martes, 10 de marzo de 2015

Una sola obra

Gabriel García Márquez es autor de una sola obra de teatro, un monólogo que es en definitiva la forma primaria de la escena: Diatriba de amor contra un hombre sentado

Gabriel García Márquez en el estreno de El coronel no tiene quien le escriba, del grupo venezolano Rajatabla, en 1989./elcultural.es
No se le recordará a García Márquez por su teatro, sino por su narrativa de dimensiones colosales; pero como a todos los grandes escritores le tentó la escena, aunque no con la intensidad y ambición de Vargas Llosa recientemente rescatado por el Español. Todo gran escritor aspira a algo que escapa del ámbito que le es propio, del don por el que fue agraciado por la naturaleza. Cervantes, desposeído de la hegemonía teatral por el genio de Lope, quería ser poeta y lamentaba estar privado de los dones que no quiso darle el cielo; la reverberación poética también al fondo. De no haber escrito el Quijote, Cervantes sería la gran víctima de Lope, el sacrificado histórico en lo que más amaba: el teatro y la poesía.
Gabriel García Márquez es autor de una sola obra de teatro, un monólogo que es en definitiva la forma primaria de la escena: Diatriba de amor contra un hombre sentado. Se han hecho adaptaciones, más o menos afortunadas, de Cien años de soledad y de Crónica de una muerte anunciada. Pero a cualquiera que conozca el lenguaje de la narrativa de García Márquez y la esencia del lenguaje teatral, se le ocurre que meter Macondo en un escenario es misión casi imposible; aunque pueda parecer que Macondo es un escenario, una invención teatral. Ocurre algo parecido con el Quijote que, independiente del amor explícito al teatro, que en él manifiesta Cervantes, tiene una estructura teatral: el mundo como gran escenario de las peripecias de la vida, una especie de metateatralidad que a veces, en menor grado, pueden detectarse en Macondo: los personajes manifestándose mediante nebulosas referencias de estirpe escénica. Pero así como en las ocho obras de Vargas Llosa hay una idea concreta de teatro, totalmente ajena a sus grandes novelas, en García Márquez no hay una vocación tan definida de dramaturgo, de autor específicamente teatral. Su monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado no presenta complejidades escenográficas: una mujer habla y un hombre escucha. Nada más, pero suficiente para definir el hecho teatral, la simplicidad con la que siempre hemos definido el teatro, el más puro, sin el aparataje escénico que tantas veces lo desvirtúa.

En ocasiones he definido el teatro de Vajtangov y la escuela rusa por él representada como precedente o como afinidad con el realismo mágico. Y en esta tendencia estilística, en esa poética de su narrativa García Máquez es un maestro indiscutible. Macondo como la palabra Rosebud, de Ciudano Kane, es el enigma y, a la vez, la solución de todos los enigmas. De Cien años se hizo Memoria y olvido de Ursula Iguarán, muy celebrada en Hispanoamérica y no vista aquí; un mero apunte de las posibilidades infinitas e imposibles de Macondo. De Crónica de una muerte anunciada, Jorge Alí Triana hizo en 2000 una adaptación que no trascendió demasiado. Posteriormente La Cuadra, de Salvador Távora, le imprimió su carácter ritual, su peso andaluz e iconográfico en un espectáculo que sí trascendió, al menos en España. Si alguien puede conectar con ese realismo mágico, base de casi todo el boom narrativo hispanoamericano, es el realismo mágico andaluz.

La narrativa de García Márquez es la transcripción de la realidad hispanoamericana; lo mágico es la normalidad, su teatralidad. De ahí que García Márquez se defina como un escritor absolutamente realista, un realismo basado en el acto fundacional de la palabra que, sobre la realidad fundante, crea una suprarrealidad mágica.

Los problemas teatrales de los novelistas en general y de García Márquez en particular son la tendencia a la narratividad y a confundir el lenguaje literario con el lenguaje teatral. Los personajes tienden a moverse por impulsos explicativos más que por impulsos dramáticos y dialécticos: la dialéctica escénica. En el libro la palabra les pertenece, pero en el escenario la palabra pertenece a los intérpretes y al director. Yo creo que este es un temor insuperable, incluso del dramaturgo avezado; cuanto más en aquellos que llegan al teatro como expresión colateral. En Diatriba de amor contra un hombre sentado, Gabriel García Márquez halló en 1988 a la colombiana Laura García, médium ideal y soñado para esa mujer que increpa, acusa, recuerda, desvela las zonas oscuras de un marido en apariencia irreprochable.

Años más tarde Gabo, en España, halló otra intérprete ideal para su personaje: una espléndida Ana Belen llena de amor, dolor, cinismo y rencores. Un torrente de agravios y de insultos. Todo cambia y se resquebraja desde el primer momento del amor; todo se convierte en cenizas. No es una rebeldía, sino una relación de hechos; es un quejido y, a veces, un regüeldo. Agravios. Y amor. Dice al final la mujer en su Diatriba: “a pesar de todo esto que te he dicho, cabrón, quiero decirte que te amo”.

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