lunes, 24 de noviembre de 2014

El viaje a la semilla

Gabo que estás en los cielos
En 1977, poco después de la publicaciòn de El otoño del patriarca, tres jóvenes periodistas conversaron con el principal escritor colombiano. Gabo habló ampliamente sobre su literatura, dejando una sabrosa mezcla de profundidad, desparpajo y humor costeño
 
Gabriel García Márquez cuenta aquí parte de su oficio de escritor y sus manias./elmalpensante.com
El Manifiesto difundía el pensamiento de lo que entonces llamábamos la Unión Revolucionaria. Lo editábamos en Bogotá y circulaba principalmente en sectores sindicales. Recuerdo que hicimos la entrevista con Gabo en la sede de la revista, en la calle 24 con carrera quinta, frente a la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Todos se enteraron de que García Márquez estaría en la sala de redacción esa tarde y la conmoción fue grande. Se formó un tumulto en la calle y la gente siguió cruzando desde la universidad hasta verlo llegar con su saco inglés a cuadros y su pantalón oscuro. También en la sala de redacción hubo curiosos: a Carlos Jiménez, que era el director, a Humberto Molina, que se ocupaba de política, y a mí, encargada de la sección cultural, nos rodeó un grupo de silenciosos fanáticos, apeñuscados pero felices. La entrevista se extendió desde el mediodía hasta bien entrada la tarde. Éramos jóvenes y periodistas, lo que en aquella época era sinónimo de ser fumadores compulsivos. Gabo había dejado el cigarrillo dos años atrás: lo único que pidió a cambio de sus generosas respuestas fue que no hubiera humo en la sala durante las cuatro horas de esta conversación.
—M. E. R
Es una versión generalizada, entre críticos sin formación literaria, que escribes únicamente sobre la base de tus experiencias personales, de tu imaginación. ¿Qué nos puedes decir al respecto?
Sí. Tal vez he contribuido, con mi mamadera de gallo, a crear la idea de que no tengo formación literaria, que escribo únicamente sobre la base de mis experiencias, que mis fuentes son Faulkner, Hemingway y otros escritores extranjeros. Poco se sabe sobre mi conocimiento de la literatura colombiana. Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son extraliterarias. Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Te estoy hablando de hace muchos años, de hace por lo menos treinta años, cuando el vallenato apenas era conocido en un rincón del Magdalena. Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia con mucha naturalidad. Después, cuando el vallenato se comercializó, importó más el aire, el ritmo... Esos vallenatos narraban como mi abuela, todavía lo recuerdo. Después, cuando comencé a estudiar el romancero, encontré que era la misma estética. Todo eso lo volví a encontrar en el romancero.
¿Por qué no hablamos de música?
Sí, pero después, y no para publicar... No, no es que no se pueda hablar de la música. Es que me meto en un rollo que no acaba nunca. Es... algo muy íntimo, todavía más secreto cuando la gente con que uno habla sabe de música... Para mí, música es todo lo que suena. Y cambio mucho... Bartók, por ejemplo, que es un músico que me gusta mucho, en la mañana es jodido de oír. Se entra más fácilmente por Mozart en la mañana. Pero después, tranquilamente. Tengo todo lo que tú quieras… Tengo todo Daniel Santos, Miguelito Valdés, Julio Jaramillo y todos los cantantes que están tan desprestigiados entre los intelectuales. Es decir, yo no hago distinciones. Digo, sí hago distinciones pero reconozco que todo tiene su valor. En lo único que soy omnímodo es en materia musical. De alguna manera oigo no menos de dos horas diarias de música. Es lo único que me relaja. Lo único que me pone en mi tono... Y paso por etapas de toda clase.
Dicen que uno vive donde tiene sus libros, pero yo vivo donde tengo mis discos. Tengo más de cinco mil.
¿Quién de ustedes oye música? Así, como un hábito. ¿Tú? ¿Pero desde cuándo? ¿Hasta dónde puedes llegar? Por ejemplo, ¿tú llegas a la Orquesta Casino de la Playa? ¿Sí?... ¿Miguelito Valdés y la Casino de la Playa es una referencia para ti?...
Sí, claro.
¿Y a partir de ahí los boleros?
Sí. Daniel Santos del año cuarenta.
¿Con el Cuarteto Flores?
¡Sí!... La “Despedida”, “Canción de la serranía”...
Ese es el origen de la salsa, la Casino de la Playa. El pianista era Sacasas, famosísimo por sus solos llamados “montunos”. Este pleito lo he tenido con los cubanos. Es un pleito muy viejo, sobre todo con Armando Hart... ¡Oye!... ¿Eso no está andando?
Sí... Está andando.
¡Apágalo!
Mi formación literaria fue básicamente poética, pero de mala poesía, ya que solo a través de la mala poesía se puede llegar a la buena poesía. Comencé por eso que se llama poesía popular, la que se publicaba en almanaques y en hojas sueltas: algunas de ellas tenían influencia de Julio Flórez. Cuando llegué al bachillerato, empecé por la poesía que venía en los textos de gramática. Me di cuenta que lo que más me gustaba era la poesía y lo que más detestaba era la clase de castellano, de gramática. Lo que me gustaba eran los ejemplos, había sobre todo ejemplos de los románticos españoles, que era lo que estaba probablemente más cerca de Julio Flórez; Núñez de Arce, Espronceda. Después, los clásicos españoles. Pero la revelación es cuando uno se mete de verdad en la poesía colombiana: Domínguez Camargo. En ese tiempo se estudiaba primero literatura universal. ¡Eso era horroroso! No había acceso a los libros, el profesor decía que eran buenos por esto o aquello. Mucho tiempo después los leí y me parecieron formidables. Me refiero a los clásicos. Pero eran formidables no por lo que decía el profesor, sino por lo que pasaba: Ulises amarrado al mástil para no sucumbir ante el canto de las sirenas... Todo eso que pasa. Después, se estudiaba literatura española y solamente en sexto de bachillerato literatura colombiana. De manera que cuando llegué a esta clase sabía más que el profesor. Fue en Zipaquirá. No tenía nada que hacer y para no aburrirme me metía en la biblioteca del colegio, allí estaba la Biblioteca Aldeana. Me la leí toda... Desde el primero hasta el último tomo. Leí El carnero, las Memorias, las Reminiscencias... ¡Lo leí todo! Por supuesto, cuando llegué a sexto de bachillerato sabía más que el profesor. Allí me di cuenta de que Rafael Núñez fue el peor poeta del país... ¡El himno nacional!... ¿Te imaginas que la letra del himno nacional fue escogida porque era una gran poesía de Núñez? Que hubiera sido primero himno, la cosa se podría pasar, pero lo que produce horror es que fue escogida para himno porque era poesía. En cuanto a la literatura, la costa no existía. Cuando la literatura se separa de la vida y se encierra en las tertulias, entonces aparece un bache que entra a ser llenado por los paisas... Los paisas salvan la literatura, la salvan cuando esta se volvió retórica.
