miércoles, 26 de noviembre de 2014

Soledad y compañía

Gabo que estás en los cielos
Mientras Gabo desempolvaba sus recuerdos para escribir Vivir para contarla, una periodista barranquillera le pisaba los talones reuniendo las voces de amigos, familiares, compañeros de trabajo y de juerga, para armar con ellas esta biografía coral
Gabriel García Márquez en el estudio del pintor Darío Morales • © Estefanía Morales./elmalpensante.com

Gabo a los tres años, en 1950 • © Archivo familiar .

Los Hermanos García Márquez y un primo. Siguiendo el movimiento de las manecillas del reloj: Liz Margot, Eduardo Márquez Caballero (el primo), Gabo, Luis Enrique y Aída. Sentada. Ligia • © Archivo familiar.

Despedida a Ramón Vinyes en La Cueva. Siguiendo las manecillas del reloj: Alfredo Delgado, Carlos de la Espriella, Germán Vargas, Fernando Cepeda y Orlando "Figurita" Rivera. Sentados: Roberto Prieto Sánchez, Eduardo Fuenmayor, Gabo, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes y Rafael Marriaga • © Jorge Rondón, dueño de la librería Mundo.

Junto a su esposa Mercedes Barcha en México, por la época de Cien Años de Soledad.

En compañía de Paco Porrúa, el primer editor de Cien Años de Soledad. circa 1968.

Gabo en una imagen, protegiéndose de la lluvia bogotana.

En Estocolmo, durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel, 21 de Octubre de 1982 • © Nereo López


El primer tomo de las tan anunciadas y tan esperadas memorias de Gabriel García Márquez llega con aviso: “La vida”, dice el epígrafe, “no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla” 

El Nobel tiene toda la razón.
En noviembre de 2000 desembarqué en Barranquilla desde Nueva York. Mi misión no era escribir la contraparte de las memorias de García Márquez. Me mandaba una revista millonaria norteamericana, que seguramente no sabía que él mismo andaba en esa época escribiéndolas, para que reconstruyera su vida. Eran los días en que se hablaba de lo enfermo que estaba. Querían la historia oral del realismo mágico como solo una revista gringa puede querer este tipo de artículos. En las universidades de Estados Unidos hay clases que dedican todo un semestre a estudiar Cien años de soledad. En la Universidad de Brown, por ejemplo, hay un profesor peruano que pide hacer un análisis de cuatro cuartillas sobre el significado del hielo en la novela.
Ni loca iba a rehusarme.
Les prometí que no hablaría con ningún profesor. Les conté algunas anécdotas, ya leyendas, con las que crece uno en Barranquilla, sobre todo si lo ha picado el mosquito literario: que él empeñaba los cuentos para pagar el alquiler; que vivía en un cuarto encima de un burdel cerca de la Plaza de San Nicolás. Para seguir impresionando a los editores, para que vieran que hasta tenía contacto directo con Gabo (es más, tuve que explicarles que Gabo es el sobrenombre del Nobel), les relaté que su hermano Eligio, la noche en que lo llevé a una fiesta en Nueva York, me contó que su mamá decía que Gabo había salido buen escritor porque, de los once embarazos que ella tuvo, fue el único en que tomó Emulsión de Scott. Gabito se le prendía del seno y salía oliendo a puro aceite de hígado de bacalao. Esta declaración de Luisa Santiaga, después me enteré, apareció en toda la prensa nacional en el 82, annus Nobelius, pero en Nueva York era toda una revelación.
–Wow! –me respondieron–. That’s so great!
En dos días leí la biografía de Dasso Saldívar y releí El olor de la guayaba de Plinio Apuleyo Mendoza. Me sirvieron de maravilla, pues fueron mis mapas en el momento de planear mi itinerario. Además de Barranquilla tendría que viajar a Cartagena, Bogotá y México.
–No problem –me dijo mi editor–. Lo que necesites.
Mi amiga María Elvira Dieppa me esperaba en el aeropuerto de Barranquilla. Le conté en qué andaba.
–Yo conozco un señor que cada vez que lo veo me dice que es pariente de García Márquez. Mañana te lo presento.
Al día siguiente fui a almorzar a casa de mi madrina, la hermana gemela de mi mamá.
–Moncho –le dijo ella a mi tío–. Consíguete a Juancho Jinete, que era de ese combo, para que hable con ella.
A las dos horas prendí la grabadora. No la apagué en dos meses. Las historias me llegaban casi solas. El teléfo no timbraba y me daban más nombres, más números de teléfono. Nadie se rehusó a hablar conmigo ni a nadie me tocó rogarle para que lo hiciera. Todos me abrieron las ventanas de sus recuerdos con el escritor. Ninguna entrevista duró menos de cuatro horas.
En Barranquilla no tuve ni que moverme del hotel El Prado. Todos los días me sentaba a oír cuentos fabulosos de gente que era generosa con ellos. El pariente al que María Elvira conocía se me apareció una tarde, sin siquiera llamarlo, con un fólder lleno de recortes bajo el brazo. Insistió en regalarme su única copia del suplemento que preparó El Heraldo cuando García Márquez recibió el premio Nobel casi veinte años atrás. Sabía que lo ofendía más si no se la recibía. Juancho Jinete y Enrique Scopell, los únicos que quedan del famoso Grupo de Barranquilla, resucitaron a los muertos con sus cuentos. Llegaron Alejandro Obregón, Álvaro Cepeda, Alfonso Fuenmayor, su padre, José Félix, y Germán Vargas, y bebieron de las dos botellas de Johnnie Walker sello negro con las que empezamos a conversar a las once de la mañana.
En Bogotá me recibieron igual de fácil en las casas formales, y fue en la de José Salgar, el primer editor cachaco de Gabo, donde sentí por primera vez que casi le pisaba los talones y hasta que le estaba robando su propia historia. Salgar me contó que Gabo lo había llamado esa misma semana con el fin de que le aclarara un dato para sus memorias. Hasta me contó cuál. Alguien me preguntó en esos días qué hacía en la vida.
–Acecho a García Márquez –contesté ni tan en broma.
A México viajé la misma semana en que la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano iniciaba un taller sobre crónicas dictadas por Ryszard Kapuscinski. Sabía que él iría por momentos durante los tres días que dura el curso pues admira mucho al periodista polaco. Así mataba dos pájaros de un tiro. Hablaría con los participantes y con la gente que vio de cerca la construcción física de Cien años. Con María Luisa Elío pasé una tarde entera en su hermosa casa de Coyoacán, primero tomando té y después tequila. Con Kapus´cin´ski y los periodistas latinoamericanos canté rancheras en la Plaza Garibaldi.
La revista nunca publicó el artículo pues estaban esperando el momento oportuno, por decirlo de una manera elegante. García Márquez les ganó: en enero de 2002, la revista dejó de existir. No quise que estos recuerdos se quedaran metidos dentro de la bolsa verde esmeralda de la librería Rizzoli que mantuve hasta esta semana en un rincón de mi casa. Porque si, como nos anuncia el maestro, la vida es como uno la recuerda y como cuenta esos recuerdos, entonces cada uno de los testimonios que siguen es prueba fiel de su propio aforismo. 
Nueva York, octubre de 2002 

EL MONITO DE LA PROVINCIA
EDUARDO MÁRCELES DACONTE
Escritor colombiano y crítico de arte. Su abuelo italiano llevó el gramófono y el cine a Aracataca, pueblo donde García Márquez vivió con sus abuelos hasta los ocho años.
Aracataca queda en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y tiene un río de aguas caudalosas, cristalinas, que se precipitan por un lecho de piedras gigantescas como huevos prehistóricos, tal como se dice en Cien años de soledad. Cuando caen aguaceros, son aguaceros tremendos, igualitos a los de “Isabel viendo llover en Macondo”. Interminables.
Aracataca no tenía luz hasta hace poco. Yo me acuerdo que cuando estaba pequeño la gente se iluminaba con velas y lámparas de kerosén. No había televisión. En esa oscuridad uno se reúne, y, ¿qué sucede? Siempre hay alguien que le echa a uno cuentos, cuentos de misterio, de terror, de espanto. A veces el papá, la mamá de alguien, un tío, un primo más grande. O el capataz de las fincas que siempre salía con cuentos terroríficos. Gabo es increíble porque recuerda muchas cosas que a veces la gente no recuerda. Tiene una memoria privilegiada. Él dice que cuando estaba pequeño le contaron que la cocinera de la casa había desaparecido. “Y bueno –preguntó él–, ¿qué le pasó a fulanita?”. “Imagínate que estaba comiendo raspao ahí afuera y se fue volando”. A él le quedó esa imagen grabada, y cuando la necesitó para uno de sus libros ahí estaba. 

