Gabo que estás en los cielos
Un amor no correspondido por el cine llevó a García
Márquez a fundar en Cuba la Escuela de San Antonio de los Baños. Allí
lo conoció un joven escritor colombiano, testigo de su faceta de
narrador repentista y héroe de westerns imaginarios camino hacia el
ocaso
Bueno ¿Qué han hecho ustedes para merecer estar acá? –preguntó García Márquez.
La verdad yo no había hecho nada. La
invitación al taller que él dicta de forma ocasional en la Escuela
Internacional de Cine, en Cuba, me había tomado totalmente desprevenido.
Por esos días me encontraba en una crisis de vocación después de que mi
primera novela tocara las puertas de varias editoriales y no recibiera
otra respuesta que el silencio. ¿En qué momento se me había metido en la
cabeza la idea de que yo podía ser escritor? De modo que el llamado a
pasar unos días con García Márquez inventando historias me había venido
de maravilla como excusa para dejar de cuestionarme. Eso sí, no tenía
cómo responder a la pregunta que nos hizo tratando de romper el hielo en
el encuentro inicial. ¿Merecimientos? Para mí no se trataba más que de
una casualidad. Seguramente alguien me había confundido con otro en la
lista de los ex alumnos que conformarían la nómina del taller.
El tipo no me caía bien, he de
confesarlo. Tenía varias razones para ello. Quizá la principal era la
dimensión extraliteraria abrumadora que tiene su nombre en Colombia y
que lo hace una figura intocable, una especie de papa cuya sola
presencia provoca la alabanza por reflejo o el arrodillamiento colectivo
inmediato. Si Gabo dijo esto o aquello, es palabra de Dios. Porque
además el hecho de llamarlo Gabo se transforma en un símbolo de estatus,
un guiño de familiaridad que implica en alguna medida que se tiene
contacto personal con él en el grupo de los elegidos. Me propuse
firmemente no llamarlo Gabo. Pero ello me originó problemas cuando tuve
que elegir un modo de dirigirme a él. ¿García Márquez? ¿Gabriel? ¿Don
Gabriel? Nada sonaba coherente, así que decidí evitar el sujeto en las
oraciones en el momento en que necesitara llamar su atención.
Otro de los motivos de animadversión
era su continua presencia en los círculos de poder, lo que me hacía
difícil separar la admiración hacia el gran narrador de la antipatía que
me producía el tipo que aparecía en las fotos históricas al lado de los
históricos. Y, bueno... era amigo de Plinio Apuleyo Mendoza. Pero esto
último superaba la dosis de prejuicio razonable de mi parte y decidí
abandonar su potencial como argumento sensato.
Era el momento de ser agradecido y
prestar atención pues, preconcepciones aparte, resultaba obvio que el
hombre tenía un cuento que valía la pena escuchar. Además, se trataba de
una oportunidad única para ser testigo de la parte terrenal de un
personaje que a los colombianos promedio siempre nos ha llegado filtrado
por un aura mítica.
De entrada, lo más sorprendente fue
comprobar lo mucho que se le notaba el paso de los años. No recordaba
haber visto una foto reciente suya. En mi imaginario su nombre siempre
estuvo relacionado con la impresión intemporal y en alto contraste de su
rostro que aparecía en las ediciones de la Oveja Negra. Allí nunca
predominaron las canas.
–¡Son 76 años compadre! –me dijo uno
de mis compañeros de taller, como pidiéndome comprensión, a pesar de que
él había sufrido el mismo impacto.
Estaba también eso de la enfermedad.
Se había pasado los últimos años luchando con un cáncer que lo puso de
moda en los mentideros de internet, en donde terminaron dándole el
castigo que le hubiera asignado en el infierno un demonio perverso. Se
le achacó la autoría de un poema cuasi póstumo, cursi a más no poder,
muy similar al que miles de farmacias colombianas ostentan fotocopiado
en sus mostradores y en el cual un clon de Borges confiesa que si
volviera a vivir comería más chocolate.
