Gabriel García Márquez
El mar del tiempo perdido
Hacia el final de enero el mar se iba volviendo áspero,
empezaba a vaciar sobre el pueblo una basura espesa, y pocas semanas después
todo estaba contaminado de su humor insoportable. Desde entonces el mundo no
valía la pena, al menos hasta el otro diciembre, y nadie se quedaba despierto
después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el mar no se
alteró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez más liso y fosforescente,
y en las primeras noches de marzo exhaló una fragancia de rosas.
Tobías la sintió. Tenía la sangre dulce para los cangrejos y
se pasaba la mayor parte de la noche espantándolos de la cama, hasta que
volteaba la brisa y conseguía dormir. En sus largos insomnios había aprendido a
distinguir todo cambio del aire. De modo que cuando sintió un olor de rosas no
tuvo que abrir la puerta para saber que era un olor del mar.
Se levantó tarde. Clotilde estaba prendiendo fuego en el
patio. La brisa era fresca y todas las estrellas estaban en su puesto, pero
costaba trabajo contarlas hasta el horizonte a causa de las luces del mar.
Después de tomar café, Tobías sintió un rastro de la noche en el paladar.
—Anoche —recordó— sucedió algo muy raro.
Clotilde, por supuesto, no lo había sentido. Dormía de un
modo tan pesado que ni siquiera recordaba los sueños.
—Era un olor de rosas —dijo Tobías—, y estoy seguro que
venía del mar.
—No sé a qué huelen las rosas —dijo Clotilde.
Tal vez fuera cierto. El pueblo era árido, con un suelo
duro, cuarteado por el salitre, y sólo de vez en cuando alguien traía de otra
parte un ramo de flores para arrojarlo al mar en el sitio donde se echaban los
muertos.
—Es el mismo olor que tenía el ahogado de Guacamayal —dijo
Tobías.
—Bueno —sonrió Clotilde—, pues si era un buen olor, puedes
estar seguro que no venía de este mar.
Era, en efecto, un mar cruel. En ciertas épocas, mientras
las redes no arrastraban sino basura en suspensión, las calles del pueblo
quedaban llenas de pescados muertos cuando se retiraba la marea. La dinamita
sólo sacaba a flote los restos de antiguos naufragios.
Las escasas mujeres que quedaban en el pueblo, como
Clotilde, se cocinaban en el rencor. Y como ella, la esposa del viejo Jacob,
que aquella mañana se levantó más temprano que de costumbre, puso la casa en
orden, y llegó al desayuno con una expresión de adversidad.
—Mi última voluntad —dijo a su esposo— es que me entierren
viva.
Lo dijo como si estuviera en su lecho de agonizante, pero
estaba sentada al extremo de la mesa, en un comedor con grandes ventanas por
donde entraba a chorros y se metía por toda la casa la claridad de marzo.
Frente a ella, apacentando su hambre reposada, estaba el viejo Jacob, un hombre
que la quería tanto y desde hacía tanto tiempo, que ya no podía
concebir ningún sufrimiento que no tuviera origen en su mujer.
—Quiero morirme con la seguridad que me pondrán bajo tierra,
como a la gente decente—prosiguió ella—. Y la única manera de saberlo es
yéndome a otra parte a rogar la caridad para que me entierren viva.
—No tienes que rogárselo a nadie —dijo con mucha calma el
viejo Jacob—. Te llevaré yo mismo.
—Entonces nos vamos —dijo ella—, porque voy a morirme muy
pronto.
El viejo Jacob la examinó a fondo. Sólo sus ojos permanecían
jóvenes. Los huesos se le habían hecho nudos en las articulaciones y tenía el
mismo aspecto de tierra arrasada que al fin y al cabo había tenido siempre.
—Estás mejor que nunca —le dijo.
—Anoche —suspiró ella— sentí un olor de rosas.
—No te preocupes —la tranquilizó el viejo Jacob—. Esas son
cosas que nos suceden a los pobres.
—Nada de eso —dijo ella—. Siempre he rogado que se me
anuncie la muerte con la debida anticipación, para morirme lejos de este mar.
Un olor de rosas, en este pueblo, no puede ser sino un aviso de Dios.
Al viejo Jacob no se le ocurrió nada más que pedirle un poco
de tiempo para arreglar las cosas. Había oído decir que la gente no se muere
cuando debe, sino cuando quiere, y estaba seriamente preocupado por la
premonición de su mujer. Hasta se preguntó si llegado el momento tendría valor
para enterrarla viva.
