Gabo que estás en los cielos
Antes de iniciar una travesía por el Magdalena, que desembocaría en el libro El ladrón de recuerdos,
el cronista Michael Jacobs descubrió junto a García Márquez algunos
rastros de la memoria del Nobel perdidos en el cauce de ese río
Todavía recuerdo como estaban sus ojos
ya tarde aquella noche, chispeantes al principio, luego alternadamente
pensativos, vacíos y cansados, mientras los músicos, ajenos a ellos,
seguían con su música, en un agasajo sin fin al gran escritor con los
vallenatos de su juventud caribeña. Por un rato estuve seguro de que se
había quedado dormido. Hacía mucho que su cabeza había dejado de
asentirle a la música, y sus pesados ??párpados se veían firmemente
cerrados. Permanecí sentado delante de él como un acólito muy tímido,
sudando a causa del entusiasmo y el calor. Entonces me di cuenta de que
no estaba dormido en absoluto. Tenía los ojos medio abiertos y me miraba
con curiosidad, quizás preguntándose quién era yo. Por un instante
sentí que me había convertido en su yo más joven, mientras él se había
convertido en un caimán que me observaba desde las orillas de un río
tropical, soñoliento y casi invisible, pero con unos ojos que miraban
por sobre las aguas turbias, captándolo todo.
Lo había visto por primera vez apenas
la noche anterior. Estábamos en enero de 2010, y acababa de comenzar un
festival literario en Cartagena de Indias. Algunas personas que yo había
conocido en el círculo de los festivales internacionales se habían
reunido con una gran sección transversal de la élite social incestuosa
de Colombia. Cualquier pretensión de intercambio intelectual se había
desvanecido al llegar la noche, cuando la ciudad colonial de colores
vivos revelaba su núcleo hedonista en una ronda casi continua de
fiestas. Los juerguistas más empedernidos solían terminar en el Bazurto
Social Club, célebre albergue nocturno de un barrio lleno de
expatriados, prostitutas, turistas de bajo presupuesto y amantes de la
atmósfera desaliñada.
Había llegado allí poco antes de la
medianoche. Los bebedores salían por montones a la calle, huyendo de los
rápidos ritmos africanos de la champeta que retumbaba desde el interior
de altos techos. Entré en el recinto. Me abrí paso entre las personas
que bailaban apretaditas, me colé entre amontonados estudiantes que
bebían cerveza y llegué a la barra del bar. Un grupo de jóvenes editores
y periodistas estaba allí reunido, muy cerca los unos de los otros,
riendo y bebiendo ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara
un vistazo al otro lado del bar.
–No vas a creer quién está allí –dijo, con su sonrisa de borracho.
Entre las caras de los que estaban
sentados en una mesa larga en la parte posterior reconocí a un poeta
granadino, su esposa, una novelista popular, y a un comentarista
cultural radicado en Madrid, que acababa de publicar un libro de
memorias literarias titulado Egos revueltos. Y entonces lo vi,
sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, completamente
inmóvil, mirando fijamente el espacio lleno de humo. El legendario
escritor colombiano.
Su bigote era inconfundible, al igual
que su pelo grueso y rizado, de amplias entradas, sus grandes gafas y
sus ojos oscuros, hundidos. Pero lo primero que pensé, al ver este
rostro casi tan icónico para mí como el del Che Guevara, era que no se
trataba de la persona que todos pensaban que era sino de alguien
parecido, un imitador, una persona a quien habían contratado para dar un
toque de parodia a este evento literario. Podría haber sido una de esas
estatuas vivientes que posan inmóviles durante horas para atraer la
atención de compradores y turistas, pues apenas si se movía, y solo lo
hacía cuando comenzaban los infaltables admiradores a acercársele
tímidamente, a pedirle un autógrafo para expresar su devoción. Entonces
su brazo se activaba brevemente con una sacudida, y una sonrisa seca
aparecía en el rostro, como si delante de él hubieran tirado una moneda
en una coca.
