamente victorianos. El general en su laberinto expira al terminar la Restauración. La modernidad es alérgica a la magia y los poderes de García Márquez, para ser ejercidos con plena libertad, siempre han necesitado un cierto retroceso hacia el pasado.
Ante la opinión pública, por supuesto, lo que más distingue al dúo de escritores es la imagen convencional de sus respectivas preferencias políticas: García Márquez como el amigo de Fidel Castro, Vargas Llosa como el devoto discípulo de Margaret Thatcher, dos figuras muy representativas, a su turno, de la izquierda ecuménica, por una parte, y de la derecha liberal, por la otra. Dicha polaridad, naturalmente, existe. Pero si uno se fija más en sus escritos que en sus etiquetas, el contraste que salta a la vista es aún más sorprendente. Vargas Llosa fue desde el principio, y lo ha seguido siendo a lo largo de los años, un animal político. En sus tiempos de estudiante en Lima, bajo la dictadura de Odría, fue un miembro activo del Partido Comunista que entró a sus filas bajo la influencia de Héctor Béjar, quien más tarde dirigiría la primera guerrilla peruana de la década de 1960, y luego de llegar a Europa siguió estudiando la teoría marxista y se volvió un entusiasta de la revolución cubana. Cuando rompió con ella, a principios de los años setenta, no se retiró a la torre de marfil de la literatura, como hicieron otros, sino que se convirtió en un apasionado admirador de Friedrich von Hayek y de Milton Friedman, y en uno de los principales defensores del capitalismo de libre mercado en América Latina. Su intento de llegar a la presidencia del Perú, con el apoyo de la derecha tradicional, no fue por lo tanto un capricho repentino sino el resultado de toda una década de consistente actividad pública. De ahí también que el tema organizador de muchas de sus novelas –desde la academia militar de La ciudad y los perros hasta las conspiraciones revolucionarias de Conversación en La Catedral, de Historia de Mayta y de La fiesta del Chivo– sean los conflictos políticos contemporáneos.
Este nunca ha sido el caso de García Márquez, y Vivir para contarla ayuda a explicar por qué, aunque desde luego quedan parches de misterio. Sus memorias describen a un joven que viene de la Costa Caribe al interior andino cuando estaba por cumplir los veinte años, y que se deja absorber por la literatura –y ante todo por la poesía– hasta el punto de que apenas le interesan los asuntos públicos. Colombia ya se encontraba en un estado de alta tensión política durante sus últimos años de estudiante de colegio, y cuando el futuro Premio Nobel llegó a la universidad, el país se hundía en el infierno de la guerra civil. En uno de sus capítulos más impactantes, Vivir para contarla dibuja un panorama goyesco del terremoto social que sepultó a Bogotá cuando Gaitán, el dirigente político más popular de aquella época, fue asesinado en 1948. Desde su pensión, ubicada a tres cuadras de distancia, García Márquez corrió a la escena del crimen y alcanzó a presenciar el linchamiento del asesino y el inicio de la oleada de disturbios, incendios y saqueos que por poco arrasa la ciudad. Su reacción, sin embargo, tal como él mismo nos la cuenta, se limitó a volver a la pensión a terminar su almuerzo. Un pariente suyo a quien se había encontrado en la calle –y que luego sería uno de los líderes de la junta revolucionaria que trató de encauzar los disturbios hacia un levantamiento popular contra el gobierno conservador– lo urgió a participar en las protestas contra el magnicidio. En vano. Aterrorizado ante la destrucción y las matanzas de los días siguientes, cuando el ejército se apoderó de la ciudad y restauró el orden, su único deseo era escapar.