A los veinte años ya tenía una formación literaria que me bastaba para haber escrito todo lo que he escrito... No sé cómo descubrí la novela. Creía que lo que me interesaba era la poesía. No recuerdo cuándo me di cuenta que era la novela lo que necesitaba para expresarme... Tal vez La metamorfosis de Kafka fue una revelación: fue en 1947, yo tenía 19 años, estaba haciendo primer año de derecho... Recuerdo la primera frase, dice exactamente así: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama transformado en un monstruoso insecto...”. ¡Coño! Cuando leí eso me dije: ¡pero así no vale!... ¡Nadie me había dicho que eso se podía hacer!... Porque si esto se puede hacer, ¡entonces yo puedo! ¡Coño...! Así narraba mi abuela... Las cosas más insólitas, con la mayor naturalidad.
Y al día siguiente empecé, pero así, a las ocho de la mañana, a tratar de saber qué carajo se había hecho en novela desde el principio de la humanidad hasta mí. Entonces agarré la novela en un orden riguroso, digamos desde la Biblia hasta lo que se estaba escribiendo en ese momento. A partir de entonces, durante seis años, yo solo hice literatura, dejé de estudiar y dejé todo. Empecé a escribir una serie de cuentos que eran totalmente intelectuales: son los primeros cuentos publicados en El Espectador. El principal problema que tenía cuando empecé a escribir esos cuentos era el de los demás: sobre qué escribir. Pero después del 9 de abril, cuando me quedé sin nada, con lo que tenía puesto, me fui para la costa y empecé a trabajar allá, en un periódico. Entonces los temas comenzaron a atropellarme. Empecé a encontrarme con toda una realidad que había dejado atrás, en la costa, que no la podía interpretar por falta de formación literaria. Esa fue la primera atropellada, de tal forma que escribía como con fiebre.
Le tengo un gran cariño a La hojarasca. Inclusive una gran compasión a ese tipo que la escribió. Lo veo perfectamente: es un muchacho de 22, 23 años, que cree que no va a escribir nada más en la vida, que es su única oportunidad, y trata de meterlo todo, todo lo que recuerda, todo lo que ha aprendido de técnica y de malicia literarias en todos los autores que ha visto. En ese momento ya estaba poniéndome al día, estaba en los novelistas ingleses y en los norteamericanos. Y cuando los críticos empiezan a encontrar mis influencias en Faulkner y Hemingway, lo que encuentran –no les falta razón, pero en otra forma– es que cuando estoy enfrentado a toda esa realidad, en la costa, y empiezo a vincular mis experiencias literariamente, me encuentro que la mejor forma de contarlo no es la de Kafka, me encuentro que el método es exactamente el de los novelistas norteamericanos... Lo que encuentro en Faulkner es que él está interpretando y expresando una realidad que se parece mucho a la de Aracataca, a la de la zona bananera. Lo que ellos me dan es el instrumento. Releyendo La hojarasca, encuentro exactamente las lecturas que tenía esa obra. ¡Pero así, así!... Se ven con la mano... Es cuando dejo todos esos cuentos intelectuales, cuando me doy cuenta de que era en las manos, era en todos los días, era en los burdeles, era volviendo a los pueblos, en las canciones. Justamente, vuelvo a encontrar los cantos vallenatos. Entonces conocí a Escalona, fíjate: empezamos a trabajar. Escalona y yo trabajamos un poco juntos, hacíamos unos viajes del carajo por La Guajira, donde había experiencias que me vuelvo a encontrar ahora con una absoluta naturalidad. Hay un viaje de la Eréndira que es un viaje que hice por La Guajira con Escalona... No hay una sola línea, en ninguno de mis libros, que no pueda decirte a qué experiencia de la realidad corresponde. Siempre hay una referencia a la realidad concreta. ¡Pero no hay un solo libro! Y eso, un día, con más tiempo, lo podemos comprobar, podemos ponernos a jugar a esto, a decir: esto corresponde a tal cosa, esto a tal otra, y recuerdo el día y todo, exactamente.
 ería interesante hacer eso con El otoño del patriarca.
Con El otoño es con el que más lo puedo hacer, porque es un libro totalmente cifrado.
Volviendo a tus influencias, dentro de tu formación literaria, ¿qué significó el Grupo de Barranquilla?
Fue lo más importante. Lo más importante porque cuando estaba acá en Bogotá, estaba estudiando la literatura de manera digamos abstracta a través de los libros, no había ninguna correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que había en la calle. En el momento en que bajaba a la esquina a tomarme un café, encontraba un mundo totalmente distinto. Cuando me fui para la costa forzado por las circunstancias del 9 de abril, fue un descubrimiento total; que podía haber una correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que estaba viviendo y lo que había vivido siempre. Para mí, lo más importante del Grupo de Barranquilla es que yo tenía todos los libros. Porque allí estaban Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Germán Vargas, que eran unos lectores desaforados. Ellos tenían todos los libros. Nosotros nos emborrachábamos, nos emborrachábamos hasta el amanecer hablando de literatura, y esa noche estaban diez libros que yo no conocía, pero al día siguiente los tenía. Germán me llevaba dos, Alfonso tres; el viejo Ramón Vinyes nos dejaba meter en toda clase de aventuras en materia de lectura, pero no nos dejaba soltar el ancla clásica que tenía. Nos decía: “Muy bien, ustedes podrán leer a Faulkner, a los ingleses, a los novelistas rusos, a los franceses, pero siempre, siempre en relación con esto”. Y no te dejaba soltarte de Homero, no te dejaba soltarte de los latinos. El viejo no nos dejaba desbocar. Lo que era formidable es que esas borracheras que nos estábamos metiendo correspondían exactamente a lo que yo estaba leyendo, ahí no había ninguna grieta; entonces empecé a vivir y me daba cuenta exactamente de lo que estaba viviendo, qué tenía valor literario y cómo había que expresarlo. Por eso es que tú encuentras en La hojarasca la impresión de que no iba a tener tiempo, que había que meterlo todo, y es una novela barroca y toda complicada y toda jodida... tratando de hacer una cosa que luego hago con mucha más tranquilidad en El otoño del patriarca. Si pones atención, la estructura de El otoño es exactamente la misma de La hojarasca: son puntos de vista alrededor de un muerto. En La hojarasca está más sistematizada porque tengo 22 o 23 años y no me atrevo a volar solo. Entonces adopto un poco el método de Mientras agonizo de Faulkner. Faulkner es más, por supuesto, él le pone un nombre al monólogo; entonces yo, por no hacer lo mismo, lo hago desde tres puntos de vista que son fácilmente identificables, porque son un viejo, un niño, una mujer. En El otoño del patriarca, ya cagado de risa, puedo hacer lo que me da la gana; ya no me importa quién habla y quién no habla, me importa que se exprese la realidad, esa que está ahí. Pero no es gratuito, digo. No es casual que en el fondo siga tratando de escribir el mismo primer libro: se ve muy claro en El otoño cómo se regresa a la estructura, y no solo a la estructura sino al mismo drama. Y era eso. Fue formidable porque estaba viviendo la misma literatura que estaba tratando de hacer. Fueron unos años formidables porque fíjate... hay una cosa que sobre todo los europeos me reprochan: que no logro teorizar nada de lo que he escrito, porque cada vez que hacen una pregunta tengo que contestarles con una anécdota o con un hecho que corresponde a la realidad. Es lo único que me permite sustentar lo que está escrito y sobre lo que me están preguntando... Recuerdo que trabajaba en El Heraldo. Escribía una nota por la cual me pagaban tres pesos y, probablemente, un editorial por el cual me pagaban otros tres. El hecho es que no vivía en ninguna parte, pero había muy cerca del periódico unos hoteles de paso. Había putas alrededor. Ellas iban a unos hotelitos que estaban arriba de las notarías. Abajo estaban las notarías, arriba estaban los hoteles. Por 1,50 la puta lo llevaba a uno y eso daba el derecho de entrada hasta por 24 horas. Entonces comencé a hacer los más grandes descubrimientos: ¡hoteles de 1,50, que no se encontraban!... Eso era imposible. Lo único que tenía que hacer era cuidar los originales en desarrollo de La hojarasca. Los llevaba en una funda de cuero, los llevaba siempre, siempre debajo del brazo... Llegaba todas las noches, pagaba 1,50, el tipo me daba la llave –te advierto que era un portero que sé dónde está ahora, es un viejito–. Llegaba todas las tardes, todas las noches, le pagaba los 1,50...