A las nueve abrió el local donde hubo antes una tienda. Puso
en la puerta dos sillas y una mesita con el tablero de damas, y estuvo toda la
mañana jugando con adversarios ocasionales. Desde su puesto veía el pueblo en
ruinas, las casas desportilladas con rastros de antiguos colores carcomidos por
el sol, y un pedazo de mar al final de la calle.
Antes del almuerzo, como siempre, jugó con don Máximo Gómez.
El viejo Jacob no podía imaginar un adversario más humano que un hombre que
había sobrevivido intacto a dos guerras civiles y sólo había dejado un ojo en
la tercera. Después de perder adrede una partida, lo retuvo para otra.
—Dígame una cosa, don Máximo —le preguntó entonces—: ¿Usted
sería capaz de enterrar viva a su esposa?
—Seguro —dijo don Máximo Gómez—. Créame usted que no me
temblaría la mano.
El viejo Jacob hizo un silencio asombrado. Luego, habiéndose
dejado despojar de sus mejores fichas, suspiró:
—Es que, según parece, Petra se va a morir.
Don Máximo Gómez no se inmutó. «En ese caso —dijo— no tiene
necesidad de enterrarla viva». Comió dos fichas y coronó una dama. Después fijó
en su adversario un ojo humedecido por un agua triste.
— ¿Qué le pasa?—Anoche —explicó el viejo Jacob— sintió un
olor de rosas.
—Entonces se va a morir medio pueblo —dijo don Máximo
Gómez—. Esta mañana no se oyó hablar de otra cosa.
El viejo Jacob tuvo que hacer un grande esfuerzo para perder
de nuevo sin ofenderlo. Guardó la mesa y las sillas, cerró la tienda, y anduvo
por todas partes en busca de alguien que hubiera sentido el olor. Al final,
sólo Tobías estaba seguro. De modo que le pidió el favor de pasar por su casa,
como haciéndose el encontradizo, y de contarle todo a su mujer.
Tobías cumplió. A las cuatro, arreglado como para hacer una
visita, apareció en el corredor donde la esposa había pasado la tarde
componiéndole al viejo Jacob su ropa de viudo.
Hizo una entrada tan sigilosa que la mujer se sobresaltó.
—Dios Santo —exclamó—, creí que era el arcángel Gabriel.
—Pues fíjese que no —dijo Tobías—. Soy yo, y vengo a
contarle una cosa.
Ella se acomodó los lentes y volvió al trabajo.
—Ya sé que es —dijo.
—A que no —dijo Tobías.
—Que anoche sentiste un olor de rosas.
— ¿Cómo lo supo? —preguntó Tobías, desolado.
—A mi edad —dijo la mujer— se tiene tanto tiempo para
pensar, que uno termina por volverse adivino.
El viejo Jacob, que tenía la oreja puesta contra el tabique
de la trastienda, se enderezó avergonzado.
—Cómo te parece, mujer —gritó a través del tabique. Dio la
vuelta y apareció en el corredor—. Entonces no era lo que tú creías.
—Son mentiras de este muchacho —dijo ella sin levantar la
cabeza—. No sintió nada.
—Fue como a las once —dijo Tobías—, y yo estaba espantando
cangrejos.
La mujer terminó de remendar un cuello.
—Mentiras —insistió—. Todo el mundo sabe que eres un
embustero. —Cortó el hilo con los dientes y miró a Tobías por encima de los
anteojos.—Lo que no entiendo es que te hayas tomado el trabajo de untarte
vaselina en el pelo, y de lustrar los zapatos, nada más que para venir a
faltarme al respeto.
Desde entonces empezó Tobías a vigilar el mar. Colgaba la
hamaca en el corredor del patio y se pasaba la noche esperando, asombrado de
las cosas que ocurren en el mundo mientras la gente duerme. Durante muchas
noches oyó el garrapateo desesperado de los cangrejos tratando de subirse por
los horcones, hasta que pasaron tantas noches que se cansaron de insistir.
Conoció el modo de dormir de Clotilde. Descubrió cómo sus ronquidos de flauta se
fueron haciendo más agudos a medida que aumentaba el calor, hasta convertirse
en una sola nota lánguida en el sopor de julio.
Al principio Tobías vigiló el mar como lo hacen quienes lo
conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte. Lo vio cambiar
de color. Lo vio apagarse y volverse espumoso y sucio, y lanzar sus eructos
cargados de desperdicios cuando las grandes lluvias revolvieron su digestión
tormentosa. Poco a poco fue aprendiendo a vigilarlo como lo hacen quienes lo
conocen mejor, sin mirarlo siquiera pero sin poder olvidarlo ni siquiera en el
sueño.
