Gabo que estás en los cielos
Lejos del error común de atribuir a la literatura la responsabilidad de
recrear fielmente los hechos reales, un investigador propone nuevas
perspectivas para abordar la relación entre la obra de García Márquez y
la reconstrucción de nuestra historia
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Gabriel García Márquez, quizo, en vida, crear otra academia de historia no oficial./Ulf Andersen./elmalpensante.com |
En las entrevistas que concedió en 1989 con motivo de la publicación de El general en su laberinto,
Gabriel García Márquez repitió insistentemente que uno de sus proyectos
futuros era el establecimiento de una academia que reescribiera la
historia nacional. “Voy a organizar un grupo de historiadores jóvenes,
no contaminados”, dijo entonces, “para tratar de escribir la verdadera
historia de Colombia (no la historia oficial), para que nos cuenten en
un solo tomo cómo es este país y para que el resultado se lea como una
novela”.
Por desgracia, ese proyecto nunca
llegó a materializarse, pero hubiera sido un excelente complemento a las
dos fundaciones que alcanzó a crear durante su vida, una para enseñar
cine en Cuba, y la otra para enseñar periodismo en Cartagena. Sin
embargo, esas palabras sirven para poner en evidencia el profundo
interés que tuvo García Márquez por la historia colombiana, y para
reiterar una de sus principales preocupaciones: que todo lo que nos
habían dicho sobre nuestro pasado era mentira o, en el mejor de los
casos, estaba manipulado.
Después de pasar años en pugna con los
historiadores, García Márquez se enfrentó finalmente a las dificultades
del trabajo investigativo cuando escribió El general en su laberinto,
pero su opinión sobre este oficio no mejoró. En 1994, en el discurso de
entrega de recomendaciones de la Misión de Ciencia, Educación y
Desarrollo, de la que hizo parte, seguía asegurando: “Nos han escrito y
oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para
esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales,
se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca
merecimos”.
Por su parte, los historiadores
también criticarían con dureza su reconstrucción novelada de los últimos
meses de Simón Bolívar y su interpretación del proceso de la
Independencia. El Bolívar de García Márquez deliraba, soltaba
improperios y ventosidades, y despotricaba contra el general Santander y
la ciudad de Bogotá en varios apartados de la novela. Por eso, la
Academia Colombiana de Historia y los muchos historiadores que llevaban
décadas construyendo la imagen marmórea del Libertador se fueron lanza
en ristre contra su ligereza investigativa, su libérrima fabulación
histórica y sus imprecisiones cronológicas. García Márquez respondió
con su única y poderosa arma: la soberanía del novelista para acomodar
la historia a su narración.
Pocos años después, Eduardo Posada
Carbó también se unió a los detractores del García Márquez con ínfulas
de historiador y publicó un ensayo en el que intentaba demostrar que la
versión de la masacre de las bananeras contada en Cien años de soledad
no se ajusta a lo que realmente había sucedido en el Magdalena en 1928,
y que la famosa cifra de 3.000 muertos divulgada en las páginas de la
novela no era sino el delirio de un echador de cuentos.
Aunque desde el punto de vista fáctico
Posada Carbó tiene razón, lo que él y otros académicos no entendieron
fue que las fabulaciones literarias de García Márquez no pueden
refutarse con un ejercicio positivista que intente definir qué tanto es
cierto o qué tanto es falso en su reconstrucción artística de episodios
históricos. Esto sería tan inútil y risible como decir que las pinturas
de Botero no sirven para entender a Colombia porque las estadísticas
demuestran que la obesidad es menos frecuente de lo que el artista
antioqueño pinta.
Para poder valorar el legado de García
Márquez a la historia de Colombia debe entenderse que su propósito no
fue presentar un relato minucioso sobre nuestro pasado, preciso en los
detalles históricos comprobables, sino reordenar literariamente nuestra
historia (que sin duda conoció muy bien) con la libertad que permite la
creación artística, para presentar una versión valorativa muy propia,
que nos sirve para entenderla mejor.
García Márquez perteneció a una
generación que aprendió la historia de Colombia en la escuela con el
famoso manual de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, libro que desde
1910 se había constituido como “biblia” de la enseñanza de la historia
en los colegios, y en el que estaban consignados los hitos de la epopeya
nacional con una intención edificante y una orientación conservadora. Y
no sería sino hasta la década de los sesenta que la historia, como
disciplina investigativa científicamente orientada, habría de empezar a
desarrollarse en Colombia.
