Gabo que estás en los cielos
En 1977, poco después de la publicaciòn de El otoño del patriarca,
tres jóvenes periodistas conversaron con el principal escritor
colombiano. Gabo habló ampliamente sobre su literatura, dejando una
sabrosa mezcla de profundidad, desparpajo y humor costeño
El Manifiesto difundía el
pensamiento de lo que entonces llamábamos la Unión Revolucionaria. Lo
editábamos en Bogotá y circulaba principalmente en sectores sindicales.
Recuerdo que hicimos la entrevista con Gabo en la sede de la revista, en
la calle 24 con carrera quinta, frente a la Universidad Jorge Tadeo
Lozano. Todos se enteraron de que García Márquez estaría en la sala de
redacción esa tarde y la conmoción fue grande. Se formó un tumulto en la
calle y la gente siguió cruzando desde la universidad hasta verlo
llegar con su saco inglés a cuadros y su pantalón oscuro. También en la
sala de redacción hubo curiosos: a Carlos Jiménez, que era el director, a
Humberto Molina, que se ocupaba de política, y a mí, encargada de la
sección cultural, nos rodeó un grupo de silenciosos fanáticos,
apeñuscados pero felices. La entrevista se extendió desde el mediodía
hasta bien entrada la tarde. Éramos jóvenes y periodistas, lo que en
aquella época era sinónimo de ser fumadores compulsivos. Gabo había
dejado el cigarrillo dos años atrás: lo único que pidió a cambio de sus
generosas respuestas fue que no hubiera humo en la sala durante las
cuatro horas de esta conversación.
—M. E. R
Es una versión generalizada, entre
críticos sin formación literaria, que escribes únicamente sobre la base
de tus experiencias personales, de tu imaginación. ¿Qué nos puedes
decir al respecto?
Sí. Tal vez he contribuido, con mi
mamadera de gallo, a crear la idea de que no tengo formación literaria,
que escribo únicamente sobre la base de mis experiencias, que mis
fuentes son Faulkner, Hemingway y otros escritores extranjeros. Poco se
sabe sobre mi conocimiento de la literatura colombiana. Sin lugar a
dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son
extraliterarias. Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió
los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Te estoy hablando de hace
muchos años, de hace por lo menos treinta años, cuando el vallenato
apenas era conocido en un rincón del Magdalena. Me llamaba la atención,
sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una
historia con mucha naturalidad. Después, cuando el vallenato se
comercializó, importó más el aire, el ritmo... Esos vallenatos narraban
como mi abuela, todavía lo recuerdo. Después, cuando comencé a estudiar
el romancero, encontré que era la misma estética. Todo eso lo volví a
encontrar en el romancero.
¿Por qué no hablamos de música?
Sí, pero después, y no para
publicar... No, no es que no se pueda hablar de la música. Es que me
meto en un rollo que no acaba nunca. Es... algo muy íntimo, todavía más
secreto cuando la gente con que uno habla sabe de música... Para mí,
música es todo lo que suena. Y cambio mucho... Bartók, por ejemplo, que
es un músico que me gusta mucho, en la mañana es jodido de oír. Se entra
más fácilmente por Mozart en la mañana. Pero después, tranquilamente.
Tengo todo lo que tú quieras… Tengo todo Daniel Santos, Miguelito
Valdés, Julio Jaramillo y todos los cantantes que están tan
desprestigiados entre los intelectuales. Es decir, yo no hago
distinciones. Digo, sí hago distinciones pero reconozco que todo tiene
su valor. En lo único que soy omnímodo es en materia musical. De alguna
manera oigo no menos de dos horas diarias de música. Es lo único que me
relaja. Lo único que me pone en mi tono... Y paso por etapas de toda
clase.
Dicen que uno vive donde tiene sus libros, pero yo vivo donde tengo mis discos. Tengo más de cinco mil.
¿Quién de ustedes oye música? Así,
como un hábito. ¿Tú? ¿Pero desde cuándo? ¿Hasta dónde puedes llegar? Por
ejemplo, ¿tú llegas a la Orquesta Casino de la Playa? ¿Sí?...
¿Miguelito Valdés y la Casino de la Playa es una referencia para ti?...
Sí, claro.
¿Y a partir de ahí los boleros?
Sí. Daniel Santos del año cuarenta.
¿Con el Cuarteto Flores?
¡Sí!... La “Despedida”, “Canción de la serranía”...
Ese es el origen de la salsa, la
Casino de la Playa. El pianista era Sacasas, famosísimo por sus solos
llamados “montunos”. Este pleito lo he tenido con los cubanos. Es un
pleito muy viejo, sobre todo con Armando Hart... ¡Oye!... ¿Eso no está
andando?