En agosto murió la esposa del viejo Jacob. Amaneció muerta
en la cama y tuvieron que echarla como a todo el mundo en un mar sin flores.
Tobías siguió esperando. Había esperado tanto, que aquello se convirtió en su
manera de ser. Una noche, mientras dormitaba en la hamaca, se dio cuenta que
algo había cambiado en el aire. Fue una ráfaga intermitente, como en los
tiempos en que el barco japonés vació a la entrada del puerto un cargamento de
cebollas podridas. Luego el olor se consolidó y no volvió a moverse hasta el
amanecer. Sólo cuando tuvo la impresión que podría asirlo con las manos para mostrarlo,
Tobías saltó de la hamaca y entró en el cuarto de Clotilde. La sacudió varias veces.
—Ahí está —le dijo.
Clotilde tuvo que apartar el olor con los dedos como una
telaraña para poder incorporarse. Luego volvió a derrumbarse en el lienzo
templado.
—Maldita sea —dijo.
Tobías dio un salto hasta la puerta, salió a la mitad de la
calle y empezó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas, respiró hondo y volvió a
gritar, y luego hizo un silencio y respiró más hondo, y todavía el olor estaba
en el mar. Pero nadie respondió. Entonces se fue golpeando de casa en casa,
inclusive en las casas de nadie, hasta que su alboroto se enredó con el delos
perros y despertó a todo el mundo.
Muchos no lo sintieron. Pero otros, y en especial los
viejos, bajaron a gozarlo en la playa. Era una fragancia compacta que no dejaba
resquicio para ningún olor del pasado. Algunos, agotados de tanto sentir,
regresaron a casa. La mayoría se quedó a terminar el sueño en la playa. Al
amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.
Tobías durmió casi todo el día. Clotilde lo alcanzó en la
siesta y pasaron la tarde retozando en la cama sin cerrar la puerta del patio.
Hicieron primero como las lombrices, después como los conejos y por último como
las tortugas, hasta que el mundo se puso triste y volvió a oscurecer. Todavía
quedaban rastros de rosas en el aire. A veces llegaba hasta el cuarto una onda
de música.
—Es donde Catarino —dijo Clotilde—. Debe haber venido
alguien.
Habían venido tres hombres y una mujer. Catarino pensó que
más tarde podían venir otros y trató de componer la ortofónica. Como no pudo,
le pidió el favor a Pancho Aparecido, que hacía toda clase de cosas porque
nunca tenía nada que hacer y además tenía una caja de herramientas y unas manos
inteligentes.
La tienda de Catarino era una apartada casa de madera frente
al mar. Tenía un salón grande con asientos y mesitas, y varios cuartos al
fondo. Mientras observaban el trabajo de Pancho Aparecido, los tres hombres y
la mujer bebían en silencio sentados en el mostrador, y bostezaban por turnos.
La ortofónica funcionó bien después de muchas pruebas.
Al oír la música, remota pero definida, la gente dejó de
conversar. Se miraron unos a otros y por un momento no tuvieron nada que decir,
porque sólo entonces se dieron cuenta de cuánto habían envejecido desde la
última vez en que oyeron música.
Tobías encontró a todo el mundo despierto después de las
nueve. Estaban sentados a la puerta, escuchando los viejos discos de Catarino,
en la misma actitud de fatalismo pueril con que se contempla un eclipse. Cada
disco les recordaba a alguien que había muerto, el sabor que tenían los
alimentos después de una larga enfermedad, o algo que debían hacer al día
siguiente, muchos años antes, y que nunca hicieron por olvido.
La música se acabó hacia las once. Muchos se acostaron,
creyendo que iba a llover, porque había una nube oscura sobre el mar. Pero la
nube bajó, estuvo flotando un rato en la superficie, y luego se hundió en el
agua. Arriba sólo quedaron las estrellas. Poco después, la brisa del pueblo fue
hasta el centro del mar y trajo de regreso una fragancia de rosas.
—Yo se lo dije, Jacob —exclamó don Máximo Gómez—. Aquí lo
tenemos otra vez. Estoy seguro que ahora lo sentiremos todas las noches.
—Ni Dios lo quiera —dijo el viejo Jacob—. Este olor es la
única cosa en la vida que me ha llegado demasiado tarde.
Habían jugado a las damas en la tienda vacía sin prestar
atención a los discos. Sus recuerdos eran tan antiguos, que no existían discos
suficientemente viejos para removerlos.