IMPERIA DACONTE DE MÁRCELES
Una de las cinco hijas que Antonio Daconte tuvo con la más joven de dos hermanas con las cuales se casó. Con la madre de Imperia tuvo solo mujeres. Con la otra solo varones.
Nosotros vivíamos en la plaza enfrente de la iglesia. Una casa enorme en la que caben cuatro familias: así es de ancha. Esa casa tenía de todo, una tienda, una droguería, una panadería. En el patio había una pista de baile y allí se presentaban películas mudas. En la otra calle era la casa de los García Márquez, y nosotros íbamos mucho allá a buscar guayabas porque tenían un patio inmenso. La mamá y la abuelita Tranquilina nos regalaban frutas y guayabas. García Márquez estaba pequeñito y nosotros también. Era monito. El coronel, su abuelo, era el padrino de mi hermana María. Él iba todas las noches adonde mi papá, porque como tenía tienda, mi papá acostumbraba a poner bastante tinto en pocillitos, y ahí iban todos sus amigos a tomar tinto y hablar. Un día, María le dijo a mi padre: “Papi, la casa de mi padrino está muy triste desde que él se murió”. Y mi papá le contestó: “Lo mismo pasará en esta casa cuando yo me muera”.

GUILLERMO ANGULO
Fotógrafo, cineasta y periodista colombiano que conoce a García Márquez desde hace más de cuarenta años. En su copia de Cien años de soledad, García Márquez escribió: “Para Guillermo, cien años de mala compañía”.
Yo pienso que su gran inspiración fue su familia, porque me acuerdo de cosas que él contaba y que eran de tradición familiar. Cosas como que una parienta se estaba peinando y de pronto le dice la abuela: “No te peines de noche porque se pierden los barcos”. Yo en los libros no he encontrado nada directo de los amigos. Es muy descorazonador. Por ahí otra persona, su agente literaria, me dijo que el fotógrafo que hay en la Eréndira soy yo. Pero en ese cuento no hay nada que yo le haya contado. Entonces, la elaboración existe, pero es tan compleja que uno no puede seguirle el trazo. 

RAMÓN ILLÁN BACCA
Novelista colombiano que en sus sesenta y pico de años siempre ha vivido en la Costa Caribe. Dice ser el único escritor de Barranquilla que no ha podido conocer personalmente a García Márquez.
La familia de la madre de Gabo, los Márquez, eran lo que nosotros llamaríamos “gente considerada”. ¿Qué era la gente considerada en aquella época? Gente de clase alta de provincia, la gente bien de tierra caliente. O sea, gente a la que invitaban a algunas fiestas y a otras no. Todo depende de cómo estaba la cosa en un momento dado. Luisa, la mamá de Gabo, estudiaba en el Colegio de la Presentación en Santa Marta, que era el colegio de la high. Tranquilina y el coronel algunas veces pernoctaban en la casa de mis tías, una de esas casas solariegas donde había comida para todo el que llegara. Cuando García Márquez se ganó el Premio Nobel, el comentario de ellas fue el siguiente: “Ay, ¿quién iba a creer que el nieto de Tranquilina fuera tan inteligente?”. Luisa era gente considerada. El papá, el señor García, creo que ni a considerado llegaba, porque ni siquiera el coronel lo quería. 

RAFAEL ULLOA PATERNINA
Ingeniero químico, emparentado con García Márquez por el lado paterno, que tiene la costumbre de recortar en la prensa local todos los artículos que mencionan a Gabo.
Yo soy de Sincé, el mismo pueblo donde nació el papá de Gabo, que también se llamaba Gabriel. El papá empezó a estudiar medicina, pero a la familia se le acabó la plata y él tuvo que engancharse. Consiguió trabajo como telegrafista en Aracataca. Fue allá y se enamoró de Luisa Santiaga, la hija del coronel Márquez, un liberal que había peleado en la Guerra de los Mil Días. Gabriel era conservador, y como el coronel no quería conservadores en su familia, mandó a su hija para otro pueblo. Pero como Gabriel era el encargado de la oficina de telégrafos del pueblo, se puso a enviarle mensajes a Luisa y terminó casándose con ella porque no la pudieron seguir escondiendo. Todas estas cosas me las contó mi madre, y ahora veo que salen en los libros.

PATRICIA CASTAÑO
Cinematografista colombiana que entrevistó a García Márquez para el documental Tales beyond Solitude, que salió en la bbc en 1989. Durante la filmación acompañó a Gerald Martin, biógrafo oficial de Gabo, a La Guajira para hablar con los parientes del escritor.
Oí que ella escondía los mensajes debajo de los fogones. Imagínate. ¿Quién habría buscado allí?
CARMELO MARTÍNEZ
Magistrado que conoció a García Márquez a los trece años cuando este se mudó al pueblo de Sucre a vivir con sus padres, después de dejar la casa de los abuelos en Aracataca. García Márquez nunca ha regresado a Sucre, y cuando la mujer de Martínez le preguntó por qué, Gabo dijo que si lo hiciera perdería la imaginación.
Gabito vivió en Sucre desde que tenía ocho años. Nos conocimos en el año 40, más o menos, porque la casa de él, donde vivía el doctor García, su padre, estaba frente a la mía. Sucre es un pueblo de entre 7.000 y 8.000 habitantes. Uno tiene que ir a Magangué y de ahí se coge una chalupa con motor fuera de borda. La ida toma por ahí 45 minutos si la chalupa tiene dos motores: el tiempo de ida depende del número de motores. La familia de ellos caía bien y era respetada. La madre era gente blanca, pobre pero muy apreciada. El papá de Gabo también era respetado. Él era moreno, moreno indio pero no negro, y tenía una verruga en la cara. Siempre fue muy imaginativo y, como tenía esa facultad, entonces vivía pensando que se iba a ganar la lotería. Yo creo que a Gabito la imaginación le viene de él. Aun así, ellos no se llevaban bien porque el señor García era muy conservador y Gabito era comunista, aunque yo creo que ahora, con la plata que ha hecho, Gabito no puede ser comunista. 

RAFAEL ULLOA PATERNINA
Su padre era un gran mentiroso. Él decía que Gabito tenía dos cerebros. Fue algo que inventó porque él inventaba muchas cosas. En toda la familia se da una corriente bien mentirosa. La imaginación de Gabito no es algo que cualquiera tenga. Yo me inclino a estar de acuerdo con el papá cuando decía que él tiene dos cerebros. A mí me ha dado la locura de García Márquez. Tengo una fotografía de él en la entrada de mi biblioteca, no es original sino recortada de una revista. Cuando la gente viene a mi casa, les digo que es mi pariente.

RAMÓN ILLÁN BACCA
García Márquez coge todos esos cuentos que hemos oído y contado y los universaliza. Coge perejil y los eleva, como gran cocinero que es, a la calidad de arte. Lo que yo te sé decir del realismo mágico es que uno aquí en la costa oye tantas cosas que realmente somos un poco realismo mágico. Te voy a contar la historia del profesor Darío Hernández en Santa Marta, que yo le cuento a todo el mundo. El profesor estuvo en Bruselas, como corresponde a la gente bien de Santa Marta, aunque él no era tan rico pero, en fin, estuvo allá, estudió piano y tocó frente a la reina Astrid. Luego se regresó en el año 31 o 32, cuando vino el crack de Nueva York y la gente se tuvo que regresar corriendo porque bajaron los precios del banano. Darío se viene para Santa Marta y, naturalmente, en el Club Santa Marta recién inaugurado le decían: “¡Tócate algo, Darío!”, y él se tocaba Claro de luna de Beethoven. Entonces le pedían: “¡Tócate otra cosa!”, y él arrancaba con una polonesa de Chopin. De nuevo le decían: “¡Tócate otra cosa, Darío!”, y él tocaba Sueños de amor de Liszt. Al final le decían: “¿Eso es lo que tú fuiste a aprender allá? ¿Tú no sabes tocar, por ejemplo, Puya puyará o una vaina así?”. Darío, indignado, tiró la tapa del piano y dijo: “¡En este pueblo jamás me volverán a oír tocar una sola nota!”. Darío murió a los 90 años, y cuando hizo eso tenía 30. En esos sesenta años trabajó en un pocotón de cosas, fue director de la banda municipal y después director de Bellas Artes. Pero ¡nadie nunca lo volvió a oír tocar una sola nota! Los que pasaban por su casa, que era una casa vieja donde vivía con dos tías momificadas más viejas que él, oían solamente un clac clac clac. Decían que les había metido algodón a las cuerdas del piano y que practicaba todas las mañanas, pero lo único que se oía era clac clac clac. Y Darío era un tipo que uno veía todos los días. Si esto no es realismo mágico, ¿entonces qué es? 

EDUARDO MÁRCELES DACONTE
Al día siguiente de llegar a La Habana bajé por el ascensor en el Hotel Habana Riviera y vi a Gabo hablando con la recepcionista. Gabo iba con un overol como de gasolinera, en sandalias y con el periódico bajo el brazo. Yo le digo: “Quiubo, Gabo. Mira, yo me llamo Eduardo Márceles Daconte”, y le enfatizo el “Daconte”. Entonces él dice: “Carajo, ¿y tú eres hijo de quién? ¿De doña Imperia? ¡Carajo! Vamos a sentarnos allí, que tenemos mucho de qué hablar”. Y empieza a contarme vainas: “Imagínate tú, ca ramba, Antonio Daconte... ¡Cómo recuerdo yo a tu abuelo! Cuando estaba escribiendo Cien años de soledad, el italiano que aparece ahí yo lo hice pensando en tu abuelo, pero resulta que el personaje se me fue volviendo marica, entonces me puse a pensar que a tu tío Galileo no le iba a gustar la cosa. Me tocó volver atrás, borrarlo en todo el manuscrito y ponerle Pietro Crespi”. Pietro Crespi era un afinador de pianos que mi mamá había conocido en Barranquilla.

