Gabo que estás en los cielos
Un recorrido por la trastienda, la carpintería y los momentos reveladores de la concepción y escritura de la obra cumbre de Gabriel García Márquez
Manuscrito de Cien años de soledad./elpais.com |
Él, que durante 67 años, seis meses y cuatro días, sembró de sus
recuerdos los recuerdos de medio mundo, murió olvidando los suyos. Pero
su fallecimiento el 17 de abril desató, al contrario de la peste del
olvido que asoló Macondo, la peste de los recuerdos. Sobre él, Gabriel García Márquez, sobre sus libros y, en sus lectores, sobre su obra más famosa, Cien años de soledad:que
si Macondo, que si Aureliano, que si Úrsula, que si Remedios la Bella;
que si ¿mejor los aurelianos que los arcadios?, y qué decir de Amaranta,
Petra Cotes, y, claro, Melquiades, y, y, y… Pero pocos saben la
intrahistoria de la génesis y escritura de una de las novelas más
universales y leídas por más de 60 o 70 millones de personas.
Los Buendía estarán riéndose por el boroló que se ha creado al no ser
esta una peste como la vivida por ellos, sino una cuya mutación
sentimental hace querer recordar más y averiguar más para recordar más
aún. Una prueba es que usted vaya en esta línea y quiera saber lo que
sigue sobre algunos de los secretos de gestación de la obra prometidos
palabras arriba. Y será así por cortesía de dos de los principales
memoriosos: Dasso Saldívar y Gerald Martin gracias a sus biografías, Viaje a la semilla (Alfaguara) y Una vida (Debate), además del propio libro de García Márquez Vivir para contarla
(Literatura Random House), cuyo asomo a ellas permite un paseo con las
siguientes estaciones en su universo, muchos años después de su
creación:
Génesis
La vida en Aracataca durante sus primeros diez años en la casa de sus
abuelos maternos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina
Iguarán Cotes. Es su Edén literario: la travesía por la Guerra de los
Mil Días en palabras de su abuelo, el duelo de este, la explotación
americana de las bananeras y las perpetuas procesiones de historias de
difuntos y ánimas de su abuela, y la manera como contaba ella las cosas
con cara de palo que hacía verosímil cualquier cosa. Los esquemas
económico, social y cultural de la aristocracia cataquera en que se
movían los Márquez Iguarán serán llevados a la obra.
Hielo
Un día, cuando tenía cinco años, el niño llegó a casa asombrado
diciendo que había visto unos pargos durísimos como piedras. El abuelo
Nicolás le explicó que eran así porque estaban congelados. El niño le
preguntó qué era eso y el abuelo respondió que metidos en hielo. “¿Qué
es hielo?”. Entonces lo tomó de la mano y lo llevó donde estaban los
pargos para enseñarle el hielo.
Falofabulaciones
De niño escucha con sus otros amiguitos las historias, o mejor, los
cuentos, de un fabricante de camas donde el protagonista siempre era su
falo o tenían que ver con él. Estas falofabulaciones son la primera gran
influencia rabelesiana de García Márquez, mucho antes de que leyera Gargantúa y Pantagruel, que lo influiría también en la concepción de la exuberancia fálica de los Buendía, recuerda Saldívar.
Salida
En 1947 logra publicar su primer cuento en El Espectador, de Bogotá: La tercera resignación. Desde los 20 años empezó a buscar una salida literaria al mundo de miedos de su infancia en los cuentos de Ojos de perro azul, en un proyecto novelístico titulado La casa y en varias versiones de La hojarasca.
Cambio
A su vuelta a Cartagena, a mediados de 1948, empezó la que pretendía ser su primera novela: La casa.
Su acercamiento había sido de temas kafkianos, pero el descubrimiento
de los escritores anglosajones lo reorientó (Faulkner, Woolf, Dos
Passos, Steinbeck...). Supo que lo vivido con sus abuelos merecía ser
contado. Así es que no paraba de escribir esa novela.
