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Gabriel García Márquez le gustaba la exageración./adncultura.com |
Gabriel García Márquez es un clásico que no tardó en
entrar en las barberías, en las galleras y en los billares, sitios donde
se suele consagrar la literatura mejor que en los recintos de las
academias y en las aulas de las universidades.
Desde que apareció Cien años de soledad,
y su fama se extendió por América Latina como un reguero de pólvora
encendido en alegres chisporroteos, más de algún barbero, mientras
triscaba con las tijeras encima de la cabeza del cliente, hablaba de los
médicos invisibles que lo habían operado con éxito, dando entera razón
al novelista; lo mismo que al rodear la mesa de carambola en busca del
mejor tiro, el jugador diestro recordaba a Mauricio Babilonia entrando
al cine de la esquina seguido por el enjambre de mariposas amarillas; y
los galleros que cazaban las apuestas en los palenques encendidos de
gritos se regodeaban en el recuerdo de las parrandas ruidosas y las
comilonas desaforadas en casa de Petra Cotes, donde habían amanecido no
pocas veces en compañía de Aureliano Segundo; y quién no había visto en
los pueblos abrasados por la resolana a Remedios la bella subir a los
cielos llevándose consigo las sábanas del tendedero.
Esta magia de
la literatura que hace al lector compartir el mundo de mentiras de una
novela como si viviera en ella, y como si todo lo que se le cuenta lo
hubiera experimentado ya en su propia vida, es la que ilumina la
escritura de ficciones de García Márquez, un procedimiento de narrar
aprendido, según relata él mismo, de la naturalidad con que en su casa
oía contar las historias más sorprendentes como si fueran asunto de
todos los días: "Había que contar el cuento, simplemente, como lo
contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una
seriedad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera
cayendo el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que
estaban contando".
En la literatura la soberanía de la mentira es
la herencia de Cervantes, y es de esta manera como el mundo de La Mancha
tiene su continuidad en el Caribe de García Márquez. Contar con
naturalidad, contar con naturaleza. "Él es la vida y la naturaleza",
dice de Cervantes Rubén Darío.
En cuanto a la manera de contar,
García Márquez hace lo mismo como periodista, impertérrito frente a los
hechos más desaforados, aquellos que la realidad saca de madre y que no
necesitan de exageración alguna, tal como en Relato de un náufrago
cuenta la historia del tripulante de un barco de la Marina de Guerra de
Colombia que cayó al agua y se pasó diez días en alta mar, sin agua ni
alimentos. Es la misma manera en que relata Bernal Díaz del Castillo los
hechos de la conquista de México, en una magistral crónica que escribió
para oponerla a la de López de Gómara, que nunca estuvo en el teatro de
los acontecimientos, sino que los reconstruía desde lejos, en sus
cómodos aposentos de Valladolid.
En García Márquez conviven el
cronista de hechos y el narrador de mentiras, y es la misma mano la que
escribe en ambas instancias, que pueden parecer hermanas siamesas pero
entran en disputa, nada menos que la disputa por separar la verdad de la
mentira, mientras tanto esa mano busca mantener a raya la tentación de
adornar y trastocar a mejor conveniencia literaria las verdades cuando
escribe el periodista.
En Bernal no existe sombra de imaginación
que lo aturda, y quiere ser fiel a los hechos que recuerda, tal como los
recuerda. Es sólo un soldado convertido en cronista por la fuerza de la
necesidad. Su procedimiento es alejarse de la mentira para parecer
real, y no un impostor como juzga a López de Gómara: "Y aquí dice el
cronista Gómara en su historia que, por venir el río tinto en sangre,
los nuestros pasaron sed, por culpa de la sangre", se burla. El
procedimiento de construir la realidad no admite exageraciones gratuitas
ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que
copiarse a sí misma. Y menos, volverla mítica. Las heridas, los
sufrimientos, las marchas agotadoras se bastan a sí mismas. Por el
contrario, López de Gómara quiere que su historia se vea "tan apacible
cuanto nueva por su variedad de cosas, y tan notable como deleitosa por
sus muchas extrañezas", y no vacila en entrometer a los santos en las
batallas, como los dioses de Homero que espada en mano favorecen siempre
a sus héroes preferidos, su parentela terrena.