Sí... Está andando.
¡Apágalo!
Mi formación literaria fue básicamente
poética, pero de mala poesía, ya que solo a través de la mala poesía se
puede llegar a la buena poesía. Comencé por eso que se llama poesía
popular, la que se publicaba en almanaques y en hojas sueltas: algunas
de ellas tenían influencia de Julio Flórez. Cuando llegué al
bachillerato, empecé por la poesía que venía en los textos de gramática.
Me di cuenta que lo que más me gustaba era la poesía y lo que más
detestaba era la clase de castellano, de gramática. Lo que me gustaba
eran los ejemplos, había sobre todo ejemplos de los románticos
españoles, que era lo que estaba probablemente más cerca de Julio
Flórez; Núñez de Arce, Espronceda. Después, los clásicos españoles. Pero
la revelación es cuando uno se mete de verdad en la poesía colombiana:
Domínguez Camargo. En ese tiempo se estudiaba primero literatura
universal. ¡Eso era horroroso! No había acceso a los libros, el profesor
decía que eran buenos por esto o aquello. Mucho tiempo después los leí y
me parecieron formidables. Me refiero a los clásicos. Pero eran
formidables no por lo que decía el profesor, sino por lo que pasaba:
Ulises amarrado al mástil para no sucumbir ante el canto de las
sirenas... Todo eso que pasa. Después, se estudiaba literatura española y
solamente en sexto de bachillerato literatura colombiana. De manera que
cuando llegué a esta clase sabía más que el profesor. Fue en Zipaquirá.
No tenía nada que hacer y para no aburrirme me metía en la biblioteca
del colegio, allí estaba la Biblioteca Aldeana. Me la leí toda... Desde
el primero hasta el último tomo. Leí El carnero, las Memorias, las Reminiscencias...
¡Lo leí todo! Por supuesto, cuando llegué a sexto de bachillerato sabía
más que el profesor. Allí me di cuenta de que Rafael Núñez fue el peor
poeta del país... ¡El himno nacional!... ¿Te imaginas que la letra del
himno nacional fue escogida porque era una gran poesía de Núñez? Que
hubiera sido primero himno, la cosa se podría pasar, pero lo que produce
horror es que fue escogida para himno porque era poesía. En cuanto a la
literatura, la costa no existía. Cuando la literatura se separa de la
vida y se encierra en las tertulias, entonces aparece un bache que entra
a ser llenado por los paisas... Los paisas salvan la literatura, la
salvan cuando esta se volvió retórica.
A los veinte años ya tenía una
formación literaria que me bastaba para haber escrito todo lo que he
escrito... No sé cómo descubrí la novela. Creía que lo que me interesaba
era la poesía. No recuerdo cuándo me di cuenta que era la novela lo que
necesitaba para expresarme... Tal vez La metamorfosis de Kafka
fue una revelación: fue en 1947, yo tenía 19 años, estaba haciendo
primer año de derecho... Recuerdo la primera frase, dice exactamente
así: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo,
encontrose en su cama transformado en un monstruoso insecto...”. ¡Coño!
Cuando leí eso me dije: ¡pero así no vale!... ¡Nadie me había dicho que
eso se podía hacer!... Porque si esto se puede hacer, ¡entonces yo
puedo! ¡Coño...! Así narraba mi abuela... Las cosas más insólitas, con
la mayor naturalidad.
Y al día siguiente empecé, pero así, a
las ocho de la mañana, a tratar de saber qué carajo se había hecho en
novela desde el principio de la humanidad hasta mí. Entonces agarré la
novela en un orden riguroso, digamos desde la Biblia hasta lo que se
estaba escribiendo en ese momento. A partir de entonces, durante seis
años, yo solo hice literatura, dejé de estudiar y dejé todo. Empecé a
escribir una serie de cuentos que eran totalmente intelectuales: son los
primeros cuentos publicados en El Espectador. El principal
problema que tenía cuando empecé a escribir esos cuentos era el de los
demás: sobre qué escribir. Pero después del 9 de abril, cuando me quedé
sin nada, con lo que tenía puesto, me fui para la costa y empecé a
trabajar allá, en un periódico. Entonces los temas comenzaron a
atropellarme. Empecé a encontrarme con toda una realidad que había
dejado atrás, en la costa, que no la podía interpretar por falta de
formación literaria. Esa fue la primera atropellada, de tal forma que
escribía como con fiebre.
Le tengo un gran cariño a La hojarasca.