Además, García Márquez había escuchado
desde niño las historias de su abuelo sobre la masacre de las bananeras
y las guerras civiles en las que había participado, y la distancia que
encontró entre estas y lo que decían los libros de textos era abismal.
La incoherencia entre la historia escrita y la real se hizo más evidente
para él durante sus años de bachillerato en el internado de Zipaquirá,
donde descubriría el marxismo justamente de la mano de sus profesores de
historia.
Por todo esto, es comprensible que
García Márquez tuviera la historiografía nacional en tan baja estima y
que dedicara buena parte de su creación literaria a intentar una
reescritura de esta a través de los poderes evocadores de la imaginación
literaria. O, como diría el narrador de “Los funerales de la Mamá
Grande”, que se decidiera a contar nuestra historia “antes de que tengan
tiempo de llegar los historiadores”.
1. Una nueva versión de las bananeras
Desde su primera novela, La hojarasca,
de 1955, García Márquez trató los temas del pasado que le habían
intrigado desde niño, y el primer “demonio histórico” al que habría de
enfrentarse no podía ser otro que el de las bananeras, ese mundo que lo
rodeó desde su nacimiento y en medio del cual vivió sus experiencias
infantiles, que para él fueron las definitivas de su vida como escritor.
Al abordar las bananeras, García Márquez no se concentró únicamente en
la huelga y la masacre que ocurrieron en 1928 cerca de su natal
Aracataca, sino en todo lo que significó para el Caribe colombiano la
presencia de la compañía estadounidense United Fruit desde comienzos del
siglo xx en nuestro territorio.
Si bien lo que más se ha resaltado sobre García Márquez y las bananeras ha sido el episodio de la huelga y la masacre en Cien años de soledad, lo cierto es que en esta novela, así como en La hojarasca,
se encuentra una descripción completa de lo que significó para la
sociedad caribeña vivir bajo el imperio de la “Mamita Yunai”. Por eso es
que el trabajo de García Márquez sobre las bananeras no puede reducirse
a un ejercicio de crónica roja que reporta el número de muertos de la
masacre; su visión es la de un sociólogo y un historiador que busca
entender lo que significó para sus coterráneos vivir bajo la bonanza del
oro verde y morir bajo la metralla del ejército nacional.
Al estudiar su reescritura literaria
de la historia bananera, es evidente que García Márquez se distancia
claramente de la visión que atribuye a la llegada de la United Fruit un
carácter modernizador que posibilitó la creación de riqueza tanto para
los extranjeros como para los nacionales. Por el contrario, en sus
novelas lo más parecido a la compañía no es el progreso, sino la peste.
En sus novelas, los gringos no solo alteran el curso de los ríos, el
ciclo de las lluvias y la estabilidad de las familias, sino que traen a
los pueblos una ética facilista y derrochadora que es la verdadera
tragedia de su legado.
En La hojarasca, el coronel
lo pone en términos claros: “A la hojarasca la habían enseñado a ser
impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a
creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus
apetitos”.
Pese a que la producción bananera en
el Caribe colombiano alcanzó a ser fuente de ingreso para muchos
trabajadores que migraron hacia la región durante la primera mitad del
siglo xx, y a que todavía hoy se encuentran en Ciénaga y Santa Marta
nostálgicos descendientes de las familias que se enriquecieron con los
auxilios de la United, la valoración de García Márquez sobre el legado
de la compañía siempre fue negativa. En su literatura, el esplendor de
las bananeras es el mismo esplendor de las bonanzas que ha tenido el
continente desde la llegada de los españoles: el oro, la plata, el
caucho, el azúcar; y cuya historia siempre es la misma: con el auge de
la producción viene el sentimiento de prosperidad y el derroche de las
riquezas, pero después solo quedan los cascarones abandonados que deja
el ventarrón engañoso del progreso capitalista.
En Cien años de soledad
únicamente el coronel Aureliano Buendía es capaz de darse cuenta de las
consecuencias que puede tener “invitar un gringo a comer guineo”,
mientras que el resto del pueblo no dejaba de asombrarse por “tantas y
tan maravillosas invenciones” que llegan con los norteamericanos. En la
misma línea del pensamiento antimperialista desarrollado por muchos
escritores de los años sesenta, García Márquez –un devoto seguidor de la
revolución cubana y un creyente en el socialismo a la vuelta de la
esquina– solo podía ver en la “inversión” norteamericana la explotación
destructora y una riqueza momentánea cuyo reverso perdurable era la
miseria.