Algunos analistas han estimado que la Violencia, con mayúscula, que asoló a Colombia durante la década siguiente, y que enfrentó a los liberales contra los conservadores en el poder, costó la vida de 200.000 personas, una catástrofe peor que todas las catástrofes sufridas por Perú en aquel entonces. Este fue el trasfondo histórico de los primeros años de García Márquez como periodista y escritor, un trasfondo que, sin embargo, no parece haberlo tocado muy de cerca. Aunque ya era un columnista regular de un periódico de Cartagena, en sus memorias nos recuerda que “en mi ofuscación política de esos días no me enteré siquiera de que el estado de sitio se había implantado de nuevo en el país por el deterioro del orden público”. En Barranquilla, un poco más tarde, nos dice que “la verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y solo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre”. La confesión es sobrecogedora, mas la distinción es insostenible: el drama de Colombia era, precisamente, el que se desbordaba en ríos de sangre. La realidad parece haber sido que el joven littérateur, totalmente inmerso en los descubrimientos y experimentos de su imaginación, en aquellos años ignoró la suerte del país.
Ignorar la suerte del país era más fácil en las ciudades costeras, ya que el litoral caribe, aunque no fue inmune al sectarismo político, no tuvo que pasar por lo peor de la Violencia, que se ensañó sobre todo en las fronteras cafeteras de los altiplanos andinos. Es indudable que el hecho de que García Márquez se identifique tanto con su región –“el único lugar del mundo donde me siento realmente en casa”– les ha dado a sus escritos esa luminosa intensidad que los caracteriza, pero también es cierto que el apego a sus raíces provincianas lo ha protegido, y hasta cierto punto enceguecido, frente a los más amplios patrones y fuerzas nacionales que forjaron la historia de su tiempo. “Colombia –escribe– fue desde siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos”.
El sentimiento de pesar es palpable y consecuente, pero no incurriríamos en una exageración muy grande si dijéramos que el altiplano andino, que conforma la médula de la sociedad colombiana, sigue siendo para García Márquez un libro cerrado. De ahí que en Vivir para contarla nos hable tan poco de la guerra civil en que se desenvuelve buena parte de la obra. Su única incursión en la historia contemporánea, Noticia de un secuestro, a pesar de todo lo humana que es como relato de los episodios finales de la saga de Pablo Escobar, confirma la existencia de una cierta aversión intelectual del novelista hacia las alturas montañosas, lo que en inglés podría denominarse mountainsickness. El libro, en efecto, ni le da mucho sentido al contexto social de la guerra contra las drogas en Colombia, ni se distingue por tener una visión crítica del papel que ha desempeñado la oligarquía colombiana en dicha guerra, una guerra que, al igual que la de la Violencia, también se ha desbordado en “ríos de sangre”. Al terminar de leerlo, cualquiera siente la tentación de pensar que García Márquez sigue siendo en el fondo tan poco político como lo era cuando comenzó su carrera de escritor.
Pensar de esa manera, no obstante, sería un error, como muy seguramente se verá en el próximo tomo –o en los próximos tomos– de Vivir para contarla. Sin embargo, tanto sus memorias como sus ficciones sugieren que en el célebre autor de Cien años de soledad hay una mente de una maravillosa sensibilidad intuitiva para captar el temperamento, el color y los detalles del mundo en que creció, pero incapaz de gastarle demasiadas energías a la labor de conceptualizar sus relaciones y estructuras. Si uno se atiene a sus recuerdos autobiográficos, resulta muy difícil determinar con alguna precisión cuál era el lugar que ocupaba la familia de García Márquez en la escala social de su época. Su abuelo, a quien representa como un patriarca inolvidable, no era al parecer sino un modesto artesano con ínfulas de orfebre, y sin embargo, la base económica de la legendaria casona de Aracataca, donde su padre pidió la mano de la “hija de una familia rica”, continúa siendo una incógnita. Los altibajos de la suerte de su padre, que oscilaba entre la extrema pobreza y un pasar relativamente llevadero –y sin ninguna relación aparente con el hecho de haber engendrado once hijos–, son solo un poco menos evasivos. A su debido tiempo, las conexiones típicas del clan se revelan a sí mismas: un tío en la policía de Cartagena, capaz de dispensar favores; un profesor en Bogotá, dueño de una conocida librería. Cómo todo esto condujo a que el joven Gabito entrara a formar parte de una complicada jerarquía de clase y de raza es algo que el lector deberá tratar de averiguar por su cuenta.
