Gabo que estás en los cielos
Breves encuentros y desencuentros
Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños enfrentado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar la distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de acercarse a Gabriel García Márquez
Gabo frente a la casa de José Félix Fuenmayor, Barranquilla, 1971 © Cortesía Heriberto Fiorillo • Fundación La Cueva./elmalpensante.com |
Gabriel García Márquez no fue mi
primer amor, como lo ha sido para muchos otros escritores, sino mi
primer odio. Por él experimenté ese sentimiento puro e implacable que,
muchos años después, leí que había cultivado con disciplina y devoción
Amaranta Buendía durante toda su vida.
Mi rencor nació el día en que aquel
señor se ensañó conmigo como si yo fuera otro de sus trágicos
personajes. Mucho tiempo después leería la forma atroz como despachó a
Mauricio Babilonia en Cien años de soledad: “Murió de viejo en
la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de
infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas
que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como
ladrón de gallinas”.
En mi caso también se había ingeniado
la manera más cruel y certera para destrozarme: usurpó el único día del
año que yo sentía totalmente mío, arremetió ferozmente contra mi
cumpleaños número siete, que es el más importante de un niño y sin duda
el más importante de un adulto, porque es el primero que uno recuerda en
detalle por el resto de su vida.
Yo llevaba varios meses ansiando aquel
jueves 21 de octubre de 1982, lo había marcado con un círculo feliz en
el calendario que tenían todas las contraportadas de mis libretas
escolares, y cuando por fin llegó el cielo de aquella irrepetible fecha,
no se acercó nadie a felicitarme. Ni siquiera mi mamá entró a mi cuarto
para despertarme, mucho menos me cantó “Las mañanitas” ni me regaló el
Mazinger que había soñado intensamente todo el año. Por el contrario, me
despertó un mal presagio: el bullicio de mis familiares reunidos en la
sala.
Mis tíos, mis primos, mis padres, mi
hermana y mi abuela, con quienes vivía en Barranquilla en una casa
angosta pero profunda de la calle 74 con carrera 47, a una cuadra del
Estadio Romelio Martínez, rodeaban un aparato de radio Sanyo donde Juan
Gossaín celebraba la noticia de que Gabriel García Márquez era el nuevo
Nobel de Literatura. Lo pregonaba con la emoción de un Edgar Perea
cuando el Junior ganaba una nueva estrella. Y en efecto, como solo
sucedía cuando Junior se coronaba campeón, los taxis de Barranquilla
pasaban eufóricos haciendo sonar sus bocinas al unísono.
–Cuando eso pasa en Barranquilla –me
dijo mi tío Miguel abriendo los ojos pero sin advertir que sus palabras
me hundían más en la indiferencia y el olvido–, cuando eso pasa en
Barranquilla –repitió solemnemente– es porque un acontecimiento
realmente importante ha sucedido.
Pensé que iba a ser una cosa de
momento, incluso pensaba que mi tío me estaba tomando el pelo y que acto
seguido me abrazaría riéndose de su propia broma pesada, pero todos en
la casa siguieron comentando la noticia, apropiándosela como si fuera el
triunfo de un familiar, exprimiéndola como si fuera más apoteósica y
trascendental que mi cumpleaños.
La noticia provocó que mi mamá y mis
tías recordaran entusiasmadas sus noches de solteras, cuando vivían en
una casa del barrio Boston en la calle 62 con carrera 45, donde yo
habría de nacer, y por donde Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García
Márquez pasaron varias veces. Recorrían la calle lentamente en el jeep
destartalado de Cepeda fumando unos tabacos infinitos y luciendo unos
afros patibularios que los vecinos de aquel barrio de bien no estaban
acostumbrados a ver.
Mi mamá, mis tías y sus amigas
solteras se reunían en la terraza de la casa para departir a la luz de
la luna, cuando de pronto pasaban aquellos lobos acechantes en su jeep
africano. Venían borrachos de La Cueva y, años más tarde, de La
Tiendecita, una cuadra más arriba, en la calle 62 con 44, y se detenían a
piropearlas. Ellas les respondían con un grito rotundo:
–¡Cojan juicio, marihuaneros!