HÉCTOR ROJAS HERAZO
Poeta, escritor y pintor, Rojas Herazo tenía las manos más hermosas del mundo. “El maestro”, así se llaman entre ellos, fue colega de García Márquez en el periódico El Universal de Cartagena por allá en 1945.
El periódico empezó como una quijotada con el maestro Clemente Zavala. Zavala era un gran amigo, una persona extraordinaria que olfateaba la inteligencia. La sede del periódico estaba localizada en el primer piso de un edificio de dos. Salía apenas una página, pero lo importante es que lo intentábamos. Allí fue donde comenzó la revolución. Buscábamos algo en qué basarnos para poder escribir sobre nuestro entorno. En ese entonces Gabo y yo teníamos una columna, y decidimos hablar de todo en esas columnas. Empezamos leyendo, no novelitas colombianas porque eso no nos llevaba a ninguna parte: había que leer a los grandes manejadores de la novela en el mundo. Fuimos influidos por películas, por esto y aquello, por cualquier cosa. Ya teníamos a los novelistas ingleses, a los novelistas franceses, a los novelistas rusos. Después vino Faulkner y el impulso narrativo de Estados Unidos. Entonces cada uno fue llegando, y dijimos: “Lo que le está haciendo falta al mundo es lo que va a decir Latinoamérica”. Ahí empezamos a hablar de que esto era así y que esto era asá, para ver cómo llegábamos lo más directo posible a la realidad que estábamos viviendo y padeciendo. Yo siempre tuve en la mente un pensamiento de Tolstói: fíjate bien en tu alrededor, mira tu aldea y serás universal Los costeños teníamos una gran ventaja: no había ningún tipo de vanidad porque la costa había estado muda hasta ese momento. Una vez un pintor me dijo: “Bueno, ¿qué pasa con la costa que no ha producido nada hasta ahora?”, y yo le contesté: “No te preocupes, el costeño está oyendo el sonido del mar. Espérate nomás y verás lo que va a pasar”. 

 LA CUEVA
JUANCHO JINETE
Fue uno de los miembros fundadores de La Cueva, aquel despelote de periodistas, escritores, pintores y cazadores que ayudaron a García Márquez a descubrir tanto a Faulkner como la vida nocturna de la Costa Caribe.
En el cuento de la Mamá Grande, van al funeral unos mamadores de gallo. Esos éramos nosotros. Te voy a explicar. Nosotros pertenecíamos a un grupo antes de La Cueva, que eramos Álvaro Cepeda y yo, que nos conocíamos desde pelaítos, y Alfonso Fuenmayor, que era el verdadero amigo de Gabo. En esa época Gabo trabajaba en El Heraldo, un periódico de aquí que todavía existe. Había una librería que se llamaba Librería Mundo, y casi enseguida quedaba el Café Colombia. Y ahí nos reuníamos todos. En esas es cuando él empieza a andar con nosotros. De la librería seguíamos al bar El Japi y allí saliendo de la cantina era que sacaba su “mamotreto” y se lo daba a Alfonso, que era un erudito de la sintaxis. Alfonso usaba saco y se metía los papeles en el bolsillo. No sé cómo no los perdió.

ENRIQUE SCOPELL
Otro de los miembros fundadores de La Cueva. Scopell era el fotógrafo del grupo y posiblemente el más malhablado.
Nos encontrábamos a eso de las dos o tres de la tarde y nos preguntábamos: “¿Hombre, tú cuánto tienes de plata?”. “Yo tengo 35 centavos”. Álvaro tenía 50, Alfonso tenía 20, Gabito ni mierda. Germán trabajaba en la Contraloría y por eso tenía 15 centavos. Entonces nos íbamos de la Librería Mundo para El Japi, que queda en San Juan con 20 de Julio, despuesito de la Electrificadora. Pedíamos una botella de ron blanco con tamarindo, que costaba 25 centavos, y un limón. Germán Vargas era el que hacía la mezcla, y con los 70 centavos que teníamos quedábamos pelaos. Gabito se sentaba ahí con nosotros en El Japi. Siempre tenía los papeles del “mamotreto” debajo del brazo.
Alfonso Fuenmayor toda la vida creyó en Gabito. Dicen que hay un español que dizque lo apoyó pero fue Alfonso. El tipo ese nunca apareció; si se veía con Gabito era por la noche. El que vio a Gabito se llamaba Álvaro Cepeda y también José Félix Fuenmayor, el papá de Alfonso, que era un genio. Álvaro, Gabito y yo íbamos a su casa para que le diera charlas de literatura a Gabito. En ese entonces Gabito era una güeva que no tenía ni plata ni cultura. Era un hombre pobre. Como Álvaro sí tenía plata, compraba los libros, sobre todo de Faulkner, y le prestaba los libros a Gabito. Porque en El Heraldo le pagaban tres pesos a la semana. Álvaro le decía: “Vea, maestro, léase este hijueputa libro”. Álvaro me decía: “No joda, Quique, Gabito está varao. ¿Por qué no le alquilas la casa que él te va a pagar cuando haga billete con el libro?”. Se la alquilé gratis por dos años. 

RAFAEL ULLOA PÁTERNINA
Cuando él vivía en Barranquilla, iba a visitar a sus tías y nos encontrábamos allá. Al principio nadie le paraba bolas. Se comportaba como un loco. Su manera de vestir era rara, nunca llevaba medias, usaba guayaberas, a veces azules, a veces verdes. Otras veces se ponía camisa amarilla, pantalones negros de paño y abarcas tres puntá. Los íntimos lo llamaban “Trapoloco” o “Trapito”. Se la pasaba con los taxistas y adoraba a las putas. Iba a los bares de la calle del crimen a beber con ellas y luego, como no tenía con qué pagarles, les dejaba sus manuscritos empeñados. 

ENRIQUE SCOPELL
Gabito no es ni muy tomador ni mujeriego y andaba limpio. Por eso Alejandro y Álvaro decían: “Ahí viene el lagarto de mierda ese a hablar de literatura”. Esa novela yo la leí doscientas mil veces en El Japi: todos los días nos leía un hijueputa capítulo, y todo el mundo le decía: “Esa vaina no sirve para un carajo”, y él decía: “Maestro... –a Fuenmayor siempre le decía maestro–, yo mandé la novela para Argentina. Ya verá cómo van a venir los contratos”. Gabito aprendió de ellos. No tuvo medios pero es inteligente y es un hombre hecho por sí mismo. Él oía los cuentos de nosotros y ra ra ra los escribía. Demasiado mérito tiene él por haber llegado, nadie le ha puesto un solo palillo para que viva; ese puesto se lo ha ganado a punta de terquedad, porque es terco. Hoy en día se atreven a compararlo con Shakespeare y con Cervantes. No joda, ¿qué más quiere él? 

JUANCHO JINETE
Álvaro Cepeda quería ir a Valledupar porque Escalona iba a estar allá, iba a haber parranda tras parranda y él quería escribir sobre esas cosas. Entonces nos montamos en un jeep Willys de los que eran taxis allá, y le dijimos al taxista que queríamos ver el sitio donde pasa La custodia de Badillo. Fuimos al pueblo y entramos a la iglesia. La historia que nos contaron es que hubo una sequía y el tipo que narra la canción tenía que hacer que lloviera. Entonces hizo una procesión con san Antonio y a los cinco días llovió. El santo hizo el milagro. Después, en un pueblo vecino, no llovía tampoco. Entonces el tipo cogió a san Antonio –los santos eran chiquiticos, no como ahora acá, que son grandotes–, lo amarró a santa Rita con una pita y se los llevó pa’l pueblo vecino, y empezaron la rogativa. Nada y nada que llovía, y al tipo se le estaba acabando la plata para la rogativa y para la cumbiamba, hasta que al séptimo día se esmierdó un palo de agua que no escampaba. “Bueno”, preguntó Álvaro: “¿pero para qué amarró a santa Rita con san Antonio?”. “Ay, don Álvaro, pa’ que picharan, pa’ que picharan”, nos contestaron. Entonces Álvaro se voltea y me dice: “Oye, hijueputa, ahora cuéntaselo a García Márquez para que me robe el cuento”. Porque decían que yo, como no sabía escribir, le contaba los cuentos a García Márquez. 

