lunes, 24 de noviembre de 2014

El viaje a la semilla

Gabo que estás en los cielos
En 1977, poco después de la publicaciòn de El otoño del patriarca, tres jóvenes periodistas conversaron con el principal escritor colombiano. Gabo habló ampliamente sobre su literatura, dejando una sabrosa mezcla de profundidad, desparpajo y humor costeño
 
Gabriel García Márquez cuenta aquí parte de su oficio de escritor y sus manias./elmalpensante.com
El Manifiesto difundía el pensamiento de lo que entonces llamábamos la Unión Revolucionaria. Lo editábamos en Bogotá y circulaba principalmente en sectores sindicales. Recuerdo que hicimos la entrevista con Gabo en la sede de la revista, en la calle 24 con carrera quinta, frente a la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Todos se enteraron de que García Márquez estaría en la sala de redacción esa tarde y la conmoción fue grande. Se formó un tumulto en la calle y la gente siguió cruzando desde la universidad hasta verlo llegar con su saco inglés a cuadros y su pantalón oscuro. También en la sala de redacción hubo curiosos: a Carlos Jiménez, que era el director, a Humberto Molina, que se ocupaba de política, y a mí, encargada de la sección cultural, nos rodeó un grupo de silenciosos fanáticos, apeñuscados pero felices. La entrevista se extendió desde el mediodía hasta bien entrada la tarde. Éramos jóvenes y periodistas, lo que en aquella época era sinónimo de ser fumadores compulsivos. Gabo había dejado el cigarrillo dos años atrás: lo único que pidió a cambio de sus generosas respuestas fue que no hubiera humo en la sala durante las cuatro horas de esta conversación.
—M. E. R
Es una versión generalizada, entre críticos sin formación literaria, que escribes únicamente sobre la base de tus experiencias personales, de tu imaginación. ¿Qué nos puedes decir al respecto?
Sí. Tal vez he contribuido, con mi mamadera de gallo, a crear la idea de que no tengo formación literaria, que escribo únicamente sobre la base de mis experiencias, que mis fuentes son Faulkner, Hemingway y otros escritores extranjeros. Poco se sabe sobre mi conocimiento de la literatura colombiana. Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son extraliterarias. Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Te estoy hablando de hace muchos años, de hace por lo menos treinta años, cuando el vallenato apenas era conocido en un rincón del Magdalena. Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia con mucha naturalidad. Después, cuando el vallenato se comercializó, importó más el aire, el ritmo... Esos vallenatos narraban como mi abuela, todavía lo recuerdo. Después, cuando comencé a estudiar el romancero, encontré que era la misma estética. Todo eso lo volví a encontrar en el romancero.
¿Por qué no hablamos de música?
Sí, pero después, y no para publicar... No, no es que no se pueda hablar de la música. Es que me meto en un rollo que no acaba nunca. Es... algo muy íntimo, todavía más secreto cuando la gente con que uno habla sabe de música... Para mí, música es todo lo que suena. Y cambio mucho... Bartók, por ejemplo, que es un músico que me gusta mucho, en la mañana es jodido de oír. Se entra más fácilmente por Mozart en la mañana. Pero después, tranquilamente. Tengo todo lo que tú quieras… Tengo todo Daniel Santos, Miguelito Valdés, Julio Jaramillo y todos los cantantes que están tan desprestigiados entre los intelectuales. Es decir, yo no hago distinciones. Digo, sí hago distinciones pero reconozco que todo tiene su valor. En lo único que soy omnímodo es en materia musical. De alguna manera oigo no menos de dos horas diarias de música. Es lo único que me relaja. Lo único que me pone en mi tono... Y paso por etapas de toda clase.
Dicen que uno vive donde tiene sus libros, pero yo vivo donde tengo mis discos. Tengo más de cinco mil.
¿Quién de ustedes oye música? Así, como un hábito. ¿Tú? ¿Pero desde cuándo? ¿Hasta dónde puedes llegar? Por ejemplo, ¿tú llegas a la Orquesta Casino de la Playa? ¿Sí?... ¿Miguelito Valdés y la Casino de la Playa es una referencia para ti?...
Sí, claro.
¿Y a partir de ahí los boleros?
Sí. Daniel Santos del año cuarenta.
¿Con el Cuarteto Flores?
¡Sí!... La “Despedida”, “Canción de la serranía”...