Su presencia tarde en la noche en un
bar popular no era, pensándolo bien, particularmente sorprendente. Él
era un hombre del pueblo, amante de la vida de los bajos fondos, una
persona con el atractivo elemental de una estrella del fútbol. Lo más
notable era que por fin había vuelto a Cartagena y lo trataban casi como
si el Mesías hubiera reaparecido. A pesar de que tenía una casa en la
ciudad vieja, ahora apenas se alejaba de su hogar de adopción en Ciudad
de México. Evitaba de frente los festivales literarios, y no había
estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había producido una
severa congestión en las calles del casco antiguo. Ahora tenía más de
ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había
escuchado varios rumores sobre su muerte inminente.
Sin embargo, la persona sentada en el
Bazurto Social Club mostraba pocos signos de mala salud física; solo de
soledad y falta de conexión con los que estaban con él. La fama excesiva
tal vez lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo, a su edad
avanzada, en lo que había predicho su ficción, el patriarca en el otoño,
el coronel a quien nadie habla, el general en su laberinto, la
encarnación de Cien años de soledad. Y entonces, mientras yo
seguía observándolo con miradas furtivas desde el otro lado del bar
atiborrado, me di cuenta de algo más. Tenía una mirada que yo había
observado muchas veces en mis padres ancianos: una mirada con un poco de
enojo y perplejidad, como si quisiera que se marcharan quienes lo
rodeaban, como si se hubiera dado cuenta con temor de que no tenía idea
de quiénes eran aquellas personas y qué hacía él en su compañía. Mi
padre había muerto del mal de Alzheimer en 1998, sin ningún recuerdo de
sus dos hijos, o de lo que había hecho en su vida. Mi madre, ahora a
pocas semanas de su nonagésimo cumpleaños, se encontraba en una fase
avanzada de demencia.
Mientras pensaba si el escritor iba
por el mismo camino que mis padres, pensé en ir a saludarlo, como tantos
otros lo estaban haciendo ahora en el bar. Sospechaba que conocerlo
sería algo tan fugaz y carente de sentido como tocar una reliquia
sagrada, pero al menos podría decir después que le había dado la mano a
uno de los gigantes de la literatura moderna. Alguien a quien había
conocido en el festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné
mi plan y me reuní con los bebedores empedernidos en el bar. No creía
que fuera a tener otra oportunidad de conocer al escritor.
Pero nuestros caminos se cruzarían de
nuevo la noche siguiente, en una fiesta ofrecida por un millonario
venezolano en un hotel boutique situado en el corazón turístico de la
ciudad amurallada. La mayoría de los invitados estaban reunidos en una
terraza en la azotea, trajeados con vistosas prendas de algodón,
bebiendo cocteles, contemplando las cúpulas iluminadas. La escena tenía
la irrealidad glamorosa de un anuncio de ron, con su cuota ordinaria de
gente bronceada y hermosa. Transcurrido un par de horas, poco más o
menos, casi todo el tiempo oyendo chistes del mundillo y oscuros chismes
literarios, me sumí en mis pensamientos, marginado de la conversación
general, hasta que una novelista marroquí, que había desaparecido por un
rato de nuestro grupo, regresó a unirse con nosotros, temblando de
emoción. Cuando iba a buscar un baño pasó por casualidad junto a un
patiecito, donde había visto al escritor, a quien se refirió simplemente
como “él”. Acababa de terminar de comer, y lo rodeaban familiares y
amigos. Un grupo vallenato estaba a punto de comenzar a tocar. La habían
llamado a su mesa y había hablado con el hombre mismo.
–No podía haber sido más asequible.
Pronto estábamos todos en la planta
baja, incómodamente agrupados en una esquina del patio, hablando entre
nosotros, escuchando los vallenatos, fingiendo que no lo mirábamos a él,
pero esperando, aunque solo inconscientemente, algún signo o excusa
para acercarnos a su círculo. Reconocí a su esposa, a uno de sus
hermanos y a un amigo mío, corpulento, de rostro angelical, a cargo de
una fundación para periodistas que el escritor había creado. Durante una
pausa en la música, este amigo, un loco muy querido por los lugareños,
con su risa franca, su manera contundente de actuar y la habilidad para
salirse con la suya sin jamás perder su encanto, me alcanzó a ver, me
hizo señas, rechazó mis protestas tímidas y me llevó ante el escritor.
