Gabo que estás en los cielos
El realismo mágico ha sido la fórmula habitual para acercarse a la obra
de Gabriel García Márquez. Un joven escritor bogotano propone una
aproximación inédita: releerla como si fuese una novela histórica
Cazando mariposas amarillas./Face 4 Estudio./elmalpensante.com |
Hace unos meses di por terminada una
novela que me planteó problemas inéditos, y es con esta breve nota
autobiográfica que quiero comenzar estas palabras. Su título es Historia secreta de Costaguana. Costaguana, como recordarán algunos, es el país sudamericano y ficticio donde ocurre la acción de Nostromo,
una de las grandes novelas de Joseph Conrad. Mi novela parte de una
especulación: la posibilidad, sugerida en muchas partes, de que Conrad
haya pisado tierra colombiana a la edad de 19 años, y de que mucho
después haya escrito Nostromo basándose, en buena parte, en la historia política colombiana del siglo XIX.
Pues bien, el narrador de mi novela es
un hombre más bien raro que dice haber sido la principal fuente de
información de Conrad. A lo largo de trescientas páginas, nos cuenta lo
que le contó a Conrad, que resulta ser la historia de su vida, por
supuesto, pero también, y simultáneamente, la historia de Colombia desde
las primeras guerras civiles del siglo XIX hasta la separación de
Panamá en 1903. Así que por primera vez desde que empecé a publicar
libros me encontré ocupándome, si bien lateral y brevemente, de algunos
de los temas que reciben la atención de esa gran Némesis de los
escritores colombianos: Cien años de soledad. Y enseguida me encontré haciendo lo que nunca había hecho: leyendo Cien años de soledad
como novelista. En efecto, mis lecturas siempre habían tenido la
actitud desapegada y un poco irónica con que se escuchan pacientemente
los cuentos de un abuelo, siempre admirando su carácter incontrovertible
de obra maestra, pero consciente de que esa obra maestra no me servía
para nada. Ahora, en cambio, me encontré haciéndome la siguiente
pregunta: ¿hay otra manera de leer Cien años de soledad?
Me encontré dedicando un cierto tiempo a ese empeño: malinterpretar la
novela, transformarla en algo distinto de lo que hemos leído durante
casi cuarenta años.
Lo primero que debía hacer era
desprenderme de las ideas recibidas, y, entre ellas, de la etiqueta más
nociva de la novela: la del realismo mágico. Pero no lo hice recordando,
como se hace con tanta frecuencia, que el realismo mágico ni siquiera
es un concepto latinoamericano, sino alemán; no lo hice recordando que
uno de sus primeros manipuladores fue el crítico de arte Franz Roh, que
no lo usó para hablar de literatura, sino de la nueva escuela de pintura
que estaba surgiendo por oposición al expresionismo. No eché mano de
estos argumentos porque la discusión sobre la nacionalidad de los
términos me parece vacía y, lo que es peor, poco interesante. Más
interesante, en cambio, era remitirme al trajinadísimo Alejo Carpentier y
su trajinadísimo ensayo, “De lo real maravilloso americano”. Se suele
decir que este ensayo es una especie de programa o sistema que prefigura
o anticipa las reglas de juego del realismo mágico; apareció por
primera vez, en forma de prólogo reducido, en las primeras ediciones de El reino de este mundo,
de 1949, y por lo general los lectores hemos asumido sin chistar que el
prólogo de Carpentier es lo que permite el surgimiento de los grandes
libros de esa tradición, y en particular de Cien años de soledad
(Emir Rodríguez Monegal lo llamó “prólogo a la nueva novela
latinoamericana”, nada menos). Pero últimamente se me ha ocurrido que
hay en ello una inconsistencia bastante curiosa.
“De lo real maravilloso americano” es,
digámoslo de una vez por todas, un acto de contrición. En 1927, Alejo
Carpentier es encarcelado por manifestarse contra el dictador Gerardo
Machado; allí, en la cárcel, y en nueve días, escribe su primera novela:
Ecue-Yamba-O. Tan pronto como sale de la cárcel, Carpentier viaja a París, y sospechamos que lo hace huyendo no de Machado, sino de Ecue-Yamba-O.