Ese es el origen de la salsa, la Casino de la Playa. El pianista era Sacasas, famosísimo por sus solos llamados “montunos”. Este pleito lo he tenido con los cubanos. Es un pleito muy viejo, sobre todo con Armando Hart... ¡Oye!... ¿Eso no está andando?
Sí... Está andando.
¡Apágalo!
Mi formación literaria fue básicamente poética, pero de mala poesía, ya que solo a través de la mala poesía se puede llegar a la buena poesía. Comencé por eso que se llama poesía popular, la que se publicaba en almanaques y en hojas sueltas: algunas de ellas tenían influencia de Julio Flórez. Cuando llegué al bachillerato, empecé por la poesía que venía en los textos de gramática. Me di cuenta que lo que más me gustaba era la poesía y lo que más detestaba era la clase de castellano, de gramática. Lo que me gustaba eran los ejemplos, había sobre todo ejemplos de los románticos españoles, que era lo que estaba probablemente más cerca de Julio Flórez; Núñez de Arce, Espronceda. Después, los clásicos españoles. Pero la revelación es cuando uno se mete de verdad en la poesía colombiana: Domínguez Camargo. En ese tiempo se estudiaba primero literatura universal. ¡Eso era horroroso! No había acceso a los libros, el profesor decía que eran buenos por esto o aquello. Mucho tiempo después los leí y me parecieron formidables. Me refiero a los clásicos. Pero eran formidables no por lo que decía el profesor, sino por lo que pasaba: Ulises amarrado al mástil para no sucumbir ante el canto de las sirenas... Todo eso que pasa. Después, se estudiaba literatura española y solamente en sexto de bachillerato literatura colombiana. De manera que cuando llegué a esta clase sabía más que el profesor. Fue en Zipaquirá. No tenía nada que hacer y para no aburrirme me metía en la biblioteca del colegio, allí estaba la Biblioteca Aldeana. Me la leí toda... Desde el primero hasta el último tomo. Leí El carnero, las Memorias, las Reminiscencias... ¡Lo leí todo! Por supuesto, cuando llegué a sexto de bachillerato sabía más que el profesor. Allí me di cuenta de que Rafael Núñez fue el peor poeta del país... ¡El himno nacional!... ¿Te imaginas que la letra del himno nacional fue escogida porque era una gran poesía de Núñez? Que hubiera sido primero himno, la cosa se podría pasar, pero lo que produce horror es que fue escogida para himno porque era poesía. En cuanto a la literatura, la costa no existía. Cuando la literatura se separa de la vida y se encierra en las tertulias, entonces aparece un bache que entra a ser llenado por los paisas... Los paisas salvan la literatura, la salvan cuando esta se volvió retórica.
A los veinte años ya tenía una formación literaria que me bastaba para haber escrito todo lo que he escrito... No sé cómo descubrí la novela. Creía que lo que me interesaba era la poesía. No recuerdo cuándo me di cuenta que era la novela lo que necesitaba para expresarme... Tal vez La metamorfosis de Kafka fue una revelación: fue en 1947, yo tenía 19 años, estaba haciendo primer año de derecho... Recuerdo la primera frase, dice exactamente así: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama transformado en un monstruoso insecto...”. ¡Coño! Cuando leí eso me dije: ¡pero así no vale!... ¡Nadie me había dicho que eso se podía hacer!... Porque si esto se puede hacer, ¡entonces yo puedo! ¡Coño...! Así narraba mi abuela... Las cosas más insólitas, con la mayor naturalidad.
Y al día siguiente empecé, pero así, a las ocho de la mañana, a tratar de saber qué carajo se había hecho en novela desde el principio de la humanidad hasta mí. Entonces agarré la novela en un orden riguroso, digamos desde la Biblia hasta lo que se estaba escribiendo en ese momento. A partir de entonces, durante seis años, yo solo hice literatura, dejé de estudiar y dejé todo. Empecé a escribir una serie de cuentos que eran totalmente intelectuales: son los primeros cuentos publicados en El Espectador. El principal problema que tenía cuando empecé a escribir esos cuentos era el de los demás: sobre qué escribir. Pero después del 9 de abril, cuando me quedé sin nada, con lo que tenía puesto, me fui para la costa y empecé a trabajar allá, en un periódico. Entonces los temas comenzaron a atropellarme. Empecé a encontrarme con toda una realidad que había dejado atrás, en la costa, que no la podía interpretar por falta de formación literaria. Esa fue la primera atropellada, de tal forma que escribía como con fiebre.