¡Claro! Al cabo de quince días ya se había vuelto una cosa mecánica: el tipo agarraba la llave, siempre en el mismo cuarto, yo le daba los 1,50... Una noche no tuve los 1,50... Llegué y le dije: “¡Mire! ¿Usted ve esto que está aquí? Son unos papeles, eso para mí es lo más importante y vale mucho más de 1,50, se los dejo y mañana le pago”. Se estableció casi como una norma, cuando tenía los 1,50 pagaba, cuando no los tenía, entraba... “¡Hola! ¡Buenas noches!...”, y... ¡Phahhh!... le ponía el fólder encima y él me daba la llave. Más de un año estuve en esas. Lo que sorprendía a ese tipo era que de pronto me iba a buscar el chofer del gobernador, porque como era periodista me mandaba el carro. ¡Y ese tipo no entendía nada de lo que estaba pasando!
Yo vivía ahí, y por supuesto, al levantarme al día siguiente, la única gente que permanecía ahí eran las putas. Éramos amiguísimos, y hacíamos unos desayunos que nunca en mi vida olvidaré. Recuerdo que siempre me quedaba sin jabón y ellas me lo prestaban... Y ahí terminé La hojarasca.
El problema con todo eso del Grupo de Barranquilla es que lo he contado mucho. ¡Y siempre me sale mal porque no alcanzo! Para mí es como una época de deslumbramiento total, no de la literatura, sino de la literatura aplicada a la vida real, que al fin y al cabo es el gran problema de la literatura. De una literatura que realmente valga.
Era tan consciente de lo que estaba haciendo que caí en cuenta de que tenía que irme a viajar por el Magdalena hasta La Guajira. Era exactamente el camino contrario al recorrido por mi familia, porque ellos eran guajiros, de Riohacha, y de allí se vinieron a la zona bananera. Era como el viaje de regreso, como el viaje a la semilla. Lo que tenía metido en la cabeza era hacer ese camino de regreso porque en él iba encontrando todos los puntos de referencia, todas las cosas que me hablaban de mis abuelos; era todo un mundo que tenía muy nebuloso y que cuando iba llegando a los pueblos iba encontrando. Esto es lo que me decían... mi abuelo había matado a un hombre, y recuerdo que sucedió la cosa más jodida: estaba en Valledupar, y de pronto se me presentó un tipo altísimo, altísimo, con un sombrero de vaquero, y me dijo: “¿Tú eres Márquez?”. Y  yo le dije: “¡Sí!”. Entonces él se quedó viéndome y me dijo: “Tu abuelo mató a mi abuelo”. ¡Y yo me cagué! No supe qué decir. Entonces él se sentó, yo estaba como petrificado contra la pared, y empezó a contarme: “Él se llamaba José Prudencio Aguilar…”, ¡y no te digo nada más!
Todo era así. ¿Sabes cómo hice para financiarme todo ese viaje que duró mucho más de un año, cuando estuve vagando de un lado para otro por toda la región, el viaje donde encontré las raíces de Cien años de soledad y de todo? Vendiendo enciclopedias. Vendía la Enciclopedia Utea.
Cuando salí de ahí me vine para El Espectador. Lo que te quiero decir es que cuando llegué a Bogotá, en 1953, no necesitaba haber leído más, ni haber hecho nada más para escribir todo lo que he escrito. Ya la formación está completa. Después he tenido otro tipo de desarrollo. De tipo ideológico si tú quieres; es otra cosa, es profundizar en la interpretación de todo eso. Pero ya estaba completamente formado. Y llegué a París, y llegué a Europa, y estaba en Europa. ¡Coño! Y yo escribía El coronel no tiene quien le escriba encerrado en un hotel de París, y esa vaina tiene todos los olores y tiene los sabores, tiene la temperatura, tiene el calor, tiene todo, y fue escrito en invierno, con una nieve del carajo afuera y con un frío del carajo en el cuarto, y yo con el abrigo puesto, y esa vaina tiene todo el calor de Aracataca. Porque si no lograba que hiciera calor en el libro no sentía que estaba bien. Cuesta trabajo.
¿Y de la experiencia como periodista, en cuanto a tu formación literaria, qué nos puedes contar? Por ejemplo, llama la atención “La marquesita de La Sierpe”, pues a pesar de ser la crónica de una región, parece completamente irreal.
Es que es irreal. En el sentido de que no está comprobado, es decir, no son acontecimientos comprobados, sino contados como si fueran comprobados. Son cosas que se contaban con absoluta naturalidad. No sé si me explico. Es decir, conozco La Sierpe, estuve ahí, pero por supuesto no vi el “totumo de oro” ni el “cocodrilo blanco”, ni nada de esas cosas. Pero era una realidad que vivía dentro de la conciencia de la gente; por lo que te contaban, no te cabía ninguna duda de que eso era así. En cierta manera es un poco el método de Cien años de soledad. Y después, no se puede ser escritor sin trucos. Lo importante es la legitimidad de esos trucos, hasta qué punto se utilizan y en qué medida. Recuerdo perfectamente que estaba en México escribiendo, describiendo la subida al cielo de Remedios la Bella. Yo era consciente, primero, de que sin poesía no subía. Decía: “Esto hay que hacerlo subir a poesía”, pero inclusive con poesía tampoco subía. Ya estaba desesperado: no podía prescindir de eso porque dentro del libro era una realidad, estaba dentro de las normas que me había impuesto. Porque la arbitrariedad tiene unas leyes rígidas. Y una vez que me las impongo no las puedo violar. No puedo decir ahora que el alfil camina así y después, cuando me conviene, ponerlo a caminar así. Me jodí, porque haga lo que haga tiene que seguir así. Si no, eso se te vuelve un caos del carajo. Recuerdo un día en que estaba atorado en esa vaina, salí al patio y había una negra muy grande y bella que trabajaba en la casa; ella estaba tratando de colgar las sábanas en los ganchos esos, y había viento... entonces si las colgaba de aquí, el viento las soltaba de acá... estaba completamente loca con aquellas sábanas... hasta que no aguantó más y “¡Ahhhh! ¡Ahhhh!”, gritó desesperada, envuelta en las sábanas... ¡Y subió! Eso sucedió con todo. 

Sobre Cien años de soledad 
“...entonces fue al castaño pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño...”.
Estaba previsto desde siempre, desde antes que tuviera en la cabeza Cien años de soledad. Siempre supe que había un personaje, un viejo general de la guerra civil, que moría orinando debajo de un palo. Eso era lo que sabía. No sabía por dónde iba a reventar, por dónde iba a salir. Así la personalidad del coronel Buendía se fue formando.
Hubo un momento en Cien años de soledad en que pensé que el coronel Aureliano Buendía se tomaba el poder... Y ese hubiera sido el dictador de El otoño del patriarca. Pero hubiera desbaratado por completo la estructura del libro. Se hubiera vuelto otra cosa. Además, dentro de la trayectoria del personaje, dentro de la realidad del libro, lo que me importaba realmente era que vendiera la guerra, desde un punto de vista ideológico, si tú quieres. El tipo no se atreve a seguir peleando por el poder sino por una serie de vainas, liberales, que se cagaron en todas las guerras civiles del siglo pasado en este país.
Y seguía escribiendo el libro, y de pronto me acordaba de que en medio de todas esas cosas tenía un problema guardado. Era el coronel Aureliano Buendía haciendo pescaditos de oro: y no sabía en qué momento tenía que matarlo. Le tenía miedo a ese momento. Probablemente uno de los más duros que he tenido en la vida lo tuve cuando escribí la muerte del coronel Aureliano Buendía. Recuerdo perfectamente... Un día dije: “¡Hoy se jode!”. Siempre he querido escribir un cuento que describa, minuciosamente, cada momento de una persona en un día común y corriente, hasta que se muere. Traté de darle esa solución literaria a la muerte del coronel Aureliano Buendía, pero me encontré con que si seguía por ese camino se me volvía también otro libro. Por lo tanto descarté esa posibilidad, y seguí dándole vueltas a la muerte del coronel, hasta que... [Golpea la mesa. Guarda silencio. Se mira las manos y lentamente, muy lentamente, empieza a decir...] Me subí a uno de los cuartos. Mercedes estaba haciendo la siesta, me acosté a su lado y le dije: “Ya se murió”, y estuve llorando dos horas.
Pero hay una cosa más curiosa. Durante cinco años tuve golondrinos. ¿Tú sabes lo que son los golondrinos? No me los pudieron quitar con nada. Me hicieron toda clase de tratamientos. Fui a Nueva York, me los extirparon, me sacaron sangre de un lado y me la inyectaron en otro; así me hicieron vacunas, toda clase de vainas. Y nunca durante cinco años hubo nada que hacer. Se me quitaban y me volvían a dar. Cuando estaba escribiendo Cien años de soledad, y pensé en el coronel Aureliano Buendía, que era un personaje al que yo detestaba y he detestado siempre, porque el cabrón, si hubiera querido, hubiera podido tomarse el poder y no lo hizo por soberbia, dije: “¿Bueno, qué enfermedad le pongo a este cabrón para que lo joda sin matarlo?”. Entonces le puse los golondrinos. Desde el momento en que el coronel Aureliano Buendía quedó con los golondrinos, a mí se me quitaron. Y de esto hace diez años, y nunca más me volvieron a dar.
El otro caso es el de Úrsula. En el proyecto original, ella tenía que morir antes de la guerra civil. Además, dentro de una cronología estricta, ya en ese momento estaba llegando a los cien años. Sin embargo, si se moría, ahí el libro se venía abajo. Entonces me di cuenta de que tenía que seguirla hasta un momento en que el libro se viniera abajo, pero ya no importaba porque la inercia lo llevaba hasta el fin. Por eso tuvo que irse hasta allá, hasta el carajo. Fíjate que a Úrsula no me atreví a sacarla, más aún, tuve que barajarla, hacer de todo para poderla llevar hasta donde fuera.
Hiciste con los golondrinos lo mismo que Dostoievski hizo con la epilepsia.
Sí. Pero a él no se le curó. ¿No es cierto que uno de los episodios inolvidables de la literatura universal es cuando Smerdiakov se cae por la escalera? Además, nunca se sabe si fue verdad o mentira, o si fue un ataque real o fingido. Es inolvidable eso.
Ya que estamos hablando de personajes, hay algo que me inquieta. En general tus obras se caracterizan por la presencia de personajes claramente definidos, que parecen llenarlas totalmente, mientras el pueblo aparece como diluido, llenando también la obra, pero en un plano secundario, como masa de maniobra. ¿Por qué?
Sí. Es que la masa tendría que tener su escritor, un escritor que le escribiera sus personajes. Yo soy un escritor pequeño burgués, y mi punto de vista ha sido siempre pequeño burgués. Esa es mi perspectiva, mi nivel, aunque mi actitud de solidaridad sea otra. Pero no conozco ese punto de vista, escribo desde el mío, desde la ventana donde estoy, no sé más del pueblo de lo que he dicho, de lo que he escrito. Probablemente sé más, pero es totalmente teórico. Este es un punto de vista absolutamente sincero. Y en ningún momento he forzado la cosa. Hay una frase que he dicho y que incluso a mi papá lo jodió mucho, le pareció peyorativa. He dicho: “¿Al fin y al cabo quién soy yo?... Soy el hijo del telegrafista de Aracataca”. Y eso, que a mi papá le parece tan peyorativo, a mí me parece, al contrario, que dentro de esa sociedad es casi elitista, porque el telegrafista creyó que era el primer intelectual del pueblo. Generalmente eran estudiantes fracasados, tipos que no pudieron seguir estudiando y se fueron por allí, a lo que era eso, a Aracataca, que era un pueblecito de peones. 

