Gabo que estás en los cielos
En sus visitas a la Cuba castrista, el conocido
anarquista antioqueño encontró una versión de la isla muy diferente a
la que propagan amigos y devotos del régimen. El recuento de los hechos
es también una confrontación con las ideas políticas de García Márquez
Gabriel García Márquez de la mano de Fidel Castro, según ilustración de Fernando Vicente./elmalpensante.com |
Hombre Gabo: te voy a contar historias
de Cuba porque aunque no me creás yo también he estado ahí: dos veces.
Dos vececitas nomás, y separadas por diez años, pero que me dan el
derecho a decir, a opinar, a pontificar, que es lo que me gusta a mí,
aunque por lo pronto solo te voy a hablar ex cátedra, no como persona
infalible que es lo que suelo ser. Así que podés hacerme caso o no,
creerme o no, verme o no. Si bien el águila, como su nombre lo indica,
tiene ojo de águila, cuando vuela alto se traiciona y no ve los gusanos
de la tierra. Eso sí lo tengo yo muy claro.
Llegué a Cuba la primera vez con
inmunidad diplomática, en gira oficial arrimado a una compañía de
cómicos mexicanos que protegía el presidente de México, protector a su
vez de Cuba, Luis Echeverría. No sé si lo conocés. Con él nunca te he
visto retratado. Retratado en el periódico te he visto con Fidelito
Castro, Felipito González, Cesarito Gaviria, Miguelito de la Madrid,
Carlitos Andrés Pérez, Carlitos Salinas de G., Ernestico Samper.
Caballeros todos a carta cabal, sin cuentas en Suiza ni con la ley, por
encima de toda duda. ¿Con el Papa también? Eso sí no sé, ya no me
acuerdo, me está entrando el mal de Alzheimer. Sé que le tenías puesto
el ojo, tu ojo de águila, a Luis Donaldo Colosio, pero te lo mataron. Me
acuerdo muy bien de que cuando lo destaparon (cuando lo destapó tu
pequeño amigo Carlitos Salinas de G. para que lo sucediera en su puesto,
la presidencia de México, supremo bien) madrugaste a felicitarlo. Le
diste, como quien dice (como se dice en México) “un madrugón”.
–¿Y qué hace usted, Gabo, en casa del
licenciado Colosio tan temprano? ¿Es que es amigo de él? –te preguntaban
los reporteros curiosos.
–No –les contestaste–. Pero voy a ser. Tenemos muchas afinidades los dos.
–¿Como cuáles?
–Como el gusto por las rancheras. Nos encantan a los dos. Por eso madrugué hoy a cantarle “Las mañanitas”.
Gabo: estuviste genial. Me sentí en México tan orgulloso de vos y de ser colombiano...
Donde sí no te vi fue en el entierro
de Colosio cuando lo mataron (cuando lo mató el que lo destapó, vos ya
sabés quién porque era tu amigacho). E hiciste bien. No hay que perder
el tiempo con muertos. Que los muertos entierren a sus muertos, y que se
los coman los gusanos, y que les canten “Las mañanitas” sus putas
madres.
¿Pero por qué te estoy contando a vos
esto, tu propia vida, que vos conocés tan bien? ¿Narrándole yo, un pobre
autor de primera persona, a un narrador omnisciente de tercera persona
su propia vida? ¿Eso no es el colmo de los colmos? No, Gabito: es que yo
soy biógrafo de vocación, escarbador de vidas ajenas, y te vengo
siguiendo la pista de periódico en periódico, de país en país y de foto
en foto en el curso de todos estos largos años por devoción y
admiración. Tu vida me la sé al dedillo, pero ay, desde fuera, no desde
dentro porque no soy narrador de tercera persona y no leo, como vos, los
pensamientos. Vos me llevás a mí en esto mucha ventaja desde que
descubriste a Faulkner, la tercera persona, el hielo y el imán.
Y a propósito de hielo. Ahora me
acuerdo de que te vi también en el periódico con Clinton en una fiesta
en palacio, en México, “rompiendo el hielo”, como les explicaste a los
periodistas cuando te preguntaron y les contestaste con esa expresión
genial. Vos de hielo sí sabés más que nadie y tenés autoridad para
hablar. ¿En qué idioma hablaste con Clinton, Gabito? ¿En inglés? ¿O le
hablaste en español cubano? Ese Clinton en mexicano es un verdadero
“mamón”, que se traduce al colombiano como una persona “inmamable”. Ay,
esta América Latina nuestra es una colcha de retazos lingüísticos. Por
eso estamos como estamos. Por eso el imperialismo yanqui nos tiene
puesta la bota encima, por nuestra desunión. Si vos vas de palacio en
palacio –del de Nariño al de Miraflores, del de Miraflores a Los Pinos,
de Los Pinos a La Moncloa–, lo que estás haciendo es unirnos. Vos en el
fondo no sos más que un sueño bolivariano. Gracias, Gabo, te las doy muy
efusivas en nombre de este continente y muy en especial de Colombia. Sé
que ahora andás muy oficioso entre Pastrana y la guerrilla rompiendo el
hielo. Vas a ver que lo vas a romper.
