Gabo que estás en los cielos
Amigos entrañables hasta que los separó para siempre un célebre puñetazo, Vargas Llosa y García Márquez le sirven al autor para reflexionar sobre los límites de la autobiografía y para trazar un inquietante paralelo entre los dos premios Nobel
Gabriel García Marquez, según Juan Pablo Gaviria./elmalpensante.com |
Mario Vargas LLosa, según Juan Pablo Gaviria. |
Como maneras de escribir acerca del pasado, las
memorias y las autobiografías, aunque en la práctica se confunden con
frecuencia, son diferentes empresas literarias. Unas memorias pueden
recrear un mundo profusamente poblado por otros y, al mismo tiempo,
decir muy poco acerca de su autor. Una autobiografía, por otra parte,
puede adquirir la forma de un retrato del yo en el que el mundo y los
otros figuran solo como mise-en-scène de la aventura interior
del narrador. Al contar sus vidas, los novelistas han producido
excelentes manifestaciones de talento en ambos géneros. Entre los
escritores modernos, To Keep the Ball Rolling, de Anthony Powell, constituye una obra maestra de la primera forma. Las breves Palabras de Sartre son tal vez el ejemplo más notable de la segunda. Vivir para contarla,
de Gabriel García Márquez, es considerado por sus editores un libro de
memorias, y no hay duda de que en su conjunto cae de ese lado de la
línea. Desde luego, estamos delante de los recuerdos de un legendario
contador de historias. No obstante, como lo demuestra un simple vistazo a
El olor de la guayaba, sus conversaciones biográficas de hace
veinte años con Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez tiene también una
inteligencia agudamente incisiva a la hora de reflexionar sobre sí
mismo.
En Vivir para contarla, el
símbolo por excelencia del “realismo mágico” ejercita este lado de sus
dotes de manera muy frugal, y por escogencia artística, supone uno, ha
construido unas memorias tan cercanas en su forma a una novela como tal
vez nunca han sido escritas. Se inician con la llegada de su madre a
Barranquilla, donde recoge a su hijo, entonces de veintitrés años, y se
lo lleva a vender la casa familiar de Aracataca, en el viaje que hizo de
él aquel novelista en que después se convirtió, y terminan con el
ultimátum escrito a bordo de un avión rumbo a Ginebra, cinco años
después, que hizo de la novia evasiva de su adolescencia su futura
esposa. Entre estos dos coups de théâtre paralelos, el autor
recuerda su vida hasta que salió de Colombia en 1955, en un relato que
no obedece a los patrones desordenados de la experiencia o la memoria,
con todas sus irregularidades, sino a las reglas de una composición
perfectamente simétrica. El libro está dividido en ocho capítulos de
longitud casi idéntica –un arreglo que no corresponde para nada a la
manera como cualquier vida puede ser vivida en realidad–, lo que sugiere
que el autor desea subrayar que estamos en presencia de otro de sus
artificios supremos.
Desde el principio, García Márquez ha
practicado dos estilos de escritura relativamente distintos: la prosa
figurativamente recargada cuyo brillante despliegue ya se nota en las
primeras páginas de La hojarasca –obra que fue rechazada por
los editores de la época, aunque concediendo que tenía algo de
“poético”–, y la concisión objetiva de narraciones como El coronel no tiene quien le escriba o reportajes del rango de Noticia de un secuestro. Si desde el punto de vista técnico Vivir para contarla
se encuentra en algún lugar situado entre los dos extremos, el tono y
el efecto del conjunto tienen la grandeza fresca y suntuosa de sus
principales novelas. Estamos en el mundo de Cien años de soledad y de El general en su laberinto,
con su densidad metafórica y sus diálogos característicos: renglones
altivos, a veces de una sola línea, que funcionan como epigramas de una
mordacidad inimitable y llenos de ironía y de sentido del humor.