Le tengo un gran cariño a La hojarasca. Inclusive una gran compasión a ese tipo que la escribió. Lo veo perfectamente: es un muchacho de 22, 23 años, que cree que no va a escribir nada más en la vida, que es su única oportunidad, y trata de meterlo todo, todo lo que recuerda, todo lo que ha aprendido de técnica y de malicia literarias en todos los autores que ha visto. En ese momento ya estaba poniéndome al día, estaba en los novelistas ingleses y en los norteamericanos. Y cuando los críticos empiezan a encontrar mis influencias en Faulkner y Hemingway, lo que encuentran –no les falta razón, pero en otra forma– es que cuando estoy enfrentado a toda esa realidad, en la costa, y empiezo a vincular mis experiencias literariamente, me encuentro que la mejor forma de contarlo no es la de Kafka, me encuentro que el método es exactamente el de los novelistas norteamericanos... Lo que encuentro en Faulkner es que él está interpretando y expresando una realidad que se parece mucho a la de Aracataca, a la de la zona bananera. Lo que ellos me dan es el instrumento. Releyendo La hojarasca, encuentro exactamente las lecturas que tenía esa obra. ¡Pero así, así!... Se ven con la mano... Es cuando dejo todos esos cuentos intelectuales, cuando me doy cuenta de que era en las manos, era en todos los días, era en los burdeles, era volviendo a los pueblos, en las canciones. Justamente, vuelvo a encontrar los cantos vallenatos. Entonces conocí a Escalona, fíjate: empezamos a trabajar. Escalona y yo trabajamos un poco juntos, hacíamos unos viajes del carajo por La Guajira, donde había experiencias que me vuelvo a encontrar ahora con una absoluta naturalidad. Hay un viaje de la Eréndira que es un viaje que hice por La Guajira con Escalona... No hay una sola línea, en ninguno de mis libros, que no pueda decirte a qué experiencia de la realidad corresponde. Siempre hay una referencia a la realidad concreta. ¡Pero no hay un solo libro! Y eso, un día, con más tiempo, lo podemos comprobar, podemos ponernos a jugar a esto, a decir: esto corresponde a tal cosa, esto a tal otra, y recuerdo el día y todo, exactamente.
 ería interesante hacer eso con El otoño del patriarca.
Con El otoño es con el que más lo puedo hacer, porque es un libro totalmente cifrado.
Volviendo a tus influencias, dentro de tu formación literaria, ¿qué significó el Grupo de Barranquilla?
Fue lo más importante. Lo más importante porque cuando estaba acá en Bogotá, estaba estudiando la literatura de manera digamos abstracta a través de los libros, no había ninguna correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que había en la calle. En el momento en que bajaba a la esquina a tomarme un café, encontraba un mundo totalmente distinto. Cuando me fui para la costa forzado por las circunstancias del 9 de abril, fue un descubrimiento total; que podía haber una correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que estaba viviendo y lo que había vivido siempre. Para mí, lo más importante del Grupo de Barranquilla es que yo tenía todos los libros. Porque allí estaban Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Germán Vargas, que eran unos lectores desaforados. Ellos tenían todos los libros. Nosotros nos emborrachábamos, nos emborrachábamos hasta el amanecer hablando de literatura, y esa noche estaban diez libros que yo no conocía, pero al día siguiente los tenía. Germán me llevaba dos, Alfonso tres; el viejo Ramón Vinyes nos dejaba meter en toda clase de aventuras en materia de lectura, pero no nos dejaba soltar el ancla clásica que tenía. Nos decía: “Muy bien, ustedes podrán leer a Faulkner, a los ingleses, a los novelistas rusos, a los franceses, pero siempre, siempre en relación con esto”. Y no te dejaba soltarte de Homero, no te dejaba soltarte de los latinos. El viejo no nos dejaba desbocar. Lo que era formidable es que esas borracheras que nos estábamos metiendo correspondían exactamente a lo que yo estaba leyendo, ahí no había ninguna grieta; entonces empecé a vivir y me daba cuenta exactamente de lo que estaba viviendo, qué tenía valor literario y cómo había que expresarlo. Por eso es que tú encuentras en La hojarasca la impresión de que no iba a tener tiempo, que había que meterlo todo, y es una novela barroca y toda complicada y toda jodida... tratando de hacer una cosa que luego hago con mucha más tranquilidad en El otoño del patriarca. Si pones atención, la estructura de El otoño es exactamente la misma de La hojarasca: son puntos de vista alrededor de un muerto. En La hojarasca está más sistematizada porque tengo 22 o 23 años y no me atrevo a volar solo. Entonces adopto