La novela, desde el primer momento, le pareció un error, un ejemplo más
de la cansada retórica del realismo latinoamericano. En París,
Carpentier conoce a los surrealistas, y queda deslumbrado por su
búsqueda de una realidad que no desdeñe el mundo de los sueños sino que
se deje enriquecer por él, una realidad que admita todo lo que el
realismo decimonónico rechazó de plano. Comienza a pensar que el
surrealismo contiene herramientas valiosas para interpretar la realidad
americana, que también es una realidad más rica de lo que se ve a simple
vista. Y años después, en 1943, durante un viaje a Haití, sufre una
revelación contundente, una especie de camino de Damasco: en contacto
con la realidad desbordante de la isla caribe, Carpentier descubre que
en América lo maravilloso tiene un origen distinto. No está en las
estrategias del surrealismo: ni en la escritura automática, ni en “la
vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y la
máquina de coser sobre la mesa de disección”. En América, lo maravilloso
forma parte de la realidad cotidiana. Nace, ya no del descreimiento de
los europeos frente al realismo decimonónico, sino de la fe: la fe de
los hombres en el milagro. Hasta aquí, todo funciona bastante bien:
después de todo, Carpentier ha desechado a los estafadores surrealistas,
y en eso no podíamos estar más de acuerdo. Pero entonces se pone en la
tarea de definir lo real maravilloso. Y es ahora que la cosa se pone
problemática.
Escribe Carpentier:
Lo maravilloso comienza a serlo de manera
inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el
milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una
iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas
riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías
de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una
exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”.
Pasemos por alto el inesperado golpe
de retórica que utiliza cuatro fórmulas distintas para expresar la misma
idea. Fijémonos, en cambio, en tres palabritas que me molestan
infinitamente: “exaltación del espíritu”. Yo les confieso que siempre me
han irritado los espíritus exaltados, pero ahora no se trata de eso.
Esta idea de Carpentier, me parece, choca de frente y con muchos muertos
con la idea vertebral del ensayo, la presencia de lo maravilloso en la
cotidianidad de América. En efecto, si la realidad de América contiene
lo maravilloso de manera espontánea, ninguna “exaltación del espíritu”,
mucho menos un “estado límite” –otras dos palabras molestas–, son
necesarios para percibirla; o, para decirlo de otra forma, los espíritus
exaltados forman parte del mundo de lo excepcional, de la magia y del
vudú, no de la materia de todos los días que Carpentier dice haber
experimentado.
¿En dónde radica el malentendido? La
respuesta, me parece, no es difícil: Carpentier ha utilizado, para
escribir su tesis, los ojos de un europeo. Para mí, bucear en este
párrafo es descubrir que su fondo no es distinto del de una crónica de
Indias, que la sorpresa de Carpentier ante lo real maravilloso americano
no se separa demasiado de la que sintió Cristóbal Colón al ver una
sirena en los mares caribeños. La retórica de América como continente
mágico, la retórica de sus gentes como depositarias de la magia de las
tierras vírgenes, la retórica, en suma, del buen salvaje: esas
inocencias contaminan la noción de lo real maravilloso que propone
Carpentier. De hecho, en estas líneas, Carpentier, de tanto pensar a
América Latina, ha dejado de ser latinoamericano para volverse
latinoamericanista. Vuelvo a leer “exaltación del espíritu”; vuelvo a
leer “estado límite”, y aquí llego a sostener frente a ustedes algo que,
previsiblemente, les parecerá una barbaridad: al contrario de lo que
nos han venido enseñando durante décadas, lo real maravilloso no tiene
absolutamente nada que ver con Cien años de soledad, novela en
la que lo maravilloso, lejos de llevar a nadie a ningún estado límite,
lejos de exaltar de ninguna manera a ningún espíritu, no sorprende a
nadie. Y eso por una razón que, bien mirada, es bastante obvia: en Cien años de soledad, lo maravilloso nada tiene de maravilloso.
En Historia de un deicidio, que permanece insuperado como interpretación de Cien años de soledad,
Vargas Llosa dedica unas cinco páginas a examinar el que es, para mí,
el recurso definitorio de lo que hemos dado en llamar realismo mágico.
Todos ustedes recuerdan la remota tarde en que José Arcadio Buendía
lleva a sus hijos a conocer el hielo. Poco antes de esa escena, él ha
estado vagando por el campamento de los gitanos, preguntando por
Melquíades.
Encontró un armenio taciturno que anunciaba en
castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de golpe
una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió
paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el
espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano lo envolvió en el
clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de
alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la
resonancia de su respuesta: “Melquíades murió”. Aturdido por la noticia,
José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la
aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios
y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo.
Tras este episodio, José Arcadio sigue
su camino hacia la carpa que guarda la “portentosa novedad de los
sabios de Memphis”, que no es otra cosa que un cubo de hielo. El gigante
que protege el cofre le pide cinco reales por tocar el portento. “José
Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo y la
mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de
temor y de júbilo al contacto del misterio”.