–Hace tres años creímos que no iba a resistir –dicen que dijo uno de sus amigos personales que alguna vez fue profesor nuestro.
Ahora se veía bien. Sano, por lo menos
en apariencia, y de muy buen humor. Es verdad que al caminar se
desplazaban con parsimonia sus mocasines –que en combinación con los
pantalones y la camisa de colores claros formaban un conjunto caribeño a
más no poder–, pero no era nada que se saliera de lo normal. Además,
cuando empezó a hablar durante las presentaciones quedó claro que en lo
referente a la lucidez todo estaba en su lugar. Hizo un par de apuntes
agudos burlándose de sí mismo y de nosotros mientras ignoró las
alabanzas serviles que le espetó una de las integrantes del taller
(“¡qué maravilla estar acá, Gabo, qué maravilla como hablas, qué
maravilla como respiras, qué maravilla como parpadeas, qué maravilla!”).
–¿Por cuántas editoriales ha pasado
tu novela? –me preguntó GGM después de que yo me flagelara públicamente
con la velada intención de que se le ablandara el corazón y me dijera
algo así como que le entregara la mierda esa de manuscrito, que él se la
haría llegar a su agente.
–Tres.
–La primera mía pasó por once –dijo para enseguida embarcarse en una anécdota en la que explicaba las peripecias de La hojarasca antes de que alguien se hiciera cargo de ella.
Después, sin que los presentes nos
diéramos cuenta cuándo ni cómo, la conversación aterrizó en el cine, que
era de lo que habíamos ido a hablar. Ahí fue que evocó el Ladrón de bicicletas.
Nada varió en el tono opaco ni en la cadencia lenta de su voz, pero sus
ojos nos abandonaron mientras él rememoraba la escena final y confesaba
que quedaba sumido en la admiración cada vez que veía esa película.
–La película perfecta –dijo.
A partir de entonces decidí bajar la
guardia, porque comprendí de qué trataba el asunto. García Márquez, que
seguramente para estar allí tendría que apretar su agenda, restar tiempo
a los encuentros con sus amigos importantes y robar jornadas de trabajo
a unas memorias en las que trabajaba contra el reloj, simplemente
quería eso, sentarse ahí a contar historias. Y así lo hizo, durante una
semana, desbordando en su trato con nosotros una calidez que no me
esperaba.
–Cada vez que quiero explicar algo,
termino contando una historia. Y cuando no hay nadie que la escuche, me
la cuento yo mismo –dijo un día cualquiera.
Inclusive nuestros relatos terminaba
contándolos él mismo. Aquellos que proponíamos y captaban su atención
sufrían en sus manos transformaciones que defendía con una terquedad
sorda a cualquier otra propuesta.
–No hay nada mejor que agarrar un
buen hilo y seguir con la historia. Mejor que el amor –expresó a modo de
celebración cuando encontramos un final que lo satisfizo para uno de
nuestros filmes hipotéticos.
La mención de una película vieja –no
había visto o no recordaba haber visto muchas de nuestras referencias
recientes– lo arrojaba a una anécdota, que a su vez lo catapultaba a un
cuento que alguna vez se le había ocurrido, el cual por su parte lo
remitía a una historia en la que ya era difícil diferenciar si la había
creado él o la había leído, escuchado o visto en alguna parte. El García
Márquez verbal no tenía mucho que envidiarle al escrito y se columpiaba
entre el drama y la comedia sin realizar ningún esfuerzo.
Saltaba entre argumentos, estructuras y
personajes con un vértigo que contrastaba con su posición pasiva al
sentarse, una especie de acomodo natural que remitía siempre a una silla
mecedora, más allá del tipo de recipiente que acogía a su cuerpo. Daba
la impresión de estar buscando siempre el dato faltante para atar el
cabo suelto que lo obsesionaba. Es decir, no paraba de trabajar.