A simple vista, lo que se nos cuenta
es el cuento de la juventud de García Márquez en Colombia. Vívidos
retratos de sus antepasados establecen el más extraño de los escenarios
familiares. El autor nos habla luego de su infancia, hasta los ocho
años, al lado de su abuelo en la zona bananera de la Costa Caribe; de
sus primeros días de estudiante pobre en Barranquilla y de las
vacaciones que pasaba en su edénica provincia natal; de la travesía que
hizo por el río Magdalena para subir después la cordillera de los Andes
hasta un liceo en Zipaquirá; de su paso por la universidad en Bogotá; de
los apocalípticos disturbios ocurridos en la capital tras el asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán, el político populista más destacado del país en
ese entonces; de cómo huyó de la conflagración hacia la costa; de sus
primeras incursiones periodísticas en Cartagena; del entusiasmo
literario y la disipación bohemia al volver de nuevo a Barranquilla; de
su trabajo como reportero regular en Bogotá y, finalmente, de su viaje
al exterior para cubrir la Conferencia de Ginebra en 1955. Todo ello
adobado con su acostumbrada riqueza de incidentes impactantes, de
detalles intrigantes y de azares coloridos, riqueza que pocas obras de
ficción podrían igualar.
Y sin embargo, la suma de todos estos elementos no es un Bildungsroman
del autor, cuya personalidad aparece raras veces en primer plano, sino
la recreación de un universo sorprendente: el de la Costa Caribe
colombiana en la primera mitad del siglo pasado. Quien crea que la
contraparte fáctica de las ficciones de García Márquez no es más que su
pálido reflejo puede estar tranquilo. Escenas tras escenas llamativas,
personajes tras personajes memorables, cascadas de gestos más allá de la
lógica y de coincidencias más allá de la razón hacen de Vivir para contarla
un pariente muy cercano de las grandes novelas. Se trata, en todo caso,
de un imponente y meditado edificio de imaginación literaria. De ahí
que sea tentador leerlo como una simple y llana obra de arte,
independientemente de su condición de documento biográfico.
Lo anterior disminuiría, no obstante,
su interés. Una manera de ver por qué esto es así resulta de considerar
su relación con las memorias del escritor latinoamericano que con mayor
frecuencia se asocia a García Márquez y cuya fama solo es comparable,
aún cuando en un segundo plano, a la suya. El pez en el agua de
Mario Vargas Llosa, publicado hace más de una década, tiene una
estructura menos convencional. Escrito en las postrimerías de la derrota
de su candidatura presidencial en las elecciones peruanas de 1991, el
libro está dividido en capítulos que alternan entre la niñez y juventud
del escritor en su país de origen y la campaña con que pretendía llegar a
gobernarlo cuando ya era un hombre de cincuenta y pico de años, un
mecanismo de contraste que había utilizado más de una vez en sus obras
de ficción, desde La tía Julia y el escribidor hasta El Paraíso en la otra esquina.
Dentro de esta forma, los tres años de su campaña presidencial ocupan
más espacio que los veintidós años de su tránsito a la mayoría de edad,
lo que hace de El pez en el agua unas memorias muy distintas a
las de García Márquez. Todavía más impactantes, por lo tanto, son las
semejanzas entre sus experiencias tempranas, en muchos sentidos
extrañamente parecidas.
Ambos escritores, en efecto, pasaron
los años cruciales de su niñez a la sombra de un abuelo venerable, el
patriarca de la familia: un veterano de las guerras civiles en Colombia,
un plantador y prefecto en Bolivia y Perú. Sus respectivos padres, que
tenían trabajos casi iguales (un operador de telégrafo, un operador de
radio) y que habían contraído matrimonios muy similares (contra la
resistencia de la familia política en un caso, contra la resistencia del
estatus social en el otro), eran figuras ausentes: posiciones vacías en
las estructuras emocionales de la infancia, en las que incluso las
madres desempeñaban un papel secundario. La iniciación sexual les llegó
temprano, en burdeles de los cuales cada uno escribe con un afecto
inocultable. Más tarde, los dos se casaron con una muchacha de su
vecindario. De adolescentes, ambos fueron enviados por sus padres, en
contra de su voluntad, a internados de los que no conservarían buenos
recuerdos. Cada cual se formó más o menos felizmente en la provincia de
su respectiva nación, y uno y otro experimentaron su llegada a la
capital como una desgracia.
