martes, 17 de marzo de 2015

Una pesquisa sobre la medicina en la obra de Gabo

En toda la literatura del Nobel es evidente la afición que el escritor tenía por la medicina

A finales de 1934, don Gabriel Eligio García montó una farmacia y ejercía la medicina como homeópata./eltiempo.com
Los temas relacionados con la medicina han sido motivo de inspiración para muchos escritores consagrados, sin que hubieran pertenecido a la cofradía médica. De seguro, buceando en el trasfondo de sus vidas se hallarán razones que expliquen esa afinidad.
En el caso de nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, la temática médica circula en casi todas sus obras, en algunas de manera abundante, como en Cien años de soledad y en El amor en los tiempos del cólera. El hecho de que su producción literaria sea tan rica en asuntos médicos permite suponer que en el subconsciente de Gabo pudo haber un médico frustrado. De otra manera no se explican su inclinación por el tema y la propiedad con que campea en los dominios galénicos. Difícil aceptar que se trate de simple coincidencia.
En la vida real, Gabo se familiarizó desde niño con el quehacer médico, como que su padre incursionó en estas disciplinas. Gabriel Eligio García –que así se llamaba– trocó en Aracataca el oficio de telegrafista por el de médico empírico. Dasso Saldívar –buen biógrafo de Gabo–, en El viaje a la semilla, refiere que alguna vez había realizado estudios desordenados de homeopatía y farmacia en la Universidad de Cartagena.
Para mayor información registra que alcanzó prestigio a raíz de una epidemia de disentería, declarada en 1925. En Vivir para contarla, el escritor pone en boca de su madre que, antes de contraer matrimonio, quien iría a ser su padre había interrumpido los estudios de medicina y farmacia por falta de recursos.
A finales de 1934, don Gabriel Eligio montó una farmacia y ejercía la medicina. A más de ser buen lector de revistas y manuales médicos, tenía ínfulas de investigador. Inventó y patentó un “regulador menstrual”, denominado comercialmente ‘GG’ (Gabriel García), que se anunciaba igual de bondadoso a los que ofrecía la industria farmacéutica extranjera. Quizás fue por eso por lo que la Junta de Títulos Médicos del Departamento del Atlántico le concedió licencia para ejercer la medicina homeopática en su comarca.
Pero su jurisdicción profesional iría más allá. Habiendo incrementado sus conocimientos y comprobado su idoneidad en la materia, en 1938 el Ministerio de Educación le revalidó la licencia de médico homeópata, esta vez con alcance nacional, advirtiéndole, eso sí, que no podía tomar parte en operaciones quirúrgicas ni tampoco en ninguna otra actividad propia del ejercicio alopático.
Sin duda, la actividad médica de su progenitor, así fuera limitada, no podía pasar inadvertida para Gabo; debió dejar huella en su recuerdo, reforzada con la relación cercana que su familia tenía con el médico venezolano Alfredo Barboza, quien se había afincado en Aracataca desde tiempo atrás y también era dueño de una botica. Tenía fama por su acertado “ojo clínico” y por sus buenas maneras. Cuando Gabo tenía 5 o 6 años, le causaban temor paralizante su figura escuálida y “sus ojos amarillos como de perro del infierno”, pero sobre todo porque en una ocasión lo sorprendió robándose los mangos del solar de su casa.
En épocas pretéritas era costumbre que los padres aspiraran a que sus hijos fueran profesionales, ojalá en carreras similares a las suyas. Según Saldívar, a lo que aspiraba don Gabriel Eligio era a que Gabo fuera farmacéutico, para que más tarde lo remplazara en la botica. Sin embargo, en su autobiografía, el escritor recuerda que para sus padres él era el orgullo de la familia, y su mayor anhelo consistía en que fuera el médico eminente que su padre no pudo ser por incapacidad económica.
Explicable, entonces, que, con el transcurrir de los días, aflorara en el futuro nobel simpatía o afinidad por los asuntos médicos. En Crónica de una muerte anunciada confiesa que “en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de La Guajira…”. Dasso Saldívar refiere que en los pueblos Gabo visitaba a los médicos, jueces, notarios, alcaldes, para convencerlos de la bondad de los libros técnicos que ofrecía. De seguro, antes los había hojeado todos y leído algunos. Esta sospecha se vuelve evidencia al saber por el mismo Gabo: “En tiempos de hambruna llegué a leer desde tratados de cirugía hasta manuales de contabilidad, sin pensar que habían de servirme para mis aventuras de escritor”. Cuando cursaba su bachillerato en el Liceo Nacional de Zipaquirá, devoró todos los libros de literatura que reposaban en la biblioteca, como también las obras completas de Freud; no siendo propiamente literarias, debió leerlas por ser su autor un famoso médico.