 Sobre El otoño del patriarca 
...pero tú sí eres insaciable. Te he hablado de literatura como no hablaba... no sé, desde hace varios años. Porque además, tengo un gran pudor de hablar de literatura.
Todavía queda pendiente El otoño del patriarca. A veces se habla de que con él estás cancelando cuentas con toda tu obra anterior.
Sí, es lo que he dicho.
También decías en un reportaje que era tu autobiografía cifrada, en clave. En ese sentido parece entonces que la escritura se hace más compleja, menos accesible para la masa de los lectores.
Pero ya llegará a la gran masa de los lectores. El otoño del patriarca lo que hace es sentarse a esperar que se le alcance. Fíjate, creo que los lectores desprevenidos, sin información literaria, leen El otoño del patriarca con bastante más facilidad que los lectores con formación literaria. Lo he visto en Cuba, donde el libro anda así, por la calle. Los lectores sin información literaria no se asustan, se asustan menos. El otoño del patriarca es una novela totalmente lineal, absolutamente elemental, donde lo único que se ha hecho es violar ciertas leyes gramaticales en beneficio de la brevedad y la concisión, es decir, para poder trabajar el tiempo. En cierto modo, para que no se vuelva novela infinita. No veo que tenga nada de raro. Además, se han hecho muchas así en la historia de la literatura. No veo dónde está la dificultad.
Pero la impresión que uno se lleva es la de una mayor complejidad. Parece que se trata de algo para iniciados.
En la estructura sí. Pero en el lenguaje es la más popular de mis novelas. Es más cifrado en el sentido de que es más restringido. Es más popular, más de los choferes de Barranquilla. Está, sí, más cerca del habla que de la lengua literaria, está llena de frasecitas de canciones, de toda clase de refranes, de airecillos del Caribe.
Entonces la dificultad nace de que la mayoría de los lectores no han vivido esa experiencia, carecen de las mismas referencias.
No. Si es así, está mal, porque el libro debe ser accesible aunque el lector no tenga esa información. Si necesita esa información previa, entonces está mal. No creo que tengan más acceso a él quienes conocen las claves. Probablemente se divierten más. Creo que el libro es legible sin la cantidad de versos de Rubén Darío que tiene metidos por dentro, por todas partes, porque todo el libro está escrito en Rubén Darío. Si se necesita toda la información para leer el libro, entonces está mal. Ahora, yo no creo que se necesite.
Creo que es más un poema que una novela. Está más trabajado como poema que como novela. Hubiera podido escribirlo, ese sí, sin leer un solo libro, pero no sin haber oído toda la música que he oído. Eso hizo que la curva crítica de la música fuera así mientras estuve escribiéndolo. Por una razón absolutamente elemental: por primera vez en mi vida, después de Cien años de soledad, puedo comprarme todos los discos que me dé la gana. Antes tenía que oír música prestada. Lo que es más complejo de El otoño del  patriarca es la estética. No es que sea una estética nueva. Es bastante más complejo. Lo he trabajado más que un poema. Es casi un lujo que se da un escritor que ha escrito Cien años de soledad y dice: “Bueno, ahora voy a escribir el libro que quiero”. Jugar con eso, confesarse de muchas cosas. Mira, la soledad del poder se parece mucho a la soledad del escritor.
No es que el libro esté cifrado, están cifrados los acontecimientos que le sirven de base, así como están cifrados algunos en Cien años de soledad; lo demás son experiencias que tuve. Mi madre leyendo un libro es una maravilla, porque ella va diciendo: “Esto es tal cosa, esta es la otra, aquel es mi compadre, ese que decían que era marica pero no era marica”.
Creo que el problema que hay leyendo El otoño del patriarca es principalmente intelectual. Son ustedes los críticos los que no entienden, porque están buscando qué es lo que hay, y es que no hay nada. Es el más costeño de todos, el más restringido al Caribe, el más sectariamente caribe, el que más está diciendo: “¡Coño! ¿Por qué nos tienen jodidos?”. Esto es un país completamente distinto, es otra cultura, es otra cosa. Es un deseo de sacar tal cantidad de cosas, que da la impresión de que no te entienden. Es por eso, por ese burdel donde yo vivía, que está cargado de cosas del Caribe; por esa cantina del puerto donde íbamos a comer a la salida del periódico a las cuatro de la mañana, donde se armaban unas peloteras, unas cuchilladas del carajo; por las goletas que se iban con contrabando y cargadas de putas para Aruba, para Curazao; por la Cartagena de los sábados en la tarde, de los estudiantes, todo eso. Sabes que conozco el Caribe, isla por isla, así, isla-por-isla-por-isla, perfectamente, y se puede sintetizar en una sola calle, como la que aparece en El otoño del patriarca, que es la calle principal de Panamá, La Guaira. Pero sobre todo es la calle del comercio de Panamá, llena de chinas, de vendedores ambulantes. Hay una especie de esfuerzo por tratar de agarrar todo eso y sistematizarlo de alguna manera.
Probablemente no salió. El otoño del patriarca son los doce cabos que te da un paseo por la calle central de Panamá, o una tarde en Cartagena, o todo ese mierdero del Caribe, porque es un mierdero del carajo, inclusive Cuba hoy, lo que es, lo que fue La Habana. Creo que hay un esfuerzo poético grande por tratar de salir al otro lado. Yo hubiera podido seguir escribiendo Cien años de soledad bis, dos, tres, cuatro, como El Padrino. Pero eso no podía ser. Si quería seguir escribiendo tenía que ver qué carajo hacía; lo que ya no me preocupa tanto después de El otoño del patriarca. Si vuelvo a escribir cuentos, ahora el modelo es W. S. Maugham. Son cuentos reposados, otoñales, de una persona que está contando una serie de cosas que vio, que vivió, de una forma no muy... no digamos muy clásica porque las definiciones joden todo, parece otra cosa, digamos que muy académico, muy formal. Porque Maugham escribió muy buenos cuentos, probablemente los mejores que conozco, tienen tono, no hacen ningún ruido, es un buen modelo para escribir cuentos. A ver, ¿de qué otra cosa hablamos...?
De Rubén Darío, por ejemplo.