Bueno, te decía que he estado dos
veces en Cuba y que me fue muy bien. En la primera me conseguí un
muchacho esplendoroso, y te paso a detallar enseguida una de las más
grandes hazañas de mi vida: cómo lo metí al hotel. Pero te lo presento
primero en la calle vestido para que le quitemos después la ropa prenda a
prenda en la intimidad del cuarto: de dieciséis tiernos añitos, de ojos
verdes, morenito, con una sexualidad que no le cabía en los pantalones,
lo que se dice una alucinación. Sus ojos verdes deslumbrantes se
fijaron en los pobres ojos míos apagados, y la chispa de sus ojos
viéndome incendió el aire. ¡Uy, Gabo, qué incendio, qué inmenso incendio
en Cuba, el incendio del amor! Menos mal que medio lo apagamos después
en el cuarto, porque si no, les quemamos los cañaverales y listo, se
acabó la zafra.
–¿Cómo te llamas, niño? –le pregunté.
–Jesús –me contestó.
Se llamaba como el Redentor.
–¿Y qué podemos hacer a estas alturas de mi vida y a estas horas de la noche? –le pregunté.
–Hacemos lo que tú quieras –me contestó.
–Entonces vamos a mi hotel.
–Aquí los cubanos no podemos ir a
ninguna playa ni entrar a ningún hotel –me explicó–. Pero caminemos que
esos que vienen ahí son de la Seguridad del Estado, y además nos están
viendo desde aquel Comité de Defensa de la Revolución.
–¿Y de quién la están defendiendo?
–No sé.
La estarán defendiendo, Gabo, de los pájaros. Vos me entendés porque vos sos un águila.
Los dos pájaros o maricas seguimos
caminando, y caminando, caminando, llegamos a los prados del Hotel
Nacional. Era el único sitio solitario en toda La Habana. A mi hotel, el
Habana Libre, ex Hotel Hilton (que construyó Batista pues la revolución
no ha construido nada), era imposible entrar con Jesús: el hall era un
hervidero de ojos y oídos espiándonos. El estalinismo, ya sabés Gabito,
que es lo que procede montar en estos casos: si al pueblo se le deja
libre acaba hasta con el nido de la perra y de paso con la revolución.
Ese Hotel Nacional de esa noche era
irreal, alucinante, palpitaba como un espejismo del pasado. Ardiendo sus
luces como debieron de haber ardido las luces de la mansión de El
Cabrero, la que tenía Núñez en Cartagena, hace cien años, con su esposa
doña Soledad. Pensé en Casablanca, la de Marruecos, y en el ladrón de
Bagdad. Y entonces, de súbito, como si un relámpago en la inmensa noche
oceánica me iluminara el alma, entendí que Castro, el tirano, había
logrado lo que nadie, el milagro: había detenido el tiempo. En los
marchitos barrios de Miramar y de El Vedado, en los ruinosos portales,
en el malecón, el monstruo había detenido a Cuba en un instante exacto
de la eternidad. Entonces pude volver a los años cincuenta y a ser un
niño. Nos sentamos en un altico de los prados, cerca de unas luces
fantasmagóricas y un matorral. El mar rugía abajo y las olas se rompían
contra el malecón. Tomé la cara de Jesús en mis manos y él tomo la mía
en las suyas y lo fui acercando y él me fue acercando y sus labios se
juntaron con los míos y sentí sus dientes contra los míos y su saliva y
la mía no alcanzaban a apagar el incendio que nos estaba quemando.
Entonces surgió de detrás del matorral un soldadito apuntándonos con un
fusil.
–¿Qué hacés, niño, con ese juguete?
–le increpé–. Apuntá para otro lado, no se te vaya a soltar una bala y
acabés de un solo tiro con la literatura colombiana.
Fijate, Gabo, que no le dije: “Qué
haces, niño” o “Apunta para otro lado” sino “Qué hacés” y “Apuntá”, con
el acento agudo del vos antioqueño que es el que me sale cuando yo soy
más yo, cuando no miento, cuando soy absolutamente verdadero. ¡El susto
que se pegó el soldadito oyéndome hablar antioqueño! Hacé de cuenta que
hubiera visto a la Muerte en pelota. O que hubiera visto en pelota al
hermano de Fidel, a Raúl, el maricón.
–No te preocupes, que anotó mal mi apellido –me dijo Jesús.
Y en efecto, el apellido de Jesús es más bien raro, y Jesús vio que el soldadito lo escribió equivocado.
¿Y cuál es el apellido de Jesús?
Hombre Gabo, eso sí no te lo digo a vos porque estando como estamos en
este artículo en Cuba desconfío de tu carácter. No te vaya a dar por ir a
denunciar a mi muchachito ante la Seguridad del Estado o ante algún
Comité de Defensa de la Revolución.