–Cada vez que escribo algo nuevo
corro el riesgo de perder todo lo que he construido con anterioridad,
pero ni modo, lo hago porque es un vicio –sentenció en algún momento
ante una pregunta que no recuerdo.
Sumido en ese vicio de andar contando,
nos relató que una vez se hartó de que Mercedes, su mujer, le sacara en
cara las inconsistencias que él había consignado en las cartas que le
enviaba desde Europa durante el noviazgo. Ella las había guardado
celosamente y las esgrimía como documento incontrastable en sus
discusiones. De modo que él decidió comprárselas. Después de pagar un
precio exorbitante por ellas, procedió a destruirlas y, muchos años
después frente al pelotón de fusilamiento de la página en blanco, habría
de lamentar dicha acción cuando el recuerdo empezara a hacerse ambiguo a
la hora de redactar sus memorias.
No solo entonces lo traicionarían los
recuerdos. En una ocasión aseguró que la anécdota que estaba contando se
hallaba escrita en el primer tomo de Vivir para contarla. Dos o
tres buenos alumnos, que habían leído las memorias y a la sazón se
habían tomado confianza, lo negaron. Él se mostró confundido, pidió un
ejemplar y durante la siguiente media hora lo perdimos porque se dedicó a
buscar una referencia inexistente entre sus páginas mientras nosotros
nos ocupábamos de otro tema.
Solo una vez más su atención viajó
lejos del salón de clases. Fue durante los días finales del taller. En
medio de una discusión sobre el rumbo que debía tomar la vida de la
protagonista de una de nuestras historias, él se quitó sus gafas y, con
gesto acalorado, se soltó los dos botones superiores de la camisa
guayabera. Se notaba mareado. Pensé que le había llegado el momento y,
como testigo de excepción, me vi enredado tratando de decidir qué hacer.
No le iba a ofrecer una ayuda que no había pedido, pues quizá no se
trataba de nada grave y esos sofocos eran frecuentes en él. Así que lo
único que se me ocurrió, con toda la sutileza que me resultó posible,
fue no perderme detalle del suceso. Era probable que estuviera
frente a un hecho histórico, cuya crónica en primera persona me lanzaría a la fama. Yo tampoco paraba de trabajar.
frente a un hecho histórico, cuya crónica en primera persona me lanzaría a la fama. Yo tampoco paraba de trabajar.
Por supuesto, nada sucedió. ggm se
puso de pie por única vez durante el taller y, mientras nuestra
protagonista alcanzaba un final feliz, él llegaba a la mesa de los
refrigerios y se servía una Coca-Cola. Poco después su paso cansino lo
tenía de nuevo en su silla y la vida continuó como si nada.
Más tarde, gracias a los chismes, me
enteré de que había dormido poco y seguramente tenía resaca. Se
comentaba que la noche anterior había estado conversando con Fidel
Castro hasta el amanecer. “La charla debió haber sido importantísima”,
aventuró alguien en el círculo de chismosos. Era probable. Pero
resultaba posible también que se hubieran dedicado a hablar de cosas
intrascendentes, como suelen hacer los amigos entre tragos, o a
repetirse las mismas historias que han intercambiado a lo largo de
décadas, o a establecer un ciclo en el que García Márquez le contó un
cuento a Fidel y, una vez terminado, este le dijo que se había acordado
de una anécdota y le repitió exactamente la misma historia –no resultaba
tan descabellado si se sumaban el don de la palabra, el paso de los
años y la mezcla etílica–. Vaya uno a saber. La última palabra sobre esa
clase de conversaciones está en manos de quienes lo llaman Gabo.
Después de no morirse, García Márquez
continuó con su invocación de películas. Hizo entonces su aparición un
western que había visto hacía muchos años y del que habló con una
devoción similar a la que había mostrado por Ladrón de bicicletas.