Sí. Bueno, Rubén Darío es el poeta de la época; es de cir, de la época del libro... ¿Sabes? Hay una cosa muy triste, es la dificultad que han tenido todos los traductores con él. No ha podido ser traducido, así, como poeta grande. No lo conocen en ninguna parte. Y hay otros problemas que meten a los traductores en unos líos del carajo; los traductores de El otoño del patriarca están totalmente enloquecidos. Por ejemplo, preguntan: “¿Qué significa la ‘manta de bandera’?”. Y en la costa, no sé acá, la “manta” es el papel del cigarrillo que venden para enrollar la marihuana, pero durante una época venía con la bandera de los Estados Unidos. En la costa es muy sencillo, todo el que vea “manta de bandera” ya sabe qué es: el papel ese que venía con la bandera de los Estados Unidos para fumar marihuana. Imagínate la nota que tiene que poner el traductor para explicar qué es la “manta de bandera”. Lo que tiene que hacer es olvidarse de la connotación del antecedente y buscar una fórmula. Hay otra cosa preciosa: es el “salchichón de hoyito”. Eso es totalmente de los choferes de Barranquilla.
¿Y qué es?
El “salchichón de hoyito” es un salchichón que tiene un hoyito en la punta. Otros le dicen “la polla”, “la pinga”... Pero lo que dice el chofer de Barranquilla es “el salchichón de hoyito”. Entonces todo traductor pregunta: “¿Qué significa ‘salchichón de hoyito’?”. Por eso, lo hermético no sería el libro, sino todo eso, ¿no?, lo del Caribe. Por ejemplo, en Cuba no saben lo que es el “salchichón de hoyito”, pero cuando un cubano lo lee, cuando un dominicano o un puertorriqueño lo leen, inmediatamente saben qué es, se enteran porque conocen los mecanismos, los contextos, saben cómo se llega a eso.

Regreso a Macondo

Gabo que estás en los cielos 

Fui el primer periodista colombiano que pudo entrevistar a García Márquez, con detenimiento y a pierna suelta, cuando él regresó triunfalmente al país, a su país, como un boxeador que acabara de coronarse campeón mundial, después del estropicio causado por Cien años de soledad

Gabriel García Márquez dijo a Juan Gossaín: “ni yo mismo sé quién soy”, en la entrevista que le concedió en 1971 al regresar a Colombia. /elespectador.com
 Recuerdo los pormenores de aquel episodio, y sucedieron tantas cosas insólitas y extravagantes que vale la pena dejarlas por escrito. Estábamos en el aeropuerto de Barranquilla, bajo un sol implacable, esperando que aterrizara la rutilante estrella literaria. En los muelles de bienvenida se amontonaban periodistas, viejos amigos suyos, curiosos y secretarias en busca de autógrafos del novelista para después cambiarlos por los del centro delantero del Júnior. Pero también estaban, y eso es lo importante, los grandes camaradas que Gabito había dejado en esta ciudad donde vivió tanto tiempo, donde escribió La hojarasca, donde disfrutó los mejores años de su vida, donde conoció a Mercedes Barcha —la hija del boticario de Magangué que luego sería su esposa—, donde fue feliz escribiendo para El Heraldo una columna de comentarios que se llamaba “La Jirafa” y bebiendo ron en los sardineles del Paseo Bolívar y en las mesas metálicas del Café Roma.
Allí estaban ellos, endomingados, con los zapatos nuevos y el vestido de lino irlandés que permanecía en el fondo del escaparate desde la época en que los buques de rueda remontaban el río Magdalena: los choferes de taxi, los mamadores de gallo de La Cueva, los vendedores de periódicos, los fotógrafos callejeros. Entre aquella multitud prevalecía el temor de que Gabito, el muchacho flaco y cabezón que ellos habían conocido, volviera ahora estirado por el éxito, estirado y espantajopos.
Pero se abre la puerta del avión y lo primero que se asoma es una estruendosa guayabera panameña, de todos los colores que Dios echó al mundo, que parecía un disfraz carnavalero del Congo grande. (Un taxista recordó, entonces, que veinte años atrás, y por esas mismas excentricidades, a García Márquez le decían Trapo Loco en Barranquilla).
Bajó por la escalinata. Vio los rostros de los viejos compañeros, los espejuelos de Fuenmayor, la barriga descomunal de Quipe Scopell, el diente de oro de Racedo, la cámara fotográfica del Mono Manjarrés, los señaló con un dedo —en la otra mano traía una caja de cartón que habría de perderse— y gritó a bocallena: —¡Mierda, otra vez los mismos camajanes!
Su carcajada de cataclismo ahogó las últimas palabras. Los del pintoresco comité de recepción se miraron satisfechos unos a otros: no cabía duda, ese era Gabito, aunque ya no estuviera tan flaco, y aunque ahora los críticos fascinados del New York Times Book Review insistieran en llamarlo “Mr. Márquez”. ¡Tan pendejos como siempre, los gringos!
Macondo es Macondo, para qué negarlo: García Márquez había ido a Barranquilla, más que todo, para visitar a ese amigo entrañable e inolvidable que era Álvaro Cepeda Samudio. Pero Cepeda estaba en Nueva York. De modo que el novelista tuvo que regresar por la tarde al aeropuerto a esperar al amigo que debía haberlo estado esperando a él por la mañana. ¿Hay acaso motivo para extrañarse después de que el coronel Aureliano Buendía encabezó treinta y seis guerras civiles, las perdió todas, y se sentó en la puerta de su casa a esperar que pasaran con su propio entierro?
La casa grande de voces y de imágenes.
Cuatro botellas de cerveza, un grupo de amigos, un patio de sol y de viento, el olor de las flores en el corredor, el rumor de una anciana que deambula por los pasillos: todo vuelve a ser igual.
El gitano ha regresado. Trajo su baúl de sortilegios y su carga de recuerdos y la instaló aquí, en el patio donde la luz reverbera sobre los tejados y en los muros de ladrillo.
La tarde se refresca a medida que se acercan las seis. García Márquez canta un vallenato: “Allá en La Guajira, arriba, donde nace el contrabando...”. Fuenmayor, Escopel y Angulo hacen coro y tamborilean con los dedos en la mesa o en los brazos de los taburetes. Los perros se espantan otra vez.
“No soy lo que quiero ser...”
“¿Sabes qué he aprendido en cuarenta años? Que todo es exactamente la misma vaina. Volvemos al punto de partida, reiniciamos, empezamos otra vez. Cuando yo escribía en los periódicos, el sueño de mi vida era ser un novelista célebre, afamado en todo el mundo, con libros que se conocieran en los confines del universo, traducidos a todos los idiomas, expuestos en las vitrinas de cuanta librería existiera en Europa, en Asia, en América, en todas partes. Y sobre todo, no tener nada más que hacer: sentarme a escribir novelas, buenas novelas, mis novelas. Ahora que lo he conseguido, que he realizado mis sueños uno a uno, me doy cuenta de lo que verdaderamente quiero ser: un gran reportero, un incansable buscador de noticias. Siempre quise ser lo que hora no soy...”.
“Me he vuelto rutinario”
¿Es una frustración?
Es más que eso: es un anhelo.
