Gabo que estás en los cielos
Breves encuentros y desencuentros
Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños enfretado al
Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos políticos, y desde la
íntima lectura de un traductor que intenta acortar la distancia entre
Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de acercarse a
Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez jamás claudicó de su pensamiento político al lado del corazón: la izquierda./Pedro Meyer./elmalpensante.com |
En estricto orden de importancia,
García Márquez fue uno de los mayores escritores del siglo xx, un
periodista extraordinario y un político de izquierda controversial,
desatinado las más de las veces. Este último aspecto de su vida tiene
mucha menos trascendencia de la que él, sus áulicos y sus malquerientes
pensaban que tenía, pero dada su estatura en las otras dos dimensiones,
la política no se puede obviar a la hora de redondear y acotar su
legado. Intentemos, pues, una mirada sin excesos de pasión.
En política –y esta elemental
distinción no se señala con la debida frecuencia– no existe la
perspectiva universal; existen las ópticas particulares. Si uno se pone
en los zapatos de un cubano que haya padecido los maltratos y abusos del
régimen castrista en el último medio siglo –y una proporción muy grande
de la isla los ha padecido–, no tendrá ninguna razón para llorar la
muerte de García Márquez. Antes al contrario, en el más suave de los
casos deplorará su ingenuidad; otros, menos benévolos, insultarán su
memoria.
Cabe poca duda, creo yo, de que los
centenares de intelectuales internacionales prestigiosos que en un
momento u otro apoyaron a Fidel Castro –vienen a la mente, entre los de
indiscutible calidad literaria, Sartre, Julio Cortázar, Harold Pinter,
José Saramago y los locales Alejo Carpentier y Nicolás Guillén– causaron
un gran daño, pese a que la mayoría se fue bajando con mayor o menor
estruendo de ese barco fantasma a medida que pasaba el tiempo y dejaba
de ser discutible que aquello era una dictadura pura y dura. Sin estos
apoyos, el régimen de seguro hubiera durado varios años menos, vaya uno a
saber cuántos. García Márquez no solo fue el más famoso de todos los
que apoyaron a Castro, sino el más incondicional. Argüía él que por su
influencia fueron liberados muchos presos políticos en Cuba, lo que
quizá sea cierto, aunque su actitud al mismo tiempo reforzaba el régimen
que los apresaba. La relación entre el novelista y el dictador, un
megalómano acostumbrado a manipular y descartar gente como quien bota a
la caneca un kleenex usado, fue desproporcionada. Castro usó a Gabo
cuando quiso y como quiso.
En los demás países esta misma
historia resultó mucho menos dramática. En ellos, incluyendo a Colombia,
su país de origen, el efecto de la actividad política de Gabo fue
marginal o poco más. ¿A alguien se le ocurre, digamos, que Tirofijo haya
tomado en cuenta, para bien o para mal, las opiniones de García Márquez
en cualquier materia o que haya cambiado su estrategia política por
sugerencia del escritor? Gabo era partidario de la paz, el jefe
guerrillero no, y por lo tanto no hubo ninguna negociación de paz seria
hasta que la perspectiva de un triunfo militar de las Farc no fue
destruida. ¿Y existe el menor rastro de la influencia de Gabo en las
acciones de Bateman y los iluminados del M-19? Ninguno: hicieron lo que
quisieron dentro de sus posibilidades. Así mismo las relaciones del
escritor con Omar Torrijos, François Mitterand, Felipe González, Carlos
Salinas de Gortari, Alfonso López Michelsen o Bill Clinton fueron
básicamente sociales. Busca uno y no encuentra evidencia de que ellos
hayan cambiado una decisión política importante por lo que les haya
dicho o dejado de decir el Nobel colombiano. Un detalle aquí, un
discurso allá pueden haber sufrido variaciones mínimas, nada más. Un
político de raza, después de definirse e insertarse en el espectro
ideológico, hace lo que sus convicciones mezcladas con la realidad del
poder le dictan. No hay lugar allí para ingenuidades, sino para
relaciones de fuerza y de conveniencia.
García Márquez siempre se desentendió
en forma expresa de las ideas abstractas, sin las cuales es imposible
orientarse y, sobre todo, acertar en política. La democracia verdadera
es justamente una armazón de ideas abstractas –pesos y contrapesos,
división del poder con miras a limitarlo, prerrogativas de las mayorías,
derecho de las minorías y un largo etcétera– y no un simple juego de
personas más o menos carismáticas y bienintencionadas que vienen y van.
La distinción esencial entre instituciones y personas, tan insulsa en
materia de aventuras y emociones literarias, es conceptual. Los
fanáticos de un líder, como se ve con tanta frecuencia, no entienden
este marco conceptual y menos que se diga que las instituciones son más
importantes que las personas que ellos tanto admiran. Los líderes de una
democracia sana, en contraste, aceptan su subordinación.
El otoño del patriarca es un
buen lugar para calibrar la relación entre Gabo y el poder. No es mera
coincidencia que este libro sea la encarnación de la fascinación del
escritor por los dictadores y no, distinción crucial, por los políticos
más normales del espectro, que llegan al poder, hacen mucho o poco, y se
van. Un político normal no suele ser interesante, mientras que un
caudillo sí que lo es. La fascinación por los dictadores encarnada en
esta novela está emparentada con la condición del autor, que podría
describirse como un dictador de la imaginación. Pocos procesos menos
democráticos y más autoritarios que el acto creativo. Sí, es posible que
a la pregunta “¿qué horas son?”, un súbdito le responda a un dictador:
“las que usted diga, mi general”, pero eso mismo es lo que le responden
al dictador de la imaginación los personajes de una novela. Luego a
veces se insubordinan y agarran por su lado, como lo hizo famosamente
don Alonso Quijano con Cervantes, pero el autor, como su nombre lo
indica, nunca deja de ser autoritario en la ficción. Tiene allí poderes
de vida y muerte que envidiaría cualquier tirano.
Por todo lo anterior, la política fue
un infortunio para García Márquez, como lo ha sido para tantos artistas
grandes, inmensos, medianos o pequeños que han pretendido ilusamente que
su fama y su talento los hacen inmunes a la manipulación de los
profesionales. Sea de ello lo que haya sido, mi apuesta es que este
aspecto de la realidad irá perdiendo importancia con el tiempo, a medida
que los protagonistas políticos de esta época sean olvidados o bajados
de los pedestales a los que muchos de ellos nunca debieron subir. La
obra literaria de Gabo, en cambio, promete irse consolidando con el
tiempo. Leamos, pues, los libros y olvidemos las ilusiones incautas que
el escritor se hacía sobre la realidad de un poder que nunca tuvo en
realidad.
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