Durante sus estudios universitarios,
ambos se sumergieron en la vida paralela del periodismo y la bohemia.
Los dos echaron mano de las radionovelas seriales de la época,
inspirándose incluso en el mismo surtidor de lágrimas: El derecho de nacer
de Félix B. Caignet. En uno y otro caso, el gran descubrimiento
literario de su juventud fue Faulkner, cuyas novelas, según sus propios
testimonios, los marcaron más profundamente que las de cualquier otro
autor. Cada cual termina sus reminiscencias en el mismo punto crucial:
cuando el escritor, habiendo apenas aprendido algo acerca del
desconocido interior de su país (el Chocó, el Amazonas), viaja a Europa
para nunca volver a residir en él de nuevo.
Una serie de paralelos como estos
constituye toda una invitación a algún futuro Plutarco de las letras
latinoamericanas. Sin embargo, lo que sirve para poner de relieve son
finalmente los contrastes entre los dos novelistas. Porque a pesar de
todas las similitudes que pueda haber en sus constelaciones familiares,
Vargas Llosa provenía –por parte de su madre– de un medio social más
privilegiado: un clan de la élite de Arequipa que produjo al primer
presidente peruano posterior a la Segunda Guerra Mundial, José Luis
Bustamante y Rivero. Su extracción de clase y el color de su piel lo
situaban en un escalafón social más alto, en la que era también una
sociedad más rígidamente racista, que el de un modesto muchacho mestizo
en Colombia. La educación formal, así mismo, los separaba. García
Márquez explica en Vivir para contarla lo profundamente
desagradables que le resultaban sus estudios en la universidad, donde su
padre había insistido en que se matriculara en la facultad de derecho, y
cómo terminó por abandonar la carrera luego de seguir sin demasiado
entusiasmo algunos cursos esporádicos. Vargas Llosa, por su parte, tuvo
un brillante currículo estudiantil, hasta el punto de haberse convertido
en asistente de un notable historiador local de Lima incluso antes de
graduarse. La universidad, en otras palabras, fue una experiencia
central para él, mientras que para García Márquez no significó mayor
cosa. Esta diferencia explica también por qué el primero llegó a Europa,
con una beca para estudiar en Madrid, antes que el segundo. Una vez en
Europa, nunca la dejó realmente, viviendo por turnos en París, Londres y
Madrid, con cortas estadías en Lima, al tiempo que García Márquez, como
periodista, regresó pronto a América Latina y acabó estableciéndose en
México.
Estas trayectorias divergentes tienen
sus correspondencias atmosféricas en la obra de cada uno. Durante el
tiempo que han durado sus vidas, y si las medimos en términos de
masacres, represiones, frustraciones y corrupciones, la historia de sus
respectivos países no ha podido ser más siniestra, y tales elementos
salen a la superficie, como era de esperarse, en sus novelas. Pero las
descripciones que de su tierra y sus gentes hace García Márquez, incluso
en sus páginas más pesimistas, están imbuidas de una cierta calidez
lírica, de una especie de amor inmutable que no tiene paralelo en el
mundo de Vargas Llosa, donde la relación del escritor con su entorno es
siempre tensa y ambigua.
Parte de la razón de esta diferencia
puede ser encontrada en sus respectivas situaciones individuales, ya que
si la configuración de las dos familias de las que provienen era
sorprendentemente similar, su voltaje emocional era muy distinto. La
madre de García Márquez, de quien pinta un retrato encantador, era sin
duda una mujer de gran fortaleza de carácter, capaz de manejar a su
fogoso pero díscolo marido y a sus once hijos tanto en tiempos de
penuria como de prosperidad precaria. El padre de Vargas Llosa, quien
abandonó a su mujer cuando tenía cinco meses de embarazo, sin decirle
una palabra, y quien al cabo de diez años apareció de la nada y quiso
volver a tomar posesión de sus dominios matrimoniales, era en contraste
algo así como una pesadilla traumática: temido por su esposa y odiado
por su hijo. Sin mayores vínculos con el medio que lo vio nacer, terminó
emigrando a Estados Unidos y murió siendo el portero de un edificio en
Pasadena.