un poco el método de Mientras agonizo de Faulkner. Faulkner es más, por supuesto, él le pone un nombre al monólogo; entonces yo, por no hacer lo mismo, lo hago desde tres puntos de vista que son fácilmente identificables, porque son un viejo, un niño, una mujer. En El otoño del patriarca, ya cagado de risa, puedo hacer lo que me da la gana; ya no me importa quién habla y quién no habla, me importa que se exprese la realidad, esa que está ahí. Pero no es gratuito, digo. No es casual que en el fondo siga tratando de escribir el mismo primer libro: se ve muy claro en El otoño cómo se regresa a la estructura, y no solo a la estructura sino al mismo drama. Y era eso. Fue formidable porque estaba viviendo la misma literatura que estaba tratando de hacer. Fueron unos años formidables porque fíjate... hay una cosa que sobre todo los europeos me reprochan: que no logro teorizar nada de lo que he escrito, porque cada vez que hacen una pregunta tengo que contestarles con una anécdota o con un hecho que corresponde a la realidad. Es lo único que me permite sustentar lo que está escrito y sobre lo que me están preguntando... Recuerdo que trabajaba en El Heraldo. Escribía una nota por la cual me pagaban tres pesos y, probablemente, un editorial por el cual me pagaban otros tres. El hecho es que no vivía en ninguna parte, pero había muy cerca del periódico unos hoteles de paso. Había putas alrededor. Ellas iban a unos hotelitos que estaban arriba de las notarías. Abajo estaban las notarías, arriba estaban los hoteles. Por 1,50 la puta lo llevaba a uno y eso daba el derecho de entrada hasta por 24 horas. Entonces comencé a hacer los más grandes descubrimientos: ¡hoteles de 1,50, que no se encontraban!... Eso era imposible. Lo único que tenía que hacer era cuidar los originales en desarrollo de La hojarasca. Los llevaba en una funda de cuero, los llevaba siempre, siempre debajo del brazo... Llegaba todas las noches, pagaba 1,50, el tipo me daba la llave –te advierto que era un portero que sé dónde está ahora, es un viejito–. Llegaba todas las tardes, todas las noches, le pagaba los 1,50...
¡Claro! Al cabo de quince días ya se había vuelto una cosa mecánica: el tipo agarraba la llave, siempre en el mismo cuarto, yo le daba los 1,50... Una noche no tuve los 1,50... Llegué y le dije: “¡Mire! ¿Usted ve esto que está aquí? Son unos papeles, eso para mí es lo más importante y vale mucho más de 1,50, se los dejo y mañana le pago”. Se estableció casi como una norma, cuando tenía los 1,50 pagaba, cuando no los tenía, entraba... “¡Hola! ¡Buenas noches!...”, y... ¡Phahhh!... le ponía el fólder encima y él me daba la llave. Más de un año estuve en esas. Lo que sorprendía a ese tipo era que de pronto me iba a buscar el chofer del gobernador, porque como era periodista me mandaba el carro. ¡Y ese tipo no entendía nada de lo que estaba pasando!
Yo vivía ahí, y por supuesto, al levantarme al día siguiente, la única gente que permanecía ahí eran las putas. Éramos amiguísimos, y hacíamos unos desayunos que nunca en mi vida olvidaré. Recuerdo que siempre me quedaba sin jabón y ellas me lo prestaban... Y ahí terminé La hojarasca.
El problema con todo eso del Grupo de Barranquilla es que lo he contado mucho. ¡Y siempre me sale mal porque no alcanzo! Para mí es como una época de deslumbramiento total, no de la literatura, sino de la literatura aplicada a la vida real, que al fin y al cabo es el gran problema de la literatura. De una literatura que realmente valga.
Era tan consciente de lo que estaba haciendo que caí en cuenta de que tenía que irme a viajar por el Magdalena hasta La Guajira. Era exactamente el camino contrario al recorrido por mi familia, porque ellos eran guajiros, de Riohacha, y de allí se vinieron a la zona bananera. Era como el viaje de regreso, como el viaje a la semilla. Lo que tenía metido en la cabeza era hacer ese camino de regreso porque en él iba encontrando todos los puntos de referencia, todas las cosas que me hablaban de mis abuelos; era todo un mundo que tenía muy nebuloso y que cuando iba llegando a los pueblos iba encontrando. Esto es lo que me decían... mi abuelo había matado a un hombre, y recuerdo que sucedió la cosa más jodida: estaba en Valledupar, y de pronto se me presentó un tipo altísimo, altísimo, con un sombrero de vaquero, y me dijo: “¿Tú eres Márquez?”. Y  yo le dije: “¡Sí!”. Entonces él se quedó viéndome y me dijo: “Tu abuelo mató a mi abuelo”. ¡Y yo me cagué! No supe qué decir. Entonces él se sentó, yo estaba como petrificado contra la pared, y empezó a contarme: “Él se llamaba José Prudencio Aguilar…”, ¡y no te digo nada más!