En Noticia de un secuestro
el recurso narrativo clave de García Márquez es el de asumir el papel
de testigo presencial en nombre del lector. Un testigo presencial veraz,
y éste es un ardid literario que no busca falsear, sino atraer al que
lee hacia las interioridades de un hecho de violencia de los que América
Latina sigue presenciando cada día.
El 7 de noviembre de 1990, la
periodista Maruja Pachón fue secuestrada en Bogotá junto con su cuñada
Beatriz, por órdenes de una alianza de jefes narcos conocidos como "Los
Extraditables". Los narcos, que ya tenían a otros rehenes importantes en
su poder, sólo aceptarían liberarlos a todos cuando el gobierno de
Colombia se comprometiera a no extraditarlos a ellos a Estados Unidos.
El narrador no se propone explicar el contexto de los hechos, sino los
hechos mismos con precisión de detalles. Lo sabremos desde el principio,
cuando nos informa dónde se sentaba Maruja y dónde Beatriz en el coche,
al momento en que éste es detenido por la fuerza; la hora del
secuestro, el paraje de Bogotá donde ocurre, el detalle de que los
árboles del Parque Nacional no tengan hojas en esa época del año.
Nada
depende de los vuelos de la imaginación, sino del reporte de los datos
reunidos que asumen una forma literaria simple, escueta, de párrafos
cortos y cortantes alejados de las hipérboles tan conocidas de García
Márquez. Oculta esa mano, aunque a veces no deje de enseñarla; cuando
habla de la casa donde las secuestradas han sido llevadas, nos dice que
se darían cuenta de que daba a un potrero apacible donde pacían corderos
pascuales y gallinas desperdigadas. Esta prosa enseña su marca, como un
sello de agua. Pero no pierde nunca el hilo que debe hilvanar, el de
los hechos desnudos, contados sin distorsiones, dilaciones ni desvíos,
para mostrarnos que estamos frente a la realidad. Igual nos parece que
lo estamos al leer Cien años de soledad, pero la dimensión
literaria en que penetramos es diferente. En una novela, de antemano
sabemos que seremos engañados; en un relato periodístico, rechazamos ser
engañados.
Apenas el lector percibiera que el periodista escribe
encerrado en su cubículo de la redacción y que basándose en unos cuantos
datos a mano inventa el resto de los hechos, concediéndose las
licencias naturales a un novelista, el relato perdería crédito. En la
escritura, todo debajo del cielo tiene su tiempo: tiempo de mentir,
tiempo de ser verídico. En el relato periodístico, la mentira graciosa
de la novela se convierte en falsedad. Pero ese mismo lector le dará
todo ese mismo crédito al cronista si está seguro de que, comprometido a
contar hechos verídicos, es capaz de hacerlo con el estilo y la garra
de un buen novelista, usando ganchos y ardides que sirvan para atrapar
su atención. Es sobre la base de esa habilidad como el relato resulta
compuesto de acuerdo a una tensión constante y un ritmo que no pierde
aliento, y es así como el cronista prepara sus sorpresas, oculta datos y
sabe revelarlos en el momento preciso, según las técnicas que la
narración de hechos literarios le presta a la narración de hechos
periodísticos. Así ocurre en otra crónica maestra, "Asalto al Palacio".