Esbozo
A finales de 1949 había publicado en El Espectador media docena de cuentos y terminado la segunda versión de La hojarasca. Allí ya se filtran las primeras luces de Macondo.
Advenimiento
Su primer reportaje novelado lo escribió a finales de los cuarenta en El Espectador: Un país en la Costa Atlántica, basado en la leyenda de La Marquesita de La Sierpe. Dejaría ver su veta narrativa que lo llevaría a Los funerales de la Mama Grande, a la perspectiva mítico-legendaria del incipiente Macondo de La hojarasca y a anunciar el advenimiento de Cien años de soledad.
Borrador
Para entonces ya manejaba diversas fuentes e inspiraciones, además de
sus abuelos: las figuras casi míticas de los generales Uribe Uribe y
Benjamín Herrera, las leyendas de los coroneles Aureliano Naudín,
Francisco Buendía y Ramón Buendía. Empezó a reencontrarse con su
infancia y su cultura caribe. Ahora el problema no era sobre qué
escribir, sino cómo hacerlo, y, como él mismo reconocería, iba a
necesitar 15 años para descubrirlo.
Semilla
El 18 de febrero de 1950 completó su trabajo de campo de manera
inesperada. Fue cuando viajó con su madre, Luisa Santiaga, a Aracataca a
vender la casa de sus abuelos. Pasado y futuro casi cristalizados. Ese
viaje, diría el Nobel en Vivir para contarlo, sería la experiencia más decisiva en su vida literaria. Tanto que con ese pasaje empieza sus memorias.
Macondo
El nombre inmortal de su espacio literario se le reveló en aquel
mismo viaje a Aracataca. Era el nombre de una finca bananera en letras
blancas sobre un fondo azul. El que debió ver muchas veces de niño
cuando pasaba por allí en ese diablo al que llamaban tren.
Vallenato-novela
Los ritmos vallenatos interpretados por acordeoneros y cantado por
juglares costeños eran la música de su entorno. En 1953 terminó de
recorrer con uno de ellos, su amigo Rafael Escalona, la región caribe.
Su interés surgió en 1948 al descubrir que esta música, además de ritmo
pegadizo guardaba sabiduría en sus historias y contaba pasajes de la
vida, sobre todo amorosos. No era solo un repertorio artístico sino
cultural y moral de las regiones de Valledupar y la Guajira, las mismas
de sus abuelos y sus padres. Ritmo y baile esenciales para concebir sus
libros, sobre todo Cien años de soledad, que debía ser, como lo confesaría, un vallenato en versión novela.
Voz
La manera como su abuela Tranquilina y su Tía Mamá, Francisca, para
arrostrar las historias y las situaciones más insólitas es lo que García
Márquez llamaría “cara de palo” se convertirá en su recurso literario
más prodigioso, una de sus claves esenciales de su arte de narrar, de
hechizar a los lectores.
Periodismo
Tras su paso por los diarios El Universal de Cartagena de Indias y El Heraldo de Barranquilla, llegó en 1954 a El Espectador. Allí, en febreró de 1955 empezó a publicar la serie de reportajes que lo haría popular, Relato de un náufrago.
La experiencia del periodismo le calienta la mano y despierta aún más
su olfato para los titulares y los primeros y ultimos párrafos. Un arte
que le serviría para dar a sus libros comienzos memorables y titulares
repetidos e imitados hasta el infinito por sus colegas periodistas de
medio mundo. Mientras, él sigue escribiendo y escribiendo su proyecto de
La casa.
Comienzo
La publicación de La hojarasca en mayo de 1955 fue el verdadero comienzo de la primera opción estética que a través de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande, lo conducirían a Cien años de soledad.
Promesa
En 1958, a los 31 años, poco después de la luna de miel con su esposa
Mercedes Barcha, mientras volaban de Caracas a Barranquilla le dijo,
que escribiría una novela llamada La casa.