¿Y qué ocurre, para terminar, con el autorretrato que emerge de estas memorias? Resulta, curiosamente, oblicuo. García Márquez nos ofrece un recuento pormenorizado del desarrollo de su vocación literaria, desde sus días de colegial hasta sus veinticinco años, y muchos incidentes y encuentros cautivantes a lo largo de su viaje hacia la madurez. No obstante, no queda para nada claro cómo fueron su infancia y, mucho menos, su adolescencia. La confianza en sí mismo que su abuelo trató de inculcarle desde niño no parece haberlo abandonado nunca, salvo durante el breve período de sus turbulencias juveniles, pero hay pocos signos de deliberada ambición. Una y otra vez nos habla de su timidez, aunque para nadie es un secreto que disfruta la compañía de sus admiradores y que jamás ha estado corto de amigos. Qué tanto los buscaba, o qué tanto lo consideraban ellos un bohemio atolondrado, tampoco lo sabemos. En sus transacciones con el sexo opuesto, la seducción provenía más de las mujeres que de él mismo. Aunque dice que al regresar a Barranquilla era “de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal”, parece haber estado en buenos términos generales con sus mayores y con sus iguales en un escenario tras otro. Aparte del conflicto que tuvo con su padre alrededor de la escogencia de una carrera universitaria, ningún obstáculo importante se interpuso en su camino. Solo ocasionalmente alude a las facetas más volcánicas de su personalidad –aquellos “berrinches por cualquier motivo”, en momentos que no eran “mis mejores tiempos para pensar”–, pero no se detiene en ellas.
De modo que más que un análisis sostenido de sí mismo, García Márquez extiende delante de sus contemporáneos un espejo generoso. Vivir para contarla contiene una abigarrada galería de parientes, amantes, condiscípulos, mentores y confederados que el autor captura en un párrafo, en una página o en un par de ellas. Esto es más que suficiente para hacer que sus lectores anglosajones sientan una cierta impaciencia, pero demuestra una vez más su inveterado sentido de la lealtad hacia su tierra y sus gentes, que tanto diferencia sus memorias de las de su colega peruano. El pez en el agua, dirigido a un público internacional, es más delgado en este aspecto. Las memorias de García Márquez están diseñadas, ante todo, para los lectores colombianos.
Su principio de construcción se anuncia desde la primera página, desde el manifiesto mismo que sirve de epígrafe a la cabeza de la obra: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Tomadas literalmente, estas palabras constituyen una invitación a recordar de manera selectiva, con todas las facilidades de una amnesia muy conveniente. No hay motivos para suponer que García Márquez ha abusado de ellas. Sin embargo, sigue siendo legítimo que nos preguntemos qué tanto corresponden las memorias a los hechos, pues por más libertades que estemos dispuestos a concederle a un artista en la reconstrucción del pasado, no valoraríamos el resultado de la misma manera si todo fuera imaginario.
En este caso, la lectura atenta de Vivir para contarla nos induce a poner algunos signos de interrogación en los márgenes del libro. Sexo, política, literatura: cada campo deja una penumbra de incertidumbre alrededor de sus bordes. Comentando acerca de las “costumbres de cazador furtivo” que tenía su padre, García Márquez señala que hubo una época en la cual quiso seguir su ejemplo, pero que pronto descubrió que esta era “la forma más árida de la soledad”. Nada en su relato está relacionado con esta breve confesión. En El olor de la guayaba nos cuenta que, cuando estudiaba en la universidad, perteneció a una célula del Partido Comunista Colombiano. No hay rastro de ello en Vivir para contarla. De los autores que lo formaron, enfatiza únicamente a Faulkner, pero su norma de que “cada frase debería responder por toda la estructura” –junto con su uso celestial del adjetivo, que complementa con su manifiesta aversión por los adverbios, y que es como la marca de su prosa– proviene de Borges, a quien apenas menciona. Su rompimiento con el Grupo de Barranquilla, que publicaba la revista Crónica y que fue el crisol de sus primeros brotes literarios, lo presenta como una separación amistosa, sin problemas ni resentimientos. Y sin embargo, por debajo de la manga se le escapa que hacía un tiempo, en un ataque de furia, había renunciado al cargo de editor, por razones no especificadas. El rompimiento, por lo tanto, puede haber sido más doloroso de lo que sugiere.