Incluso los melodramas de la precoz
experiencia sexual de ambos escritores, tan característicos del honor y
del ultraje latinos, reflejan este contraste. Cuando Vargas Llosa se
casó con su tía, quien no por simple coincidencia era boliviana, su
padre, luego de amenazarlo con un revólver, lo denunció ante la policía
de Lima y juró que lo iba a matar de cinco balazos, como a cualquier
perro rabioso. García Márquez, sorprendido in flagranti con la
esposa de un agente departamental del orden, también tuvo que
enfrentarse a una pistola (“las vainas de cama se arreglan con plomo”),
pero el marido de los cuernos puestos permite que el aterrorizado
muchacho se vaya con una simple reprimenda, en señal de agradecimiento
por los servicios médicos que le había prestado su padre, y la última
vez que aparece en las páginas del libro está tomando trago con el
autor. Las dos escenas, que tanto dicen acerca del machismo teatral de
ambos personajes, nos hablan a su modo de dos sociedades diferentes. La
poesía y la humanidad del episodio colombiano captan el espíritu general
de Vivir para contarla, así como los vínculos de su autor con la comunidad en la cual creció, mientras que el título de El pez en el agua
invierte la historia que realmente cuenta, lo que puede apreciarse con
mayor nitidez en su primera versión, publicada como “El pez fuera del
agua”, un reversazo que no constituye la única rareza en las memorias de
Mario Vargas Llosa. Escritas en un momento de aguda desilusión política
–y de manera inevitable algo descoloridas por ella–, están marcadas por
un odio tal hacia la vida cultural, política y social peruana que
expresan claramente un sentimiento de larga duración.
Las consecuencias literarias de esta
diferencia no son las que cabría esperar. La ya demasiado gastada y
comercializada etiqueta del “realismo mágico” se aplica por lo general a
las novelas de García Márquez, pero nunca se ha ajustado del todo a las
de Vargas Llosa, quien desautoriza el adjetivo. “Tengo una invencible
debilidad por el llamado realismo”, anota en El pez en el agua.
Uno de los contrastes más significativos entre las literaturas de ambos
escritores se deriva, por lo tanto, de estas distintas opciones. La
mayor parte de la obra de Vargas Llosa se sitúa en el presente peruano,
contemporáneo de su propia experiencia. Las principales excepciones son
desplazamientos de tiempo y de lugar: el Brasil de La guerra del fin del mundo o la Francia –y los Mares del Sur– de El Paraíso en la otra esquina. Dentro de su propio país ha estado siempre, invariablemente, à la page.
Ninguna de las grandes novelas de García Márquez, por el contrario,
representa la época en que él mismo se volvió escritor. Macondo se
desvanece en las brumas de la Gran Depresión. El patriarca pertenece al
mundo rústico de Juan Vicente Gómez, quien gobernó a Venezuela entre
1908 y 1935. Los tiempos del cólera son decididamente victorianos. El general en su laberinto
expira al terminar la Restauración. La modernidad es alérgica a la
magia y los poderes de García Márquez, para ser ejercidos con plena
libertad, siempre han necesitado un cierto retroceso hacia el pasado.
Ante la opinión pública, por supuesto,
lo que más distingue al dúo de escritores es la imagen convencional de
sus respectivas preferencias políticas: García Márquez como el amigo de
Fidel Castro, Vargas Llosa como el devoto discípulo de Margaret
Thatcher, dos figuras muy representativas, a su turno, de la izquierda
ecuménica, por una parte, y de la derecha liberal, por la otra. Dicha
polaridad, naturalmente, existe. Pero si uno se fija más en sus escritos
que en sus etiquetas, el contraste que salta a la vista es aún más
sorprendente. Vargas Llosa fue desde el principio, y lo ha seguido
siendo a lo largo de los años, un animal político. En sus tiempos de
estudiante en Lima, bajo la dictadura de Odría, fue un miembro activo
del Partido Comunista que entró a sus filas bajo la influencia de Héctor
Béjar, quien más tarde dirigiría la primera guerrilla peruana de la
década de 1960, y luego de llegar a Europa siguió estudiando la teoría
marxista y se volvió un entusiasta de la revolución cubana. Cuando
rompió con ella, a principios de los años setenta, no se retiró a la
torre de marfil de la literatura, como hicieron otros, sino que se
convirtió en un apasionado admirador de Friedrich von Hayek y de Milton
Friedman, y en uno de los principales defensores del capitalismo de
libre mercado en América Latina. Su intento de llegar a la presidencia
del Perú, con el apoyo de la derecha tradicional, no fue por lo tanto un
capricho repentino sino el resultado de toda una década de consistente
actividad pública. De ahí también que el tema organizador de muchas de
sus novelas –desde la academia militar de La ciudad y los perros hasta las conspiraciones revolucionarias de Conversación en La Catedral, de Historia de Mayta y de La fiesta del Chivo– sean los conflictos políticos contemporáneos.