México
Tras su vida como corresponsal por Europa y ayudar en la formación de
la agencia de información cubana Prensa Latina, el lunes 26 de junio de
1961 llegó con su familia a Ciudad de México, donde escribiría cuatro
años más tarde su más reconocida obra. Lo esperaba su amigo Álvaro
Mutis.
Rulfo
Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, este
le trajo dos libros y le dijo: “Léase esa vaina, y no joda, para que
aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas. El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse desde el día en que a los nueve años leyera Las mil y una noches, a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22 en Cartagena la obra de Sófocles.
Preludio
En 1965 mientras conducía su Opel blanco con su familia desde Ciudad de México hacia Acapulco, vio claro cómo debía escribir La casa,
embrión de su obra más famosa. Un día se sentó "frente a la máquina de
escribir, como todos los días, pero esta vez no volví a levantarme sino
al cabo de 18 meses”.
Escritura
Vivía en Ciudad de México, en el barrio San Ángel Inn, en arriendo en
una casa de dos plantas, en la calle de la Loma 19, bordeando la
campiña. Al fondo del salón había tapiado con madera su estudio: La
Cueva de la Mafia. Era un espacio mínimo pero bien iluminado, de unos
tres metros de largo por dos y medio de ancho, con un bañito, una puerta
y una ventana al patio, un diván, una estantería con libros y una mesa
de madera con una máquina Olivetti.
Inicio
Sería entre julio y septiembre de 1965. Se refugió en La Cueva de la
Mafía con la enciclopedia británica, libros de toda índole, papel y una
máquina Olivetti, que añadía su frenético tac-tac a los Preludios de
Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles que sonaban todo el
tiempo. Cuando logró redondear la primera frase: “Muchos años después
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”, se preguntó “qué carajo vendría después”. Solo hasta el hallazgo
del galeón en la selva (al final del primer capítulo) no creyó “de
verdad que aquel libro pudiera llevar a ninguna parte. Pero a partir de
allí todo fue una especie de frenesí, por lo demás, muy divertido”.
Horario
A las ocho y media de la mañana, después de dejar a sus dos hijos en
el colegio, se encerraba en La Cueva de la Mafia hasta las dos y media
de la tarde, cuando llegaban para almorzar. Luego una siesta, un paseo
por el barrio y volvía a escribir hasta las ocho y media cuando llegaban
sus amigos.
Apuros
5.000 dólares le entregó a su esposa para el sostenimiento del hogar y
así poder encerrarse tranquilo a escribir la novela “durante seis
meses”. Ella se las ingenió para alargarlos en ese periodo pero cuando
se acabaron, y vio que la novela apenas iba por la mitad, le dijo que no
había nada que hacer. Gabo tomó su Opel blanco, comprado con el premio
de La mala hora, se fue al Monte de Piedad y lo empeñó. Ese
dinero tampoco duró. Después, Mercedes empezó a empeñar algunas joyas,
el televisor, la radio, hasta quedarse solo con las “tres últimas
posiciones militares”: su secador de pelo, la batidora con la que le
preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su
marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad.
Testigos
Mercedes, su esposa, Carmen Miracle y Álvaro Mutis y María Luisa Elío
y Jomí García Ascot solían visitarlo después de las ocho de la noche.
La conversación solía girar alrededor de la novela. Otro testigo fue el
crítico Emmanuel Carballo, a quien Gabo le entregaba cada capítulo
terminado.
Augurio
“Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad
absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de
palabras”, le escribió García Márquez en noviembre de 1965 a Luis Harss,
que lo había entrevistado para el libro Los nuestros, junto a otros grandes de América Latina como Borges, Rulfo, Asturias, Cortázar…
Muerte
Había aplazado la muerte del coronel Aureliano Buendía, hasta que
optó por la más sencilla: orinando al pie del castaño. Puso el punto y
aparte, subió al dormitorio de su esposa, se lo contó, se acostó a su
lado y se puso a llorar. Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás
Ricardo Márquez.