De ahí que, tal como lo enuncia el
marxismo clásico, los únicos que para él podían cambiar ese estado de
cosas eran los trabajadores, quienes se van a la huelga en Macondo con
una claridad política y una conciencia de lucha de las que carecen todos
los demás habitantes del pueblo. No obstante, la huelga es reprimida de
manera brutal porque la compañía está asociada con el gobierno y el
ejército para acabar con cualquier indicio de revolución, y el resultado
de este episodio es un tren de 120 vagones cargados de muertos que
serán arrojados al mar como banano de rechazo.
Para García Márquez, la masacre de las
bananeras constituye el punto de no retorno en la historia colombiana.
Si se sigue la historia de Macondo como una alegoría de la propia
Colombia es muy diciente que no hayan sido las guerras civiles ni la
violencia política las que acabaran con el pueblo alguna vez
paradisíaco, sino la masacre bananera. En la versión de García Márquez
el punto de inflexión, el momento en que realmente se jodió todo, fue
cuando el poder económico norteamericano se impuso a sangre y fuego
sobre Macondo y sobre Colombia. Después de esto, solo podía venir una
larga decadencia hasta la extinción final.
Si bien la recreación literaria que
hace García Márquez de las bananeras deja muchas cosas al margen y está
orientada ideológicamente hacia una interpretación particular (lo mismo
que el trabajo de muchos historiadores), sin duda influenció la
historiografía colombiana como ninguna obra literaria lo ha hecho. Tras
la publicación de Cien años de soledad en 1967 (apenas dos años
después de que se fundara el Departamento de Historia de la Universidad
Nacional), el episodio de la huelga y la masacre de las bananeras salió
de un mutismo de décadas y se convirtió en un tema de interés para
nuevos investigadores. Hoy tenemos una visión mucho más clara de la
historia bananera de nuestro país en gran parte gracias al impulso que
le dio a la investigación la inolvidable novela de García Márquez.
2. Las guerras de la memoria
Otro gran tema histórico abordado por
García Márquez en varias de sus obras es el de las guerras civiles entre
conservadores y liberales que sacudieron a Colombia durante buena parte
del siglo XIX. Las narraciones de estos episodios las escuchó el joven
Gabito desde su más temprana infancia ya que su abuelo materno, el
coronel Nicolás Márquez, había hecho parte de las tropas liberales que
pelearon la Guerra de los Mil Días entre 1899 y 1902.
En los comienzos del Macondo de Cien años de soledad,
la vida política no parece tener mayores contratiempos durante el lapso
en que reina en el pueblo la organización comunitaria dirigida por el
patriarca juvenil José Arcadio Buendía. En la visión de García Márquez la
Arcadia feliz parece ser el producto de la dirección de un hombre fuerte
que la encamina hacia un régimen igualitario y humanista. Por eso no es
de extrañar que García Márquez hubiera sentido tanta simpatía por
regímenes dictatoriales, pero socialmente incluyentes, como los de Omar
Torrijos en Panamá o Fidel Castro en Cuba.
Pero este equilibrio social se rompe
por la llegada del poder estatal a Macondo y por la aparición de una de
las peores pestes de la novela: la política. Es con ella que llegan las
disposiciones arbitrarias sobre cómo se deben pintar las casas, así como
los fraudes en las elecciones. Justamente del fraude orquestado por
Apolinar Moscote, el corregidor de Macondo, nace la semilla de rebelión
que comandará el coronel Aureliano Buendía.

En la obra de García Márquez esta
rebelión no parece estar fundamentada en las grandes aspiraciones
ideológicas de los bandos conservadores o liberales, sino en las
pasiones humanas más básicas. Después de ser víctimas del tradicional
fraude electoral que aseguraba el mantenimiento del régimen conservador
en Macondo, los habitantes del pueblo parecen más preocupados porque no
les restituyeron los cuchillos de cocina incautados para garantizar la
paz que por la trampa a la que habían sido sometidos. De igual modo, se
hace evidente para el lector que Aureliano Buendía se va a la guerra sin
saber muy bien por qué lo hace, impulsado vagamente por la rabia ante
la muerte de su esposa Remedios y porque “los conservadores son unos
tramposos”. Él mismo reconoce, después de muchos años combatiendo el
régimen conservador, que no había peleado más que por orgullo y no por
la gloria de ningún partido político.