Cepeda y Gabo se reían con unas
carcajadas idénticas a las del diablo y seguían calle abajo mamándole
gallo también a los niños que jugaban bola’e trapo en la calzada, entre
ellos mis tíos que en ese tiempo eran unos muchachos. Hacían sonar el
motor con el rugido ronco de un león, amagando con atropellarlos si no
se apartaban.
Muchos años después, Gabo finalmente atropellaba a un niño.
Desayuné un café con leche que me supo
tan amargo como un principio de vómito, cogí mi maletín con mis libros
anónimos y esperé que llegara mi transporte. En el jeep que me llevaba
todos los días al colegio, Libia de Dacunha (esposa del brasileño que
jugó en el Junior) iba escuchando una emisora nacional que transmitía la
primera entrevista al Nobel. En ella, Gabriel García Márquez afirmaba
con voz aún adormecida que le parecía estar soñando todavía. Al mismo
tiempo, a muchos kilómetros de México, yo me decía a mí mismo que
aquello no podía ser sino una horrible pesadilla de la que habría de
despertarme en cualquier momento.
Me asomé por la ventanilla para no
escuchar la voz gangosa de mis propias penas, pero todo me recordaba mi
drama. En todas las calles veía a la gente alborotada: en las terrazas,
los parques, las esquinas, como nunca antes había visto. Todo el mundo
parecía feliz menos yo.
En el salón de clases tampoco se
acordaron de mi cumpleaños. La profesora Lourdes García, que siempre
repasaba puntualmente la lista de cumpleaños, olvidó hacerlo y pasó
enseguida a hablar de García Márquez, de la importancia del premio para
Colombia y el Caribe, e incluso llegó a insinuar que era familiar de él.
De regreso a casa, la gente todavía
seguía comentando la bendita noticia del Nobel. Me había enterado
incluso de que la mamá de García Márquez le había dado mucha Emulsión de
Scott de niño y que, según ella, por eso había ganado el galardón. Como
una manera de ganarle al menos en eso, me dije que yo era más
afortunado pues fui el único niño del mundo alimentado con compota de
espinaca, igual que Popeye.
Almorcé con un nudo en la garganta
escuchando los noticieros martillar una y otra vez la noticia del premio
sueco. La soledad seguía rodeándome, como si estuviera aislado en un
círculo vacío parecido al del intocable Santiago Nasar antes de ser
asesinado, o dentro del círculo de tiza que muchos años después leería
que trazaban los edecanes del coronel Aureliano Buendía dondequiera que
él llegara para que ningún ser humano se le aproximara a menos de tres
metros. Entonces me digné a mirar la pantalla y por primera vez aprecié
el rostro de mi verdugo, el culpable absoluto de todos mis males, la
verruga de brujo arriba del bigote. Se reía a sus anchas, como si se
burlara de mí.
En ese momento lo odié con una fuerza
ciclónica, con un poder cataclísmico, y con tanto rigor que esquivé por
mucho tiempo todos los libros donde salía su infeliz rostro burlón; y
con tanta fidelidad que el primer libro de García Márquez que leí fue
apenas cuando cumplí 19 años y ya la herida había cicatrizado un poco.
Me lo regaló mi madre en mi cumpleaños, como si el tiempo diera vueltas
en redondo.
Entró temprano a mi cuarto cantándome
“Las mañanitas” y me entregó el regalo sin envoltura, sabiendo que yo de
todas formas me iba a dar cuenta de que era un libro, pues desde hacía
poco tiempo había comenzado a interesarme seriamente en la literatura.
–Toma, con mucho amor –me dijo
estampándome un beso en la mejilla y entregándome un billete–. Hoy
seguro vienen tus tíos, tus tías, tus primos y tu abuela a cantarte el
cumpleaños, así que córtate ese bendito afro que ya pareces un
marihuanero.
Al terminar de leer esa misma mañana y de una sola sentada Crónica de una muerte anunciada,
sentí que sus páginas gloriosas compensaban con creces aquella remota
mañana gris en que no pude conocer la felicidad. Entonces entendí, como
no lo había hecho ni siquiera con los amores movedizos de la
adolescencia, y con la resignación del destino irrevocable que se aleja
por caminos intrincados pero que siempre vuelve a su senda, aquel eterno
cliché de que el amor y el odio están a un solo paso, separados apenas
por una línea de tiza que el mismo pie termina borrando al cruzarla.
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