Inclusive una gran compasión a ese tipo que la escribió. Lo veo
perfectamente: es un muchacho de 22, 23 años, que cree que no va a
escribir nada más en la vida, que es su única oportunidad, y trata de
meterlo todo, todo lo que recuerda, todo lo que ha aprendido de técnica y
de malicia literarias en todos los autores que ha visto. En ese momento
ya estaba poniéndome al día, estaba en los novelistas ingleses y en los
norteamericanos. Y cuando los críticos empiezan a encontrar mis
influencias en Faulkner y Hemingway, lo que encuentran –no les falta
razón, pero en otra forma– es que cuando estoy enfrentado a toda esa
realidad, en la costa, y empiezo a vincular mis experiencias
literariamente, me encuentro que la mejor forma de contarlo no es la de
Kafka, me encuentro que el método es exactamente el de los novelistas
norteamericanos... Lo que encuentro en Faulkner es que él está
interpretando y expresando una realidad que se parece mucho a la de
Aracataca, a la de la zona bananera. Lo que ellos me dan es el
instrumento. Releyendo La hojarasca, encuentro exactamente las
lecturas que tenía esa obra. ¡Pero así, así!... Se ven con la mano... Es
cuando dejo todos esos cuentos intelectuales, cuando me doy cuenta de
que era en las manos, era en todos los días, era en los burdeles, era
volviendo a los pueblos, en las canciones. Justamente, vuelvo a
encontrar los cantos vallenatos. Entonces conocí a Escalona, fíjate:
empezamos a trabajar. Escalona y yo trabajamos un poco juntos, hacíamos
unos viajes del carajo por La Guajira, donde había experiencias que me
vuelvo a encontrar ahora con una absoluta naturalidad. Hay un viaje de
la Eréndira que es un viaje que hice por La Guajira con Escalona... No
hay una sola línea, en ninguno de mis libros, que no pueda decirte a qué
experiencia de la realidad corresponde. Siempre hay una referencia a la
realidad concreta. ¡Pero no hay un solo libro! Y eso, un día, con más
tiempo, lo podemos comprobar, podemos ponernos a jugar a esto, a decir:
esto corresponde a tal cosa, esto a tal otra, y recuerdo el día y todo,
exactamente.
ería interesante hacer eso con El otoño del patriarca.
Con El otoño es con el que más lo puedo hacer, porque es un libro totalmente cifrado.
Volviendo a tus influencias, dentro de tu formación literaria, ¿qué significó el Grupo de Barranquilla?
Fue lo más importante. Lo más
importante porque cuando estaba acá en Bogotá, estaba estudiando la
literatura de manera digamos abstracta a través de los libros, no había
ninguna correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que había en la
calle. En el momento en que bajaba a la esquina a tomarme un café,
encontraba un mundo totalmente distinto. Cuando me fui para la costa
forzado por las circunstancias del 9 de abril, fue un descubrimiento
total; que podía haber una correspondencia entre lo que estaba leyendo y
lo que estaba viviendo y lo que había vivido siempre. Para mí, lo más
importante del Grupo de Barranquilla es que yo tenía todos los libros.
Porque allí estaban Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Germán Vargas, que
eran unos lectores desaforados. Ellos tenían todos los libros. Nosotros
nos emborrachábamos, nos emborrachábamos hasta el amanecer hablando de
literatura, y esa noche estaban diez libros que yo no conocía, pero al
día siguiente los tenía. Germán me llevaba dos, Alfonso tres; el viejo
Ramón Vinyes nos dejaba meter en toda clase de aventuras en materia de
lectura, pero no nos dejaba soltar el ancla clásica que tenía. Nos
decía: “Muy bien, ustedes podrán leer a Faulkner, a los ingleses, a los
novelistas rusos, a los franceses, pero siempre, siempre en relación con
esto”. Y no te dejaba soltarte de Homero, no te dejaba soltarte de los
latinos. El viejo no nos dejaba desbocar. Lo que era formidable es que
esas borracheras que nos estábamos metiendo correspondían exactamente a
lo que yo estaba leyendo, ahí no había ninguna grieta; entonces empecé a
vivir y me daba cuenta exactamente de lo que estaba viviendo, qué tenía
valor literario y cómo había que expresarlo. Por eso es que tú
encuentras en La hojarasca la impresión de que no iba a tener
tiempo, que había que meterlo todo, y es una novela barroca y toda
complicada y toda jodida... tratando de hacer una cosa que luego hago
con mucha más tranquilidad en El otoño del patriarca. Si pones atención, la estructura de El otoño es exactamente la misma de La hojarasca: son puntos de vista alrededor de un muerto. En La hojarasca está más sistematizada porque tengo 22 o 23 años y no me atrevo a volar solo. Entonces adopto un poco el método de Mientras agonizo
de Faulkner. Faulkner es más, por supuesto, él le pone un nombre al
monólogo; entonces yo, por no hacer lo mismo, lo hago desde tres puntos
de vista que son fácilmente identificables, porque son un viejo, un
niño, una mujer. En El otoño del patriarca, ya cagado de risa,
puedo hacer lo que me da la gana; ya no me importa quién habla y quién
no habla, me importa que se exprese la realidad, esa que está ahí. Pero
no es gratuito, digo. No es casual que en el fondo siga tratando de
escribir el mismo primer libro: se ve muy claro en El otoño
cómo se regresa a la estructura, y no solo a la estructura sino al mismo
drama. Y era eso. Fue formidable porque estaba viviendo la misma
literatura que estaba tratando de hacer. Fueron unos años formidables
porque fíjate... hay una cosa que sobre todo los europeos me reprochan:
que no logro teorizar nada de lo que he escrito, porque cada vez que
hacen una pregunta tengo que contestarles con una anécdota o con un
hecho que corresponde a la realidad. Es lo único que me permite
sustentar lo que está escrito y sobre lo que me están preguntando...