ENRIQUE SCOPELL
Alfonso decidió formar una revista, Crónica. Gabito escribía allí una columna llamada “La Jirafa”, firmada por Séptimus. Nadie la leía, pero después de que se ganó el Premio Nobel, esa columna se volvió lo mejor de lo mejor y le descubrieron todas las virtudes a lo que antes no valía nada. ¿Sabes qué teníamos que hacer para vender la revista? Salíamos los sábados y la cambiábamos por cerveza. Tirábamos 2.000 copias y terminábamos con 1.990. Lue go se cambió el enfoque de la literatura al fútbol, porque en esa época vinieron a jugar al Junior y al Sporting unos argentinos que se mamaban a todas las barranquilleras. Unos hijueputas bonitos, con pelo por aquí, de apellidos medio italianos.

GUILLERMO ANGULO
Él trata de escribir Cien años de soledad. Desde un principio nos hablaba del “mamotreto”, pero supo que esa novela necesitaba un escritor más experimentado y tuvo la paciencia de aguardar hasta ser el escritor capaz de escribir Cien años de soledad. Yo pienso que se necesita mucha técnica para escribir una novela como Cien años de soledad. Gabo se sabía el cuento, tenía los personajes, tenía la historia, pero no podía escribirla. 

ENRIQUE SCOPELL
Alfonso Fuenmayor era un tomador de esos de tienda. Un día llama a Álvaro –que trabajaba en la Cervecería Águila de los Santo Domingo– y le dice: “Te tengo una esquina del carajo, queda en 20 de Julio con la 75, vente para que la veas. Se llama El Vaivén”. El dueño resulta ser pariente de Alfonso, un tal Vilá. Llega Álvaro y le pregunta: “Tú quieres vender esta vaina para un negocio? Nada de tienda. Lo que voy a poner es una cantina”. Luego le dijo: “Bueno, ¿cuánto te vale todo el arroz que tú tienes ahí? Te lo compro todo”. Y a todo el que pasaba le decía que se llevara el arroz. Lo mismo hizo con los plátanos y con el aceite. Mandó a traer los pintores, la cerveza, las neveras para la cerveza, e hizo que escribieran arriba: La Cueva. En media hora transformó El Vaivén en La Cueva. Se trajo tres congeladores, dos neveras, dos barriles de sifón. Ahí están todavía. Llegó un momento en que allí se nombraban los gobernadores del Atlántico, y hasta Alfonso López el viejo solía pasar. 

JUANCHO JINETE
Todo eso era una pura mamadera de ron, pero la gente cree que nosotros ahí hablábamos de literatura. Un día se presentaron unos muchachos de esos de universidad y nos dijeron que querían hablar sobre los maestros de La Cueva. Quique Scopell, que ya estaba con tragos, les contestó: “Yo estoy jarto de esta vaina de que La Cueva era un santuario de literatura. ¡Qué carajo, ahí en La Cueva nunca se habló de literatura!”. Ahí lo que pasaba era que había unos literatos, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Álvaro Cepeda, y el señor García Márquez cuando venía. Entonces se hablaba de ron y de vainas. De ahí nos íbamos para donde las putas. 

ENRIQUE SCOPELL
En el burdel amanecíamos Álvaro, Gabito, Alfonso y yo sentados en el jardín. A esa hora teníamos la casa para nosotros, nos trataban muy bien. Y el que mandaba era un negro que cuando las veinte mujeres se iban a dormir, soltaba los alcaravanes. Ese es un pájaro como una tanga, o una garza, y por las madrugadas canta mucho. 

JUANCHO JINETE
Los alcaravanes nos cantaban. Entonces Gabito escribió un cuento que se llama “La noche de los alcaravanes”. 

EL CISNE
JOSÉ SALGAR
Editor de García Márquez en El Espectador. Salgar es el epítome del andino: reservado y formal.
Gabo entró a El Espectador con un poco de fama gracias a una historia suya que se había publicado en el periódico, pero cuando llegó y me lo entregaron a mí era un redactor común y corriente. Además, con mala voluntad. Era costeño, medio ramplón y muy tímido. Yo era el jefe de redacción, digamos que el veterano. Eso fue en 1953. Como su jefe, yo le exigía mucho cumplimiento y que llegara temprano. Entonces llegaba ojeroso porque estaba escribiendo esa vaina toda la noche. Le dije que estábamos en un problema, que no podíamos trabajar juntos de esa manera. Le dije que le torciera el cuello al cisne, que tomara la literatura como afición, y que lo que necesitaba era incorporar al verdadero periodismo lo que se estaba inventando. Aquí tengo la primera edición de La hojarasca, que fue un poco clandestina. “Al gran José Salgar, a ver si le tuerce el cuello al cisne. Con mi amistad, Gabo”. 

JUANCHO JINETE
Hubo un naufragio de un barco de la Armada que traía contrabando de neveras y vainas de esas. Tiraron a un marinero al mar y Gabo destapó la cosa. Aquí nadie se atrevía a hacer una crónica dura de esas porque se trataba de la Armada.

GUILLERMO ANGULO
Sería el año 1955. Yo fui a El Espectador y me dijeron que Gabo se había ido como corresponsal a Europa y a estudiar cine en el Centro Sperimentale di Cinematrografia de Roma. Yo iba a estudiar en el mismo sitio. Él ha tenido unos amores incestuosos con el cine y le ha ido muy mal: no hay una sola gran película de Gabo, no hay un solo gran guion de Gabo, aunque son ideas maravillosas, estupendas, pero es que Gabo es tan literario que su literatura no se puede llevar al cine, o la tendría que llevar un tipo como Bergman. Por otra parte, a mí me parece, qué te diría yo, exagerado tratar de exigirle a Gabo que además de ser un gran escritor sea un gran cinematografista. Cuando yo llegué, fui a buscarlo al Centro y me encontré con la dottoressa Rosado, profesora de montaje. Ella con toda razón decía que era el mejor alumno de montaje que había tenido, porque Gabo es un editor de sus obras. Es algo que aprendió de la novelística norteamericana. 

JOSÉ SALGAR
Él tenía una gran ilusión de conocer Europa y de ir a ver y hacer cine. Se presentó la coincidencia de “la cumbre de los cuatro grandes”, y él se consiguió, creo, una invitación para hacer cine en Italia. El periódico le costeó el viaje, no sé qué tanto. Los periódicos aquí nunca han sido ni ricos ni generosos, pero hubo alguna posibilidad y se le consiguió el pasaje. No había tipo más feliz de ir a conocer Europa y no se dio cuenta del peligro de que cerraran el periódico y se quedara varado por allá. 

PLINIO APULEYO MENDOZA
Periodista y diplomático cachaco a quien de muy joven le picó la gana de ser costeño. Compañero de García Márquez en las duras y las maduras, se han peleado por política pero no por eso dejan de ser amigos del alma.
Nos fuimos de París a Europa oriental en un Renault 4. No pudimos conseguir visas para la Unión Soviética, así que nos pegamos a un grupo de músicos colombianos que iban a tocar en Moscú. Dormíamos en el carro. Un día Gabo se levanta y me dice: “Maestro, estoy preocupado, soñé algo terrible”. Yo le pregunté qué había soñado, y me dijo: “Soñé que el socialismo no funcionaba”. 

GUILLERMO ANGULO
Gabo estaba muy, muy pobre, y mientras yo estuve ahí vino todos los días a comer conmigo. Él vivía en una chambre de bonne en Neuilly, una zona muy elegante. Eso es un cuarto de sirviente con el baño afuera. Y tenía una ollita chiquita donde calentaba agua, hacía café y comía huevos hervidos. Al irse, me decía: “¿Qué hay para leer? Acuérdate que son como 45 minutos en metro”. Yo toda la vida he sido muy revistero. Él escogía lo que quería, que si el Paris Match, que si el Cahiers du Cinéma, y me decía: “Te los traigo mañana”. Como yo mantenía tiquetes del metro en los bolsillos de la camisa, me sacaba un tiquete doble para ir y volver. Al otro día me devolvía lo que se había llevado. Así nos volvimos amigos. 

PLINIO APULEYO MENDOZA
En su cuarto lo único que tenía era una máquina de escribir que mi hermana le había vendido por 40 dólares. 

GUILLERMO ANGULO
Un día en que él estaba muy mal de plata recibe una tarjeta de los amigos de La Cueva, firmada por Vilá, Cepeda y Alejandro, llena de palmeras, donde le decían: “Marica, tú allá aguantando frío y nosotros aquí chévere, al sol. Vente para acá”. Entonces él dijo: “Estos pendejos, carajo, en lugar de mandarme plata”. Y botó la tarjeta. 

ENRIQUE SCOPELL
En esa época estaba prohibido mandar plata por correo. Álvaro puso noventa dólares y yo diez. No era que Álvaro tuviera más plata, sino que era más amigo de él por la literatura. Las tarjetas entonces se despegaban, y Álvaro la despegó y metió los cien dólares. 