Ya lo ven ustedes: ante el armenio
taciturno que se convierte en un charco de alquitrán, José Arcadio
Buendía reacciona con aturdimiento, pero no por la metamorfosis del
gitano, sino por la noticia que el gitano acaba de darle. En cambio, al
tocar esa suprema banalidad que es un cubo de hielo el corazón se le
hincha “de temor y de júbilo al contacto del misterio”. En el primer
episodio, ningún adjetivo, ninguna metáfora nos sugiere que la
conversión de un hombre en brea tenga algo de extraordinario; en el
segundo, lo más ordinario del mundo es presentado como algo
sobrenatural. Esta inversión, me parece, define Cien años de soledad;
este trueque, repetido mil veces, es lo que crea la particular visión
que tiene esta novela sobre lo maravilloso, visión que no solo es
opuesta a los “espíritus exaltados” de don Alejo Carpentier, sino
radicalmente incompatible con ellos. En otras palabras: esta lectura
echa por tierra cualquier relación de Cien años de soledad con la estirpe que –nos dicen– nace del ensayo de Carpentier. En estas condiciones, ¿no es imposible seguir leyendo Cien años de soledad
en la tradición de lo real maravilloso americano? A mí, novelista
colombiano, esta lectura me obliga bajo pena de muerte a buscar otras
lecturas. Y así llego a proponerles una arbitrariedad casi insostenible,
un capricho un poco vergonzante cuya única justificación es que así
leemos los novelistas: de modo caprichoso, de modo arbitrario. Les
propongo leer Cien años de soledad como novela histórica.
Ante semejante declaración, que a muchos les parecerá una boutade,
supongo que debo empezar por explicar un poco de qué hablo cuando hablo
de novela histórica. A. S. Byatt, que no solo es autora de grandísimas
novelas históricas sino que ha reflexionado con inteligencia y fortuna
sobre el género, resume las preocupaciones de muchos de los novelistas
que se han dado a la tarea de escribir sobre el pasado. “Durante mi vida
de escritora”, dice, “la novela histórica ha sido mirada con
reprobación o rechazada tanto por los críticos académicos como por los
reseñistas. En los años cincuenta, la palabra ‘escapismo’ era suficiente
para desdeñarla, y la idea evocaba capas y espadas, damas vestidas de
crinolina, corpiños arrancados, barcos de vela en batallas sangrientas”.
Como ustedes se imaginarán, yo vengo a hablar de algo muy distinto.
Nuevamente recurro a las palabras de otro. “No hay que confundir dos
cosas”, nos dice Kundera en El arte de la novela. “De un lado está la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana, y del otro está la novela que es la ilustración de una situación histórica,
la descripción de una sociedad en un momento dado, una historiografía
novelada”. La palabra “historiografía”, con sus connotaciones de
biblioteca, de búsquedas en enciclopedias y ficheros, es la clave de
esta idea. Uno se imagina al escritor investigando el orden de los
faraones, o qué se desayunaba en la corte de los Médicis, y luego
incorporando esos datos a la novela, contentísimo por la verosimilitud
que ha logrado. Este tipo de novela me interesa más bien poco, por una
razón muy sencilla: la historiografía escribe la historia de la
sociedad, no del hombre. Para decirlo de otra forma: a estas novelas no
les interesan los individuos, sino el telón de fondo; no les interesa
explorar aquello que Kundera llama la dimensión histórica del ser
humano, sino vulgarizar los hechos que todos conocemos; son novelas que
desnaturalizan el arte de la novela, por lo menos si creemos, como cree
Kundera y creo yo, que la única razón de ser de la novela es decir lo
que solo la novela puede decir. Pero hay otras novelas y otros
autores, hay otras voces y otros ámbitos, que se han enfrentado a los
complejos procesos de la historia de maneras que a la historiografía le
parecerán reprobables, pero que la historia misma (además de los
lectores) agradece. Estos novelistas han descubierto que su patrimonio
está en la libertad, la suprema libertad del creador de ficciones, que
le da derecho para modificar las cronologías, cambiar los escenarios,
destruir las causalidades. Sin formar escuelas, sin firmar manifiestos,
varios novelistas de distintas lenguas se han dado cuenta de la
posibilidad de otra novela histórica cuya fortaleza se concentra toda en
algo que llamaré el arte de la distorsión. Una de esas novelas es, por
supuesto, Cien años de soledad.
Y para ilustrar, aunque sea
someramente, la manera descarada y hermosa en que se enfrenta este tipo
de novela al monstruo de la historia, no hay mejor episodio de la
historia colombiana que el de la masacre de las bananeras, ocurrida el 6
de diciembre de 1928.
