Una amiga de García Márquez recorre sus recuerdos del Nobel en la intimidad del hogar
García Márquez, Zheger Hay Harb y Mercedes Barcha en la casa de Gabo, 2009 • © archivo personal de Zheger Hay./elmalpensante.com |
No fue una muerte sorpresiva: desde hacía días sabíamos que el fin se
acercaba, pero aun así resultaba difícil acostumbrarse. También había
sido difícil, a lo largo del último año, aceptar que ya no era el mismo.
La vida se le extraviaba y los años le cayeron de pronto todos juntos.
Pero también se había liberado de las obligaciones que se había
autoimpuesto para ayudar a mejorar el mundo, se hacía cada día más
dulce, más alegre, y quería estar siempre con amigos, salir adonde
hubiera música, fiesta.
Lo conocí poco después del Nobel, cuando yo estaba asilada en México.
Al día siguiente de haber conversado telefónicamente por primera vez,
me recogió en mi apartamento y me llevó a su casa. Desde ese día me
pregunto por qué merecí la suerte de esa amistad. Fui habitual en la
intimidad de almuerzos casi cotidianos, solo Mercedes, él y yo en la
mesita de la cocina. También fui asidua invitada los fines de semana a
su casa de Cuernavaca, sin que nadie más alterara esos momentos de
conversaciones íntimas. Siempre nos reuníamos después del mediodía,
porque Gabo pasaba toda la mañana pegado al computador trabajando sin
parar.
Algunas veces salíamos a librerías o a restaurantes. Recuerdo una vez
que fuimos los tres a Garibaldi, ya desde entonces una zona realmente
peligrosa, para oír y cantar rancheras. Pero, a pesar de que le gustaba
la fiesta, las salidas eran más bien escasas. Muchas veces yo cocinaba,
porque le gustaba la comida árabe, pero en la noche siempre era Mercedes
la que preparaba algo sencillo y delicioso.
Muchas veces me pidió que le hablara sobre mis años en la guerrilla,
pero yo estaba todavía en la etapa en que no era capaz de recordar con
tranquilidad y además estaba feliz disfrutando de la vida sin zozobras,
así que le conté solo pequeños trozos.
En esa intimidad presencié el noviazgo y luego el matrimonio de su
hijo Gonzalo; el nacimiento de Mateo, su primer nieto, a quien yo me
llevaba de la casa de sus padres a la de sus abuelos cuando era apenas
un bebé; el nacimiento de Emilia, la escritura de El general en su laberinto, la preparación de El cataclismo de Damocles,
su asistencia a las cumbres presidenciales... También fue mi
acompañante al momento de comprar un apartamento en Coyoacán, y le dio
todo su afecto a mi hijo, con quien tuvo tantas muestras de abuelo
cariñoso.
Una vez le conté que mi hijo me había pedido un saxofón y mi
respuesta había sido que mejor aprendiera a tocar maracas, porque ese
aparato era muy caro y seguramente en poco tiempo lo iba a dejar por ahí
botado. Gabo me dijo que eso podía ocurrir, pero que si no se lo
compraba, cuando estuviera grande iba a decir que si lo hubiese tenido
habría llegado a ser Sonny Rollins. Entonces el mismo Gabo se lo regaló.
Después y hasta el fin de sus días tuvo a mi hijo a su lado, no solo en
la organización razonada de su biblioteca, sino en la discusión de
libros que ambos leían.
Tenía gestos de humor travieso, como cuando me autografió un libro:
“Para Sejer [porque nunca aprendió a escribir mi nombre como lo puso el
cura que me bautizó] con la condición de que no se lo dé a nadie”. Lo
escribió muerto de la risa porque ese día había en la casa varios
mexicanos que no entendían el sentido de la dedicatoria y preguntaban si
yo lo daba, refiriéndose al libro; entonces él hacía chistes que
aumentaban la confusión.
Cuando regresé a Colombia, Mercedes y Gabo visitaban mi casa cada vez
que venían. Eran reuniones estrictamente familiares, sin flashes ni
prensa.
De Gabo llamaba la atención su discreción, no solo la que era
obligada respecto a los temas de Estado en que tantas veces se metió,
sino también para referirse a la gente, a los amigos y a los pocos que
con los años dejaron de serlo. Nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera
de aquellos que, con aparente inocencia, bromeaban siempre sobre su
supuesto mal vestir, cuando recién llegado a Bogotá todavía usaba ropa
de tierra caliente, todo un camaján chévere, un caribeño “liso”, como
decimos en la costa a los confianzudos. Nunca dijo, por ejemplo, si esos
amigos del altiplano llegaban a la costa calzando sandalias con medias
blancas y vistiendo pantalón de paño. Tal vez cuando retrató la casa de
Fernanda del Carpio estaba pensando en ellos, pero eso no habría hecho
que dejara de quererlos; apenas resultaba suficiente para alguna broma
silenciosa sobre lo distintos que eran los cachacos, pero nada más. Así
fue, hasta que ellos, con su envidia, quebraron esa amistad. En una
ocasión en que yo reaccioné con rabia ante la publicación de alguna
infidencia de su vida privada, me dijo entre risas que no fuera boba
poniéndome a darle importancia a quien no la tenía.
No creo que los amigos que acabaron alejándose de Gabo lo hayan hecho
por diferencias políticas. De Álvaro Mutis, todo en política lo
alejaba, y se quisieron hasta cuando la muerte decidió que siguieran la
amistad en otra parte. Decía que Mutis y él estaban de acuerdo porque
ambos detestaban a la burguesía y con eso se zanjaban las di-ferencias.
La fascinación por el poder y su aguda capacidad de observación le permitieron ir dibujando el retrato del tirano de El otoño del patriarca.
Esa misma cercanía con los poderosos, si bien sirvió para que los
políticos se las tiraran de cultos sin leer sus obras, también le dio la
oportunidad de hacer gestiones secretas para buscar la paz. Quizá ahora
que él no está para mantenerlas en silencio, algún día alguien no se
aguantará el sigilo y dará a conocer esas acciones que iban mucho más
allá de solo hablar con los presidentes. Más conocida fue su propuesta
de trabajar por la educación, a la que dedicó bastantes esfuerzos, a
pesar de que el presidente de la época no fue capaz de aprovecharla.
Su relación con el poder hizo que nuestra amistad no fuera siempre
tan apacible. Yo me enfurecía muchas veces porque consideraba que se
dejaba utilizar, me rebelaba ante su amistad con los presidentes y
políticos colombianos, y el inconformismo no me salía precisamente de
manera tranquila. Yo quería que él fuera con todos ellos como había sido
con Turbay, que siguiera siendo como cuando estaba en Alternativa,
que a todos los tratara con la misma lejana displicencia que se
merecían, que no permitiera la lambonería de tanta gente “bien”, sobre
todo de Bogotá, que en privado lo despreciaba. En algunas ocasiones se
molestaba, pero la mayoría de las veces me hacía burlas amistosas sobre
mi rebeldía, diciéndome que era como una potranca cerrera, y ahí quedaba
todo.
Así de particulares eran sus formas de responder a los ataques de
cualquier tipo. Por ejemplo, como un triunfo de la justicia poética, en
la pasada Feria del Libro de Bogotá, Vargas Llosa, quien presidió la
comitiva de Perú, vio opacado su estrellato por los homenajes a Gabo,
una forma de devolverle aquel famoso puñetazo
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