Recuerdo que trabajaba en El Heraldo. Escribía una nota por la
cual me pagaban tres pesos y, probablemente, un editorial por el cual me
pagaban otros tres. El hecho es que no vivía en ninguna parte, pero
había muy cerca del periódico unos hoteles de paso. Había putas
alrededor. Ellas iban a unos hotelitos que estaban arriba de las
notarías. Abajo estaban las notarías, arriba estaban los hoteles. Por
1,50 la puta lo llevaba a uno y eso daba el derecho de entrada hasta por
24 horas. Entonces comencé a hacer los más grandes descubrimientos:
¡hoteles de 1,50, que no se encontraban!... Eso era imposible. Lo único
que tenía que hacer era cuidar los originales en desarrollo de La hojarasca.
Los llevaba en una funda de cuero, los llevaba siempre, siempre debajo
del brazo... Llegaba todas las noches, pagaba 1,50, el tipo me daba la
llave –te advierto que era un portero que sé dónde está ahora, es un
viejito–. Llegaba todas las tardes, todas las noches, le pagaba los
1,50...
¡Claro! Al cabo de quince días ya se
había vuelto una cosa mecánica: el tipo agarraba la llave, siempre en el
mismo cuarto, yo le daba los 1,50... Una noche no tuve los 1,50...
Llegué y le dije: “¡Mire! ¿Usted ve esto que está aquí? Son unos
papeles, eso para mí es lo más importante y vale mucho más de 1,50, se
los dejo y mañana le pago”. Se estableció casi como una norma, cuando
tenía los 1,50 pagaba, cuando no los tenía, entraba... “¡Hola! ¡Buenas
noches!...”, y... ¡Phahhh!... le ponía el fólder encima y él me daba la
llave. Más de un año estuve en esas. Lo que sorprendía a ese tipo era
que de pronto me iba a buscar el chofer del gobernador, porque como era
periodista me mandaba el carro. ¡Y ese tipo no entendía nada de lo que
estaba pasando!
Yo vivía ahí, y por supuesto, al
levantarme al día siguiente, la única gente que permanecía ahí eran las
putas. Éramos amiguísimos, y hacíamos unos desayunos que nunca en mi
vida olvidaré. Recuerdo que siempre me quedaba sin jabón y ellas me lo
prestaban... Y ahí terminé La hojarasca.
El problema con todo eso del Grupo de
Barranquilla es que lo he contado mucho. ¡Y siempre me sale mal porque
no alcanzo! Para mí es como una época de deslumbramiento total, no de la
literatura, sino de la literatura aplicada a la vida real, que al fin y
al cabo es el gran problema de la literatura. De una literatura que
realmente valga.
Era tan consciente de lo que estaba
haciendo que caí en cuenta de que tenía que irme a viajar por el
Magdalena hasta La Guajira. Era exactamente el camino contrario al
recorrido por mi familia, porque ellos eran guajiros, de Riohacha, y de
allí se vinieron a la zona bananera. Era como el viaje de regreso, como
el viaje a la semilla. Lo que tenía metido en la cabeza era hacer ese
camino de regreso porque en él iba encontrando todos los puntos de
referencia, todas las cosas que me hablaban de mis abuelos; era todo un
mundo que tenía muy nebuloso y que cuando iba llegando a los pueblos iba
encontrando. Esto es lo que me decían... mi abuelo había matado a un
hombre, y recuerdo que sucedió la cosa más jodida: estaba en Valledupar,
y de pronto se me presentó un tipo altísimo, altísimo, con un sombrero
de vaquero, y me dijo: “¿Tú eres Márquez?”. Y yo le dije: “¡Sí!”.
