Gabriel García Marquez, el hijo del telegrafista. |
Desde que
supe leer, Gabriel García Márquez
siempre apareció en los renglones literarios de lo que leía entonces en mi
formación de lector. Debo ir atrás cuando trabajé de mandadero siendo niño en
una casa de huéspedes de provincia de doña Rosalba Castro de Herrera, que fungía
como regenta de esa residencia de estudiantes y gentes de provincia que
llegaban a residir allí en Bogotá. Había un pasajero gringo que cargaba de un
lado a otro la novela Cien años de soledad. Y recordé que de esa novela ya la había visto publicada un capítulo
en sus páginas centrales del Magazín
Dominical cuando en Ipiales vendía los periódicos nacionales como voceador.
Muchos años
después, frente a la fachada de la
iglesia de la Compañia de Jesús, había de recordar toda la obra de
Gabriel García Márquez, que cronológicamente ya había leído, pues, por esas
fechas se había establecido en Colombia, y dirigía la revista Alternativa. Él empezaba su época de periodismo militante y publicó El
otoño del patriarca. Y yo esperaba
al lado de una librería de viejo en Quito la cita que alguien me había
puesto allí que decidió dejarme
plantado, y para pasar el tiempo muerto de la espera entré y pregunté si tenía Cien años de soledad. Lo compré en
sesenta sucres.
Leí la novela de un tirón durante quince días intensos
en una lectura sin parar en las breves vacaciones de mitad de año. Transcurría
1975. Desde entonces lo he leído treinta y un veces. Puedo describir
puntualmente episodios completos de esta novela que me transformó, pues, no
habido en esta vida libro con un verbo tan embrujador y fascinante.
Y llamé una
mañana a la revista Alternativa para
preguntar por el maestro Gabriel García Márquez. Saludé diciendo buenos días,
por favor el maestro Gabriel está. No. No ha llegado. Me respondió una voz de
hombre muy tranquila. A qué horas llega. Es que quiero preguntarle cómo se
escribe un cuento. Miré, llámelo por la
tarde, qué él está y le pregunta personalmente. Gracias y colgué. Después nunca
volví a llamarlo.
Pero yo si
seguí leyéndolo hasta agotar su obra. Y
puedo decir que sus novelas me deslumbraron con notables excepciones. Por
ejemplo, considero La mala hora, una
novela menor como Noticia de un secuestro. En este texto hay mucho afán de hacer
reporteria. En definitiva es un reportaje a las volandas. Y considero que hasta
la novela negra Crónica de una muerte
anunciada es una obra magistral porque rompe con la estructura del esquema
policiaco previsible. La novela se convierte en la investigación social de un
asesinato que nadie hace nada por detenerlo. Su obra posterior ya tiene la
impronta y la fórmula garciamarquiana pero igual lo leí por ese verbo de
embrujo que posée toda su obra.
Vivía en
Caracas, en 1984 cuando me enteré que Gabriel García Márquez era invitado del gobierno colombiano por su amigo político
y poeta presidente Belisario Betancur, al homenaje que el gobierno venezolano
le hacía al Libertador Simón Bolívar, donde Venezuela botó literalmente la casa
por la ventana del derroche y fasto para la celebración al Padre de la Patria
de cinco naciones.
Hice un
detectivismo particular con Gabo, ya me había encariñado y guardaba el ejemplar
de Cien años de soledad leído y
releído tantas veces para que me lo autografiara. Llegué a la recepción del
lujoso hotel Hilton donde se hospedaba toda la comitiva colombiana que asistía
al homenaje bolivariano. Pregunté con total desenfado por si habían visto a
Gabriel García Márquez, y una linda recepcionista caraqueña me respondió que ya
había salido.
En los días
siguientes leí una crónica publicada en El
Nacional de Caracas, cómo Gabriel García Márquez estuvo en Bello Monte en
una arepera comiendo arepas rellenas y hablando de todo un poco con un
periodista amigo de nombre Manuel Pulido. Y ya no estaba en Caracas, se había
ido junto con la comitiva presidencial colombiana.
Quedé
mordido de la frustración y espere tranquilo varios años. Estando otra vez en
Bogotá. Además, que yo estrenaba paternidad, le comenté a la madre de mi hija
Irene Marcela, que Gabriel García Márquez asistiría al homenaje que la Casa de
Poesía Silva, que dirigía la poeta María Mercedes Carranza le hacía al
expresidente poeta Belisario Betancur en su
cumpleaños. Transcurría el año de 1993.
Salimos con
la mamá que cargaba aún de brazos a Irene Marcela en el mismo taxi desde donde
yo pude distinguir el viejo Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo mientras
avanzaba en la Carrera Tercera que asistió también a la velada de poesía.