Quizás ustedes conozcan los rasgos
generales de ese día: la United Fruit Company, empresa norteamericana
que se dedicaba desde principios de siglo a explotar las plantaciones de
banano de la Costa Caribe, lo hacía con total desprecio por las leyes
laborales colombianas, y había recibido repetidas amenazas de huelga de
parte de sus miles de trabajadores. El 5 de diciembre corrió entre ellos
el rumor de que el gobernador del departamento del Magdalena llegaría
al pueblo al día siguiente para escuchar las quejas; una multitud
ansiosa se congregó en la estación de trenes, y se negó a dispersarse a
pesar de que el jefe militar de la zona, general Cortés Vargas, había
decretado que toda reunión de más de tres personas debía ser disuelta,
si era necesario, disparando sobre la multitud. Los militares leyeron
los decretos, dieron a la multitud cinco minutos para dispersarse, y
enseguida dispararon indiscriminadamente. El general Cortés Vargas
reconoció los hechos, los justificó por razones de orden público, y
lamentó la muerte de nueve de los manifestantes. Poco después, el
embajador norteamericano habló de cien muertos, luego de quinientos o
seiscientos, y en un informe para el Departamento de Estado terminó por
hablar de más de mil. Nunca se ha sabido la cifra exacta de muertos,
pero los hechos de ese día, y sobre todo la imposibilidad de confirmar
la verdad histórica, han quedado fijos en la memoria cultural colombiana
después de que el caricaturista Ricardo Rendón los inmortalizara en las
páginas de la prensa nacional, después de que un gran novelista, Álvaro
Cepeda Samudio, les dedicara una novela entera, La casa grande, y después de que García Márquez los explorara en uno de los mejores capítulos de Cien años de soledad.
Veamos cómo opera el incidente al ser
transpuesto a la ficción o, lo que es lo mismo, al ser distorsionado por
ella. En medio de los vuelos mágicos del libro, García Márquez realiza
un aterrizaje forzoso en la realidad histórica al contar el momento en
que José Arcadio Segundo llegó a la estación para esperar el tren de las
doce. Se trata, para mí, de la escena más vívida y más intensa de un
libro en el que no faltan las escenas vívidas e intensas; puedo decir
que no hay otras páginas de la ficción colombiana que haya leído más
veces, siempre sintiendo ese hormigueo en la nuca que es para Nabokov la
señal de que estamos leyendo algo grande. Hacia las tres de la tarde se
sabe que el tren del gobernador no llegará. Escribe García Márquez:
Un teniente del ejército se subió entonces en el
techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras
enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de
José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños
de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio
Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo
que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca.
Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se
lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de
gramófono el decreto número 4 del jefe civil y militar
de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y
por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de
ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y
facultaba al ejército para matarlos a bala.
Entonces, tras mancharse los pies con
los datos históricos del episodio, con el nombre real del general
asesino y con los términos reales del decreto, Cien años de soledad
decide que ya es momento de ceder el paso a los poderes de la novela.
Un capitán da cinco minutos a la multitud para retirarse; cumplidos los
cinco minutos, advierte que en un minuto más se hará fuego. En ese
momento José Arcadio Segundo grita su grito famoso: “¡Cabrones! Les
regalamos el minuto que falta”. Y lo que sigue son los disparos, que
parecían una farsa, pues “era como si las ametralladoras hubieran estado
cargadas con engañifas de pirotecnia”, porque disparaban “pero no se
percibía la más leve reacción” de la muchedumbre. De repente alguien cae
herido; alguien grita: “¡Tírense al suelo!”. Y la estación se va
llenando de muertos, esos muertos que serán recogidos por trenes y
tirados al mar. José Arcadio Segundo iba en uno de esos trenes, pero
nadie le creería después lo que había visto. “Eran como tres mil”,
repetiría, pero todo el mundo le diría lo mismo: “Aquí no ha habido
muertos”.