—Yo, por mi parte, no creo mucho en nada de esto —dijo don
Máximo Gómez—.Después de tantos años comiendo tierra, con tantas mujeres
deseando un patiecito donde sembrar sus flores, no es raro que uno termine por
sentir estas cosas, y hasta por creer que son ciertas.
—Pero lo estamos sintiendo con nuestras propias narices
—dijo el viejo Jacob.
—No importa —dijo don Máximo Gómez—. Durante la guerra,
cuando ya la revolución estaba perdida, habíamos deseado tanto un general, que
vimos aparecer al duque de Marlborough, en carne y hueso. Yo lo vi con mis
propios ojos, Jacob.
Eran más de las doce. Cuando quedó solo, el viejo Jacob
cerró la tienda y llevó la luz al dormitorio. A través de la ventana, recortada
en la fosforescencia del mar, veía la roca desde donde botaban los muertos.
—Petra —llamó en voz baja.
Ella no pudo oírlo. En aquel momento navegaba casi a flor de
agua en un mediodía radiante del Golfo de Bengala. Había levantado la cabeza
para ver a través del agua, como en una vidriera iluminada, un trasatlántico
enorme. Pero no podía ver a su esposo, que en ese instante empezaba a oír de
nuevo la ortofónica de Catarino, al otro lado del mundo.
—Date cuenta —dijo el viejo Jacob—. Hace apenas seis meses
te creyeron loca, y ahora ellos mismos hacen fiesta con el olor que te causó la
muerte.
Apagó la luz y se metió en la cama. Lloró despacio, con el
llantito sin gracia de los viejos, pero muy pronto se quedó dormido.
—Me largaría de este pueblo si pudiera —sollozó entre
sueños—. Me iría al puro carajo si por lo menos tuviera veinte pesos juntos.
Desde aquella noche, y por varias semanas, el olor
permaneció en el mar. Impregnó la madera de las casas, los alimentos y el agua
de beber, y ya no hubo dónde estar sin sentirlo. Muchos se asustaron de
encontrarlo en el vapor de su propia cagada. Los hombres y la mujer que
vinieron en la tienda de Catarino se fueron un viernes, pero regresaron el sábado
con un tumulto. El domingo vinieron más. Hormiguearon por todas partes, buscando
qué comer y dónde dormir, hasta que no se pudo caminar por la calle.
Vinieron más. Las mujeres que se habían ido cuando se murió
el pueblo, volvieron a la tienda de Catarino. Estaban más gordas y más
pintadas, y trajeron discos de moda que no le recordaban nada a nadie. Vinieron
algunos de los antiguos habitantes del pueblo. Habían ido a pudrirse de plata
en otra parte, y regresaban hablando de su fortuna, pero con la misma ropa que
se llevaron puesta. Vinieron músicas y tómbolas, mesas de lotería, adivinas y
pistoleros y hombres con una culebra enrollada en el cuello que vendían el
elixir de la vida eterna. Siguieron viniendo durante varias semanas, aún
después que cayeron las primeras lluvias y el mar se volvió turbio y
desapareció el olor.
Entre los últimos llegó un cura. Andaba por todas partes,
comiendo pan mojado en un tazón de café con leche, y poco a poco iba
prohibiendo todo lo que le había precedido: los juegos de lotería, la música
nueva y el modo de bailarla, y hasta la reciente costumbre de dormir en la
playa. Una tarde, en casa de Melchor, pronunció un sermón sobre el olor del mar.
—Dad gracias al cielo, hijos míos —dijo—, porque éste es el
olor de Dios.
Alguien lo interrumpió.
—Cómo puede saberlo, padre, si todavía no lo ha sentido.
—Las Sagradas Escrituras —dijo él— son explícitas respecto a
este olor. Estamos en un pueblo elegido.
Tobías andaba como un sonámbulo, de un lado a otro, en medio
de la fiesta. Llevó a Clotilde a conocer el dinero. Imaginaron que jugaban
sumas enormes en la ruleta, y luego hicieron las cuentas y se sintieron
inmensamente ricos con la plata que hubieran podido ganar. Pero una noche, no
sólo ellos, sino la muchedumbre que ocupaba el pueblo, vieron mucho más dinero
junto del que hubiera podido caberles en la imaginación.
Ésa fue la noche en que vino el señor Herbert. Apareció de
pronto, puso una mesa en la mitad de la calle, y encima de la mesa dos grandes
baúles llenos de billetes hasta los bordes. Había tanto dinero, que al
principio nadie lo advirtió, porque no podían creer que fuera cierto. Pero como
el señor Herbert se puso a tocar una campanilla, la gente terminó por creerle,
y se acercó a escuchar.
