Gabo que estás en los cielos
La Vanguardia ofrece el primer capítulo de la novela inédita del recientemente desaparecido Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez anunció de una novela que escribía. Aquí se muestra esa primicia mundial/lavanguardia.com |
Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las
dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de
vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de
raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis
del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El
chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando
tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de
palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que
hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños
desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se
enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y
los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior
poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y
desmerecido.
El conserje la esperaba con las llaves de la única
habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras
con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de
insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial.
Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en
la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil.
Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la
almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros
ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis
muy usados, y los llevó al baño con el neceser.
Antes de
arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj
de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en
la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la
siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y
altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera
edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos
para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los
ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las
primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los
dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el
transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién
afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB
bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello
indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la
pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz
labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para
alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás
de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre
otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color
original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados
portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi
tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio
cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un
minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles
en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del
mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.
El taxi
la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de
palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al
aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que
hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a
la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y
chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la
mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas
transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del
aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en
la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de
la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En la
cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó
sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el
sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y
saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en
el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro.
Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho
recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una
iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la
miró un instante y escapó en estampida.
Había acabado de limpiar
tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró
reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la
fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de
la casa, la había informado con datos confidenciales para que la
ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su
respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo semejante
le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la
muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó
en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le
acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía
la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre
continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año,
puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las
respuestas el día menos pensado.
Misión cumplida: había repetido
aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la
misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la
misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para
poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de
ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del
día siguiente, cuando salía el transbordador de regreso.
Se
llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de
nacida y veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la
amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía
virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de música que
seguía siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y dos
años, y su madre había sido una célebre maestra de primaria
montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su
último aliento.
Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los
ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para
disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser enterrada en la
isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso
acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente,
porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al
primer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner
la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la
travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro
horas sin un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada
al borde mismo de la selva virgen, el alboroto atronador de los pájaros y
el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior.
Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la
intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad de
pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de
los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la
voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre
del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un
ramo de flores todos los años mientras tuviera vida.
Agosto era
el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero
ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía
cumplir sin falta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a
su hombre antes de casarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que
era algo ajeno a su poder.
Así que Ana Magdalena había visto
crecer año tras año los acantilados de cristal de los hoteles de
turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de motor, y
de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el
nativo más antiguo de la aldea.
Aquella tarde, cuando volvió al
hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes y
reanudó la lectura del libro que había empezado durante el viaje. Era el
Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había
leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de
cualquier género, como el Lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El
extranjero. En los últimos años, al borde de los cincuenta, se había
sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales.
Drácula le había
fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno
continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con
el libro en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas,
sudando a mares, de mal humor y sorda de hambre.
No era una
excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta
las diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa
antes de dormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa
hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes. Ordenó para no
equivocarse un sándwich de jamón y queso con pan tostado, y café con
leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada por
los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el único, o de
escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y
el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor
en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.
Terminó
deprisa, abrumada por la humillación de comer sola, pero se sintió bien
con la música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando
volvió en sí sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo
frente a ella, un hombre distinto que no había visto entrar. Vestía de
lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metálico y
el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la mesa una
botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el
mundo.
El piano inició el Claro de luna de Debussy en un buen
arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana
Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que se
permitía de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había aprendido a
disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la
trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto.
El
mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre,
capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con el
alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había
mirado, pero cuando ella lo miró por segunda vez después del primer
sorbo de ginebra, lo sorprendió mirándola. Él se ruborizó. Ella, en
cambio, le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj de leontina, lo
guardó impaciente, miró hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado,
porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces
la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la saludó con una
leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta su mesa y
lo asaltó con una estocada de hombre.
–¿Puedo invitarlo a un trago?
El hombre se resquebrajó.
–Sería un honor –dijo.
–Me bastaría con que fuera un placer –dijo ella.
No
había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago
en la copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan
buen estilo, que él no acertó a quitarle la botella para impedir que se
sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se
tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosió con sobresaltos de
todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelo intachable
con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos
guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y
recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:
–¿Está seguro que no vendrá nadie?
–No –dijo él sin ninguna lógica–. Era un asunto de negocios, pero ya no llegará.
Ella
preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le
respondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más.
Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo
remató:
–Será en su casa.
Siguió pastoreándolo con su
tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más:
cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el acento, pero
no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él se
apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una
artimaña para impedir que llegara a la verdad.
Hablaron sobre la
audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él no
lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y
él no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo
Drácula. Él sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y
seguía impresionado con la idea de que el conde desembarcara en Londres
transformado en perro. En el segundo trago ella sintió que el
aguardiente se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su
corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La música se
acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar.
A
esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde
siempre. Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos
mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que
estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no apartó de
los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintió con el dominio
suficiente para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en
toda su vida, y lo dio sin misterios:
–¿Subimos?
Él dijo con una humildad ambigua:
–No vivo aquí.
Pero
ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió
apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes
resplandecieron.
–Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más.
Subió
a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto
a sentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del
techo, pero no la luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó
el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando
encendió la lámpara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo
con un esfuerzo para regular la respiración y controlar el temblor de
las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los
pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los
terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de
dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una
pizca de pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por la
luz oblicua del tocador.
No esperó a que su invitado empujara la
puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él se
asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la
oscuridad. Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le quitó la
corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su
hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un fuerte
olor de agua de lavanda. Él trató de ayudarla al principio, pero ella se
lo impidió con su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta
la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos
y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón de
modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos, sin
que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el
puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo
ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio
cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único
que ella conocía, pero estaba sereno y enarbolado.
No le dejó
ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para
ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo
de sudor. Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas
de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del
ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto
en cruz bajo el peso de su cuerpo. Entonces descabalgó y se tendió
bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo preguntar con
el primer aliento:
–¿Por qué yo?
–Me pareció muy hombre –dijo ella.
–Viniendo de una mujer como usted –dijo él– es un honor.
–Ah –bromeó ella–. ¿No fue un placer?
Él
no contestó y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El
cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo
cercano.
Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos
de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros
banales, ella empezó a explorar con los dedos, muy despacio, desde el
pecho hasta el bajo vientre.
Lo exploró después con el tacto de
sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba
cubierto por un vello rizado y tierno que le recordó la hierba en abril.
Luego empezó a provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el
cuello, y se besaron por primera vez en los labios.
Entonces él
se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el
más alto grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas manos tan
primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de
inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistió, temerosa
de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se
le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían
dado las dos cuando la despertó un trueno que sacudió los estribos de
la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana. Se apresuró a
cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna
encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y
las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
De regreso a
la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en
el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla,
colgó encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado
para no arrugarles la línea, y le puso encima las llaves, la navaja y el
dinero que se le habían caído de los bolsillos. El aire del cuarto se
refrescaba por la tormenta, así que se puso el camisón rosado de una
seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de costado y con
las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo resistir
una ráfaga de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la
cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al
alma. Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella se adurmió
apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la
luz y el cuarto quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él
roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus
espaldas con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejó de
roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto empezó a revivir.
Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la camisa de
noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio
cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por tercera vez.
Así que se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse la
camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo.
Su horario
natural la despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los
ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes
ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo
ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se dio
cuenta de que había vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba
de la laguna.
De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó
la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez
en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo
asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño.
Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de él, y en
cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta
casi con amor en la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que
no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba
de su noche loca era un tenue olor de lavanda en el aire purificado por
la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para
guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado entre
sus páginas de horror un billete de a veinte dólares.
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