El largometraje narraba la historia de un pistolero legendario, quien
ya viejo y cansado emprendía el camino de regreso a su pueblo natal en
una suerte de jubilación. El problema era que su fama lo precedía en los
lugares intermedios por los que debía transitar. De modo que montones
de pistoleros jóvenes, ansiosos de reconocimiento, salían a retarlo. El
tipo intentaba convencerlos de que lo dejaran tranquilo, que él no
quería verse involucrado en ningún otro duelo. Ninguno le hacía caso y,
en contra de su voluntad, el viejo se veía obligado a enfrentarlos y
dejar a su paso un reguero de cadáveres.
El retrato cobró forma completa allí.
Él era el pistolero que recorría el sendero de vuelta. Todas sus cartas
estaban jugadas y era prácticamente imposible que a esas alturas hiciera
algún cambio inesperado. Para él sí existía una forma de evitar esa
distracción que era batirse en duelo y seguramente no iba rectificar sus
posturas frente a Cuba, como se lo pidió Susan Sontag, ni buscaría un
entendimiento con sus rivales, ni se fijaría en los pistoleros jóvenes
que nos le atravesáramos en el camino, ni nada. Si se le antojaba,
perdería el tiempo con guionistas sin renombre creando películas poco
probables, bebería whisky con sus amigos poderosos, moldearía su vida en
el papel a la medida de sus recuerdos y continuaría siendo y haciendo
lo que había sido y había hecho para cautivar a sus fieles e irritar a
sus detractores (ambas facciones
reclamaban, no sin razón, estar en lo cierto). Respaldado por la tozudez de sus años y logros, actuaría como se le viniera en gana mientras deshacía sus pasos a su modo, frente al teclado, en el ejercicio de sus memorias. Asumir su escritura dictaba ya una posición contundente al respecto.
reclamaban, no sin razón, estar en lo cierto). Respaldado por la tozudez de sus años y logros, actuaría como se le viniera en gana mientras deshacía sus pasos a su modo, frente al teclado, en el ejercicio de sus memorias. Asumir su escritura dictaba ya una posición contundente al respecto.
El escritor y el personaje público.
Ambos habían estado dibujados desde el principio en una dimensión
bastante completa y el encuentro con él no los hizo variar de forma
considerable. A mí me sigue gustando más el narrador, cuyo compromiso
con la escritura resulta abrumador. Pero no puedo negar que en el trato
personal descubrí aspectos que me impiden lanzar con la misma ligereza
juicios acerca del personaje. Eso sí, sigo pensando que tiene mucho de
patológico el culto monárquico que se rinde a su figura.
Fuimos a despedirnos de él a su casa en La Habana en una jornada que
parecía una visita formal a un abuelo respetado y admirado pero
distante. Era una tarde de sábado en la que un aguacero fugaz había
redoblado el calor, la humedad y cierto vaho a descomposición del verano
cubano. Nos tomamos el café que nos ofreció Mercedes mientras
desarrollábamos una conversación intrascendente. Yo le había entregado a
García Márquez hacía un par de días el manuscrito con mi novela. Sabía
que nunca lo leería ni se lo recomendaría a ningún editor influyente,
pero jamás me habría perdonado a mí mismo si no hubiera tenido la
audacia de intentarlo. Sabía que los pistoleros principiantes no tenemos
otra salida que apostar por una victoria improbable y por eso tuve la
sensación del deber cumplido mientras llegaba a su fin la que
seguramente sería la última vez que lo iba a ver en mi vida. Comprendí
que debíamos despedirnos cuando, en un lapso en el cual la charla giró
lejos de su participación, la cabeza se le descolgó sobre el pecho, bajo
el peso del sueño, durante unos breves segundos. Ya había empezado a
contarse, de algún modo, historias a sí mismo.
Este texto fue publicado originalmente por la edición 48 de El Malpensante, agosto-septiembre de 2003.
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