—Soy el hombre más rico de la Tierra —dijo—. Tengo tanto
dinero que ya no encuentro dónde meterlo. Y como además tengo un corazón tan
grande que ya no me cabe dentro del pecho, he tomado la determinación de
recorrer el mundo resolviendo los problemas del género humano.
Era grande y colorado. Hablaba alto y sin pausas, y movía al
mismo tiempo unas manos tibias y lánguidas que siempre parecían acabadas de
afeitar. Habló durante un cuarto de hora, y descansó. Luego volvió a sacudir la
campanilla y empezó a hablar de nuevo. A mitad del discurso, alguien agitó un
sombrero entre la muchedumbre y lo interrumpió.
—Bueno, mister, no hable tanto y empiece a repartir la
plata.
—Así no —replicó el señor Herbert—. Repartir el dinero, sin
son ni ton, además de ser unmétodo injusto, no tendría ningún sentido.
Localizó con la vista al que lo había interrumpido y le
indicó que se acercara. La multitud le abrió paso.
—En cambio —prosiguió el señor Herbert—, este impaciente
amigo nos va a permitir ahora que expliquemos el más equitativo sistema de
distribución de la riqueza.
Extendió una mano y lo ayudó a subir.
— ¿Cómo te llamas?
—Patricio.
—Muy bien Patricio —dijo el señor Herbert—. Como todo el
mundo, tú tienes desde hacetiempo un problema que no puedes resolver.
Patricio se quitó el sombrero y confirmó con la cabeza.
— ¿Cuál es?
—Pues mi problema es ése —dijo Patricio—: que no tengo
plata.
— ¿Y cuánto necesitas?
—Cuarenta y ocho pesos.
El señor Herbert lanzó una exclamación de triunfo. «Cuarenta
y ocho pesos», repitió. La multitud lo acompañó en un aplauso.
—Muy bien Patricio —prosiguió el señor Herbert—. Ahora dinos
una cosa: ¿qué sabes hacer?
—Muchas cosas.
—Decídete por una —dijo el señor Herbert—. La que hagas
mejor.
—Bueno —dijo Patricio—. Sé hacer como los pájaros.
Otra vez aplaudiendo, el señor Herbert se dirigió a la
multitud.
—Entonces, señoras y señores, nuestro amigo Patricio, que
imita extraordinariamente bien a los pájaros, va a imitar a cuarenta y ocho
pájaros diferentes, y a resolver en esa forma el gran problema de su vida.
En medio del silencio asombrado de la multitud, Patricio
hizo entonces como los pájaros. A veces silbando, a veces con la garganta, hizo
como todos los pájaros conocidos, y completó la cifra con otros que nadie logró
identificar. Al final, el señor Herbert pidió un aplauso y le entregó cuarenta
y ocho pesos.
—Y ahora —dijo— vayan pasando uno por uno. Hasta mañana a
esta misma hora estoy aquí para resolver problemas.
El viejo Jacob estuvo enterado del revuelo por los
comentarios de la gente que pasaba frente su casa. A cada nueva noticia el
corazón se le iba poniendo grande, cada vez más grande, hasta que lo sintió reventar.
— ¿Qué opina usted de este gringo? —preguntó.
Don Máximo Gómez se encogió de hombros.
—Debe ser un filántropo.
—Si yo supiera hacer algo —dijo el viejo Jacob— ahora podría
resolver mi problemita. Es cosa de poca monta: veinte pesos.
—Usted juega muy bien a las damas —dijo don Máximo Gómez.
El viejo Jacob no pareció prestarle atención. Pero cuando
quedó solo, envolvió el tablero y la caja de fichas en un periódico, y se fue a
desafiar al señor Herbert. Esperó su turno hasta la media noche. Por último, el
señor Herbert hizo cargar los baúles, y se despidió hasta la mañana siguiente.
No fue a acostarse. Apareció en la tienda de Catarino, con
los hombres que llevaban los baúles, y hasta allá lo persiguió la multitud con
sus problemas. Poco a poco los fue resolviendo, y resolvió tantos que por fin
sólo quedaron en la tienda las mujeres y algunos hombres con sus problemas
resueltos. Y al fondo del salón, una mujer solitaria que se abanicaba muy
despacio con un cartón de propaganda.
—Y tú —le gritó el señor Herbert—, ¿cuál es tu problema?
La mujer dejó de abanicarse.
—A mí no me meta en su fiesta, mister —gritó a través del
salón—. Yo no tengo problemas de ninguna clase, y soy puta porque me sale de
los cojones.
El señor Herbert se encogió de hombros. Siguió bebiendo
cerveza helada, junto a losbaúles abiertos, en espera de otros problemas.
Sudaba. Poco después, una mujer se separódel grupo que la acompañaba en la
mesa, y le habló en voz muy baja. Tenía un problemade quinientos pesos.
— ¿A cómo estás? —le preguntó el señor Herbert.
—A cinco.
—Imagínate —dijo el señor Herbert—. Son cien hombres.
—No importa —dijo ella—. Si consigo toda esa plata junta,
éstos serán los últimos cien hombres de mi vida.
La examinó. Era muy joven, de huesos frágiles, pero sus ojos
expresaban una decisión simple.
—Está bien —dijo el señor Herbert—. Vete para el cuarto, que
allá te los voy mandando, cada uno con sus cinco pesos.
Salió a la puerta de la calle y agitó la campanilla. A las
siete de la mañana, Tobías encontró abierta la tienda de Catarino. Todo estaba
apagado. Medio dormido, e hinchado de cerveza, el señor Herbert controlaba el
ingreso de hombres al cuarto de la muchacha.
Tobías también entró. La muchacha lo conocía y se sorprendió
de verlo en su cuarto.
— ¿Tú también?
—Me dijeron que entrara —dijo Tobías—. Me dieron cinco pesos
y me dijeron: no te demores.
Ella quitó de la cama la sábana empapada y le pidió a Tobías
que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola
por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon el colchón, y el
sudor salía del otro lado. Tobías hizo las cosas de cualquier modo. Antes de
salir puso los cinco pesos en el montón de billetes que iba creciendo junto a
la cama.
—Manda toda la gente que puedas —le recomendó el señor
Herbert—, a ver si salimos de esto antes del mediodía.
La muchacha entreabrió la puerta y pidió una cerveza helada.
Había varios hombres esperando.
— ¿Cuántos faltan? —preguntó.
—Sesenta y tres —contestó el señor Herbert.
El viejo Jacob pasó todo el día persiguiéndolo con el
tablero. Al anochecer alcanzó su turno, planteó su problema, y el señor Herbert
aceptó. Pusieron dos sillas y la mesita sobre la mesa grande, en plena calle, y
el viejo Jacob abrió la partida. Fue la última jugada que logró premeditar.
Perdió.
—Cuarenta pesos —dijo el señor Herbert—, y le doy dos fichas
de ventaja.
Volvió a ganar. Sus manos apenas tocaban las fichas. Jugó
vendado, adivinando la posición del adversario, y siempre ganó. La multitud se
cansó de verlos. Cuando el viejo Jacob decidió rendirse, estaba debiendo cinco
mil setecientos cuarenta y dos pesos con veintitrés centavos.
No se alteró. Apuntó la cifra en un papel que se guardó en
el bolsillo. Luego dobló el tablero, metió las fichas en la caja, y envolvió
todo en el periódico.
—Haga de mí lo que quiera —dijo—, pero déjeme estas cosas.
Le prometo que pasaré jugando el resto de mi vida hasta reunirle esta plata.
El señor Herbert miró el reloj.
—Lo siento en el alma —dijo—. El plazo vence dentro de
veinte minutos. —Esperó hasta convencerse del hecho que el adversario no
encontraría la solución—. ¿No tiene nada más?
—El honor.
—Quiero decir —explicó el señor Herbert— algo que cambie de
color cuando se le pase por encima una brocha sucia de pintura.
—La casa —dijo el viejo Jacob como si descifrara una
adivinanza—. No vale nada, pero es una casa.
Fue así como el señor Herbert se quedó con la casa del viejo
Jacob. Se quedó, además, con las casas y propiedades de otros que tampoco
pudieron cumplir, pero ordenó una semana de músicas, cohetes y maromeros y él
mismo dirigió la fiesta.
Fue una semana memorable. El señor Herbert habló del
maravilloso destino del pueblo, y hasta dibujó la ciudad del futuro, con
inmensos edificios de vidrio y pistas de baile en las azoteas. La mostró a la multitud.
Miraron asombrados, tratando de encontrarse en los transeúntes de colores
pintados por el señor Herbert, pero estaban tan bien vestidos que no lograron
reconocerse. Les dolió el corazón de tanto usarlo. Se rieron de las ganas de
llorar que sentían en octubre, y vivieron en las nebulosas de la
esperanza, hasta que el señor Herbert sacudió la campanilla y proclamó el
término de la fiesta.