Entonces él se quedó viéndome y me dijo: “Tu abuelo mató a mi abuelo”.
¡Y yo me cagué! No supe qué decir. Entonces él se sentó, yo estaba como
petrificado contra la pared, y empezó a contarme: “Él se llamaba José
Prudencio Aguilar…”, ¡y no te digo nada más!
Todo era así. ¿Sabes cómo hice para
financiarme todo ese viaje que duró mucho más de un año, cuando estuve
vagando de un lado para otro por toda la región, el viaje donde encontré
las raíces de Cien años de soledad y de todo? Vendiendo enciclopedias. Vendía la Enciclopedia Utea.
Cuando salí de ahí me vine para El Espectador.
Lo que te quiero decir es que cuando llegué a Bogotá, en 1953, no
necesitaba haber leído más, ni haber hecho nada más para escribir todo
lo que he escrito. Ya la formación está completa. Después he tenido otro
tipo de desarrollo. De tipo ideológico si tú quieres; es otra cosa, es
profundizar en la interpretación de todo eso. Pero ya estaba
completamente formado. Y llegué a París, y llegué a Europa, y estaba en
Europa. ¡Coño! Y yo escribía El coronel no tiene quien le escriba
encerrado en un hotel de París, y esa vaina tiene todos los olores y
tiene los sabores, tiene la temperatura, tiene el calor, tiene todo, y
fue escrito en invierno, con una nieve del carajo afuera y con un frío
del carajo en el cuarto, y yo con el abrigo puesto, y esa vaina tiene
todo el calor de Aracataca. Porque si no lograba que hiciera calor en el
libro no sentía que estaba bien. Cuesta trabajo.
¿Y de la experiencia como periodista, en cuanto
a tu formación literaria, qué nos puedes contar? Por ejemplo, llama la
atención “La marquesita de La Sierpe”, pues a pesar de ser la crónica de
una región, parece completamente irreal.
Es que es irreal. En el sentido de que
no está comprobado, es decir, no son acontecimientos comprobados, sino
contados como si fueran comprobados. Son cosas que se contaban con
absoluta naturalidad. No sé si me explico. Es decir, conozco La Sierpe,
estuve ahí, pero por supuesto no vi el “totumo de oro” ni el “cocodrilo
blanco”, ni nada de esas cosas. Pero era una realidad que vivía dentro
de la conciencia de la gente; por lo que te contaban, no te cabía
ninguna duda de que eso era así. En cierta manera es un poco el método
de Cien años de soledad. Y después, no se puede ser escritor
sin trucos. Lo importante es la legitimidad de esos trucos, hasta qué
punto se utilizan y en qué medida. Recuerdo perfectamente que estaba en
México escribiendo, describiendo la subida al cielo de Remedios la
Bella. Yo era consciente, primero, de que sin poesía no subía. Decía:
“Esto hay que hacerlo subir a poesía”, pero inclusive con poesía tampoco
subía. Ya estaba desesperado: no podía prescindir de eso porque dentro
del libro era una realidad, estaba dentro de las normas que me había
impuesto. Porque la arbitrariedad tiene unas leyes rígidas. Y una vez
que me las impongo no las puedo violar. No puedo decir ahora que el
alfil camina así y después, cuando me conviene, ponerlo a caminar así.
Me jodí, porque haga lo que haga tiene que seguir así. Si no, eso se te
vuelve un caos del carajo. Recuerdo un día en que estaba atorado en esa
vaina, salí al patio y había una negra muy grande y bella que trabajaba
en la casa; ella estaba tratando de colgar las sábanas en los ganchos
esos, y había viento... entonces si las colgaba de aquí, el viento las
soltaba de acá... estaba completamente loca con aquellas sábanas...
hasta que no aguantó más y “¡Ahhhh! ¡Ahhhh!”, gritó desesperada,
envuelta en las sábanas... ¡Y subió! Eso sucedió con todo.
Sobre Cien años de soledad
“...entonces fue al castaño pensando en el
circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya
no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un
pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del
castaño...”.
Estaba previsto desde siempre, desde antes que tuviera en la cabeza Cien años de soledad.
Siempre supe que había un personaje, un viejo general de la guerra
civil, que moría orinando debajo de un palo. Eso era lo que sabía. No
sabía por dónde iba a reventar, por dónde iba a salir. Así la
personalidad del coronel Buendía se fue formando.