La mamá de
mi hija Irene Marcela siguió hacia la casa de una amiga que entonces residía en
el viejo e histórico barrio colonial de La Candelaria. Yo me bajé en las
inmediaciones de La Casa de Poesía Silva, donde habían sacado unos altavoces y
en los alrededores de la calle estaba atestado de curiosos y lagartos a montón
entre los cuales me integraba yo. Eran les seis de la tarde. El tiempo pasaba.
Releía páginas de Cien años de soledad
para entretenerme por la espera. La madre de mi hija Irene Marcela llegó a las horas con la niña que
dormía. Y vimos llegar el Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo. Lo cual no
me equivocaba que asistía también al homenaje del poeta y colega expresidente
Belisario Betancur. El frio hacía estragos por la espera en la calle llena de
curiosos y nada. Pero hacia las diez de la noche dos motorizados asomaron sus
luces de escolta y apareció detrás un Mercedes blindado color café de donde
bajó Gabriel García Márquez junto con Mercedes, su esposas que fueron recibidos por María Marcedes Carranza. La
madre de mi hija Irene Marcela se puso a un lado de la puerta de entrada, y
Gabriel García Márquez al verla dijo es una niña. Mientras tanto yo me acerqué
a doña María Mercedes Carranza con el libro Cien
años de soledad en la mano y le pedí el favor de ser posible decirle al
maestro García Márquez de un autógrafo. La poeta captó rápidamente que nosotros
dos éramos los padres de la criatura y escoltados por dos guardias corpulentos a los
que les hizo señas de dejarnos seguir entramos al patio de la casa. Irene
Marcela, la bebé se despertó, y había una joven bastante gomela que al ver a la bebé despertarse, empezó a decir una y otra vez, es que es perfecta, es
perfecta. María Mercedes Carranza buscó a Gabriel García Márquez. Yo miré que
los asistentes era la crema y nata de la mentada oligarquía colombiana, poetas
de la alcurnia, renombrados políticos y gente del montón como mi mujer y yo
pero Irene Marcela, la bebé, causaba cierta curiosidad entre tantos adultos.
Entonces Gabriel García Márquez llevado por María Mercedes Carranza me pidió el libro, al abrirlo vio que
le había pegado una estampilla que le sacó Adpostal en Homenaje al Premio Nobel
de 1982. Yo nunca pude tener una de
estas estampillas, dijo al ver pegada la
estampilla. Yo pensé en mis adentros que yo no iba a despegar la estampilla
para dañar el libro para darle gusto al Nobel. Preguntó que cómo se llamaba la
niña, Irene Marcela, le dijo la mamá. Entonces escribió “Para Irene(la paz) Marcela de sus padres felices” Gabo. Le recibí
el libro y pude verlo que estaba algo ebrio. Mercedes, su esposa, se acercó y
se lo llevó hacia otro grupo. María Mercedes Carranza, nos dio a entender que
ya habíamos obtenido el autógrafo, así que abandonáramos. Salimos contentos con
el autógrafo. La madre de la niña, decía una y una vez cómo supo él que era una
niña. Cómo lo supo.
Por esa
misma época la embajada de México montó un local de librería, restaurante y
almacén de artesanías en la denominada Zona Rosa que se llamó Casa de México, en Bogotá..
De tanto en tanto iba allí a curiosear. Por esos días sabía que Carlos Fuentes,
amigote y compadre de Gabriel García Márquez acababa de publicar uno de sus
tantos libros y andaba de gira internacional promocionándolo. Un par de
periodistas del diario El Espectador
le hacían una entrevista. Prevenido busqué entre los libros de mi personal
biblioteca y busqué Aura, una novela
breve magistral de Fuentes para el consabido autógrafo. En una mesa el
novelista mexicano daba su opiniones de esto y lo otro, que yo recuerdo que
decía una y otra vez que el tiempo es cabrón. Cuando los periodistas terminaron
la entrevista, le pedí que me regalara el autógrafo, se sorprendió de hallar
una edición tan vieja de editorial Era, y de cariño me regaló dos libros de sus
discursos. Yo me quedé contento y seguí allí en la librería viendo libros de
sicología infantil. De pronto sentí al lado una sombra, al regresar a ver, observé que era
el maestro Gabriel García Márquez, y al descubrirlo le dije, Usté por aquí
Maestro. El dijo, No ve que estamos en Macondo. Yo le iba a decir que si, por supuesto que estamos en Macondo. Y un chaperón sapo con la cabeza totalmente rapada se acercó
y se lo llevo del brazo hacia el
interior de la casa. Esos fueron mis momentos tras Gabo.
El libro de Cien años de soledad, alguien
se lo alzó entre tanta trashumancia de desarraigo urbano metido en esta
ciudad de los espejismos: Bogotá, el páramo alucinante.
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