Alejándose de la tradicional
interpretación histórica que ha mostrado las guerras civiles del siglo
xix colombiano como una confrontación ideológica entre dos partidos y
sus seguidores por asuntos como el gobierno centralista o federalista,
la educación laica o confesional, y el proteccionismo comercial o el
libre cambio, Cien años de soledad presenta las guerras civiles
con una perspectiva que podría llamarse “microhistórica”, desde el
punto de vista de los protagonistas de provincia que se ven atrapados en
ellas. Para estos, no existen grandes postulados filosóficos ni mucho
menos comunicación con los ideólogos de la capital, y solo parece
existir la afiliación inmediata a alguno de los bandos dependiendo de
los vaivenes de la política local y una justificación tan incierta como
el deseo de implantar el “amor libre” del lado liberal o la defensa de
la fe del lado conservador.
A diferencia de lo que se podría
pensar por haber sido nieto de un dirigente liberal, en García Márquez
no se percibe una simpatía particular por este partido. En Cien años de soledad el
gobierno de Arcadio, el sobrino del coronel, es tan despótico y
tiránico como el del conservador Moscote. Al final, García Márquez borra
el engaño legendario de las diferencias entre los partidos colombianos
con la lapidaria sentencia del coronel Buendía: “La única diferencia
actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa
de cinco y los conservadores van a misa de ocho”.
Por eso, una vez la guerra le ha
escarmentado, el coronel Aureliano Buendía entiende que el enemigo a
vencer para alcanzar sus íntimas aspiraciones de justicia es el propio
sistema bipartidista. Para ello encuentra un aliado perteneciente
justamente al bando contrario, el general conservador José Raquel
Moncada, con el que llega incluso a “pensar en la posibilidad de
coordinar a los elementos populares de ambos partidos para liquidar la
influencia de los militares y los políticos profesionales, e instaurar
un régimen humanitario que aprovechara lo mejor de cada doctrina”.
En las guerras civiles
garciamarqueanas no se cuenta la historia de una revolución fallida o de
un oprobioso gobierno conservador que se tomó al país para sumirlo en
la miseria. Más bien, se percibe en ellas un sentimiento de inutilidad
sin límites y de profunda degradación humana. Para García Márquez
nuestros errores históricos no han sido producto de la victoria de tal o
cual partido, sino de la misma terquedad política que nos ha enfrentado
inveteradamente y nos ha impedido construir un país cimentado en un
sentimiento tan básico como la solidaridad.
3. En los terrenos de los historiadores
En las últimas décadas de su
producción novelesca, García Márquez volvió a tratar temas históricos, y
esta vez lo hizo de un modo mucho más cercano al tradicional modelo de
la novela histórica decimonónica. Es decir, se alejó de las herramientas
narrativas propias del “realismo mágico” y contó historias ambientadas
en el pasado con el respaldo de una investigación historiográfica
minuciosa. Y los temas que escogió no podían ser más controversiales
para la mentalidad pacata y retardataria del país: por un lado, la
organización jerárquica en la Cartagena colonial, en Del amor y otros demonios, de 1994, y por otro, la Independencia y la vida de Simón Bolívar, en El general en su laberinto, de 1989.
En Del amor y otros demonios, García Márquez narró la Cartagena del siglo XVIII a través
de la historia de una niña condenada a ser exorcizada por la mordedura
de un perro rabioso. La que después se convierte en una historia de amor
imposible entre el sacerdote encargado de realizar el exorcismo y la
niña es al mismo tiempo una novela que esconde una crítica feroz contra
la rígida estructura social cartagenera y, de paso, contra la versión de
las jerarquías sociales durante la Colonia que nos ha mostrado la
historiografía tradicional.
En lugar de presentar la vida
cartagenera como una férrea estructura diferenciada racialmente y
controlada por la Iglesia y el gobierno virreinal, García Márquez
muestra en esta novela los constantes conflictos entre los poderes
políticos y religiosos del virreinato, y una sociedad poderosamente
permeada por la influencia de los esclavos africanos. En efecto, la
sociedad en Del amor y otros demonios se parece menos a la
tradicional pirámide social de los libros de texto, con los españoles en
la cúspide y los esclavos en la base, y más a un crisol en el que
blancos, criollos y negros mezclan sus cuerpos y sus creencias en una
sociedad que tiene tanto de cristiana como de hereje.