Este nunca ha sido el caso de García Márquez, y Vivir para contarla
ayuda a explicar por qué, aunque desde luego quedan parches de
misterio. Sus memorias describen a un joven que viene de la Costa Caribe
al interior andino cuando estaba por cumplir los veinte años, y que se
deja absorber por la literatura –y ante todo por la poesía– hasta el
punto de que apenas le interesan los asuntos públicos. Colombia ya se
encontraba en un estado de alta tensión política durante sus últimos
años de estudiante de colegio, y cuando el futuro Premio Nobel llegó a
la universidad, el país se hundía en el infierno de la guerra civil. En
uno de sus capítulos más impactantes, Vivir para contarla
dibuja un panorama goyesco del terremoto social que sepultó a Bogotá
cuando Gaitán, el dirigente político más popular de aquella época, fue
asesinado en 1948. Desde su pensión, ubicada a tres cuadras de
distancia, García Márquez corrió a la escena del crimen y alcanzó a
presenciar el linchamiento del asesino y el inicio de la oleada de
disturbios, incendios y saqueos que por poco arrasa la ciudad. Su
reacción, sin embargo, tal como él mismo nos la cuenta, se limitó a
volver a la pensión a terminar su almuerzo. Un pariente suyo a quien se
había encontrado en la calle –y que luego sería uno de los líderes de la
junta revolucionaria que trató de encauzar los disturbios hacia un
levantamiento popular contra el gobierno conservador– lo urgió a
participar en las protestas contra el magnicidio. En vano. Aterrorizado
ante la destrucción y las matanzas de los días siguientes, cuando el
ejército se apoderó de la ciudad y restauró el orden, su único deseo era
escapar.
Algunos analistas han estimado que la
Violencia, con mayúscula, que asoló a Colombia durante la década
siguiente, y que enfrentó a los liberales contra los conservadores en el
poder, costó la vida de 200.000 personas, una catástrofe peor que todas
las catástrofes sufridas por Perú en aquel entonces. Este fue el
trasfondo histórico de los primeros años de García Márquez como
periodista y escritor, un trasfondo que, sin embargo, no parece haberlo
tocado muy de cerca. Aunque ya era un columnista regular de un periódico
de Cartagena, en sus memorias nos recuerda que “en mi ofuscación
política de esos días no me enteré siquiera de que el estado de sitio se
había implantado de nuevo en el país por el deterioro del orden
público”. En Barranquilla, un poco más tarde, nos dice que “la verdad de
mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y
solo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre”. La confesión
es sobrecogedora, mas la distinción es insostenible: el drama de
Colombia era, precisamente, el que se desbordaba en ríos de sangre. La realidad parece haber sido que el joven littérateur, totalmente inmerso en los descubrimientos y experimentos de su imaginación, en aquellos años ignoró la suerte del país.
Ignorar la suerte del país era más
fácil en las ciudades costeras, ya que el litoral caribe, aunque no fue
inmune al sectarismo político, no tuvo que pasar por lo peor de la
Violencia, que se ensañó sobre todo en las fronteras cafeteras de los
altiplanos andinos. Es indudable que el hecho de que García Márquez se
identifique tanto con su región –“el único lugar del mundo donde me
siento realmente en casa”– les ha dado a sus escritos esa luminosa
intensidad que los caracteriza, pero también es cierto que el apego a
sus raíces provincianas lo ha protegido, y hasta cierto punto
enceguecido, frente a los más amplios patrones y fuerzas nacionales que
forjaron la historia de su tiempo. “Colombia –escribe– fue desde siempre
un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de
Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un
país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el
canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados
Unidos”.