¿Importan tales discrepancias? El epígrafe, de todos modos, las absuelve, aunque no sobra añadir que una vida y un relato nunca son la misma cosa, y que los intersticios –más o menos amplios o estrechos– que pueda haber entre la una y el otro hacen parte ineludible del interés de ambos. En la luz resplandeciente de estas memorias hay un débil brillo en la distancia, propio del género.

Este texto fue publicado originalmente en la edición 75 de El Malpensante, diciembre-enero de 2006.Traducido por Felipe Escobar.

Gabolectura: el mejor homenaje para el fallecido Nobel

Gabo que estás en los cielos

 La jornada busca que personas lean al escritor en plazas, bibliotecas públicas y colegios

Se repartieron quince mil ejemplares de El coronel no tiene quien le escriba./eltiempo.com
Este miércoles a las 9 de la mañana Gabriel García Márquez recibirá otro homenaje cuando en varios rincones del país comience en simultánea la lectura en voz alta de su obra 'El Coronel no tiene quien le escriba'.
La jornada llamada Gabolectura, promovida por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional, busca que estudiantes, escritores y personas del común lean al fallecido nobel en plazas, bibliotecas públicas y colegios.
En la Biblioteca Nacional, sede principal de este tributo a Gabo, comenzará a leer el presidente Juan Manuel Santos, junto a su esposa María Clemencia Rodríguez de Santos, la Ministra de Cultura, Mariana Garcés Córdoba, la Directora de Artes del Ministerio, Guiomar Acevedo, y la Directora de la Biblioteca, Consuelo Gaitán.
También están invitados varios escritores y periodistas como Piedad Bonett, Juan Esteban Costaín, William Ospina, Jose Luis Díaz-Granados, Roberto Burgos, Santiago Mutis, entre otros. Pero se espera que la lectura en voz alta de esta novela, se haga también en el exterior, donde las embajadas y diplomáticas de Colombia en el exterior, se sumarán al homenaje que terminaría a las 5 de la tarde.
Gaitán asegura que la Biblioteca Nacional era uno de los lugares más amados de Gabo en Bogotá.
"En esas tardes violentas cuando él estudiaba derecho y no tenía para pagar un café, venía a la sala de música de la Biblioteca. Aquí fue donde aprendió a escuchar música clásica", dice la directora del Biblioteca.
Para la Gabolectura, el Ministerio distribuyó 15 mil ejemplares de 'El Coronel no tiene quien le escriba' en las 1.404 bibliotecas públicas del país. La jornada será transmitida por Señal Colombia.
La idea de la Gabolectura es de los profesores Aura Ballesteros o Frank Domínguez, del Instituto Educativo Gabriel García Márquez (Indegama), que han hecho este tipo de jornadas desde hace varios años con alumnos de ese colegio. Pero ahora la experiencia será en todo el país.
Según Nahum Montt, coordinador del área del Libro del Ministerio de Cultura, esta es una de las novelas de Gabo que más atrae a los niños y jóvenes por su capacidad de producir imágenes imborrables.
También el jueves y viernes habrá programación especial en la Biblioteca Nacional de Colombia.
Entre las 6 y 8 de la noche, el público podrá ver entrevistas, documentales y otros archivo audiovisuales sobre Gabo, además de varias piezas musicales que se compusieron en su honor a lo largo de vida.
Y se repetirá la experiencia del taller con niños 'El coronel sí tiene quien le escriba', que se había hecho en Aracataca a comienzos de 2014 y en el que los estudiantes de colegio leen la obra del Nobel y escriben cartas al personaje principal de la novela.