Hubo un momento en Cien años de soledad en que pensé que el coronel Aureliano Buendía se tomaba el poder... Y ese hubiera sido el dictador de El otoño del patriarca.
Pero hubiera desbaratado por completo la estructura del libro. Se
hubiera vuelto otra cosa. Además, dentro de la trayectoria del
personaje, dentro de la realidad del libro, lo que me importaba
realmente era que vendiera la guerra, desde un punto de vista
ideológico, si tú quieres. El tipo no se atreve a seguir peleando por el
poder sino por una serie de vainas, liberales, que se cagaron en todas
las guerras civiles del siglo pasado en este país.
Y seguía escribiendo el libro, y de
pronto me acordaba de que en medio de todas esas cosas tenía un problema
guardado. Era el coronel Aureliano Buendía haciendo pescaditos de oro: y
no sabía en qué momento tenía que matarlo. Le tenía miedo a ese
momento. Probablemente uno de los más duros que he tenido en la vida lo
tuve cuando escribí la muerte del coronel Aureliano Buendía. Recuerdo
perfectamente... Un día dije: “¡Hoy se jode!”. Siempre he querido
escribir un cuento que describa, minuciosamente, cada momento de una
persona en un día común y corriente, hasta que se muere. Traté de darle
esa solución literaria a la muerte del coronel Aureliano Buendía, pero
me encontré con que si seguía por ese camino se me volvía también otro
libro. Por lo tanto descarté esa posibilidad, y seguí dándole vueltas a
la muerte del coronel, hasta que... [Golpea la mesa. Guarda silencio. Se mira las manos y lentamente, muy lentamente, empieza a decir...]
Me subí a uno de los cuartos. Mercedes estaba haciendo la siesta, me
acosté a su lado y le dije: “Ya se murió”, y estuve llorando dos horas.
Pero hay una cosa más curiosa. Durante
cinco años tuve golondrinos. ¿Tú sabes lo que son los golondrinos? No
me los pudieron quitar con nada. Me hicieron toda clase de tratamientos.
Fui a Nueva York, me los extirparon, me sacaron sangre de un lado y me
la inyectaron en otro; así me hicieron vacunas, toda clase de vainas. Y
nunca durante cinco años hubo nada que hacer. Se me quitaban y me
volvían a dar. Cuando estaba escribiendo Cien años de soledad, y
pensé en el coronel Aureliano Buendía, que era un personaje al que yo
detestaba y he detestado siempre, porque el cabrón, si hubiera querido,
hubiera podido tomarse el poder y no lo hizo por soberbia, dije:
“¿Bueno, qué enfermedad le pongo a este cabrón para que lo joda sin
matarlo?”. Entonces le puse los golondrinos. Desde el momento en que el
coronel Aureliano Buendía quedó con los golondrinos, a mí se me
quitaron. Y de esto hace diez años, y nunca más me volvieron a dar.
El otro caso es el de Úrsula. En el
proyecto original, ella tenía que morir antes de la guerra civil.
Además, dentro de una cronología estricta, ya en ese momento estaba
llegando a los cien años. Sin embargo, si se moría, ahí el libro se
venía abajo. Entonces me di cuenta de que tenía que seguirla hasta un
momento en que el libro se viniera abajo, pero ya no importaba porque la
inercia lo llevaba hasta el fin. Por eso tuvo que irse hasta allá,
hasta el carajo. Fíjate que a Úrsula no me atreví a sacarla, más aún,
tuve que barajarla, hacer de todo para poderla llevar hasta donde fuera.
Hiciste con los golondrinos lo mismo que Dostoievski hizo con la epilepsia.
Sí. Pero a él no se le curó. ¿No es
cierto que uno de los episodios inolvidables de la literatura universal
es cuando Smerdiakov se cae por la escalera? Además, nunca se sabe si
fue verdad o mentira, o si fue un ataque real o fingido. Es inolvidable
eso.
Ya que estamos hablando de personajes, hay algo
que me inquieta. En general tus obras se caracterizan por la presencia
de personajes claramente definidos, que parecen llenarlas totalmente,
mientras el pueblo aparece como diluido, llenando también la obra, pero
en un plano secundario, como masa de maniobra. ¿Por qué?