Todo era así. ¿Sabes cómo hice para financiarme todo ese viaje que duró mucho más de un año, cuando estuve vagando de un lado para otro por toda la región, el viaje donde encontré las raíces de Cien años de soledad y de todo? Vendiendo enciclopedias. Vendía la Enciclopedia Utea.
Cuando salí de ahí me vine para El Espectador. Lo que te quiero decir es que cuando llegué a Bogotá, en 1953, no necesitaba haber leído más, ni haber hecho nada más para escribir todo lo que he escrito. Ya la formación está completa. Después he tenido otro tipo de desarrollo. De tipo ideológico si tú quieres; es otra cosa, es profundizar en la interpretación de todo eso. Pero ya estaba completamente formado. Y llegué a París, y llegué a Europa, y estaba en Europa. ¡Coño! Y yo escribía El coronel no tiene quien le escriba encerrado en un hotel de París, y esa vaina tiene todos los olores y tiene los sabores, tiene la temperatura, tiene el calor, tiene todo, y fue escrito en invierno, con una nieve del carajo afuera y con un frío del carajo en el cuarto, y yo con el abrigo puesto, y esa vaina tiene todo el calor de Aracataca. Porque si no lograba que hiciera calor en el libro no sentía que estaba bien. Cuesta trabajo.
¿Y de la experiencia como periodista, en cuanto a tu formación literaria, qué nos puedes contar? Por ejemplo, llama la atención “La marquesita de La Sierpe”, pues a pesar de ser la crónica de una región, parece completamente irreal.
Es que es irreal. En el sentido de que no está comprobado, es decir, no son acontecimientos comprobados, sino contados como si fueran comprobados. Son cosas que se contaban con absoluta naturalidad. No sé si me explico. Es decir, conozco La Sierpe, estuve ahí, pero por supuesto no vi el “totumo de oro” ni el “cocodrilo blanco”, ni nada de esas cosas. Pero era una realidad que vivía dentro de la conciencia de la gente; por lo que te contaban, no te cabía ninguna duda de que eso era así. En cierta manera es un poco el método de Cien años de soledad. Y después, no se puede ser escritor sin trucos. Lo importante es la legitimidad de esos trucos, hasta qué punto se utilizan y en qué medida. Recuerdo perfectamente que estaba en México escribiendo, describiendo la subida al cielo de Remedios la Bella. Yo era consciente, primero, de que sin poesía no subía. Decía: “Esto hay que hacerlo subir a poesía”, pero inclusive con poesía tampoco subía. Ya estaba desesperado: no podía prescindir de eso porque dentro del libro era una realidad, estaba dentro de las normas que me había impuesto. Porque la arbitrariedad tiene unas leyes rígidas. Y una vez que me las impongo no las puedo violar. No puedo decir ahora que el alfil camina así y después, cuando me conviene, ponerlo a caminar así. Me jodí, porque haga lo que haga tiene que seguir así. Si no, eso se te vuelve un caos del carajo. Recuerdo un día en que estaba atorado en esa vaina, salí al patio y había una negra muy grande y bella que trabajaba en la casa; ella estaba tratando de colgar las sábanas en los ganchos esos, y había viento... entonces si las colgaba de aquí, el viento las soltaba de acá... estaba completamente loca con aquellas sábanas... hasta que no aguantó más y “¡Ahhhh! ¡Ahhhh!”, gritó desesperada, envuelta en las sábanas... ¡Y subió! Eso sucedió con todo. 

Sobre Cien años de soledad 
“...entonces fue al castaño pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño...”.
Estaba previsto desde siempre, desde antes que tuviera en la cabeza Cien años de soledad. Siempre supe que había un personaje, un viejo general de la guerra civil, que moría orinando debajo de un palo. Eso era lo que sabía. No sabía por dónde iba a reventar, por dónde iba a salir. Así la personalidad del coronel Buendía se fue formando.