Avances
El primero de mayo de 1966 los lectores de El Espectador
leyeron el primer capítulo del libro. Carlos Fuentes leyó los tres
primeros en junio y escribió un comentario muy elogioso. Después le pasó
esas 80 cuartillas a Julio Cortázar.
Título
Al parecer se le ocurrió a mediados de 1966, cuando terminaba la
novela, porque los capítulos que le pasaba al crítico Carballo estaban
sin título.
Editorial
También a mediados de 1966 recibió la carta de Francisco Porrúa,
editor de Sudamericana de Buenos Aires, que quería editar sus libros. Lo
contactó por intermedio de Luis Harss, el del libro Los nuestros. Porrúa leyó lo publicado por García Márquez hasta entonces, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y La hojarasca,
y le gustó. En vista del interés de Porrúa por editar un libro suyo
Gabo le ofreció la obra que estaba terminando. Le envió unas páginas del
comienzo. “Desde el principio de la lectura comprendí que era una cosa
nueva y admirable. No había duda. Entonces, como adelanto, Sudamericana
le envió un sobre con 500 dólares”. Y en septiembre de 1966 firmó el
contrato que le habían enviado.
Claves
La guerra civil de los mil días, el duelo de su abuelo Nicolás, la
casa da Aracataca donde vivió su infancia, su viaje a los 16 años a
Zipaquirá a continuar el bachillerato, donde se afiebró por la lectura y
1948, cuando leyó La metamorfosis, de Kafka, porque le ayuda a encontrar el hilo narrativo de su abuela Tranquilina.
Inspiración
La lectura de un párrafo del principio de Mrs. Dalloway le
“transformó por completo” su “sentido del tiempo y le permitió
vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo y
su destino final”, recuerda Saldívar. Pero es solo una verdad parcial,
porque en realidad fue la relectura del párrafo unida a la experiencia
de los viajes por Valledupar y la Guajira, más el regreso a Aracataca,
lo que desencadenó en él una visión dinámica y corrosiva del tiempo
estancado que venía manejando en La casa.
Fin
Según Dasso Saldívar, el momento de mayor desconcierto lo padeció
cuando la novela tocó a su fin. Un día de septiembre de 1966 sintió que
la historia de Macondo y los Buendía llegaba a su fin. “Las cosas se
precipitaron a las 11 de la mañana. Estaba solo en la casa, no encontró a
ninguno de sus cómplices para contárselo y no supo qué hacer con el
tiempo libre. Después diría que tras la escritura del libro se había
sentido vacío ‘como si hubieran muerto mis amigos”.
“¿Será mala?”
Fue con su esposa a la oficina de correos a enviar el libro a Buenos
Aires. El agente de correos les dijo que el envío del paquete valía 82
pesos mexicanos. Solo tenían 50. Dividieron las 590 folios de 28 líneas
cada uno y cada línea de 60 matrices o golpes por la mitad y enviaron
los 10 primeros capítulos. Regresaron a la casa, cogieron aquellas “tres
últimas posiciones militares” y volvieron al Monte de Piedad. Las
empeñaron por unos 50 pesos. Al salir de la oficina de correos (recuerda
Saldívar), Mercedes, que no había leído el libro le soltó: “Oye, Gabo,
ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
Lanzamiento
El 5 de junio de 1967 llegó a las librerías de Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad.
Ocho mil ejemplares que volaron. Se publicó con una portada improvisada
de su editor Francisco Porrúa, la de un galeón en medio de la selva,
porque la encargada al artista mexicano Vicente Rojo no llegó a tiempo.
En la segunda edición, la novela se publicó con la portada de Rojo. La
de un mosaico de sellos que resumen elementos de la historia. Según el
editor: “Ha sido una carátula insuperable”.
46 años, diez meses y 12 días después de aquel lanzamiento murió
Gabriel García Márquez. Tres días después apenas empieza la peste feliz
de sus recuerdos. Así es que ni imaginar si un día a Santa Sofía de la
Piedad, única sobreviviente de Cien años de soledad, se le ocurre aparecer y empieza a hablar como un perdido, porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
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