Gabo que estás en los cielos
Breves encuentros y desencuentros
Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños
enfretado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos
políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar
la distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas
formas de acercarse a Gabriel García Márquez
En la Hungría de los años cincuenta y sesenta
la lista de las lenguas extranjeras enseñadas en las escuelas era, para
decirlo diplomáticamente, desproporcionada: el ruso era obligatorio para
todos, en todos los niveles, sin dejar espacio suficiente al resto, o
sea, a los idiomas “burgueses”, inglés, alemán, francés e italiano; el
latín y el griego, huelga decir, quedaron desterrados por décadas, y sus
profesores fueron reciclados para enseñar ruso. ¿Y el español? No había
ninguna tradición de impartirlo en la enseñanza media: de hecho, salvo
unas tentativas esporádicas, la cultura hispanohablante –en contraste
con la alemana, la francesa y la italiana– nunca ejerció influencia
mayor en tierras magiares. Mi deseo de aprender el castellano iba
evidentemente en contravía y como tal carecía de los medios más
elementales, entre ellos, de libros de texto y diccionarios apropiados.
Guardo todavía mi primer manual de español de 1964 que traía lecciones
con un contenido que hoy nos parece, al menos, ridículo (“Juan Vargas
trabaja de obrero en una fábrica de papel. Juan es un obrero diligente y
concienzudo. Los jefes de la fábrica están contentos con el trabajo de
Juan”); con un vocabulario antediluviano que incluía palabras como
“fosforera” o “fumista”. Ni en la biblioteca del liceo, ni en la
municipal había libros en español, ni hablar de periódicos o revistas.
La única persona con quien podía hablar en esta lengua era un compañero
de clase en cuya mente había surgido primero el proyecto de aprenderla, y
luego con nuestro profesor de inglés, quien parecía interesarse por
otro idioma “burgués”. Nos reuníamos los sábados, después de clases, en
su casa –un apartamento de las colmenas soviéticas de hormigón armado de
los años sesenta–, y de la manera más quijotesca conversábamos los tres
en castellano: “Señor, ¿tendría la amabilidad de decirme qué hora es?”.
“A sus órdenes, caballero. Son las ocho y media”. “Dispénseme usted,
caballero, ¿habla usted español?”. “¡Qué casualidad más dichosa! Aunque
no hablo bien el castellano, lo chapuceo”.
Sea como fuera, un día gris de octubre
de 1968 me llama un director del taller de traducción literaria porque
necesita un cuento hispanoamericano para una antología; busco a mi
profesora de literatura latinoamericana, quien me indica que hay un
cuento reciente de García Márquez en una revista mexicana, y encuentro
milagrosamente el texto en la biblioteca de la Academia de Ciencias, se
llama “Blacamán el bueno, vendedor de milagros”, y me deja con la boca
abierta, totalmente “noqueado”. Dijo Cortázar que el cuento gana por
nocaut, no por puntos como la novela. Es magistral e irresistible, hasta
hoy sigo oyendo la voz de su curandero en la feria caribeña, y aún
siento el vértigo de esa primera lectura de “Blacamán”.
Hago una copia del texto (a mano, las
revistas no se prestan a los estudiantes, ni hay, por supuesto,
fotocopiadoras), llamo al editor con el entusiasmo de mis veinte años,
diciendo que “he encontrado el mejor cuento del siglo”, y le muestro el
texto de “Blacamán” a mi profesora, que me da una lección más
declarando: “Ya ves, un genio nunca deja de serlo”. Y me pongo a
traducir. Aún hoy, con más de cincuenta obras latinoamericanas
traducidas al húngaro, pienso que “Blacamán”, mi primera publicación, es
un desafío para cualquier traductor. Las dificultades léxicas son
desalentadoras, en mis diccionarios no aparece “mapaná”, ni “pacotilla”,
“tenderete de chanchullos”, “calanchín”; no tenía ni idea de cómo era
La Guajira, ni una “glándula de los presagios” o las famosas
“astromelias”; la sintaxis es enmarañada, barroca, espasmódica. En mi
desesperación trato de encontrar en Budapest algún hispanohablante
colombiano o caribeño que me ayude a descifrar unas frases y me topo con
unos sindicalistas colombianos que asisten a un congreso, pero sus
“explicaciones lingüísticas” me enseñan para toda la vida que el
hablante nativo que no entiende de literatura es de más daño que de
provecho para el traductor. Leo y releo el cuento, lo recito en voz alta
y baja, lo trago, mastico, absorbo del todo. “Ningún problema tan
consustancial a las letras y a su modesto misterio como el que propone
una traducción”, dice Borges al hablar de Valéry, y la razón es que hay
muy pocas lecturas tan profundas como la que se hace durante el proceso
de la traducción, según lo afirma Subirat, traductor de Joyce: “Traducir
es el modo más atento de leer”, o Gabo mismo al hablar de la traducción
de Paradiso al italiano: “Entonces comprendí que, en efecto,
traducir es la manera más profunda de leer”. Esta es en realidad la
verdadera lectura a escondidas que no solo da la espalda al exterior,
sino que también se aísla de gran parte del mundo interior; es
abrumadora la soledad pero conlleva la posibilidad de un encuentro nunca
sospechado.
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