García
Márquez no había estado nunca en Nicaragua cuando escribió esta crónica
acerca de la toma del Palacio Nacional en Managua, ejecutada un 22 de
agosto de 1978 por un comando guerrillero del Frente Sandinista. Lo
único que sabía del país era que lo dominaba una dictadura dinástica de
medio siglo, fundada por Anastasio Somoza, el asesino del general
Sandino que se había alzado contra las tropas de intervención de Estados
Unidos; que allí había nacido Rubén Darío, un poeta del que sabía no
pocos poemas de memoria, y que tenía un lago de diez mil kilómetros
cuadrados, poblado por feroces tiburones que no temían al agua dulce.
Un
nuevo asalto. Porque las espectaculares acciones de guerra de los
sandinistas conquistaron desde antes su atención entusiasta; años atrás
había entrevistado en La Habana a los miembros del comando que el 22 de
diciembre de 1974 asaltó la casa de un prominente somocista, José María
Castillo, en el curso de una recepción navideña en honor del embajador
de Estados Unidos, Turner B. Shelton, quien se había retirado poco
antes, y no era intención del comando apresarlo para no meterse en líos
mayores. Esa vez también Somoza fue doblegado y consintió en la
liberación de los presos políticos, en la divulgación por prensa, radio y
televisión de un manifiesto de los rebeldes, y en la entrega de un
millón de dólares. Fruto de esas entrevistas fue su guión
cinematográfico El asalto o El secuestro, para una película que nunca se filmó.
Esto
de no haber estado nunca antes en Nicaragua tiene relevancia, porque
"Asalto al Palacio" parece el relato no sólo de un testigo presencial de
aquel acontecimiento que desbordó los pobres límites de lo creíble para
entrar en el reino de la imaginación, sino también el de alguien que
tiene estrecha familiaridad con un país del traspatio imperial donde los
jóvenes pugnaban por su liberación, sin importarles su propia vida.
Que
un grupo improvisado de 25 guerrilleros disfrazados de soldados de las
tropas de elite de la Guardia Nacional de Somoza tomara el Palacio
Nacional para dar aquel golpe maestro que cimbró los cimientos de la
dictadura parece una exageración propia de García Márquez, que es el
padre de las exageraciones. Huésped frecuente como era del general Omar
Torrijos, igual que lo era Graham Greene, se había traslado a Panamá
ante la inminencia de la llegada del comando, una vez cumplidas sus
demandas por Somoza, porque Torrijos tenía listo un avión para
transportarlos.
Apenas aterrizaron junto con los prisioneros
rescatados de las cárceles somocistas, Gabo, con la complicidad de
Torrijos, los buscó en el cuartel de Tinajita, una instalación militar
adonde eran llevados, mientras se tramitaba su asilo político, toda
suerte de guerrilleros, perseguidos y exiliados de la América de los
años setenta, ensombrecida por la más formidable colección de dictaduras
militares que había visto nunca el continente.
Fueron dos
sesiones de entrevistas, la primera llena de relatos entusiastas y
atropellados, pero la segunda vez logró aplacar el desorden y se dispuso
a escucharlos en serio, ya con la libreta de cronista en la mano, de
modo que pudo entrevistar, sobre la base de preguntas exhaustivas, al
jefe del operativo, el comandante Edén Pastora, el número Cero; al
comandante Hugo Torres, el número Uno; y a la comandante Dora María
Téllez, la número Dos, quienes habían dirigido la increíble operación.
Todos los miembros del comando se identificaban con un número. El
comandante Hugo Torres, el que a falta de sueño había oído pasar trenes
por su cabeza mientras duraban las negociaciones con Somoza, sostenidas a
través del arzobispo de Managua, se durmió durante esa segunda sesión,
la cabeza sobre la mesa, mientras la voz de Gabo le llegaba como un
susurro que poco a poco se fue apagando.
Cuando terminaron, la
libreta de Gabo llena de datos, porque el uso de una grabadora siempre
ha estado prohibido en su práctica de periodista, no había nada que
inventar, ni que exagerar. La historia, madre de hazañas, de invenciones
y exageraciones, lo había hecho todo. Ahora había que contarlo.
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