Como lo señalé atrás, sus novelas, crónicas y cuentos son pródigos en la temática médica, lo que –insisto– debe aceptarse como una prueba fehaciente de que el escritor estaba contagiado de ella. Además de haber leído enciclopedias, tuvo también que documentarse en otras fuentes para poder escribir con tanta solvencia sobre aspectos galénicos.
En la década de los 60, residiendo en Ciudad de México, daba a conocer, en privado y a plazos, pasajes de la novela que sería más tarde Cien años de soledad. Entonces, sus amigos pudieron comprobar su obsesión documental, como que en su mesa de trabajo acumulaba montones de libros que hablaban de alquimia y de navegantes, “manuales de medicina casera, crónicas sobre pestes medioevales, manuales de venenos y antídotos, crónicas de Indias, estudios sobre escorbuto, el beriberi y la pelagra…” (El viaje a la semilla). No es de extrañar, pues, que en su obra cumbre mencione que Melquiades “era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar…”.
Entre los temas médicos utilizados por Gabo en sus escritos, el de las pestes o epidemias es el más socorrido. En efecto, en Cien años de soledad circulan la peste del insomnio y del olvido; el “cólera nostra” en Del amor y otros demonios, en El amor en los tiempos del cólera y en La mala hora; la blenorragia en Cien años de soledad, en Crónica de una muerte anunciada y en El general en su laberinto; en esta novela también aparecen la viruela y la rabia, que es la peste de fondo en Del amor y otros demonios.
Pero ¿por qué esa predilección por las pestes? Recordemos que grandes escritores se dejaron seducir por ese tema: Sófocles, Tucídides, Bocaccio, Camus, Defoe, Saramago… En alguna ocasión, Gabo confesó que Sófocles y Defoe lo habían dejado marcado para siempre.
Además de las pestes, el nobel echó mano de gran número de patologías médicas, de vocablos y decires propios de la jerga galénica, y puso a desfilar a cultores de la medicina como personajes centrales de sus narraciones, el más caracterizado de ellos el doctor Juvenal Urbino. Solo un médico –y poeta, además– podía describir de manera tan bella y detallada el transcurrir profesional de un colega tan peculiar como este. Pero lo más llamativo para el lector acucioso es que registra una serie de máximas, de consejos, de descripciones técnicas, de profundas reflexiones médicas, no encontradas antes en ningún autor, a tal punto que tiene que aceptarse que Gabo fue también un filósofo y un poeta en el ámbito de la medicina. Para sostener mi tesis, transcribo a continuación una muestra de ello.
A la grafía que utilizamos los médicos en las recetas la denomina “garabatos crípticos”.
A las vísceras las menciona por su nombre, añadiéndoles un calificativo exacto y expresivo: corazón “insomne”; hígado “misterioso”; páncreas “hermético”.
Siguiendo un concepto medioeval, manifiesta que “el bisturí es la prueba mayor del fracaso de la medicina”.
Respecto a la diabetes, afirma que “es demasiado lenta para acabar con los ricos”; que “la pobreza es el mejor remedio para acabar con la diabetes”, y que los edulcorantes artificiales son “azúcar pero sin azúcar, algo así como repicar pero sin campanas”.
De la vejez dice que “es un estado indecente que debía impedirse a tiempo”. Además, que “las enfermedades mortales tienen un olor propio, pero ninguno tan específico como el de la vejez”.
Refiriéndose a la ética, uno de sus personajes médicos socarronamente expresa: “La ética cree que los médicos somos de palo”.
Por lo comentado atrás, no es descabellado afirmar que el inmortal escritor Gabriel García Márquez fue un médico frustrado.


Fernando Sánchez Torres.Presidente de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente. Galardonado con el Premio Nacional de Medicina Federico Lleras Acosta al título de Maestro de la Obstetricia y la Ginecología Latinoamericanas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario