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Fidel encartó a Gabo con un destartalado Mercedes Benz./motor.com |
Fidel, queriendo darle una buena sorpresa y mejor regalo, le
mandó el carro a Cartagena. Pero el auto necesitó los servicios del
restaurador profesional Germán Ortega en Bogotá durante nueve años, cuyo
mecenazgo Gabo no asumió en un paso en el cual la realidad se impuso
sobre la magia.
Septiembre 1º. de 1982. Por una rara coincidencia, ese día estaba
casi embarcado en un viaje promocional a México cuando el presidente de
ese país, José López Portillo, anunció:
"He expedido dos decretos, uno que nacionaliza los bancos privados
del país y otro que establece el control generalizado de cambios… Es
ahora o nunca; ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos
volverán a saquear".
Ese anuncio conmocionó a la redacción y la posibilidad de que EL
TIEMPO plantara un reportero en el sitio, aunque no tuviera idea de
economía ni de lo que nacionalizar la banca de un país de ese tamaño
representaba, salvo decir genéricamente que estaba quebrado, me puso en
otras tareas. Y para ubicarme y obtener opiniones de fondo que
reforzaran cualquier eventual artículo, Enrique Santos Calderón
concertó una cita con Gabriel García Márquez, quien accedió a recibirme.
Obviamente, viajé con el número telefónico de su casa apuntado como
tesoro, el cual nunca atendió personalmente, pero al final de la
persecución mandó un mensaje que fue más sorprendente: iría a verme al
hotel, en pleno centro de la ciudad, al final de la tarde.
Llegó un poco después de la hora anunciada y resultó que estaba
atendiendo una cita a otros dos periodistas colombianos que lo
persiguieron con el mismo propósito, lo cual diluyó mi supuesta
exclusiva. Uno de ellos era Germán Hernández, de El Espectador, el
diario eterno competidor, para completar la desilusión.
Hablamos bastante tiempo. Horas. Fue en uno de los cuartos del hotel
para eludir autógrafos y saludos, pues Gabo ya era un personaje mundial y
ad portas de ser proclamado como ganador del premio Nobel de
Literatura, cosa que sucedió un mes después, cuando ya habría sido
imposible tenerlo enfrente en una charla de la cual recuerdo pocas
frases y que, estúpidamente, dedicamos a la economía cuando estábamos
en el momento del nacimiento de un premio Nobel.
La historia viene a que cuando salía lo acompañé hasta el
estacionamiento donde tenía parqueado un BMW de la serie 5, que en ese
momento de restricciones en México era un contrasentido, como también
que semejante personaje tan famoso manejara su propio carro cuando ya
podía darse el lujo de usar un chofer, y más porque teníamos algunos
whiskies en el tanque. Averiguando en estos días, supe que a Gabo le
fascinaba manejar y que varios de los viajes por España en sus tiempos
de levante los organizó en carro para poder llevar el timón. En ese
orden de ideas, que tuviera ese BMW se explicaba.
—Maestro –le dije– ¿por qué compró usted un carro en Francia pudiendo importarlo desde la fábrica en Alemania?
La pregunta lo paró en seco y quedó sorprendido porque yo supiera esa minucia que a la vez era un rasguño en su vida privada.
—¿Y tú por qué sabes? –me replicó con cierta severidad y
preocupación, pues era probable que ese carro lo tuviera gracias a
algunas concesiones especiales para su importación a ese país.
—Maestro, porque su carro tiene lámparas amarillas, que solamente se venden en los autos franceses.
Miró la evidencia y me dijo: "Tú de esto sí sabes".
Le agradecí y quedé feliz por haberle dicho algo que me pareció
importante y diferenciador. Pocos minutos después, Gabo se fue
alumbrando con el pésimo tono ámbar de sus lámparas el denso tráfico
del D. F. Yo quedé seguro de que el dato lo había impresionado y que de
alguna manera cada vez que mirara su carro se acordaría del detalle y
de aquel reportero de EL TIEMPO, cuyo nombre no olvidó, pues nos
volvimos a encontrar en el tema.
Un día de 1991, una llamada de Pedro Nel Quijano, entonces
vicepresidente comercial de Mazda, sirvió de puente para volver a
hablar con el Nobel. Estaba comprando un Miata para darse champú en
Cartagena y pidió que me contactaran para que le diera un consejo al
respecto. Obviamente me pareció una buena decisión y un honor que se
acordara de aquella noche de México, nueve años antes.
Claro que el asunto tuvo su reciprocidad.
—¡Oye!, ¿y tú qué haces metido en la Casa Blanca escribiendo de política y esas cosas? Tu mundo son los carros.
La razón del regaño fue porque en febrero de ese 1991, por otro
accidente de la profesión y la reportería, EL TIEMPO y Enrique Santos
Castillo en persona me encomendaron ir a Washington a cubrir la visita
de Estado que le hizo el presidente César Gaviria a George Bush, padre.
Gabo debió leer los artículos y no parece que hubiera disparates, pues
no me censuró los textos que en su momento me agradeció telefónicamente
el propio presidente Gaviria. Pero su frase me sonó como una
advertencia profesional para marcar fronteras en el oficio, aunque no
lo haya respetado a cabalidad en los siguientes 24 años al aviso.
Por esos días, García quería tener un automóvil en Cartagena que
fuera convertible, y pensó que el aparato adecuado podía ser un viejo
Mercedes Benz 300 S Coupé que le había regalado un amigo que quiso tener
con él una deferencia muy especial. El donante fue nada menos que Fidel
Castro, quien supo que el Nobel había mirado con cierta curiosidad el
abandonado cascarón que estaba en las pesebreras de la casa
presidencial de La Habana y resolvió mandárselo de regalo a Cartagena,
envuelto en óxido y polvo.
El opulento convertible, que era un monumento al capitalismo y un
sacrilegio en los garajes de Fidel, reservados ya a los carros rusos,
llegó en estado comatoso a Colombia. Tenía injertado un motor diésel de
una buseta Fiat rusa y todos sus lujos los habían carcomido el aire del
Caribe y el desprecio de quienes debieron cuidarlo. En el baúl viajó
afortunadamente el motor original, que fue el elemento que inclinó la
decisión de recuperar lo que parecía ya un cadáver mecánico y evitó que
las latas quedaran condenadas a cien años de soledad.
Gabo recurrió –con el Mercedes ya en Bogotá y con placas de Turbaco,
pues en Cartagena no tenía ninguna posibilidad de cura– al
restaurador Germán Ortega, quien le hizo todas las cuentas y
perspectivas para recuperarlo, cosa que no solamente representaba una
factura cuantiosa e impredecible en dólares, sino también un tiempo
indeterminado de trabajo.
En ese momento, Gabo –con los pies en la tierra y un ojo en el
banco– desistió de recuperarlo a cambio de un Mustang convertible del
66 que de inmediato le daba la posibilidad de pasearse con estilo por
la vieja Cartagena.
Hecho el trato, recibió de Ortega un primer carro que luego le
cambiaron por otro recién restaurado de color naranja, que después de
servir efímeramente en Cartagena terminó en poder de otro aficionado de
Bogotá.
El Mercedes pasó a manos de un importante coleccionista bogotano,
cuyo nombre omitimos por su expresa voluntad, y tras nueve años de
trabajos, búsqueda de piezas en todo el mundo, pero sobre todo en
Venezuela donde en las épocas de opulencia hubo muchos de estos
fastuosos carros, el Mercedes pintado en un color rojo más favorable
que el desteñido y triste azul original, quedó en impecables condiciones
y se encuentra en Miami como una de las piezas importantes de esa
colección, un sitio totalmente acorde con su estirpe y donde funge como
un refugiado más del régimen de Castro.
Gabo recordaba muy bien toda la historia pues cuando le pidieron
dedicar alguna frase en las páginas del catálogo en el cual está
reseñado el automóvil, se tomó seis meses en poner su firma con una
escueta frase que se lee en las fotografías.
Ojalá Fidel algún día conociera el destino de su regalo y la forma
como Gabo se desencartó de la pieza. Y también que quede en estas líneas
la evidencia de que en la vida del Nobel, además de Mercedes su
esposa, también hubo un Mercedes 300 S que se negó a formar parte del
parque automotor de Macondo y que tal vez fue la única pieza que le hizo
ver a García Márquez que no todas las realidades se arreglan por arte
de magia.
José Clopatofsky
DATOS
El Mercedes 300 S es del año 53, del que se hicieron solo
241 unidades, por lo cual tiene un alto valor como pieza de colección, y
más por el registro de sus dueños.
El automóvil tuvo que haber llegado a cuba durante el régimen de
Fulgencio Batista, depuesto en 1959 por Fidel, quien seguramente no
habría comprado este auto, símbolo perfecto del capitalismo.
Además de que le habían injertado un motor diésel de buseta, el
Mercedes llegó de cuba con un sistema de dirección extraño, pues cuando
giraba a derecha, las ruedas iban para la izquierda. Acorde con el
régimen de Fidel.
En Venezuela hubo una fábrica de ensamble de Mercedes Benz que se
inauguró en el estado de Anzoátegui, en 1970. Tal la opulencia en que
vivía ese país.
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