GUILLERMO ANGULO
Al rato llega una carta de entrega inmediata donde decía: “Como tú eres bruto, seguramente no te has dado cuenta de que la tarjeta es un sándwich y hay adentro cien dólares”. Entonces Gabo baja a la basura del hotel, imagínate, condones usados y toda esa porquería, y recupera los cien dólares. Pero entonces era sábado y en esa época el dólar era como un mercado negro, no como ahora que llegas y lo cambias en una máquina. Y él desesperado porque lo que tenía era hambre. Entonces empezó a preguntar cómo cambiar el dinero y le dijeron: “Mira, hay una amiga nuestra que se llama la Pupa. Llegó antier de Roma de cambiar su sueldo y está llena de lana. Así es que ve donde ella”. Él fue envuelto y muerto de frío como siempre. Estábamos en el fin del invierno. La Pupa abrió la puerta y salió una vaharada de calor de un cuarto con buena calefacción. Estaba completamente desnuda. La Pupa no era bonita, pero tenía un cuerpo maravilloso y a la menor provocación o sin ella se empelotaba. Si tú le decías “ve, qué bonita tal cosa, ¿dónde la compraste?”, ella se la quitaba y te la mostraba en todo su esplendor. “Lo que más me molestó... no, más bien me sorprendió”, dice Gabo, “es que ella se comportaba como si estuviera vestida. Con gran naturalidad cruzó las piernas y se puso a conversar, a hablarme de Colombia, de los colombianos que conocía. Yo le dije: ‘Mira, mi problema es este’, y ella dijo: ‘Sí, cómo no’, se levantó con una gran elegancia, fue hasta el otro extremo del cuarto, cogió un cofrecito, lo abrió y sacó una plata. Vi que lo que quería era acostarse conmigo pero yo no estaba pensando en eso, estaba pensando en comer”. 

SANTIAGO MUTIS
Poeta colombiano, hijo de Álvaro Mutis. En 1998 fue curador de “Gabriel García Márquez, escritor del siglo xx”, una exposición itinerante en homenaje al Nobel colombiano y a los amigos que le ayudaron a ser el escritor de Cien años de soledad.
Gabo va a París por algo totalmente diferente, pero El Espectador cierra por razones políticas y él queda en el aire. Sí, es París, pero, ¿qué fue lo que le dio París? Ese París lo que le dio fue una señora, la dueña de la pensión, que lo mantuvo durante un año. No es el París de Leonardo da Vinci, el gran artista, sino el París del encierro brutal, de decir: “Bueno, ¿quién soy yo, qué hago aquí?”, el París que lo tira de bruces y le define lo que ha sido siempre: un hombre que viene de Barranquilla, de Cartagena y de Aracataca, que quiere a Escalona, a Alejo Durán, que ama a La Guajira y que vio a las mujeres más bellas del mundo allá. El Gabo de ahora es un Gabo que se elabora, que se cuenta como una historia literaria, pero eso no quiere decir que sea verdad. 

JOSÉ SALGAR
El otro día me llamó a preguntarme cosas. Fue una de esas conversaciones telefónicas larguísimas, porque no mide el tiempo y no queda contento hasta que no le desentraña minuciosamente el último pedacito a cada cosa. Me dijo que estaba escribiendo sus memorias y que en ellas quería reconstruir con mucho detalle la época de los dos. Me dice: “Cuéntame cuando cierran El Espectador y yo me quedo allá varado. Yo me sentaba a contarte todas mis aventuras y mis cuitas en unas cartas larguísimas y siempre terminaba implorándote que me consiguieras el cheque que me debía mandar el periódico. ¿Te acuerdas de esas cartas?”. Mi respuesta es muy triste: todas las cosas que llegaban al periódico y no se publicaban yo las botaba.
Eran estupendas esas cartas, porque el tipo no manda nada si no está muy bien hecho. Es como una manía. 

GUILLERMO ANGULO
Hay algo muy importante sobre Gabo que hay que decirlo porque eso le sirve a todo el mundo. Gabo tiene una cosa que en Colombia no existe y es la disciplina. La disciplina de Gabo es increíble para un latinoamericano. Antes de que él estuviera casado y antes de que yo estuviera casado, una noche tuve mala suerte: tenía a dos mujeres, y esa es la peor cosa que le puede pasar a uno; no hay nada que hacer. Entonces me dije: “Mi solución es Gabo”, dos hombres y dos mujeres, ese ya es otro paseo. Fui adonde Gabo y me dijo: “Tengo que corregir el tercer capítulo de...”, no me acuerdo, tal vez era de La mala hora. Yo le pregunté si tenía un contrato. “No, es que yo me puse la tarea de que esta noche voy a corregir el tercer capítulo”. Hubiera sido la cosa más fácil del mundo decir “lo hago más tarde”.
Él tiene su vida totalmente dividida en dos: el trabajo en la mañana, en la tarde los amigos. En la mañana no habla con nadie. 

EL COCODRILO SAGRADO
PLINIO APULEYO MENDOZA
La primera vez que fui a su cuarto, me señaló en la pared una foto cogida con un gancho. Era de Mercedes, la novia que estaba en Colombia. Dijo: “¡Ese es el Cocodrilo Sagrado!”. 

MARÍA LUISA ELÍO
Forma parte del grupo de españoles antifranquistas que, junto a Luis Buñuel y el mexicano Arturo Ripstein, hacían cine en México. Cien años de soledad está dedicado a ella y a su marido, el poeta Jomi García Ascot.
Él conoció a Mercedes desde niña. Una vez, teniendo Mercedes como once años, ella estaba en la farmacia de su padre, y entró Gabriel y le dijo: “Yo me voy a casar contigo cuando seas mayor”. Luego, hablando con ella cuando fue mayor de dieciocho, agregó: “Cásate conmigo porque voy a ser alguien muy importante”. Yo creo que él lo sabía todo desde antes. 

GUILLERMO ANGULO
Yo soy el culpable del primer premio que Gabo recibió. Un día vi que había un concurso, un concurso muy importante en la Esso colombiana. Yo les hacía algo de fotografía y de cine documental. ¿Tú sabes cuánto era el primer premio? 15.000 pesos. Con eso comprabas un carro. Los primeros Volkswagen que trajeron al país eran a 3.800. Gabo tenía un nombre aquí como periodista y, aunque no había hecho muchas cosas literariamente, la gente sabía que detrás de La hojarasca había un escritor. Existía una cierta expectativa, y me dijeron: “Pídale que mande algo”. Él me mandó su novela amarrada con una corbata y con un título que yo le quité, porque me dije que con ese título no se ganaba el premio. Le había puesto: “Este pueblo de mierda”. Yo les dije: “La novela no tiene título; se llama Sin título, es una novela muy importante y cuidado le van a dar el premio al que no es”. El premio fue para Gabo. Era La mala hora

MIGUEL FALQUEZ-CERTAIN
Poeta, cuentista y dramaturgo barranquillero residente en Nueva York. Tradujo al inglés la obra de teatro de García Márquez, Diatriba de amor contra un hombre sentado, la cual fue montada en Nueva York en 1996.
Sucedió en 1967. Yo tenía 18 años y estudiaba primer año de medicina en la Universidad de Cartagena. Era así mismo poeta, y de García Márquez había leído El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, La hojarasca, así como uno de sus libros de cuentos. Aunque ese año ya se había vuelto famoso en el extranjero con la publicación de Cien años de soledad, la novela todavía no se podía conseguir en las librerías colombianas. De modo que a mi amigo Braulio de Castro y a mí nos mataba la envidia cada mañana, en el bus que tomábamos para ir a la facultad, cuando veíamos a una mujercita hazañosa leyendo tal vez el único ejemplar de la novela que había en todo el país. Tenía la famosa portada con el galeón abandonado en medio de la selva, y el nombre de García Márquez aparecía en esos días en todos los periódicos. En uno de mis fines de semana en Barranquilla me enrumbé con unos amigos en mi casa y a eso de las nueve de la noche decidimos irnos a una fiesta en el barrio Las Delicias. Íbamos caminando por la calle 72 a la altura del Mediterráneo, y en medio de la borrachera me di cuenta de que García Márquez estaba sentado en el café del frente, en el Hotel Alhambra, bebiendo cervezas con cuatro amigos. Le dije a mi combo que me esperara un momento, me fui directamente adonde estaban sentados y sin ninguna vergüenza le pedí su autógrafo. Él me preguntó si tenía un libro para firmarlo, pero le dije que no lo traía conmigo. Entonces me dijo que pasara al día siguiente por la Librería Nacional y, si le llevaba uno de sus libros, con mucho gusto me lo firmaría. Le contesté que tenía que irme para Cartagena ese lunes y que no me sería posible asistir. De modo que agarré una de las servilletas de la mesa y le rogué que me la firmara. Se me quedó mirando un instante y me sonrió: “¿Y quién crees que soy?”, me dijo, “¿María Félix?”. 