El sentimiento de pesar es palpable y
consecuente, pero no incurriríamos en una exageración muy grande si
dijéramos que el altiplano andino, que conforma la médula de la sociedad
colombiana, sigue siendo para García Márquez un libro cerrado. De ahí
que en Vivir para contarla nos hable tan poco de la guerra
civil en que se desenvuelve buena parte de la obra. Su única incursión
en la historia contemporánea, Noticia de un secuestro, a pesar
de todo lo humana que es como relato de los episodios finales de la saga
de Pablo Escobar, confirma la existencia de una cierta aversión
intelectual del novelista hacia las alturas montañosas, lo que en inglés
podría denominarse mountainsickness. El libro, en efecto, ni
le da mucho sentido al contexto social de la guerra contra las drogas en
Colombia, ni se distingue por tener una visión crítica del papel que ha
desempeñado la oligarquía colombiana en dicha guerra, una guerra que,
al igual que la de la Violencia, también se ha desbordado en “ríos de
sangre”. Al terminar de leerlo, cualquiera siente la tentación de pensar
que García Márquez sigue siendo en el fondo tan poco político como lo
era cuando comenzó su carrera de escritor.
Pensar de esa manera, no obstante, sería un error, como muy seguramente se verá en el próximo tomo –o en los próximos tomos– de Vivir para contarla. Sin embargo, tanto sus memorias como sus ficciones sugieren que en el célebre autor de Cien años de soledad
hay una mente de una maravillosa sensibilidad intuitiva para captar el
temperamento, el color y los detalles del mundo en que creció, pero
incapaz de gastarle demasiadas energías a la labor de conceptualizar sus
relaciones y estructuras. Si uno se atiene a sus recuerdos
autobiográficos, resulta muy difícil determinar con alguna precisión
cuál era el lugar que ocupaba la familia de García Márquez en la escala
social de su época. Su abuelo, a quien representa como un patriarca
inolvidable, no era al parecer sino un modesto artesano con ínfulas de
orfebre, y sin embargo, la base económica de la legendaria casona de
Aracataca, donde su padre pidió la mano de la “hija de una familia
rica”, continúa siendo una incógnita. Los altibajos de la suerte de su
padre, que oscilaba entre la extrema pobreza y un pasar relativamente
llevadero –y sin ninguna relación aparente con el hecho de haber
engendrado once hijos–, son solo un poco menos evasivos. A su debido
tiempo, las conexiones típicas del clan se revelan a sí mismas: un tío
en la policía de Cartagena, capaz de dispensar favores; un profesor en
Bogotá, dueño de una conocida librería. Cómo todo esto condujo a que el
joven Gabito entrara a formar parte de una complicada jerarquía de clase
y de raza es algo que el lector deberá tratar de averiguar por su
cuenta.
¿Y qué ocurre, para terminar, con el
autorretrato que emerge de estas memorias? Resulta, curiosamente,
oblicuo. García Márquez nos ofrece un recuento pormenorizado del
desarrollo de su vocación literaria, desde sus días de colegial hasta
sus veinticinco años, y muchos incidentes y encuentros cautivantes a lo
largo de su viaje hacia la madurez. No obstante, no queda para nada
claro cómo fueron su infancia y, mucho menos, su adolescencia. La
confianza en sí mismo que su abuelo trató de inculcarle desde niño no
parece haberlo abandonado nunca, salvo durante el breve período de sus
turbulencias juveniles, pero hay pocos signos de deliberada ambición.
Una y otra vez nos habla de su timidez, aunque para nadie es un secreto
que disfruta la compañía de sus admiradores y que jamás ha estado corto
de amigos. Qué tanto los buscaba, o qué tanto lo consideraban ellos un
bohemio atolondrado, tampoco lo sabemos. En sus transacciones con el
sexo opuesto, la seducción provenía más de las mujeres que de él mismo.