Pocos años antes, en El general en su laberinto,
García Márquez también se había ido contra la interpretación
tradicional de la historia del Libertador y el proceso de Independencia
de Colombia. En primer término, el novelista buscó en este libro
restituir a Bolívar su carácter caribe y alejarlo definitivamente de la
imagen de facciones romanas con que los niños de toda América lo han
conocido. Para hacerlo, puso en su boca palabras propias de las costas
venezolanas y en sus cabellos y piel las características de aquel que ha
nacido junto al mar. Es decir, para escándalo de los bienintencionados
historiadores andinos, García Márquez presentó un Bolívar costeño, como a pocos de ellos se les había ocurrido imaginarlo.
En El general en su laberinto el
tema recurrente es la obsesión de Bolívar por la unidad de la América
española; y, de cierta manera, la novela fue una apuesta política de
García Márquez por demostrar la validez de ese propósito. Por esa razón,
aunque en todos los demás aspectos de su vida el Bolívar de García
Márquez parece un perro apaleado camino a la muerte segura, su voz y sus
fuerzas vuelven a resonar como en sus días de gloria cuando habla del
nunca abandonado propósito de unión continental.
Pero en la novela también se pone en
evidencia por qué este sueño no fue cumplido: la ceguera de los
caudillos locales para entender la trascendencia de apostarle a una
patria más grande que la de sus mezquinos intereses impidió que América
entrara con fuerza al concierto de las nuevas naciones. Y uno de los que
más hizo para destruir este sueño fue precisamente el general Francisco
de Paula Santander, a quien el narrador de El general en su laberinto
reconoce como segundo hombre de la Independencia, pero a quien se le
llama en varios momentos de la novela “cruel”, “formalista”, “avaro”,
“cicatero” y hasta “truchimán”. Al parecer, García Márquez quiso
concentrar en Santander todas las características que le parecían más
propias de la Colombia ceremoniosa y leguleya que él ha criticado y a la
que, según se dice en la novela, Santander “impuso para siempre el
sello de su espíritu formalista y conservador”.
También la novela sirvió para
replantear un extendido lugar común de las academias según el cual
Santander fue el padre del partido liberal colombiano, mientras que
fueron los allegados a Simón Bolívar los encargados de transmitir el
espíritu que habría de resultar en la fundación del partido conservador,
casi veinte años después de la muerte del Libertador. Además de
espetarle sin miramientos el calificativo de “conservador” a Santander
en el fragmento antes citado, García Márquez muestra en El general en su laberinto
a un Bolívar indignado por la ligereza con la que sus oponentes se
autodenominan liberales: “No sé de dónde se arrogaron los demagogos el
derecho de llamarse liberales”, dijo. “Se robaron la palabra, ni más ni
menos, como se roban todo lo que les cae en las manos... La verdad es
que aquí no hay más partidos que el de los que están conmigo y el de los
que están contra mí, y usted lo sabe mejor que nadie. Y aunque no lo
crean, nadie es más liberal que yo”.
Al igual que su abuelo, para García
Márquez el liberal era el único partido en Colombia que había estado
cerca de ser realmente revolucionario, y por tal motivo su único padre
fundador solo hubiera podido ser el “más liberal de todos”, el
revolucionario por excelencia: ese Simón Bolívar de El general en su laberinto, nacionalista fervoroso, enemigo de los Estados Unidos y luchador incansable por la unión latinoamericana.
4. Una nueva geografía, una nueva cronología
Sin duda, uno de los
aspectos en que García Márquez más hizo por repensar la historia del
país fue en la manera en que reorganizó en sus novelas la geografía y la
cronología del país. Para el colombiano típico que estudió geografía en
el colegio, con aquellos mapas amarillentos en los que la mitad de los
niños de Colombia no podían encontrar su pueblo, el país que aparece en
las novelas de García Márquez representa todo un reto.
Para empezar, en García Márquez el
Caribe es el lugar por excelencia donde se desarrollan sus historias, y
la fría y distante capital suele aparecer solamente como una brumosa
ciudad perdida entre páramos amarillos, en la que solo existen
fantasmagóricas apariciones. Es decir, en sus novelas el Caribe es el
centro y Bogotá es la periferia, justamente lo contrario a lo que enseñó
la geografía colombiana durante siglos.
En ese reordenamiento del país, lo que
está más cerca de Colombia no es la capital sino los otros países del
Caribe, hasta donde se va el mismísimo coronel Aureliano Buendía a
promover levantamientos que acaben con los regímenes conservadores en
todo el continente. La Colombia de García Márquez es un país caribeño,
más volcado a lo que pasa en la inmensa extensión del mar que a lo que
se decide en las frías calles capitalinas, y con una costa gigantesca
por la que entra la variedad ilimitada del ancho mundo que los Andes
desconocen.