Ahora no tengo tiempo ni espacio para
detallar todas las formas sutiles en que las páginas de la novela
modifican la verdad histórica tal como es contada en los manuales, pero
lo más interesante, para mí, son las formas en que no lo hace, las
líneas en que los datos históricos son reproducidos con fidelidad de
documentalista por García Márquez. Transpuesta en un contexto distinto
del que le es propio, rodeada de ciertas ficciones bien escogidas por el
narrador, la historia nos revela sus secretos con más generosidad que
la historiografía más exhaustiva. Aún más: la manipulación de la verdad
histórica por parte del novelista conduce a la revelación de verdades
más densas o más ricas que las unívocas y monolíticas verdades de la
historia. En el episodio de la masacre de las bananeras, Cien años de soledad
da cuerpo, tal vez involuntariamente, a uno de los debates más
recurrentes de las últimas décadas: la imposibilidad de conocer la
historia o, más bien, la idea de que toda historia, puesto que nos es
contada, es apenas una versión. La historia como ficción: esta
propuesta, que a finales de los años sesenta sumió a los historiadores
en una crisis de la cual no han salido, ha tenido el efecto curioso de
liberar por fin las posibilidades de la novela. Pues, como dice Byatt,
“la idea de que toda historia es ficción condujo a un nuevo interés en
la ficción como historia”. Yo voy incluso más allá: la idea de que toda
historia es ficción ha permitido a la ficción ganar una libertad
inédita: la libertad de distorsionar la historia. En Una historia del mundo en diez capítulos y medio,
Julian Barnes escribe: “Inventamos historias para tapar los hechos que
no conocemos; conservamos unos cuantos hechos verdaderos y alrededor de
ellos tejemos un nuevo relato. Solo la fabulación puede aliviar nuestro
pánico y nuestro dolor; la llamamos historia”. ¿No es el mismo
procedimiento de Cien años de soledad? Y la lectura de la novela según estas claves, ¿no la recupera para nosotros, los novelistas?
La proliferación de curas que levitan
tomando tazas de chocolate, de mujeres tan hermosas que suben al cielo
entre sábanas, ese inventario de frívolas magias parciales, ha
oscurecido las verdaderas posibilidades de la novela. Lo que quiero
decir es esto: si es cierto que hay novelistas fértiles (los que abren
caminos para otros) y novelistas estériles (los que cierran caminos, o
los dejan abiertos solo para los imitadores perezosos), la lectura de Cien años de soledad
en clave de realismo mágico ha demostrado ya su carácter estéril,
generando infinidad de cansados pastiches en todas partes del globo o,
lo que es peor, provocando la impotencia de sus deslumbrados lectores.
En cambio, leerla según las claves de la distorsión histórica le
devuelve su fertilidad, y nos abre nuevos caminos en la lectura de
algunos de los grandes novelistas contemporáneos. Leer Hijos de la medianoche
de Salman Rushdie como exponente indio del realismo mágico es un
ejercicio inconducente y banal, casi una mera constatación de la novedad
que Cien años de soledad implicó en su momento. Pero leer Hijos de la medianoche como heredera de Cien años de soledad
en el asunto de la distorsión histórica es comprender desde un nuevo
ángulo los mejores hallazgos de la novela. Cuando el narrador Saleem
Sinai se equivoca en la fecha de la muerte de Gandhi, pero deja la
equivocación como está, hace algo mucho más interesante que cuando es
capaz de comunicarse telepáticamente con algún amigo, lo cual no dista
mucho de ser una prestidigitación de cocina. Y quien dice Salman Rushdie
puede decir Peter Carey, australiano, u Orhan Pamuk, turco. Se trata de
autores que leí casi hipnotizado mientras escribía mi novela sobre
Conrad y el siglo XIX colombiano, y que tienen en común la desfachatez
con que desbaratan la historia de sus países para reconstruirla
transformada. Reconstruirla, como diría Vargas Llosa, con un “elemento
añadido”.
Para un novelista, los autores más
importantes son los que le permiten hacer cosas que hasta ese momento
hubiera creído prohibidas. Yo puedo decir que la redacción de mi novela
fue menos difícil a partir del momento en que leí cierta declaración de
Pamuk: “El reto de la novela histórica no es producir una imitación
perfecta del pasado, sino relatar la historia con algo nuevo,
enriquecerla y cambiarla con la imaginación y la sensualidad de la
experiencia personal”. Ya lo ven ustedes: en cuestión de cuatro líneas,
Pamuk se ha cargado el afán de verosimilitud de la historiografía
novelada y ha pronunciado un verbo maldito: cambiar. Cambiar la
historia: ¿no se habrá pasado de la raya? No lo creo: si se nos dice que
toda historia es ficción, los novelistas entendemos que la única forma
de revelar el pasado es tratarlo como un producto narrativo, susceptible
por lo tanto de ser recontado de cualquier forma. Mi Historia secreta de Costaguana cuenta la historia colombiana en clave de parodia o de farsa, y eso solo pude hacerlo después de leer novelas como Illywhacker, de Carey, y Me llamo Rojo, de Pamuk. Lo que quiero decir, en el fondo y ya despegándonos por un instante de Cien años de soledad, es que allá fuera hay otras novelas históricas, novelas que son históricas de otra manera. “Un nuevo tipo de novela histórica es posible”, dice A. S. Byatt. Estas notas son una invitación a su búsqueda.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 76 de El Malpensante, febrero-marzo de 2007.
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