–Michael –le dijo– es un inglés obsesionado por el río Magdalena.
Esta era una de las exageraciones
extravagantes típicas de mi amigo, basada en que yo alguna vez le había
confiado un vago plan de emprender camino en dirección al nacimiento del
río más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena solo se
derivaba de los libros. Desde la niñez había devorado cuentos infantiles
sobre los primeros exploradores de Suramérica, para quienes el
Magdalena era el principal punto de entrada en el misterioso interior
del continente. Pero mi interés creciente en el río provenía
esencialmente de la pasión por la misma Colombia. Apenas en 2007 había
conocido el país, pero experimenté la sensación inmediata y extraña de
conocerlo durante casi toda mi vida, en gran parte porque me recordaba
la España de la que me había enamorado en los primeros años de mi
adolescencia.
Desde entonces me embebí en la
historia y la cultura colombianas, inseparables de aquellas del
Magdalena. El río recorría el corazón del país y había sido, hasta la
década de 1950, la gran arteria de Colombia, la principal vía para el
comercio y los viajeros, el vínculo entre los mundos diametralmente
opuestos de la Costa y los Andes. Y cuanto más leía sobre el río, tanto
más pensaba en él como emblemático del espíritu de Colombia, y –por
extensión– de todo lo que me parecía fascinante, seductor, extraño y
perturbador de Suramérica en su conjunto.
El Magdalena era un río de
contradicciones. Había inspirado estudios botánicos pioneros, ayudado a
engendrar el realismo mágico y dado a luz una de las músicas más
exuberantes del mundo latino. También había sido azote de los primeros
viajeros, foco del período de agitación civil conocido como la
Violencia, y escenario de tanta deforestación y contaminación que el río
era ahora testimonio notable de la destrucción del planeta.
Cada vez que en Colombia surgía en la
conversación el tema del Magdalena, la respuesta, muy diciente, tendía a
oscilar entre intenso pesar, nostalgia y añoranza. Los habitantes
soñaban con el período de su historia en el que la belleza del río no se
encontraba manchada por la violencia y el abandono. Los ancianos se
referían sin cesar al Magdalena de su juventud.
El anciano escritor, sentado en el
patio del hotel boutique, reaccionó a la mención del río con una
profundidad de sentimientos que yo no esperaba. Sonrió abiertamente, sus
ojos brillaban y me agarró con fuerza por la muñeca, como sin querer
soltarla. Miró a su hermano, como un niño que pide un favor, y sugirió
que me invitaran a su casa, donde le encantaría hablar conmigo largo y
tendido sobre el Magdalena, el río de su vida, el río que le daba la
única razón para querer volver a ser joven. Para navegarlo una vez más.
Los que habían venido conmigo al
patio, sorprendidos por la atención que el escritor me estaba
dispensando, avanzaban ahora hacia nosotros, impacientes por conocerlo
también. Una le dijo que sus libros la habían hecho dedicar su vida a la
literatura; otro se presentó como la persona que había hecho la primera
traducción al catalán de Cien años de soledad. El escritor
asentía solemnemente, sin responder, con mi muñeca agarrada, esperando
el momento en que pudiera regresar a nuestra conversación.
–Me acuerdo de todo lo relacionado con
el río, de absolutamente todo –dijo finalmente, comportándose como si
no quedara nadie más en el patio–... los caimanes, los manatíes...
El grupo de vallenatos regresó,
irrumpiendo en su ensueño con los sonidos del canto, los acordeones, las
maracas y los tambores. Su presión sobre mi mano se hizo aún más fuerte
mientras insistía en que me quedara con él para escuchar a los músicos,
que leyendo sus pensamientos tocaron una famosa canción sobre un hombre
que se transforma en caimán y se pone en marcha hacia el Carnaval de
Barranquilla, en la desembocadura del Magdalena. “Se va el caimán, se va
el caimán, se va para Barranquilla”, cantaban con un ritmo que iba
acelerando y pronto hizo que el escritor se pusiera de pie y desafiara
su vejez con un arrebato deslumbrante de danza y dicha.
