martes, 24 de marzo de 2015

El camino para llegar a Macondo

El País  de España inaugura mañana la Biblioteca Gabriel García Márquez con Cien años de soledad
Mecanoescrito de Cien años de soledad./elpais.com

Después de haber estado bromeando durante años sobre la obra de los “muchachos” del boom y de haber estado haciendo irónicos juegos de palabras con los títulos de algunos libros de Gabriel García Márquez, Borges confesó por fin un día su admiración por Cien años de soledad, y declaró: “No hay duda que se trata de un libro original y que no procede de ninguna escuela”. Tal vez se refería a que no procede de ninguna escuela en particular, pues la verdad es que esta novela se alimenta de las grandes escuelas de la literatura universal, empezando por la Biblia, Las mil y una noches, Homero, Sófocles, Cervantes, y terminando en Rulfo y en el mismo Borges. Es pues una suma de la gran tradición literaria, a la vez que se erige en suma de la obra anterior y en génesis de buena parte de la obra posterior de su autor.
Cuando García Márquez (Aracataca, 1927-Ciudad de México, 2014) la empezó a escribir tenía 21 años y era un aprendiz de periodista en El Universal, de Cartagena de Indias (Colombia). Su regreso al Caribe después del bogotazo, el 9 de abril de 1948, y sus lecturas de Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Borges, le permitieron un primer vislumbre del mundo de Macondo a partir de Aracataca, de sus abuelos y de las experiencias de su niñez, y estuvo trabajando durante un año en el primer borrador con más voluntad que conocimientos en el arte de narrar y de imaginar. Pero la honestidad lo salvó: se dio cuenta enseguida que debía aprender primero a contar la novela que quería escribir, cuyo título original era La casa. Entonces fue haciendo el aprendizaje a lo largo de 17 años en La hojarasca, Isabel viendo llover en Macondo, Relato de un náufrago (y una vasta obra periodística), El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá grande y el relato El mar del tiempo perdido.
Pero una feliz interrupción tuvo lugar durante los años en que escribió El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y la mayoría de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande. El cine neorrealista italiano, el nuevo periodismo norteamericano, las lecturas de Defoe, Camus, Hemingway, Capote, Dos Passos, así como el contexto de la violencia colombiana, lo llevaron en las obras citadas a adoptar una mirada y un estilo más comprometidos con la realidad inmediata. Salir de este feliz extravío, que produjo nada menos que El coronel no tiene quien le escriba, le llevó una década. Hasta que en 1965, en un viaje a Acapulco con su familia, después de haber asimilado a Rulfo, de haber conocido las limitaciones del cine para lo que él quería expresar y de haber reparado en que la irrealidad de los mitos, leyendas, sueño y supersticiones era también parte esencial de toda la realidad, retomó el cabo suelto de La hojarasca, regresó de prisa a su casa de Ciudad de México, habló con Álvaro Mutis y, antes de encerrarse durante 14 meses en su estudio, le dijo: “Maestro, voy a escribir una novela. ¿Se acuerda de aquel mamotreto llamado La casa que le entregué en el aeropuerto de Bogotá, en enero de 1954, para que me lo guardara en la cajuela del coche? Pues es ésa, pero de otra manera”.
Y cuando salió de la Cueva de la Mafia, el apodo de su estudio, pudo entregarle al mundo el “largo poema de la vida cotidiana”, publicado en junio de 1967, donde estaban cifradas las claves no sólo de su vida, de su familia y de su pueblo, sino las del destino de todos los hombres, con sus luchas, sus sueños, sus amores, sus esperanzas y sus derrotas.
Cuando Gabriel García Márquez empezó a escribir
Cien años de soledad, este domingo, por 9,95 euros. Es la obra que inaugura en EL PAÍS la Biblioteca Gabriel García Márquez

Una risa triste

Hace unos cuatro años, un gran lector de García Márquez me dijo una frase hermética: “El único tema de Cien años de soledad es el de los amigos que se van”

Gabriel García Márquez, o la nostalgización de la amistad./elespectador.com

En estos días, releyendo la novela por primera vez tras la muerte de su autor, recordé esa conversación a propósito del último capítulo, y me sorprendió sentir algo que no había sentido antes: nostalgia. Ustedes recordarán el momento en que Aureliano Babilonia se queda solo en Macondo porque todo el mundo se ha ido, y lo único que puede hacer es gritar ese grito de guerra: “¡Los amigos son unos hijos de puta!”. El episodio es de una curiosa tristeza, y esa tristeza, en lecturas pasadas, había formado buena pareja con la ironía y el mamagallismo generalizados del resto del capítulo. Pero ahora el mamagallismo y la ironía me parecieron la forma visible de un miedo profundo a la soledad y a la muerte, unas ganas de no irse nunca y de nunca quedarse solo. El último capítulo es, entre muchas otras cosas, una canción: García Márquez la escribió para los amigos y para un mundo que ya se había ido en 1967. Tal vez ésa es la nostalgia que se siente.
Todos ustedes conocen la historia. En 1913, un catalán llamado Ramón Vinyes vio el anuncio de una empresa que requería un contable para sus oficinas de Barranquilla; marchó de inmediato, con tan mala suerte que la Primera guerra estalló, la empresa cerró y él se quedó extraviado en la costa Caribe de Colombia. Vinyes se mudó a Barranquilla para buscar suerte; nada lo describe mejor que su idea de lo que podía sacarlo de aprietos: una librería. En ella, y alrededor de la literatura y de la orientación de Vinyes, se formó un grupo de amigos que cambiaron la literatura colombiana para siempre: Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y un tal Gabriel García Márquez que un día vino a preguntar qué podía leer y se fue con un libro de un tal William Faulkner. “Cuando lo hayas leído”, le dijo Vinyes, “vuelve y te lo cambio por otro”.
El narrador de Cien años de soledad describe así al sabio catalán: “Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera”. Las palabras no están lejos de ser una suerte de poética de García Márquez, que achacó al Álvaro de la novela una opinión que él hubiera firmado de buena gana: “La literatura es el mejor invento para burlarse de la gente”. En estos días he pensado también que el último capítulo es triste también por eso: porque es una gran máquina irreverente y burlona hecha de alusiones y guiños que han hecho correr ríos de tinta, pero que sólo quieren sentirse más cerca de los amigos. Y así la crítica más ceñuda se ha desgastado durante medio siglo tratando de averiguar qué significa el hecho de que Aureliano Babilonia conozca a Lorenzo Gavilán (personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes), o el viaje a París durante el cual Gabriel ocupa la habitación donde moriría Rocamadour (que es, por supuesto, el bebé de la Maga en Rayuela). Si ponemos atención, tal vez alcancemos a oír las carcajadas de García Márquez. Pero son carcajadas tristes, porque la gran tragedia de Cien años de soledad no es que las estirpes condenadas no tengan segundas oportunidades: es la tristeza más simple de que el mundo sea un lugar del cual se van los amigos.