Sólo entonces descansó.
—Se va a morir con esa vida que lleva —dijo el viejo Jacob.
—Tengo tanto dinero —dijo el señor Herbert— que no hay
ninguna razón para que me muera.
Se derrumbó en la cama. Durmió días y días, roncando como un
león, y pasaron tantos días que la gente se cansó de esperarlo. Tuvieron que
desenterrar cangrejos para comer. Los nuevos discos de Catarino se volvieron
tan viejos, que ya nadie pudo escucharlos sin lágrimas, y hubo que cerrar la
tienda.
Mucho tiempo después que el señor Herbert empezó a dormir,
el padre llamó a la puerta del viejo Jacob. La casa estaba cerrada por dentro.
A medida que la respiración del dormido había ido gastando el aire, las cosas
habían ido perdiendo su peso, y algunas empezaban a flotar.
—Quiero hablar con él —dijo el padre.
—Hay que esperar —dijo el viejo Jacob.
—No dispongo de mucho tiempo.
—Siéntese, padre, y espere —insistió el viejo Jacob—. Y
mientras tanto, hágame el favor de hablar conmigo. Hace mucho que no sé
nada del mundo.
—La gente está en desbandada —dijo el padre—. Dentro de
poco, el pueblo será el mismo de antes. Eso es lo único nuevo.
—Volverán —dijo el viejo Jacob— cuando el mar vuelva a oler
a rosas.
—Pero mientras tanto, hay que sostener con algo la ilusión
de los que se quedan —dijo el padre—. Es urgente empezar la construcción del
templo.
—Por eso ha venido a buscar a Mr. Herbert —dijo el viejo
Jacob.
—Eso es —dijo el padre—. Los gringos son muy caritativos.
—Entonces, espere, padre —dijo el viejo Jacob—. Puede que
despierte.
Jugaron a las damas. Fue una partida larga y difícil, de
muchos días, pero el señor Herbert no despertó.
El padre se dejó confundir por la desesperación. Anduvo por
todas partes, con un platillo de cobre, pidiendo limosnas para construir el
templo, pero fue muy poco lo que consiguió. De tanto suplicar se fue haciendo
cada vez más diáfano, sus huesos empezaron a llenarse de ruidos, y un domingo
se elevó a dos cuartas sobre el nivel del suelo, pero nadie lo supo. Entonces
puso la ropa en una maleta, y en otra el dinero recogido y se despidió para siempre.
—No volverá el olor —dijo a quienes trataron de disuadirlo—.
Hay que afrontar la evidencia del hecho que el pueblo ha caído en pecado
mortal.
Cuando el señor Herbert despertó, el pueblo era el mismo de
antes. La lluvia había fermentado la basura que dejó la muchedumbre en las
calles, y el suelo era otra vez árido y duro como un ladrillo.
—He dormido mucho —bostezó el señor Herbert.
—Siglos —dijo el viejo Jacob.
—Estoy muerto de hambre.
—Todo el mundo está así —dijo el viejo Jacob—. No tiene otro
remedio que ir a la playa a desenterrar cangrejos.
Tobías lo encontró escarbando en la arena, con la boca llena
de espuma, y se asombró porque los ricos con hambre se parecieran tanto a los
pobres. El señor Herbert no encontró suficientes cangrejos. Al atardecer,
invitó a Tobías a buscar algo que comer en el fondo del mar.
—Oiga —lo previno Tobías—. Sólo los muertos saben lo que hay
allá adentro.
—También lo saben los científicos —dijo el señor Herbert—.
Más abajo del mar de los naufragios hay tortugas de carne exquisita. Desvístase
y vámonos.
Fueron. Nadaron primero en línea recta, y luego hacia abajo,
muy hondo, hasta donde se acabó la luz del sol, y luego la del mar, y las cosas
eran sólo visibles por su propia luz. Pasaron frente a un pueblo sumergido, con
hombres y mujeres de a caballo, que giraban en torno al quiosco de la música.
Era un día espléndido y había flores de colores vivos en las terrazas.
—Se hundió un domingo, como a las once de la mañana —dijo el
señor Herbert—. Debió ser un cataclismo.
Tobías se desvió hacia el pueblo, pero el señor Herbert le
hizo señas de seguirlo hasta el fondo.
—Allí hay rosas —dijo Tobías—. Quiero que Clotilde las conozca.
—Otro día vuelves con calma —dijo el señor Herbert—. Ahora
estoy muerto de hambre.
Descendía como un pulpo, con brazadas largas y sigilosas.
