viernes, 20 de marzo de 2015

García Márquez en Dublín

La visita del colombiano hizo posible la convergencia de tres inmortales de la literatura universal

 
Gabriel García Márquez, autor colombiano de Cien años de soledad./elpais.com
Resulta paradójico que en Irlanda desconozcan la visita que Gabriel García Márquez hizo a ese país, siendo uno de los pueblos que más valora la literatura. Los irlandeses se consideran “salvadores de la civilización” por las obras clásicas que sus monjes copiaron y conservaron durante la Edad Media. Y decidieron recurrir a la literatura para “inventar Irlanda” como una comunidad histórica, y como una cultura de resistencia ante la imposición durante siglos de Inglaterra, su vecino más que incómodo, imperial. Tal vez eso contribuye a explicar que Irlanda, siendo un país que no llega a cinco millones de habitantes, cuenta con cuatro Premios Nobel de Literatura, a pesar de que quien tal vez más lo merecía, James Joyce, nunca lo recibió.
Precisamente el 16 de junio de 1997, durante la gran fiesta joyceana de Bloomsday, la que celebra el día durante el cual transcurre el Ulises, Gabriel García Márquez recorrió Dublín y alrededores en un peregrinaje secular que le hizo admirar aún más esa gran nación. Y durante ese recorrido, Gabo vinculó a otros dos grandes de la literatura universal. García Márquez conservó la experiencia como un momento singular.
Acompañado de su esposa Mercedes, Gabo aceptó la invitación que le hice para compartir unos días en esa tierra de sorprendente fortaleza literaria. Yo residía temporalmente en Irlanda por la sugerencia de Ted Sorensen, asesor del presidente Kennedy, de raíces irlandesas, quien me aconsejó: “Si quieres escribir un libro, ve a Irlanda”. Con mi esposa Ana Paula Gerard recibí a los ilustres huéspedes, y con ellos a José Carreño Carlón y su esposa Luci.
Gabo venía precedido del alboroto que había producido su propuesta en Zacatecas de “simplificar la gramática y jubilar la ortografía”. Lo disfrutaba enormemente. Pero ese 16 de junio en Dublín empleó la discreción para absorber la fortaleza del país. Los García Márquez y los Carreño se hospedaron en el hotel Shelbourne, frente a Stephen’s Green, el parque predilecto de Joyce. Al caminar por Grafton Street, dominada por peatones, decidimos cambiar el curso y tomar la paralela, Dawson, la cual nos llevó a la librería más importante de la ciudad: Hodges Figgis. Poblada de entusiastas jóvenes, niños y adultos, la librería sorprendió gratamente a Gabo por la diversidad de sus títulos distribuidos en varios pisos.
Resultó grato encontrar todo un sitio dedicado a las obras de García Márquez. Entonces, Gabo revisó varios ejemplares con ojos concentrados, tanto la traducción de Gregory Rabassa de Cien años de soledad como la de Edith Grossman de El general y su laberinto. Su expresión fue de satisfacción a pesar de recordar que “traduttore tradittore”. Todavía conservo ambos ejemplares. Mientras conversábamos en la cafetería de la librería, recordamos que en sus más de doscientos años de existencia la librería fue citada por el propio Joyce en la primera hora del Ulises al escribir: “La virgen en la ventana de Hodges Figgis”.
La vitalidad de la ciudad se extendía hasta las afueras, en Bray, donde cenamos en la casa que rentábamos y compartimos recuerdos y tomamos una foto. Decidimos ir al día siguiente a la torre Martello en Sandycove, una de las antiguas vigías imperiales y ahora museo, pues ahí precisamente arranca el Ulises su periplo modernizado de un solo día. La inspiración la tuvo Joyce en 1904 cuando pernoctó varias noches en esa torre. Ahí compartió Gabo su admiración por el autor y esa obra. Hizo entonces un apasionado comentario sobre el final del Ulises, más de veinte páginas convertidas en un párrafo que no se interrumpe ni por comas ni por puntos. Fue un momento que convirtió en mágica la realidad que nos rodeaba.
La conversación unió a dos titanes literarios. Surgió la referencia que de Joyce hizo Hemingway en su obra París era una fiesta. En su texto, Hemingway señaló que en París Gertrude Stein no volvía a invitar a quien mencionara dos veces al escritor irlandés. Pero para el Nobel norteamericano, “Joyce es grande. Y un buen amigo”, según asentó en ese testimonio escrito. Y a continuación se recordó que Hemingway relata haber encontrado finalmente a Joyce mientras paseaba solo por el bulevar Saint-Germain; lo invitó a beber una copa en Les Deux Magots.
A Gabo le brillaron intensamente los ojos al mencionarse este pasaje en la obra de Hemingway. Yo sabía el motivo de su emoción. Y Gabo lo recordó. Sólo unos años antes, en París en 1992, Gabo había relatado su encuentro con Hemingway precisamente en el Barrio Latino. Lo hizo mientras tomábamos sus ostras preferidas en La Coupole. Esa noche había concluido una cena a la que me invitó el presidente Mitterrand en el Elíseo, donde tuve el honor de que me acompañara Carlos Fuentes. Al salir, el ministro de Cultura Jack Lange amablemente nos convidó a visitar las obras de restauración de las murallas originales en los cimientos del Louvre. El momento se volvió especial cuando Gabo se incorporó al recorrido. Después, mientras degustábamos las ostras, Gabo rememoró que precisamente en el Barrio Latino había tenido su primer y único encuentro con Hemingway. Y fue mientras ambos caminaban, pero en sentidos opuestos, cuando el joven y desconocido reportero colombiano vio al titán en la acera opuesta. A Gabo lo embargó la emoción y sólo alcanzó a gritarle: “¡Maestro!”. Hemingway le devolvió una cálida sonrisa y siguió su camino sin imaginar que aquel que le había lanzado tan elogiosa expresión era su par, pero en ciernes. Ese encuentro ocurrió en 1956, cuando Hemingway recuperó un baúl que había dejado casi treinta años antes y en el cual estaban las libretas en las que narraba sus años en París y que se convertiría precisamente en su libro París era una fiesta, el cual empezó a escribir el año siguiente en Cuba.
Como si todo estuviera dando vueltas, la conversación durante la visita de Gabo en Dublín hizo posible la convergencia de tres inmortales de la literatura universal. Estos recuerdos son permanentes por la calidad humana, la generosidad y el inmenso talento de un ser humano universal: por eso si bien Gabriel García Márquez no se va, Gabo siempre nos hará falta.

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