Aunque dice que al regresar a Barranquilla era “de una timidez de
codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y
una franqueza brutal”, parece haber estado en buenos términos generales
con sus mayores y con sus iguales en un escenario tras otro. Aparte del
conflicto que tuvo con su padre alrededor de la escogencia de una
carrera universitaria, ningún obstáculo importante se interpuso en su
camino. Solo ocasionalmente alude a las facetas más volcánicas de su
personalidad –aquellos “berrinches por cualquier motivo”, en momentos
que no eran “mis mejores tiempos para pensar”–, pero no se detiene en
ellas.
De modo que más que un análisis
sostenido de sí mismo, García Márquez extiende delante de sus
contemporáneos un espejo generoso. Vivir para contarla contiene
una abigarrada galería de parientes, amantes, condiscípulos, mentores y
confederados que el autor captura en un párrafo, en una página o en un
par de ellas. Esto es más que suficiente para hacer que sus lectores
anglosajones sientan una cierta impaciencia, pero demuestra una vez más
su inveterado sentido de la lealtad hacia su tierra y sus gentes, que
tanto diferencia sus memorias de las de su colega peruano. El pez en el agua,
dirigido a un público internacional, es más delgado en este aspecto.
Las memorias de García Márquez están diseñadas, ante todo, para los
lectores colombianos.
Su principio de construcción se
anuncia desde la primera página, desde el manifiesto mismo que sirve de
epígrafe a la cabeza de la obra: “La vida no es la que uno vivió, sino
la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Tomadas
literalmente, estas palabras constituyen una invitación a recordar de
manera selectiva, con todas las facilidades de una amnesia muy
conveniente. No hay motivos para suponer que García Márquez ha abusado
de ellas. Sin embargo, sigue siendo legítimo que nos preguntemos qué
tanto corresponden las memorias a los hechos, pues por más libertades
que estemos dispuestos a concederle a un artista en la reconstrucción
del pasado, no valoraríamos el resultado de la misma manera si todo
fuera imaginario.
En este caso, la lectura atenta de Vivir para contarla
nos induce a poner algunos signos de interrogación en los márgenes del
libro. Sexo, política, literatura: cada campo deja una penumbra de
incertidumbre alrededor de sus bordes. Comentando acerca de las
“costumbres de cazador furtivo” que tenía su padre, García Márquez
señala que hubo una época en la cual quiso seguir su ejemplo, pero que
pronto descubrió que esta era “la forma más árida de la soledad”. Nada
en su relato está relacionado con esta breve confesión. En El olor de la guayaba
nos cuenta que, cuando estudiaba en la universidad, perteneció a una
célula del Partido Comunista Colombiano. No hay rastro de ello en Vivir para contarla.
De los autores que lo formaron, enfatiza únicamente a Faulkner, pero su
norma de que “cada frase debería responder por toda la estructura”
–junto con su uso celestial del adjetivo, que complementa con su
manifiesta aversión por los adverbios, y que es como la marca de su
prosa– proviene de Borges, a quien apenas menciona. Su rompimiento con
el Grupo de Barranquilla, que publicaba la revista Crónica y
que fue el crisol de sus primeros brotes literarios, lo presenta como
una separación amistosa, sin problemas ni resentimientos. Y sin embargo,
por debajo de la manga se le escapa que hacía un tiempo, en un ataque
de furia, había renunciado al cargo de editor, por razones no
especificadas. El rompimiento, por lo tanto, puede haber sido más
doloroso de lo que sugiere.
¿Importan tales discrepancias? El
epígrafe, de todos modos, las absuelve, aunque no sobra añadir que una
vida y un relato nunca son la misma cosa, y que los intersticios –más o
menos amplios o estrechos– que pueda haber entre la una y el otro hacen
parte ineludible del interés de ambos. En la luz resplandeciente de
estas memorias hay un débil brillo en la distancia, propio del género.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 75 de El Malpensante, diciembre-enero de 2006.Traducido por Felipe Escobar.
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