GUILLERMO ANGULO
Cuando Gabo llegó a México su primer contacto no fue con la literatura, sino con el cine y la publicidad. Poca gente habla de eso, pero Gabo era un estupendo publicista. Yo me acuerdo de una campaña famosa que él hizo. Había un producto que se llamaba Calmex. Es una abreviatura de California-México, y en este caso se refería a unos enlatados de pescado y cosas de esas. Lo que hizo Gabo fue algo así: “De pronto usted no espera una visita y alguien llega sin avisar: ‘Calmex, señora, Calmex’ ”. De pronto ahí nació –no estoy seguro, puede que lo esté inventando– su amistad con Álvaro Mutis, porque Mutis fue un hombre de publicidad por mucho tiempo.
ARMANDO ZABALETA
Compositor de música popular que hizo una canción criticando a Gabo por olvidarse del pueblo en que pasó su infancia.
Yo soy amigo del pueblo de García Márquez y conocí bien la casa donde nació. Estaba llena de bejucos en la mesa del patio y no quedaba sino media fachada. Supe por intermedio de El Espectador que García Márquez se había ganado el Premio Rómulo Gallegos de 100.000 bolívares y que se lo había regalado a unos políticos. Después se ganó otro de 10.000 dólares, y yo, viendo las condiciones en que estaba la casa en la que nació él, abandonada, y el pueblo también necesitando acueducto, hospital, colegio, y él dándole plata a otros, decidí hacer la canción “Aracataca espera”. Me lo encontré en Valledupar, me saludó y me dijo: “Está muy buena su canción, lo felicito. Me molesté mucho al comienzo, cuando no la quitaban en la radio, y quise contestarla pero no encontré en Colombia un compositor que me la compusiera. Ya no, porque ya pasó el furor”. Me invitó a que pasara el día con él y todo terminó en una parranda donde Darío Pavajeau. 

GUILLERMO ANGULO
Armando Rodríguez, “el Flaco”, como se le conocía, era un mexicano que nunca se separaba de su maletín. Iba al baño con el maletín. Pensé que llevaba adentro una novela y que por eso no lo dejaba botado. Le pregunté por qué no soltaba el maletín y él me dijo que era la lana para fundar Prensa Latina. “Tú vas a ser el primer gerente”, me dijo. “Yo no soy periodista ni gerente”, le contesté. Él dijo: “Tú eres la única persona que conozco, la única a la que le tengo confianza. De modo que tú vas a ser el primer gerente”. Entonces fundé Prensa Latina y contraté a Gabo y a Plinio. Más tarde, cuando conocí a Fidel, le dije: “Ustedes me tienen que hacer una estatua porque yo fui el primer gerente de Prensa Latina”. Luego Gabo se fue como corresponsal para Nueva York. Entonces empezaron los gusanos a llamarlo y a acusarlo. Gabo tenía su primer hijo recién nacido y, como es muy miedoso, decidió irse para México.

MARÍA LUISA ELÍO
La tercera vez que nos vimos, fuimos a cenar otra vez a casa de Álvaro Mutis. Carmen, con quien Álvaro todavía no se había casado, preparaba un arroz a la catalana y al salir de una conferencia nos invitó a un grupo a comer el arroz. A mí me tocó cerca de Gabriel, y empezó a hablar y hablar y hablar. El apartamento de Álvaro era chiquitito y, como la gente ya había oído los cuentos, se fueron desperdigando por un lado y por otro. Yo me estaba emocionando tanto con lo que me contaba que seguí pegada a él. Le decía: “¡Cuéntame más! ¡Y cómo sigue! ¡Y luego qué pasó!”. Me contó todo Cien años de soledad, todo. Muy distinto a lo que salió, pero todo desde un momento. Me acuerdo que cuando decía que un cura levitaba, ¡yo se lo creí! Era tan convincente, que yo decía: ¿por qué no va a levitar el cura? De repente, todos se fueron y yo me quedé sola con él. Le dije: “Si escribes eso, has escrito la Biblia”. “¿Te gusta?”. Le dije: “Es una maravilla”. “Pues es para ti”. 

ENRIQUE SCOPELL
Él es muy insistente. Con Cien años de soledad estuvo enhuesado como veinte años. 

MARÍA LUISA ELÍO
Había escrito unos apuntes pero nada más. Lo sé porque ese cuarto que hizo Mercedes para que él se metiese a escribir aún no estaba hecho. Vivían en una casita en la calle de La Loma. Luego, en la sala, Mercedes mandó a hacer un muro hasta arriba con una puerta de madera, para que no hubiera ruido. Después puso una mesa de pino, como de cocina, y una máquina vieja. Encima de la silla había algo que parecía un calendario, un calendario muy ordinario. Ahí ella le organizó todo a Gabo, y él se pasaba escribiendo todo el santo día.
Gabo dijo: “Yo me tengo que retirar por un año y no voy a trabajar. A ver tú cómo te las arreglas”. Mercedes se las arregló como podía, pidiéndole prestada la carne al carnicero. Luego, ya famoso, Gabo fue a darle las gracias al carnicero. Como Gabo no salía, mi esposo y yo íbamos casi todas las noches, una vez con una botella de whisky, otra con un pedazo de jamón, y nos quedábamos.
A veces me llamaba por teléfono y me decía: “Te voy a leer un trocito, a ver qué te parece”, y me leía. Otras me llamaba y me decía: “Te voy a explicar cómo van vestidas las tías. ¿Qué más les pondrías tú? ¿De qué colores te parece que sea el traje? Fíjate que esta palabra la he puesto aquí pero no sé lo que quiere decir. ¿Tus tías lo decían?, porque las mías sí”. Hay un momento en el libro en que una de ellas toma un tren; eso sale de una revista que yo tenía de cosas de los años veinte. Yo supe que la novela era maravillosa. Y él lo sabía, aunque ahora que está escribiendo su autobiografía ¡dice que al fin está escribiendo bien!

GUILLERMO ANGULO
Finalmente consiguieron la plata para ponerla al correo, plata que no tenían. El carro estaba empeñado y le debían plata al carnicero y a todo el mundo. En esas la Gaba dice: “Ahora solo nos falta que esa novela sea una mierda”. Ella es de una inteligencia y de una serenidad increíbles. Esa mujer es mucho más inteligente que Gabo: él tiene más talento, pero en inteligencia y fuerza ella es la que manda. 

MARIA LUISA ELÍO
Les escribió a los escritores famosos de la época, Vargas Llosa y Cortázar, y les mandó la novela a ver qué pensaban. Eso fue antes de publicarla. Ambos escribieron fascinados, como diciéndole: ¿para qué pides nuestra opinión?, somos nosotros los que te la tenemos que pedir a ti. Más que la literatura latinoamericana, cambió la concepción de la literatura en español. Ahora si dices “América Latina” a un japonés, a un chino o a un norteamericano de Ohio, enseguida piensan en Macondo.
Ay, yo me acuerdo cuando salió. Nos pusimos como locos. Gabo me decía: “Te vas a arruinar”, porque íbamos en su coche por las librerías y yo compraba todas las copias que alcanzaba. Ese día recogimos a mi esposo, fuimos a casa de Gabo y brindamos con Mercedes. No teníamos plata en esa época, tampoco ahora, pero la pasamos. Tú tal vez recuerdas que hay un pasaje en Cien años donde llueven flores amarillas. Pues bien, ese día yo había comprado una canasta muy grande, la más grande que encontré, y la llené de margaritas amarillas. Yo tenía puesto un brazalete de oro, de modo que me lo quité y lo puse en la canasta; encontré un pececito de oro y una botella de whisky y también los metí en la canasta. 

LA EMBESTIDA DEL TORO
WILLIAM STYRON
Uno de los grandes escritores norteamericanos de la generación de García Márquez. De todos ellos, es el más amigo, no solo por ser oriundo del sur de Estados Unidos, como Faulkner, sino por el interés que los dos tienen en la política de Estados Unidos hacia América Latina. Fue en la casa de Styron, en Martha’s Vineyard, donde García Márquez conoció a Bill Clinton y cenó con él.
El hecho importante es que antes de ellos la literatura en lengua española casi no existía. Como lo ha señalado Carlos Fuentes en varios de sus escritos, desde Don Quijote casi no existía. Sencillamente no tenía mucho peso en la conciencia del resto del mundo, hasta que este Boom llamó la atención de los lectores de Europa y Estados Uni dos de forma casi milagrosa. Él era la joya de la corona, pero paradójicamente el papel no le hubiera resultado posible de no existir también los otros, en representación de lo que uno podría llamar una literatura multinacional. Así que, en mi opinión, no sería exacto decir que Gabo por sí solo elevó la literatura latinoamericana en la conciencia del mundo, si bien Cien años de soledad sí fue la novela más famosa de todas las del Boom. 

GUILLERMO ANGULO
Según Gabo, Plinio Apuleyo lo regañó porque Cien años de soledad era una novela reaccionaria: “¿Cómo?, ¡con un país como Colombia, lleno de problemas, y tú haciendo una cosa fantasiosa!”. Pero es que, en esa época, Plinio era tan izquierdista que tenía el “hueso colorado”, como se dice en México. 

JUANCHO JINETE
Siempre estábamos firmando peticiones y escribiendo cartas para que dejaran entrar a Gabo a Estados Unidos. No le daban visa porque lo consideraban comunista. 