Sí. Es que la masa tendría que tener
su escritor, un escritor que le escribiera sus personajes. Yo soy un
escritor pequeño burgués, y mi punto de vista ha sido siempre pequeño
burgués. Esa es mi perspectiva, mi nivel, aunque mi actitud de
solidaridad sea otra. Pero no conozco ese punto de vista, escribo desde
el mío, desde la ventana donde estoy, no sé más del pueblo de lo que he
dicho, de lo que he escrito. Probablemente sé más, pero es totalmente
teórico. Este es un punto de vista absolutamente sincero. Y en ningún
momento he forzado la cosa. Hay una frase que he dicho y que incluso a
mi papá lo jodió mucho, le pareció peyorativa. He dicho: “¿Al fin y al
cabo quién soy yo?... Soy el hijo del telegrafista de Aracataca”. Y eso,
que a mi papá le parece tan peyorativo, a mí me parece, al contrario,
que dentro de esa sociedad es casi elitista, porque el telegrafista
creyó que era el primer intelectual del pueblo. Generalmente eran
estudiantes fracasados, tipos que no pudieron seguir estudiando y se
fueron por allí, a lo que era eso, a Aracataca, que era un pueblecito de
peones.
Sobre El otoño del patriarca
...pero tú sí eres insaciable. Te he
hablado de literatura como no hablaba... no sé, desde hace varios años.
Porque además, tengo un gran pudor de hablar de literatura.
Todavía queda pendiente El otoño del patriarca. A veces se habla de que con él estás cancelando cuentas con toda tu obra anterior.
Sí, es lo que he dicho.
También decías en un reportaje que era tu
autobiografía cifrada, en clave. En ese sentido parece entonces que la
escritura se hace más compleja, menos accesible para la masa de los
lectores.
Pero ya llegará a la gran masa de los lectores. El otoño del patriarca
lo que hace es sentarse a esperar que se le alcance. Fíjate, creo que
los lectores desprevenidos, sin información literaria, leen El otoño del
patriarca con bastante más facilidad que los lectores con formación
literaria. Lo he visto en Cuba, donde el libro anda así, por la calle.
Los lectores sin información literaria no se asustan, se asustan menos.
El otoño del patriarca es una novela totalmente lineal, absolutamente
elemental, donde lo único que se ha hecho es violar ciertas leyes
gramaticales en beneficio de la brevedad y la concisión, es decir, para
poder trabajar el tiempo. En cierto modo, para que no se vuelva novela
infinita. No veo que tenga nada de raro. Además, se han hecho muchas así
en la historia de la literatura. No veo dónde está la dificultad.
Pero la impresión que uno se lleva es la de una mayor complejidad. Parece que se trata de algo para iniciados.
En la estructura sí. Pero en el
lenguaje es la más popular de mis novelas. Es más cifrado en el sentido
de que es más restringido. Es más popular, más de los choferes de
Barranquilla. Está, sí, más cerca del habla que de la lengua literaria,
está llena de frasecitas de canciones, de toda clase de refranes, de
airecillos del Caribe.
Entonces la dificultad nace de que la mayoría de los lectores no han vivido esa experiencia, carecen de las mismas referencias.
No. Si es así, está mal, porque el
libro debe ser accesible aunque el lector no tenga esa información. Si
necesita esa información previa, entonces está mal. No creo que tengan
más acceso a él quienes conocen las claves. Probablemente se divierten
más. Creo que el libro es legible sin la cantidad de versos de Rubén
Darío que tiene metidos por dentro, por todas partes, porque todo el
libro está escrito en Rubén Darío. Si se necesita toda la información
para leer el libro, entonces está mal. Ahora, yo no creo que se
necesite.
Creo que es más un poema que una
novela. Está más trabajado como poema que como novela. Hubiera podido
escribirlo, ese sí, sin leer un solo libro, pero no sin haber oído toda
la música que he oído. Eso hizo que la curva crítica de la música fuera
así mientras estuve escribiéndolo. Por una razón absolutamente
elemental: por primera vez en mi vida, después de Cien años de soledad, puedo comprarme todos los discos que me dé la gana. Antes tenía que oír música prestada. Lo que es más complejo de El otoño del patriarca
es la estética. No es que sea una estética nueva. Es bastante más
complejo. Lo he trabajado más que un poema. Es casi un lujo que se da un
escritor que ha escrito Cien años de soledad y dice: “Bueno, ahora voy a
escribir el libro que quiero”. Jugar con eso, confesarse de muchas
cosas. Mira, la soledad del poder se parece mucho a la soledad del
escritor.
No es que el libro esté cifrado, están
cifrados los acontecimientos que le sirven de base, así como están
cifrados algunos en Cien años de soledad; lo demás son experiencias que
tuve. Mi madre leyendo un libro es una maravilla, porque ella va
diciendo: “Esto es tal cosa, esta es la otra, aquel es mi compadre, ese
que decían que era marica pero no era marica”.