Hubo un momento en Cien años de soledad en que pensé que el coronel Aureliano Buendía se tomaba el poder... Y ese hubiera sido el dictador de El otoño del patriarca. Pero hubiera desbaratado por completo la estructura del libro. Se hubiera vuelto otra cosa. Además, dentro de la trayectoria del personaje, dentro de la realidad del libro, lo que me importaba realmente era que vendiera la guerra, desde un punto de vista ideológico, si tú quieres. El tipo no se atreve a seguir peleando por el poder sino por una serie de vainas, liberales, que se cagaron en todas las guerras civiles del siglo pasado en este país.
Y seguía escribiendo el libro, y de pronto me acordaba de que en medio de todas esas cosas tenía un problema guardado. Era el coronel Aureliano Buendía haciendo pescaditos de oro: y no sabía en qué momento tenía que matarlo. Le tenía miedo a ese momento. Probablemente uno de los más duros que he tenido en la vida lo tuve cuando escribí la muerte del coronel Aureliano Buendía. Recuerdo perfectamente... Un día dije: “¡Hoy se jode!”. Siempre he querido escribir un cuento que describa, minuciosamente, cada momento de una persona en un día común y corriente, hasta que se muere. Traté de darle esa solución literaria a la muerte del coronel Aureliano Buendía, pero me encontré con que si seguía por ese camino se me volvía también otro libro. Por lo tanto descarté esa posibilidad, y seguí dándole vueltas a la muerte del coronel, hasta que... [Golpea la mesa. Guarda silencio. Se mira las manos y lentamente, muy lentamente, empieza a decir...] Me subí a uno de los cuartos. Mercedes estaba haciendo la siesta, me acosté a su lado y le dije: “Ya se murió”, y estuve llorando dos horas.
Pero hay una cosa más curiosa. Durante cinco años tuve golondrinos. ¿Tú sabes lo que son los golondrinos? No me los pudieron quitar con nada. Me hicieron toda clase de tratamientos. Fui a Nueva York, me los extirparon, me sacaron sangre de un lado y me la inyectaron en otro; así me hicieron vacunas, toda clase de vainas. Y nunca durante cinco años hubo nada que hacer. Se me quitaban y me volvían a dar. Cuando estaba escribiendo Cien años de soledad, y pensé en el coronel Aureliano Buendía, que era un personaje al que yo detestaba y he detestado siempre, porque el cabrón, si hubiera querido, hubiera podido tomarse el poder y no lo hizo por soberbia, dije: “¿Bueno, qué enfermedad le pongo a este cabrón para que lo joda sin matarlo?”. Entonces le puse los golondrinos. Desde el momento en que el coronel Aureliano Buendía quedó con los golondrinos, a mí se me quitaron. Y de esto hace diez años, y nunca más me volvieron a dar.
El otro caso es el de Úrsula. En el proyecto original, ella tenía que morir antes de la guerra civil. Además, dentro de una cronología estricta, ya en ese momento estaba llegando a los cien años. Sin embargo, si se moría, ahí el libro se venía abajo. Entonces me di cuenta de que tenía que seguirla hasta un momento en que el libro se viniera abajo, pero ya no importaba porque la inercia lo llevaba hasta el fin. Por eso tuvo que irse hasta allá, hasta el carajo. Fíjate que a Úrsula no me atreví a sacarla, más aún, tuve que barajarla, hacer de todo para poderla llevar hasta donde fuera.
Hiciste con los golondrinos lo mismo que Dostoievski hizo con la epilepsia.
Sí. Pero a él no se le curó. ¿No es cierto que uno de los episodios inolvidables de la literatura universal es cuando Smerdiakov se cae por la escalera? Además, nunca se sabe si fue verdad o mentira, o si fue un ataque real o fingido. Es inolvidable eso.
Ya que estamos hablando de personajes, hay algo que me inquieta. En general tus obras se caracterizan por la presencia de personajes claramente definidos, que parecen llenarlas totalmente, mientras el pueblo aparece como diluido, llenando también la obra, pero en un plano secundario, como masa de maniobra. ¿Por qué?