WILLIAM STYRON
Recuerdo que él me llamó y me dijo que se iba a quedar en la casa de un amigo en común, Tom Wicker, que en esa época todavía escribía columnas para el New York Times. Eso fue al comienzo de una depresión colosal que yo sufrí. Recuerdo haber ido a Nueva York en avión, totalmente enfermo, para asistir a una fiesta en la que apenas si registré en mi mente los comentarios chistosos de Gabo, según los cuales estaba ahí de milagro porque la Ley McCann Walter todavía le impedía el ingreso al país. Sí recuerdo que aceptaba el hecho con lo que me pareció una mezcla algo escéptica de ira y buen humor. Creo que ese fue uno de los catalizadores de nuestra amistad, aunque se hubiera dado sin esas cosas. Era a comienzos de los ochenta, cuando la guerra de los contras en Nicaragua, a la que ambos nos oponíamos. 

ENRIQUE SCOPELL
Si tú quieres que te diga la verdad, Cien años de soledad es una novela mala, costumbrista. Yo no entiendo cómo carajos traducen esa vaina al ruso. 

JUANCHO JINETE
Mucha gente pasó por aquí en busca de Macondo. Un día, cuando estaba yo en el Diario del Caribe, se me presentó un gringo. Yo le pregunté: “¿Usted qué quiere?”. “No, yo quiero ir allá donde García Márquez dice que hubo el crimen ese de la crónica”. En eso la cosa de la ma ihuana estaba aquí en su furor. Cogimos un taxi del hotel El Prado y le dije: “Vea, primero que todo vamos a vestirnos porque si usted se presenta así, van a pensar que es un comprador de marihuana y lo atracan y le roban todo”. El periódico tenía choferes, y uno le dijo: “No lleve todo ese equipo porque...”. El gringo traía cipote equipo, tú sabes cómo son ellos de exagerados. Hasta tuve que comprarle un sombrero de campesino para camuflarlo. 

SANTIAGO MUTIS
Yo no sé si es Gabo el que lo cuenta o si es Tomás Eloy Martínez. Gabo viaja a Buenos Aires no por Cien años de soledad, sino porque era jurado de un concurso de novela y, por coincidencia, una semana antes sale Cien años de soledad. Un día va al teatro y cuando entra alguien lo reconoce. Dicen: “Aquí está el autor de Cien años de soledad, y el teatro entero se para y lo aplaude. Ahí comenzó y hasta ahora no ha parado. Yo creo que entonces empiezan a aflojarse muchas cosas porque Gabo pierde el contacto real con las cosas. Tremendo. No fue algo que él se buscara, sino que lo embistió como un toro. Gabo tenía como cuarenta años cuando sucedió. El mundo cayó a sus pies. Y entonces lentamente empezó a aparecer otra persona. Yo creo que el joven Gabo es mucho más interesante. De ahí en adelante se vio obligado a soltar maravillas en las entrevistas, pero también empezaron a aparecer las versiones contradictorias. Claro que él es el mejor de todos a la hora de contar el cuento. 

GUILLERMO ANGULO
Hay una cosa que parece imposible que no suceda: la gente cambia con la fama y con el dinero, más si vienen de la mano como casi siempre vienen. O sea, no puedes comparar al Gabo de antes con el de ahora: el Gabo de hoy es más distante, menos buen amigo. Ahora Gabo tiene una tendencia muy curiosa y es esa adoración por el poder, ya sea el poder económico o el poder político. Ese fue un cambio que él tuvo para mal. Torrijos una vez le dijo: “Óyeme, a ti te gustan los dictadores, ¿no?, porque eres amigo de Fidel y mío”. 

WILLIAM STYRON
Tuvimos una conversación interesante sobre eso, sobre presidentes. Nos pusimos de acuerdo en que a ambos nos atraían fatalmente los presidentes. Ambos hicimos la admisión mutua de que con frecuencia soñábamos con los presidentes. Y ambos dijimos: ¿eso qué tiene de malo? Desde hace mucho yo tengo una suerte de affaire mental con los presidentes que aparecen en mis sueños. Me he soñado con Truman, me he soñado con John F. Kennedy. Estoy hablando de los buenos presidentes. Hasta incluiría a Eisenhower. De nuevo nos confesamos que los dos sentíamos una atracción fatal hacia los líderes políticos poderosos. Y, ¿sabes?, le mencioné que uno de los objetos de mi atracción era Bill Clinton. Dijimos que había un aspecto casi metafísico en esta atracción que sentíamos por los poderosos, porque en su caso, en América Latina, estos hombres que casi siempre han trepado al poder de forma despiadada ejercen un gran efecto sobre sus compatriotas. Están en el centro mismo de la existencia nacional. Un tipo como Castro, o como los presidentes de México o de los países centroamericanos, tiene en sus manos a toda una nación. Por lo tanto son personas que legítimamente fascinan a los escritores. Yo los encuentro fascinantes, si bien la idea de que podría influir en ellos de alguna manera importante me parece una ilusión. Pero esto no aplica en América Latina. 

ENRIQUE SCOPELL
Ese asunto de Gabito se ha vuelto una enfermedad. Lo que diga Gabito es como si lo dijera el papa. ¿Cómo se llama eso de que el papa nunca se equivoca? Ex cathedra. Eso quiere decir que no puede equivocarse porque no habla como humano. Ahora, cuando Gabito habla también habla ex cathedra

MARÍA LUISA ELÍO
¿Tú has salido a la calle con él alguna vez? Aquí en México parece que Gabriel García Márquez es Robert Redford, ¡porque se tiran todas las chicas a darle besos, enloquecidas! Esto no pasa ni con Carlos Fuentes, que es más guapo. 

JAIME GARCÍA MÁRQUEZ
Uno de los diez hermanos de García Márquez, con la misma gracia para relatar que parece hereditaria. Entre los gabólogos, gabistas y gabólatras, se considera gabólatra.
Cuando viene a Colombia, no lo dejan descansar. Hace unos años ambos estábamos charlando en piyama, haciendo lo que llamamos “rincón guapo”, y entonces aparece este señor presidente que quiere saludarlo, de modo que yo me levanto para irme, y él dice: “No, está bien, quédate, no vamos a hablar de nada que tú no puedas oír”. Yo digo que soy tan callado como una tumba. “Sí”, comenta él, “como una tumba con un fax”. 

RAMÓN ILLÁN BACCA
Yo me reunía con Germán Vargas todos los martes. Almorzábamos, nos tomábamos un tinto con un pedazo de queso, o lo que fuera, y nos poníamos a conversar de literatura. Un día me dijo: “No puedes venir porque tengo una cita donde Guillo Marín”. Ese día Germán estaba muy nervioso. La Tita Cepeda llegaba y tocaba el pito del carro de una manera muy particular y enseguida entendí que “Guillo Marín” quería decir García Márquez. 

ROSA STYRON
Esposa de William Styron y activista política en temas de derechos humanos. Fue por ese tema que se conocieron.
Él me ha contado cómo la fama le trajo mucha responsabilidad. Que cada vez que se sienta y mira la página y escribe, siente que debe tener cuidado. Una vez estábamos en Cartagena, como a finales de los noventa, y él era más famoso y lo seguían más que a cualquiera de las estrellas de cine que estaban allí para el festival. Siempre había un reportero pendiente de su más mínima expresión. Antes tenía más libertad para hablar y para ser activista y para maldecir a Pinochet. Como te contaba, una vez dijo que no iba a escribir ni una palabra más hasta que cayera Pinochet en Chile. De modo que en esos días podía decir cosas más locas que las que probablemente puede decir ahora. Él sigue siendo muy político y muy efectivo y muy activista, pero lo hace de forma más callada. Ciertamente, si no es cauteloso, sí lo piensa más y lo hace con más circunspección. 

WILLIAM STYRON
Un fenómeno como el de Gabo no podría existir en el mundo anglosajón, no tenemos esa tradición. No es que en este país no se respete a los escritores; se los respeta, pero no hasta el punto de la veneración. Gabo encarna el fenómeno por excelencia, si bien a otros también les pasa. Carlos Fuentes y Octavio Paz tenían ese efecto en México. O sea, diablos, Mario Vargas Llosa estuvo a punto de ser presidente del Perú. Algo así no podría darse en los Estados Unidos. La idea de que un escritor tenga una influencia política y cultural profunda en los Estados Unidos, como la que tiene Gabo en América Latina, es inconcebible. 

ODERAY GAME
Una ecuatoriana encantadora a quien García Márquez conoció en un Festival de Cine de Cartagena. Los dos iban vestidos de blanco. Desde ese momento se hicieron amigos.
Cuando yo vivía en Madrid, de repente él me llamaba y decía que venía a pasar tres días en la ciudad, y “como yo sé que tú tienes amigos en la prensa, no le digas a nadie que voy para allá”. Después de tres días en el anonimato, me decía: “No resisto este encierro. Salgamos. Vamos a una librería a ver si alguien me pide que le firme un libro”.

MARÍA LUISA ELÍO
Él era como es ahora, muy tímido. No como era hace diez años cuando el éxito lo atosigaba, sino como ahora, siendo mayor ya. Yo veo que esto le ha sentado muy bien. Vuelve a ser más él mismo, vuelve a estar más dispuesto a hablar calmadamente, a escucharte. No se puede decir que sea una de esas gentes que se entregan totalmente al otro. Es un poquito distante a veces. Tú ves que estás hablando con alguien muy inteligente, y es muy agradable hablar con alguien muy inteligente, ¿verdad? Y te das cuenta de que estás hablando con alguien excepcional, claro. Yo sí me di cuenta de que era alguien distinto. La prueba es que de un grupo selectísimo, me quedé exclusivamente con él. Por eso creo que me dijo: “Es tuya”. No había ningún otro motivo, casi no nos conocíamos. 