Luego maniobró lentamente de nuevo
hasta su asiento, intercambió apretones de manos y palabras cordiales
con los músicos, hasta que se aisló de todos. El grupo con el que yo me
encontraba decidió ir a un bar en otra parte de la ciudad, pero yo me
quedé por el momento donde estaba, detenido por el deseo del escritor y
por la esperanza de aprender algo más acerca de él, aunque solo fuera
por mirarlo a los ojos. Permanecí dos horas más, hasta que la música
finalmente se detuvo y el escritor y su familia se levantaron para irse.
Ya en tono cansado, se despidió de mí, y reiteró la invitación de que
fuera a hablar con él en su casa de Cartagena. El hermano me dio el
número que yo debía marcar.
Recorrí, aturdido y eufórico, todo el
amplio espacio abierto que separa la ciudad amurallada del sector, más
pobre, de Getsemaní. Alcancé a mis amigos alrededor de las dos de la
mañana, en un bar abarrotado, un cuchitril de ensordecedor ruido llamado
Quiebra-Canto. Yo estaba loco por hablar con alguien sobre mi
encuentro, sobre lo amable y humano que era el hombre, sobre cómo
parecía capaz de ver a través de las pretensiones y absurdos de la
gente, y cómo tenía aquella humildad y sencillez fundamentales que,
según me gusta creer, eran señales de la verdadera grandeza.
Al final, logré atraer la atención de
un grupo de jóvenes literatos bogotanos que se habían escapado del ruido
y el humo a un balcón de madera al aire libre. Lo que les dije poco les
impresionó.
–Es obvio que lo encontraste en uno de
sus días lúcidos –dijo una periodista, conocida por sus relatos sin
tapujos de su complicada vida amorosa–. De aquí a mañana probablemente
habrá olvidado todo lo que te dijo. No tendrá la más remota idea de
quién eres tú.
Sobre el tema de su pérdida de
memoria, según ella, no se hablaba en Colombia, pues era simplemente
inconcebible que el gran ícono nacional estuviera padeciendo un destino
tan humillante.
–Olvida que te lo conté –añadió, con una de sus sonrisas burlonas.
Pero no lo he olvidado. Aunque nunca
lo volví a ver (varias llamadas al número que me dio su hermano no
fueron contestadas), no dejaba de pensar en aquella noche en Cartagena y
en lo que había descubierto. A mi regreso a Europa, adonde una madre
que perdía todo sentido de la realidad, al igual que le había ocurrido a
mi padre quince años antes, decidí releer Cien años de soledad.
La novela adquirió una resonancia más profunda, a la luz de lo que me
había enterado ahora. Aquellas partes del libro que alguna vez había
interpretado como las reflexiones sobre la capacidad de una nación para
olvidar el pasado parecían ejemplos adicionales de una extraordinaria
capacidad de premonición del autor: la enfermedad que lleva a los
habitantes de la aldea imaginaria de Macondo a perder sus recuerdos, la
guerra civil que se lucha por tanto tiempo que ninguna de las partes
recuerda por qué lo hace.
Y encontré un significado nuevo en la célebre frase inicial del libro
sobre un coronel, a punto de ser ejecutado, que recuerda la época
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginaba al
coronel como al escritor mismo, que cerca del final de su vida, después
de haber olvidado casi todo de ella, era capaz aún de rescatar, desde
algún rincón oscuro, recuerdos llenos de magia, extrañeza y asombro. Lo
recordé recordando el Magdalena. “Me acuerdo de todo lo relacionado con
el río, absolutamente de todo...”. Y al pensar en estas palabras,
recordé sus ojos, como estuvieron más tarde aquella noche, convertidos
en los de un caimán, abriéndose de vez en cuando para mirarme,
haciéndome imaginar que nada escapaba a su atención, que podían ver a
través de mí y leer mis pensamientos, y que ofrecían su bendición a un
viaje que ya había comenzado esa noche en mi mente, río arriba por una
corriente que era también metáfora de la memoria, hacia un mundo
exuberante, de maravillas y peligros, hacia zonas del pasado, brillantes
y oscuras, hacia el alto y distante nacimiento del Magdalena, en el
páramo andino, a orillas del olvido.
Traducción: Eva Zimerman
No hay comentarios:
Publicar un comentario