Creo que el problema que hay leyendo El otoño del patriarca
es principalmente intelectual. Son ustedes los críticos los que no
entienden, porque están buscando qué es lo que hay, y es que no hay
nada. Es el más costeño de todos, el más restringido al Caribe, el más
sectariamente caribe, el que más está diciendo: “¡Coño! ¿Por qué nos
tienen jodidos?”. Esto es un país completamente distinto, es otra
cultura, es otra cosa. Es un deseo de sacar tal cantidad de cosas, que
da la impresión de que no te entienden. Es por eso, por ese burdel donde
yo vivía, que está cargado de cosas del Caribe; por esa cantina del
puerto donde íbamos a comer a la salida del periódico a las cuatro de la
mañana, donde se armaban unas peloteras, unas cuchilladas del carajo;
por las goletas que se iban con contrabando y cargadas de putas para
Aruba, para Curazao; por la Cartagena de los sábados en la tarde, de los
estudiantes, todo eso. Sabes que conozco el Caribe, isla por isla, así,
isla-por-isla-por-isla, perfectamente, y se puede sintetizar en una
sola calle, como la que aparece en El otoño del patriarca, que
es la calle principal de Panamá, La Guaira. Pero sobre todo es la calle
del comercio de Panamá, llena de chinas, de vendedores ambulantes. Hay
una especie de esfuerzo por tratar de agarrar todo eso y sistematizarlo
de alguna manera.
Probablemente no salió. El otoño del patriarca
son los doce cabos que te da un paseo por la calle central de Panamá, o
una tarde en Cartagena, o todo ese mierdero del Caribe, porque es un
mierdero del carajo, inclusive Cuba hoy, lo que es, lo que fue La
Habana. Creo que hay un esfuerzo poético grande por tratar de salir al
otro lado. Yo hubiera podido seguir escribiendo Cien años de soledad bis, dos, tres, cuatro, como El Padrino. Pero eso no podía ser. Si quería seguir escribiendo tenía que ver qué carajo hacía; lo que ya no me preocupa tanto después de El otoño del patriarca.
Si vuelvo a escribir cuentos, ahora el modelo es W. S. Maugham. Son
cuentos reposados, otoñales, de una persona que está contando una serie
de cosas que vio, que vivió, de una forma no muy... no digamos muy
clásica porque las definiciones joden todo, parece otra cosa, digamos
que muy académico, muy formal. Porque Maugham escribió muy buenos
cuentos, probablemente los mejores que conozco, tienen tono, no hacen
ningún ruido, es un buen modelo para escribir cuentos. A ver, ¿de qué
otra cosa hablamos...?
De Rubén Darío, por ejemplo.
Sí. Bueno, Rubén Darío es el poeta de
la época; es de cir, de la época del libro... ¿Sabes? Hay una cosa muy
triste, es la dificultad que han tenido todos los traductores con él. No
ha podido ser traducido, así, como poeta grande. No lo conocen en
ninguna parte. Y hay otros problemas que meten a los traductores en unos
líos del carajo; los traductores de El otoño del patriarca
están totalmente enloquecidos. Por ejemplo, preguntan: “¿Qué significa
la ‘manta de bandera’?”. Y en la costa, no sé acá, la “manta” es el
papel del cigarrillo que venden para enrollar la marihuana, pero durante
una época venía con la bandera de los Estados Unidos. En la costa es
muy sencillo, todo el que vea “manta de bandera” ya sabe qué es: el
papel ese que venía con la bandera de los Estados Unidos para fumar
marihuana. Imagínate la nota que tiene que poner el traductor para
explicar qué es la “manta de bandera”. Lo que tiene que hacer es
olvidarse de la connotación del antecedente y buscar una fórmula. Hay
otra cosa preciosa: es el “salchichón de hoyito”. Eso es totalmente de
los choferes de Barranquilla.
¿Y qué es?
El “salchichón de hoyito” es un
salchichón que tiene un hoyito en la punta. Otros le dicen “la polla”,
“la pinga”... Pero lo que dice el chofer de Barranquilla es “el
salchichón de hoyito”. Entonces todo traductor pregunta: “¿Qué significa
‘salchichón de hoyito’?”. Por eso, lo hermético no sería el libro, sino
todo eso, ¿no?, lo del Caribe. Por ejemplo, en Cuba no saben lo que es
el “salchichón de hoyito”, pero cuando un cubano lo lee, cuando un
dominicano o un puertorriqueño lo leen, inmediatamente saben qué es, se
enteran porque conocen los mecanismos, los contextos, saben cómo se
llega a eso.
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