Tal vez la organización espacial que
mejor resume la visión geográfica de Colombia que se encuentra en la
literatura de García Márquez es el país de fábula de El otoño del patriarca.
Ese país se debate entre una dura región montañosa (de allí dicen que
viene el dictador de la novela, de quien “se pensaba que era un hombre
de los páramos por su apetito desmesurado de poder, [y] por la
naturaleza de su gobierno”) y una ciudad capital que está al lado del
mar y desde la cual se ve la inmensidad del Caribe, en donde acechan al
mismo tiempo las carabelas españolas de Cristóbal Colón y los navíos
estadounidenses que termina por llevarse el mar.
Precisamente esta imagen es un ejemplo
perfecto de cómo García Márquez también reordenó la cronología
histórica para hacer simultáneos tiempos que tradicionalmente se habían
pensado como sucesivos. Así como los manuscritos de Melquíades, en Cien años de soledad,
están escritos de tal manera que cuentan los muchos episodios de la
historia de la familia Buendía y Macondo coexistiendo en un mismo
instante, así también el tiempo histórico en las narraciones de García
Márquez sufre las más extrañas mutaciones para presentar sucesos
históricos distantes condensados en un mismo tiempo reconcentrado.
Así como su denuncia del imperialismo en El otoño del patriarca lo
lleva a escenificar la invasión española como contemporánea de la
invasión estadounidense hasta volverlas casi una sola, así mismo sus
narraciones de las guerras civiles en El amor en los tiempos del cólera
se combinan hasta crear la impresión de una sola guerra, siempre la
misma, que se extiende indefinidamente y sirve de telón de fondo al
resto de la historia.
En García Márquez el tiempo se dobla y
se astilla, se hace más lento o circular, como si se tratara de un
experimento mental de Albert Einstein. Por eso pueden quedar cuartos en
la mansión de los Buendía en los que el tiempo no transcurre y por ende
no hay desgaste ni ruina, o pueden repetirse nombres y sucesos en la
misma familia como si la historia no fuera más que una inagotable rueda
de repeticiones exasperantes.
La idea de una historia circular o de
tiempos simultáneos no es extraña para nosotros pues desde los griegos
hasta Nietzsche se ha especulado sobre la posibilidad de un eterno
retorno. Además, en la posmodernidad se ha cuestionado con fuerza la
idea de un progreso lineal y sostenido del tiempo como única opción del
desarrollo de la historia.
En García Márquez, así como en otros
escritores de la generación del Boom, este reordenamiento del tiempo fue
la manera de inscribir a la propia Latinoamérica dentro de una historia
universal que todavía la veía como una hermana menor que había llegado
tarde al proceso de la modernidad. Por el contrario, las libertades de
la nueva narrativa latinoamericana lo que hicieron fue tratar de
demostrar que todos los tiempos podían convivir en este continente, y
que éramos más que ciclistas rezagados en la carrera de la historia.
Pero en la lectura que hace García
Márquez de la historia colombiana esta relativización del tiempo también
tiene un carácter negativo, porque sirve como denuncia del quietismo
que ha caracterizado el proceso histórico de nuestro país. En el país de
las novelas de García Márquez el tiempo no parece transcurrir, y si lo
hace, gira en círculo y los protagonistas son recurrentemente víctimas
de las mismas tentativas imperialistas o vuelven a caer en las mismas
ingenuidades históricas. Por eso Juvenal Urbino, de El amor en los tiempos del cólera, puede decir al momento del cambio de siglo: “El siglo xix termina para todos menos para nosotros”. El Simón Bolívar de El general en su laberinto le puede pedir a un francés que lo importuna en una cena: “Déjenos hacer en paz nuestra Edad Media”. O la Úrsula Iguarán de Cien años de soledad llega a gritar: “Esto ya me lo sé de memoria, es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio”.
Para García Márquez el tiempo que no
avanza y parece devolverse o estancarse es una de las tragedias más
grandes de nuestra historia. Por eso, la única solución posible para
esta eterna repetición de lo mismo, para esta delirante espiral de
violencia, inconsciencia y trágicos errores, solo puede ser el
revolucionario viento que arranca de cuajo las anquilosadas estructuras
de Macondo. Solo entonces el viejo universo de ciclos sucesivos
terminaría y una nueva historia podría comenzar.