Sí. Es que la masa tendría que tener su escritor, un escritor que le escribiera sus personajes. Yo soy un escritor pequeño burgués, y mi punto de vista ha sido siempre pequeño burgués. Esa es mi perspectiva, mi nivel, aunque mi actitud de solidaridad sea otra. Pero no conozco ese punto de vista, escribo desde el mío, desde la ventana donde estoy, no sé más del pueblo de lo que he dicho, de lo que he escrito. Probablemente sé más, pero es totalmente teórico. Este es un punto de vista absolutamente sincero. Y en ningún momento he forzado la cosa. Hay una frase que he dicho y que incluso a mi papá lo jodió mucho, le pareció peyorativa. He dicho: “¿Al fin y al cabo quién soy yo?... Soy el hijo del telegrafista de Aracataca”. Y eso, que a mi papá le parece tan peyorativo, a mí me parece, al contrario, que dentro de esa sociedad es casi elitista, porque el telegrafista creyó que era el primer intelectual del pueblo. Generalmente eran estudiantes fracasados, tipos que no pudieron seguir estudiando y se fueron por allí, a lo que era eso, a Aracataca, que era un pueblecito de peones. 

 Sobre El otoño del patriarca 
...pero tú sí eres insaciable. Te he hablado de literatura como no hablaba... no sé, desde hace varios años. Porque además, tengo un gran pudor de hablar de literatura.
Todavía queda pendiente El otoño del patriarca. A veces se habla de que con él estás cancelando cuentas con toda tu obra anterior.
Sí, es lo que he dicho.
También decías en un reportaje que era tu autobiografía cifrada, en clave. En ese sentido parece entonces que la escritura se hace más compleja, menos accesible para la masa de los lectores.
Pero ya llegará a la gran masa de los lectores. El otoño del patriarca lo que hace es sentarse a esperar que se le alcance. Fíjate, creo que los lectores desprevenidos, sin información literaria, leen El otoño del patriarca con bastante más facilidad que los lectores con formación literaria. Lo he visto en Cuba, donde el libro anda así, por la calle. Los lectores sin información literaria no se asustan, se asustan menos. El otoño del patriarca es una novela totalmente lineal, absolutamente elemental, donde lo único que se ha hecho es violar ciertas leyes gramaticales en beneficio de la brevedad y la concisión, es decir, para poder trabajar el tiempo. En cierto modo, para que no se vuelva novela infinita. No veo que tenga nada de raro. Además, se han hecho muchas así en la historia de la literatura. No veo dónde está la dificultad.
Pero la impresión que uno se lleva es la de una mayor complejidad. Parece que se trata de algo para iniciados.
En la estructura sí. Pero en el lenguaje es la más popular de mis novelas. Es más cifrado en el sentido de que es más restringido. Es más popular, más de los choferes de Barranquilla. Está, sí, más cerca del habla que de la lengua literaria, está llena de frasecitas de canciones, de toda clase de refranes, de airecillos del Caribe.
Entonces la dificultad nace de que la mayoría de los lectores no han vivido esa experiencia, carecen de las mismas referencias.
No. Si es así, está mal, porque el libro debe ser accesible aunque el lector no tenga esa información. Si necesita esa información previa, entonces está mal. No creo que tengan más acceso a él quienes conocen las claves. Probablemente se divierten más. Creo que el libro es legible sin la cantidad de versos de Rubén Darío que tiene metidos por dentro, por todas partes, porque todo el libro está escrito en Rubén Darío. Si se necesita toda la información para leer el libro, entonces está mal. Ahora, yo no creo que se necesite.
Creo que es más un poema que una novela. Está más trabajado como poema que como novela. Hubiera podido escribirlo, ese sí, sin leer un solo libro, pero no sin haber oído toda la música que he oído. Eso hizo que la curva crítica de la música fuera así mientras estuve escribiéndolo. Por una razón absolutamente elemental: por primera vez en mi vida, después de Cien años de soledad, puedo comprarme todos los discos que me dé la gana. Antes tenía que oír música prestada. Lo que es más complejo de El otoño del  patriarca es la estética. No es que sea una estética nueva. Es bastante más complejo. Lo he trabajado más que un poema. Es casi un lujo que se da un escritor que ha escrito Cien años de soledad y dice: “Bueno, ahora voy a escribir el libro que quiero”. Jugar con eso, confesarse de muchas cosas. Mira, la soledad del poder se parece mucho a la soledad del escritor.
No es que el libro esté cifrado, están cifrados los acontecimientos que le sirven de base, así como están cifrados algunos en Cien años de soledad; lo demás son experiencias que tuve. Mi madre leyendo un libro es una maravilla, porque ella va diciendo: “Esto es tal cosa, esta es la otra, aquel es mi compadre, ese que decían que era marica pero no era marica”.