Acabo de comprender que yo —veinte años partiéndome el alma para llegar a la cumbre, a la que yo creía que era la cumbre— estoy empantuflado, rutinario, y lo peor es que esa rutina se la transmite uno a lo que escribe. En Barcelona escribí un día que mi última novela —El otoño del patriarca— es una novela de gabinete. Su esqueleto puede ser muy bueno, pero le falta algo... algo le falta a eso que te dije ayer: el olor de la guayaba, la sensación verídica de lo que estás diciendo, la seguridad de lo que estás pensando.
La búsqueda del mundo
¿Esa búsqueda es la razón de este viaje a América?
Eso, ni más ni menos. Al principio creí que sí, que yo podría trabajar como si fuera el empleado de un banco: horario, oficina, teléfono, máquina, portafolio. Se me estaba volviendo una obsesión, una angustia de todas las mañanas, hasta que un día agarré a mi mujer y a mis hijos y me agarré a mí mismo por dentro y dije: me voy a recorrer el mundo. Cuando salimos de Lisboa estaba lloviendo, y llovía también cuando llegamos a Paramaribo. Desde el momento en que saqué la cabeza por la portezuela del avión, sentí que estaba encontrando lo que buscaba: la lluvia de Paramaribo no era igual a la lluvia de Lisboa, y era la lluvia que yo necesitaba para mi novela, lo necesitaba para mi novela, lo que había estado buscando por todos los cuartos de mi casa sin encontrarla. No sé si era más fuerte o más húmeda o más cálida, no sé explicar qué tenía esa lluvia de Paramaribo, pero descubrí que era la mía, la que estaba necesitando para la lluvia de mi libro. Me sentí un poco feliz porque el viaje estaba produciendo los resultados que yo tanto anhelaba; encontrar, probar y comprobar mis elementos y mis seres... Después entramos en un bar del aeropuerto, con aire acondicionado y muchas comodidades, y yo me salí por una puertecita que comunicaba con un salón lleno de olores, de secreciones, de cosas extrañas. En un rincón había una negra gorda con una bayeta roja en la frente, vendiendo jengibre. Miré al techo y sentí ganas de llorar: allí estaban, yo los había olvidado ya en mi rutina de escritor profesional: los ventiladores de aspas... en ese momento supe que era capaz de regresar inmediatamente a Barcelona y escribir la novela que quiero, como yo la quiero escribir.
Entonces ‘El otoño del patriarca’...
“Es una novela sumamente difícil, porque yo mismo me la puse muy dura. Creo que más que una novela estoy haciendo un experimento poético. Si después de todo no ocurre así, la rompo tranquila y dulcemente. Pero de todas maneras me parece que saldrá. Es la novela que desde hace tanto tiempo quería escribir, pero no era posible sin haber resuelto antes todos mis problemas. Por eso digo que mi novela está lista y que sólo falta una cosa: escribirla. Mi vida está concentrada por completo en la novela.
“No leo novelas de actualidad”
Volviendo a sus lecturas, ¿cuáles son las favoritas?
Hace tiempo dejé de estar al día en asuntos literarios. Detesto los libros de moda, y si yo no hubiera escrito Cien años de soledad, tampoco la hubiera leído. Sigo leyendo los libros que me impresionan desde los primeros tiempos: selecciones de Joseph Conrad, algo de Faulkner —cada vez lo soporto menos— y mucho de Graham Greene, un verdadero maestro en cuanto enseña el oficio de escribir. Leo muchos libros que no se distinguen por su importancia literaria sino documental: memorias de secretarias y secretarios de personajes célebres, aunque sean mentiras, y, excepcionalmente, Papillon, un libro apasionante sin ningún valor literario. Debió ser reescrito por alguien que es muy buen escritor, según se observa por los trucos que emplea, pero a quien le interesaba crear la sensación de que el libro es de un principiante.
“Tengo una duda en el alma...”
La soledad es el elemento predominante en sus novelas. ¿Se siente usted solo?
Me siento infinitamente solo, pero creo que todos los hombres también. Además de que se sienten solos, todos los seres están realmente solos. Si aceptamos que yo he tenido éxito, que esto es el éxito, no se lo recomiendo a nadie. Le sucede a uno como a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre, y después que llegan, ¿qué hacen? Bajarse, tratar de descender con la mayor dignidad posible. Yo no creo en amigos posteriores a Cien años de soledad.
Los negocios: libros y dinero 
¿Cuál es su horario de trabajo?
Me he impuesto un horario: levantarme a las siete de la mañana con mis hijos —hemos hecho un trato: el que se despierte primero llama enseguida a los demás—, nos metemos juntos a la ducha, desayunamos en compañía, ellos se van para el colegio y yo me siento a escribir hasta las dos y media de la tarde. Rodrigo y Gonzalo regresan a esa hora de la escuela y nos reunimos todos a almorzar con Meche (su esposa, Mercedes Barcha). Como generalmente me he acostado tarde la noche anterior, hago una pequeña siesta, después leo oyendo música, y por la noche veo siempre a mis amigos. Creo que es el horario ideal de todo escritor.
¿Y los negocios?
No me preocupo por el dinero. De eso se encarga un agente literario que tengo en Barcelona y que en este momento atiende las diecisiete cuentas de las diecisiete editoriales del mundo que tienen mis libros. Todos los días me veo con él: en la calle, en actos sociales en cualquier parte, pero hemos hecho un pacto inviolable de no hablar de negocios sino una vez al mes. Ese día nos reunimos cuatro o cinco horas en su oficina, miramos lo que haya que mirar y firmar y discutir y comentar. Y hasta el mes entrante. Esa es la única ocasión en que pienso en mis libros y el dinero que me producen.
Más literatura 
¿Alguno de sus personajes es autobiográfico?
No puedo explicar claramente por qué, pero todos mis personajes son autobiográficos en el sentido de que los hago con mis propias experiencias, con un pedazo mío a todos, absolutamente a todos. En cada uno de ellos, por lo menos el elemento fundamental es autobiográfico. 
¿Por qué, entonces, el extravagante médico francés de ‘La hojarasca’ comía yerba común y corriente, de la que comen los burros?
Ese no es el elemento fundamental de su personalidad, el que hemos calificado de autobiográfico. Es otro, que no puedo revelar. Pero fíjate en qué forma la soledad agobia y rodea a ese personaje, el más solo de todos los míos. Lo que pasa es que está tratado por un escritor todavía inexperto.
¿Y Blacamán el mago y Melquíades el gitano? ¿Usted, como ellos, también vende milagros?
De cuantos personajes he inventado, esos dos son los que menos se parecen a mí. No vendo milagros, como ellos, sino que los regalo. Si es que los míos pueden considerarse milagros. En todo caso, no tengo pecados de simonía...
¿Quién es, entonces, Gabriel García Márquez? ¿Cómo es?