Tobías, que hacía esfuerzos por no perderlo de vista, pensó que aquel
debía ser el modo de nadar de los ricos. Poco a poco fueron dejando el mar de
las catástrofes comunes, y entraron en el mar de los muertos.
Había tantos, que Tobías no creyó haber visto nunca tanta
gente en el mundo. Flotaban inmóviles, bocarriba, a diferentes niveles, y todos
tenían la expresión de los seres olvidados.
—Son muertos muy antiguos —dijo el señor Herbert—. Han
necesitado siglos para alcanzar este estado de reposo.
Más abajo, en aguas de muertos recientes, el señor Herbert
se detuvo. Tobías lo alcanzó en el instante en que pasaba frente a ellos una
mujer muy joven. Flotaba de costado, con los ojos abiertos, perseguida por una
corriente de flores.
El señor Herbert se puso el índice en la boca y permaneció
así hasta que pasaron las últimas flores.
—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida —dijo.
—Es la esposa del viejo Jacob —dijo Tobías—. Está como
cincuenta años más joven, pero es ella. Seguro.
—Ha viajado mucho —dijo el señor Herbert—. Lleva detrás la
flora de todos los mares del mundo.
Llegaron al fondo. El señor Herbert dio varias vueltas sobre
un suelo que parecía de pizarra labrada. Tobías lo siguió. Sólo cuando se acostumbró
a la penumbra de la profundidad, descubrió que allí estaban las tortugas. Había
millares, aplanadas en el fondo, y tan inmóviles que parecían petrificadas.
—Están vivas —dijo el señor Herbert—, pero duermen desde
hace millones de años.
Volteó una. Con un impulso suave la empujó hacia arriba, y
el animal dormido se le escapó de las manos y siguió subiendo a la deriva.
Tobías la dejó pasar. Entonces miró hacia la superficie y vio todo el mar al
revés.
—Parece un sueño —dijo.
—Por tu propio bien —le dijo el señor Herbert— no se lo
cuentes a nadie. Imagínate el desorden que habría en el mundo si la gente se
enterara de estas cosas.
Era casi media noche cuando volvieron al pueblo. Despertaron
a Clotilde para que calentara el agua. El señor Herbert degolló la tortuga,
pero entre los tres tuvieron que perseguir y matar otra vez el corazón, que
salió dando saltos por el patio cuando la descuartizaron. Comieron hasta no
poder respirar.
—Bueno, Tobías —dijo entonces el señor Herbert—, hay que
afrontar la realidad.
—Por supuesto.
—Y la realidad —prosiguió el señor Herbert— es que ese olor
no volverá nunca.
—Volverá.
—No volverá —intervino Clotilde—, entre otras cosas porque
no ha venido nunca. Fuiste tú el que embulló a todo el mundo.
—Tú misma lo sentiste —dijo Tobías.
—Aquella noche estaba medio atarantada —dijo Clotilde—. Pero
ahora no estoy segura de nada que tenga que ver con este mar.
—De modo que me voy —dijo el señor Herbert. Y agregó,
dirigiéndose a ambos—: También ustedes deberían irse. Hay muchas cosas que
hacer en el mundo para que se queden pasando hambre en este pueblo.
Se fue. Tobías permaneció en el patio, contando las
estrellas hasta el horizonte, y descubrió que había tres más desde el diciembre
anterior. Clotilde lo llamó al cuarto, pero él no le puso atención.
—Ven para acá, bruto —insistió Clotilde—. Hace siglos que no
hacemos como los conejitos.
Tobías esperó un largo rato. Cuando por fin entró, ella
había vuelto a dormirse. La despertó a medias, pero estaba tan cansado, que
ambos confundieron las cosas y en últimas sólo pudieron hacer como las lombrices.
—Estás embobado —dijo Clotilde de mal humor—. Trata de
pensar en otra cosa.
—Estoy pensando en otra cosa.
Ella quiso saber qué era, y él decidió contarle a condición
que no lo repitiera. Clotilde lo prometió.
—En el fondo del mar —dijo Tobías— hay un pueblo de casitas
blancas con millones de flores en las terrazas.
Clotilde se llevó las manos a la cabeza.
—Ay, Tobías —exclamó—. Ay Tobías, por el amor de Dios, no
vayas a empezar ahora otra vez con estas cosas.
Tobías no volvió a hablar. Se rodó hasta la orilla de la
cama y trató de dormir. No pudo hacerlo hasta el amanecer, cuando cambió la
brisa y lo dejaron tranquilo los cangrejos.
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