Anotado que hubo el nombre de Jesús en
la libretica con su arrevesada y sensual letra, como había aparecido,
por la magia de Aladino, desapareció. ¿Pero sabés también qué pensé
cuando el soldadito nos estaba apuntando? Pensé: ¿y si la misa de dos
padres la concelebráramos los tres? Un ménage à trois, une messe à trois pour la plus grande gloire du Créateur? Pero no, no se pudo, no pudo ser.
Se fue pues el soldadito, se nos bajó la erección, y echó a correr otra vez el tiempo, la tibia noche habanera.
–Jesús, esto no se queda así. Si no me acuesto contigo esta noche me puedo morir.
–Yo también me puedo morir –me contestó.
Estando pues como estábamos en grave
riesgo de muerte los dos, determinamos irnos a mi hotel, al Habana
Libre, a ver qué pasaba. Yo tenía una camisa rojita de cuadros y él una
gris descolorida, hacé de cuenta como de la China de Mao. En el baño del
hall del Habana Libre las intercambiamos: yo me puse la suya vieja,
gastada, comunista; y él la mía nueva, reluciente, capitalista. Mi
gafete del hotel se lo puse a Jesús en lo más visible, en el bolsillo de
la camisa, y yo me quedé sin nada. Cruzamos el hall de los espías y
entramos al ascensor de los esbirros. Dos esbirros del tirano operaban
el ascensor y nos escrutaron con sus fríos ojos. Jesús con mi camisa
reluciente de prestigios extranjeros y mi gafete no despertaba
sospechas. Yo con mi camisa cubana y sin gafete era el que las
despertaba. ¿Pues sabés, Gabito, qué me puse a hacer mientras subía el
ascensor para despistarlos? ¡A cantar el himno nacional! El mío, el
tuyo, el de Colombia, en Cuba. ¿Te imaginás? “Oh gloria inmarcesible, oh
júbilo inmortal, en surcos de dolores el bien germina ya”. ¡Gloria y
júbilo los míos, carajo, me volvió la erección! ¡Nos volvió la erección!
Y así, impedidos, caminando a tropezones, recorrimos un pasillo
atestado de visitantes rusos y de cancerberos cubanos. Los rusos
cocinaban en unas hornillas de carbón, con las que habían vuelto al
viejo Hilton un chiquero, un muladar. ¡Qué alfombras tan manchadas, tan
quemadas, tan desastrosas! Ni las del Congreso de Colombia. ¡Y las
cortinas, Gabo, las cortinas! La guía nuestra, una muchacha bonita, se
había hecho un vestido de noche con un par de ellas. Pero para qué te
cuento lo que ya sabés, vos que habés vivido allá tantos años y con
tantas penurias.
Con la erección formidable y al borde
de la eyaculación entramos Jesús y yo a mi cuarto. Las cárceles a mí, y
por lo visto también a Jesús, me despiertan los bajos instintos, y me
desencadenan una libido jesuítica, frenética, salesiana. Pero pasá,
Gabito, pasá con nosotros al cuarto que vos sos novelista omnisciente de
tercera persona y podés entrar donde querás y ver lo que querás y saber
lo que querás, vos sos como Dios Padre o la KGB. Pasá, pasá.
Pasamos al cuarto, y sin alcanzar a
llegar a la cama rodamos por el suelo, por la raída alfombra, como
animales. ¡Uy, Gabito, qué frenesí! ¡Qué espectáculo para el
Todopoderoso, qué porquerías no hicimos! Por la quinta eyaculación
paramos el asunto y entramos en un delirio de amor. Salimos al
balconcito, y con el mar abajo rompiéndose enfurecido contra el malecón,
y con la noche enfrente ardiendo de cocuyos, y con el tiempo otra vez
detenido por dondequiera, atascado, empantanado, nos pusimos a reírnos
de los esbirros del tirano, y del tirano, y de sus putas barbas, y de su
puta voz de energúmeno y de loco, y de todos los lambeculos aduladores
suyos como vos, y riéndonos, riéndonos de él, de vos, empezamos a llorar
de dicha y luego a llorar de rabia y ahora que vuelvo a recordar a
Jesús después de tantísimos años me vuelve a rebotar el corazón en el
pecho dándome tumbos rabiosos como los que daban esa noche las olas
rompiéndose contra el malecón.
Pero te evito, Gabo, mi segundo viaje a
La Habana, mi regreso por fin al cabo de diez años en los que no dejé
nunca de soñar con él, con Jesús, mi niño, mi muchachito, y el
desenlace: cómo la revolución lo había convertido en una ruina humana.
Ya no te cuento más, no tiene caso, vos sos novelista omnisciente y de
la Seguridad del Estado y todo lo sabés y lo ves, como veía la Santa
Inquisición a los amantes copulando per angostam viam en la cama: los veía la susodicha en el lecho desde el techo por un huequito.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 13 de El Malpensante, noviembre-diciembre de 1988.
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