He escrito cinco libros tratando de averiguarlo, de saberlo, de descifrar cómo soy yo, quién soy. Y todavía no lo tengo claro. Pero hay algo que sí sé: soy el mejor amigo de sus amigos, y ese primer puesto no me lo dejo quitar de nadie.
El olor de la guayaba
En la casa de otro escritor —el barranquillero Álvaro Cepeda Samudio— García Márquez aceptó que “en compañía de Mario Vargas Llosa firmamos en Barcelona un telegrama de respaldo a los intelectuales y artistas que se refugiaron en el convento de Monserrat, cerca de Barcelona, para protestar contra el juicio contra los nacionalistas vascos”. “Mi viaje a Colombia —agregó luego— estaba decidido desde hace mucho tiempo. Es que quiero recordar a qué huele una guayaba...”.
Respondiendo las llamadas telefónicas que le hicieron en Bogotá y Cartagena, el escritor recordó los viejos tiempos de la bohemia barranquillera, cuando surgió aquí el principal grupo literario y artístico de Colombia.
“Una noche —dijo— cuando volví la última vez del exterior, salimos con Alfonso (Fuenmayor) a recorrer la ‘Calle del Crimen’, donde tantas noches amanecimos de parranda, y al ver unas mujeres en la acera, comenté al oído de Alfonso: ‘Qué vaina, parecen cachacas...’, y una alcanzó a oírme, me gritó: ‘Cachaca será tu madre, desgraciado’. Es un recuerdo inolvidable de Barranquilla. Como el que tengo, también, del bar Happy, donde se congregaba nuestro grupo antes de que existiera La Cueva. Al Happy lo inauguramos nosotros, y lo quebramos. Cuando nos dijeron que la pila de vales era superior a las existencias de ron que quedaba, emigramos a La Cueva. Después fundamos una revista literaria en la cual publicábamos todo lo que se nos ocurría...”.
“Tengo en Pekín...”
Alguien le pregunta por teléfono a García Márquez en qué proporción económica le han ayudado sus novelas.
“Sí, claro —responde—. Tengo un apartamento de propiedad horizontal en Pekín, acciones en la bolsa de Nueva York, haciendas en Rusia, una casa de campo en los Urales...”.
En ese momento aparece un viejo pariente del escritor: Nicolás Márquez Gómez. Tiene veinte hijos, de los cuales conoce sólo a doce. “El vivo retrato del coronel Buendía. Ojalá un día de estos no te los marquen en la frente con una cruz de ceniza”, le dice García Márquez. Su primo segundo, por línea materna, recuerda las batallas de Fonseca y Carazúa, de la guerra civil colombiana, en las que participó el más reciente héroe nacional: el coronel Aureliano Buendía, promotor de treinta y seis alzamientos militares y derrotado en todos.
Aunque no quiso decir cuáles son sus planes inmediatos. García Márquez permanecerá por lo menos seis meses más en Colombia. Vivirá durante ese tiempo en Barranquilla. ¿Se queda? No desea revelarlo por lo pronto. Se limita a repetir: “Quiero recordar a qué huele una guayaba...”.
Hablemos de política
¿Cree usted que ocurre algo al sistema norteamericano?
Sí: los Estados Unidos, en cambio, van para atrás. Hace algún tiempo Nixon dijo que debe pensar un poco menos en Chile y un poco más en Chicago. Eso es más que una frase bonita: es la realidad. Los Estados Unidos han entrado en un proceso de descomposición social, profundo e irreversible, que los obligará a tener gobiernos cada vez más reaccionarios y brutales. La libertad de expresión, la tolerancia de la crítica, que han sido mantenidas hasta ahora por un régimen que se sentía muy seguro de sí mismo, se verán cada vez más restringidas.
¿Qué habrá de ocurrir en definitiva?
¿No lo notas, no lo sientes, no te das cuenta? El Vietnam está llegando a Manhattan...
¿No es usted de los que piensan que todo cuanto sucede en los Estados Unidos tiene que repercutir en Latinoamérica?
Los Estados Unidos reconocieron que 1970 fue para ellos el peor año en la América Latina. Los próximos serán peores. Es decir, mejores para la América Latina. En la actualidad, los Estados Unidos tienen aquí los problemas de Cuba, Chile y Perú, tres incordios, tres dolores de estómago, tres cólicos miserere sin yerbabuena a la mano. Y todos al mismo tiempo. No le demos más vueltas, no doremos más la píldora, no nos llamemos a engaño: la América Latina ha entrado en un proceso de cambios profundos. Y eso, viejo, no lo puede parar ya nadie.
Colombia
García Márquez se alista esta mañana de domingo para viajar a Puerto Colombia, un balneario próximo a Barranquilla. Mientras busca afanosamente entre las maletas que trajo de Barcelona su pantalón de baño, seguimos dialogando por toda la casa, uno detrás del otro.
¿Y Colombia, qué dice usted de Colombia?
Alguien me decía recientemente en Europa que Colombia será el único país que se quedará como está, para que el papa tenga donde refugiarse cuando el universo entero sea socialista. El chiste es bueno, pero tú sabes que la historia no tiene tanto sentido del humor...
¿Usted cree que todavía existe la persecución a la cultura en Colombia de la que habló hace tres años en El Espectador?
Colcultura fue un organismo creado para guardar ciertas apariencias. Nombraron director a mi querido amigo Jorge Rojas, que es uno de los grandes poetas de la lengua castellana, pero no creo que nadie haya sido tan ingenuo como para creer que con eso se iban a resolver los problemas de la cultura en Colombia, que son mucho más profundos, pues empiezan en las raíces mismas de nuestro sistema decrépito.
La Casa de las Américas. Borges
¿No le parece a usted que en concursos literarios como los de la Casa de las Américas, de La Habana, todo escritor no revolucionario o derechista, por muy bueno que sea, está eliminado de antemano?
No, en lo absoluto. En esos concursos los jurados son escogidos con un criterio muy amplio y actúan con completa independencia. Lo que ocurre, por factores extraliterarios, es que se nota una tendencia de izquierda en los libros premiados porque los autores de derecha generalmente no participan. Esto me hace pensar en un fenómeno curioso, una casualidad, si se quiere, pero, salvo las excepciones conocidas, es innegable que los buenos escritores son de izquierda. La excepción más grande es inmensa: Jorge Luis Borges.
Si a usted le otorgaran el Premio Nobel, ¿lo recibiría?
Me gustaría que me lo concedieran cuando ya mi trabajo me haya producido suficiente dinero como para rechazarlo sin remordimientos económicos. El Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional.
Afuera, la mujer y los amigos estaban apurando. Gabriel García Márquez se marcha a Puerto Colombia, a reencontrarse con el mar del Caribe, único motivo de su viaje a América