¡AJÁ PREMIO!
HÉCTOR ROJAS HERAZO
Cuando le dieron el Nobel, Colombia enloqueció. Todo el mundo hablaba de Gabito. Había furor en el país. Un tipo famoso dijo que Colombia era un garaje con arzobispo, y encima nos llega el Nobel.

NEREO LÓPEZ
Fotógrafo costeño, asiduo de La Cueva y actor principal de La langosta azul. Las fotos tomadas durante sus cinco viajes en vapor por el río Magdalena, entre 1948 y 1950, se leen como una novela de Joseph Conrad.
Nos fuimos 150 personas, entre las que había grupos folclóricos, Totó la Momposina, Rafael Escalona, grupos de Valledupar. Los invitados especiales como que fueron por otra ruta. ¡Aracataca había llegado a Estocolmo! A nosotros nos alojaron a bordo de uno de esos barcos anclados, confortable pero barato, porque los invitados de honor estaban en los hoteles de cinco estrellas. A los vallenatos les dijeron que las suecas se desbordaban con los latinos, y entonces ellos iban preparados para comerse a todas las que se les atravesaran. A los tres días nos dicen: “No han llegado todavía, ¿dónde están las suecas?”. Una noche, viendo que la montaña no venía a nosotros, fuimos a la montaña y salimos a ver un striptease. Pero qué va, un poco de monjitas que apenas si mostraban una tetica y se acabó. 
Cuando llegamos a ensayar el espectáculo para la fiesta, nos dijeron que no podía durar más de dos horas, que máximo quince minutos. Además, no se podía conectar nada porque el rey no puede ver alambres. Pero esa noche, apenas empezaron a sonar esos tambores, qué quince minutos ni qué nada.

HÉCTOR ROJAS HERAZO
Los barranquilleros no se alteran con nada. Como yo dije una vez: “Aquí ningún prestigio dura más de diez días”. Cuando venga Gabriel, lo saludan: “¡Ajá, Premio!”. Pero los barranquilleros son muy buenos amigos.

JUANCHO JINETE
Él es muy buen amigo, porque tuvimos una discusión en los días en que dijo que la plata del premio venezolano era para la revolución. Yo trabajaba en el Diario del Caribe, que en esa época era de los Santo Domingo, y el director, Pocho Posada, escribió que era fácil hacer la revolución desde su piso en Barcelona, que por qué no se venía a hacer aquí la revolución. Hasta me mandó a México a hacerle unas fotos a la casa que Gabo compró allá. Estando en México, Gabo me dijo que yo no era más que el sacamicas de los dueños del periódico. Después de que se ganó el Premio Nobel, Alejandro Obregón llama y dice: “Juan, vente que mañana voy a dar una comida y hay un personaje aquí que quiere verte”. Él estaba allá con Mercedes, y cuando dijo: “Yo soy el Premio Nobel y tal”, yo le dije que era un hablamierda y me fui. Alejandro se fue conmigo. De otro lado, un día, hace poco, iba para Europa una sobrina mía –ella es ingeniera o arquitecta, está casada con un caleño y tienen unas oficinas de representación–. En el avión iba García Márquez, y ella le dijo: “Yo soy sobrina de Juancho Jinete”. Enseguida él comentó: “Ah, Juancho, mi gran amigo”, e hizo que la subieran a primera.
 
ENRIQUE SCOPELL
¡Ahora todo el mundo quiere ser García Márquez y quiere escribir como García Márquez! Si García Márquez no lo dice entonces no es literatura colombiana. Es como el árbol de bonga, que tiene una sombra muy grande. Pero eso no es un pecado para una persona como él, que tuvo un comienzo tan humilde. Al contrario, Gabito es un tipo tenaz, honesto, trabajador, persistente en su trabajo. Como persona –no como literato sino como persona– se lo merece; él ha trabajado para ese puesto que tiene. Pero se tiró la literatura colombiana porque, si no lo dijo Gabito, no es nada.

ALBERTO FUGUET
Escritor chileno, fundador de McOndo, movimiento de la nueva generación de escritores latinoamericanos que se rehúsa a aceptar la influencia de García Márquez.
Yo lo he rechazado porque para mí García Márquez pertenece al establecimiento y yo siempre he sido un poco rebelde. Puede parecer algo inmaduro pero así es como me siento. En la literatura uno escoge a su propio padre, no como en la vida real. Hay padres que te aman y que te ayudan, que te dejan vivir tu vida. Tú siempre tienes que encontrar a un padre que te proteja y que abra puertas para ti. García Márquez es un padre, un padre oficial, del que no te puedes zafar. García Márquez es como un programa que instalas en tu computador y no se puede borrar. He estado en talleres literarios en los que todos mis compañeros, conmigo como única excepción, estaban infectados por el virus de García Márquez, no solo en la admiración, sino en algo que se les pegaba en la escritura. Leer a García Márquez antes de cierta edad puede ser dañino. Yo lo prohibiría. Te puede afectar y te estarás echando a perder para siempre.

FRANCISCO GOLDMAN
Escritor y periodista norteamericano de ascendencia guatemalteca. Cuando le envió su primera novela a García Márquez, se la dedicó con un: “Hola maestro”, parafraseando las palabras que una vez utilizó García Márquez cuando vio a Hemingway en la calle y prefirió mantener a su ídolo como ídolo.
El realismo mágico ya es como el negocio de la cocaína. A los latinoamericanos les echan la culpa, pero el problema es el consumo norteamericano. El realismo mágico solo se toma en serio en Estados Unidos. Se ha vuelto todo un género de romance para señoras.

ERNESTO QUIÑÓNEZ
Escritor neoyorquino de madre puertorriqueña y padre ecuatoriano. Escribe en inglés, y su español es el spanglish del Bronx, al que él llama “el Barrio”.
Siempre he tenido la esperanza de que la famosa fotógrafa Annie Leibovitz me tome una serie de fotos con Gabriel García Márquez. Como es la costumbre de ella, nos dice que nos quitemos las camisas. Claro, Gabo se disgusta. Ella le explica que quiere capturar dos escritores, y sobreponer el maduro encima del crudo, pero que quiere que nuestros pechos cuenten ese cuento. Gabo dice que la razón por la que no quiere quitarse la camisa es porque me van a dar celos, y no me quiere hacer sentir mal. Pero al fin lo hace, con la condición de que cuando yo tenga setenta años, como él, me tome unas fotos sin camisa. Annie nos tiene sentados juntos y nos dice que no hagamos nada interesante. Entonces solo nos quedamos sentados, sin camisa uno al lado del otro, mientras ella comienza a tirar fotos como loca. Meses después, cuando salen las fotos en una revista popular, me doy cuenta de que en el cuerpo de Gabo con sus arrugas, músculos caídos y pelo blanco se pueden ver paisajes de sitios e imágenes de personas que él ha escrito. Y si uno sigue mirando las fotos, en el pecho de Gabo con sus venas ancianas uno puede componer palabras y secciones de sus obras. Mientras que el pecho mío está plano como una página limpia. Me doy cuenta de que mis libros todavía no son parte de mi ser. No se han cicatrizado en mi piel. Recuerdo lo que Gabo me había dicho de tomarme fotos a los setenta.
Es solo un sueño mío, pero hay días, cuando no quiero escribir, en que tomo ese conocimiento como si Gabriel García Márquez me lo hubiera dado. Y me pongo a trabajar con la esperanza de que, como pasa con Gabo, las personas puedan ver mis obras en mi piel anciana. ¿Quién sabe? Quizás con tanto realismo mágico hasta este sueño fue verdad y todo pasó sin darme cuenta.

ELISEO ALBERTO
Escritor cubano, que conoció a García Márquez en la casa de su padre, el poeta Eliseo Diego, en La Habana, a la edad de catorce años. Hoy vive en México y cada vez que publica un libro le deja la primera copia a García Márquez en su casa.
Una tarde estábamos caminando por las murallas de Cartagena, tranquilos los dos, cuando oímos que alguien gritaba: “¡Gabo! ¡Gabo! ¡Gabo!”. Al darnos la vuelta, vimos a esta pareja de jóvenes en pleno romance en las murallas. La mujer empezó a llamarlo con las manos y le gritaba: “¡Gabo!, por favor acércate. Ven acá”. Nos acercamos y era una pareja de novios jovencitos. Ella, una chica bellísima, lo agarra del brazo y le dice: “Gabo, por favor ayúdame, él no me cree, dile que lo amo”.

SILVANA PATERNOSTRO (BARRANQUILLA, 1962). Trabaja como periodista y vive en Nueva York. Su libro En la tierra de Dios y del hombre fue publicado en español por Editorial Sudamericana.

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