Creo que el problema que hay leyendo El otoño del patriarca es principalmente intelectual. Son ustedes los críticos los que no entienden, porque están buscando qué es lo que hay, y es que no hay nada. Es el más costeño de todos, el más restringido al Caribe, el más sectariamente caribe, el que más está diciendo: “¡Coño! ¿Por qué nos tienen jodidos?”. Esto es un país completamente distinto, es otra cultura, es otra cosa. Es un deseo de sacar tal cantidad de cosas, que da la impresión de que no te entienden. Es por eso, por ese burdel donde yo vivía, que está cargado de cosas del Caribe; por esa cantina del puerto donde íbamos a comer a la salida del periódico a las cuatro de la mañana, donde se armaban unas peloteras, unas cuchilladas del carajo; por las goletas que se iban con contrabando y cargadas de putas para Aruba, para Curazao; por la Cartagena de los sábados en la tarde, de los estudiantes, todo eso. Sabes que conozco el Caribe, isla por isla, así, isla-por-isla-por-isla, perfectamente, y se puede sintetizar en una sola calle, como la que aparece en El otoño del patriarca, que es la calle principal de Panamá, La Guaira. Pero sobre todo es la calle del comercio de Panamá, llena de chinas, de vendedores ambulantes. Hay una especie de esfuerzo por tratar de agarrar todo eso y sistematizarlo de alguna manera.
Probablemente no salió. El otoño del patriarca son los doce cabos que te da un paseo por la calle central de Panamá, o una tarde en Cartagena, o todo ese mierdero del Caribe, porque es un mierdero del carajo, inclusive Cuba hoy, lo que es, lo que fue La Habana. Creo que hay un esfuerzo poético grande por tratar de salir al otro lado. Yo hubiera podido seguir escribiendo Cien años de soledad bis, dos, tres, cuatro, como El Padrino. Pero eso no podía ser. Si quería seguir escribiendo tenía que ver qué carajo hacía; lo que ya no me preocupa tanto después de El otoño del patriarca. Si vuelvo a escribir cuentos, ahora el modelo es W. S. Maugham. Son cuentos reposados, otoñales, de una persona que está contando una serie de cosas que vio, que vivió, de una forma no muy... no digamos muy clásica porque las definiciones joden todo, parece otra cosa, digamos que muy académico, muy formal. Porque Maugham escribió muy buenos cuentos, probablemente los mejores que conozco, tienen tono, no hacen ningún ruido, es un buen modelo para escribir cuentos. A ver, ¿de qué otra cosa hablamos...?
De Rubén Darío, por ejemplo.
Sí. Bueno, Rubén Darío es el poeta de la época; es de cir, de la época del libro... ¿Sabes? Hay una cosa muy triste, es la dificultad que han tenido todos los traductores con él. No ha podido ser traducido, así, como poeta grande. No lo conocen en ninguna parte. Y hay otros problemas que meten a los traductores en unos líos del carajo; los traductores de El otoño del patriarca están totalmente enloquecidos. Por ejemplo, preguntan: “¿Qué significa la ‘manta de bandera’?”. Y en la costa, no sé acá, la “manta” es el papel del cigarrillo que venden para enrollar la marihuana, pero durante una época venía con la bandera de los Estados Unidos. En la costa es muy sencillo, todo el que vea “manta de bandera” ya sabe qué es: el papel ese que venía con la bandera de los Estados Unidos para fumar marihuana. Imagínate la nota que tiene que poner el traductor para explicar qué es la “manta de bandera”. Lo que tiene que hacer es olvidarse de la connotación del antecedente y buscar una fórmula. Hay otra cosa preciosa: es el “salchichón de hoyito”. Eso es totalmente de los choferes de Barranquilla.
¿Y qué es?
El “salchichón de hoyito” es un salchichón que tiene un hoyito en la punta. Otros le dicen “la polla”, “la pinga”... Pero lo que dice el chofer de Barranquilla es “el salchichón de hoyito”. Entonces todo traductor pregunta: “¿Qué significa ‘salchichón de hoyito’?”. Por eso, lo hermético no sería el libro, sino todo eso, ¿no?, lo del Caribe. Por ejemplo, en Cuba no saben lo que es el “salchichón de hoyito”, pero cuando un cubano lo lee, cuando un dominicano o un puertorriqueño lo leen, inmediatamente saben qué es, se enteran porque conocen los mecanismos, los contextos, saben cómo se llega a eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario