martes, 25 de noviembre de 2014

En busca del Gabo perdido

Gabo que estás en los cielos

En 1982, el Instituto Colombiano de Cultura publicó un libro documental titulado Aracataca Estocolomo, hoy objeto de culto y casi imposible de encontrar. A él pertenece esta crónica, que ha sido corregida y actualizada levemente por el propio autor
Gabriel García Márquez en el otoño de su jardín./Guillermo Angulo./elmalpensante.com
 
Gabriel García Márquez en su plácida vejez en la fotografía de su amigo, Guillermo Angulo./elmalpensante.com
1. De México a París
Por los años cincuenta residía yo en México y llevaba la vida trashumante del fotógrafo de prensa. Un día tomé una serie de fotos sobre uno de mis temas preferidos: las creencias religiosas populares. Se trataba de un ensayo fotográfico de una Semana Santa en vivo, en Ixtapalapa, entonces un pueblito cercano a la capital mexicana.
Mi amigo Rodrigo Arenas Betancourt –quien era, además de escultor, muy buen escritor y excelente fotógrafo– vio mis fotos y me dijo: “Se las voy a mandar a mi cuate, Gabriel García Márquez, reportero de El Espectador”. Salieron publicadas ocupando toda una página bajo un engañoso titular: “Fotógrafo colombiano hace cine neorrealista en México”, y yo le escribí al para mí desconocido periodista dándole las gracias. Él me respondió diciendo que a mi regreso a Colombia me esperaba en El Espectador, y así se inició una persecución, que terminó en una sólida amistad que duró hasta el pasado 24 de abril.
En 1956 regresé al país y una de las primeras cosas que hice fue preguntar por Gabito. (García Márquez ha explicado muchas veces que “Gabito” es como se les dice a los Gabrieles en la costa, y que el “Gabo” –del que se derivó el nombre de “Gaba” para Mercedes Barcha– lo inventaron los cachacos por pensar que el diminutivo era demasiado confianzudo. Y así se extendió el error. Pero los amigos de antes seguimos diciéndole Gabito.) Nancy y Luis Vicens, en medio de una ruidosa fiesta con Alejandro Obregón, Enrique Grau y Germán Vargas, me dijeron que a mi lejano y desconocido amigo lo había mandado El Espectador a Europa, y que luego se quedaría en Roma, estudiando cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia, que queda en Cinecittà. Precisamente al mismo centro al que yo pensaba ir a estudiar dirección de cine. De nuevo nos escribimos y él mismo me mandó estas precisas instrucciones para que averiguara por dónde andaba: 
Como tú llegas en verano –y probablemente yo no esté–, vas al número 2 de la Piazza Italia; subes al segundo piso, tocas el timbre y saldrá a abrirte una señora gorda, con una toalla en la cabeza, cantando ópera. Le preguntas por Fernando Birri, y Birri sabrá dónde encontrarme. 
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones llegué a la dirección indicada y, después de tocar el timbre, salió la señora gorda, de toalla en la cabeza, cantando La donna è mobile. Y yo solté una carcajada que le molestó. Le pregunté por Fernando Birri y ella me dijo con sequedad:
–Ese sí era un latinoamericano bien educado; desgraciadamente se regresó a su país.
Dejando pasar la no velada insinuación sobre mi mala educación, discretamente insistí:
 –¿Y Gabriel García Márquez?
Y me respondió en italiano:
Ma quello lì, chi lo conosce?
Fernando Birri es el hoy director argentino de cine, con más de 18 películas. Una, filmada en 1988, está basada en un cuento de García Márquez; allí Birri participa además como actor y, tal como lo presagiaba el título, aparece como “un señor muy viejo con unas alas enormes”. Años después, cuando él era director de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, lo vine a conocer y se rió mucho cuando le conté la anécdota italiana.
Luego de mi fracaso inicial con la señora que cantaba ópera, me consolé pensando: “Dentro de un mes se abre el Centro Sperimentale y allí me encontraré finalmente con Gabito”. Pero empezaron las clases y resultó que nadie conocía al estudiante sudamericano. Hasta que alguien, precisamente Néstor Almendros, quien al lado de Manuel Puig empezaba a estudiar cine conmigo, me dijo que la profesora de montaje (edición) se acordaba de él porque lo apreciaba mucho. Y fui a ver a la dottoressa Rosado, quien con una cierta entonación de película napolitana se lamentó:
–¡Ah!, García Márquez. El mejor alumno que yo haya tenido. Lástima que se fuera a París. Tenía gran talento y hubiera hecho carrera como montajista.
Lo que no pensó la dottoressa Rosado es que García Márquez era buen alumno de montaje porque lo había practicado, literariamente, en todo lo que escribía.
Y de nuevo volvimos a hacer, Gabito y yo, contacto epistolar. En su carta me invitaba a ir a un Festival de las Juventudes, en Moscú. Nos debíamos encontrar antes en Berlín. Para reunirme con él hice un largo viaje en tren, pero los guardias fronterizos me impidieron atravesar Alemania Oriental para llegar a la cita en el occidente de Berlín.
Regresé furioso a Roma y allí recibí un recado donde me decía que me esperaba en el Hôtel de Flandre, situado en el número 16 de la rue Cujas. (Había tanto latino viviendo en esa calle, incluido el poeta Nicolás Guillén, escampando dictadura batistiana en el hotel de enfrente, que los amigos empezaron a llamarlos la Tribu de los Cujas.) La invitación venía acompañada de una copia en papel amarillo –que aún conservo– de El coronel no tiene quien le escriba, enviada a las manos de una bella costarricense llamada “la Pupa” (“la Muñeca”), más tarde conocida como la cantante principal de un grupo de música popular famoso en los años sesenta, Los Machucambos, que interpretaba canciones divertidas como esta: 
El otorrinolaringólogo
conoce también al geólogo
y luego con el odontólogo
tomaron una decisión.
Llamaron a Pepe el radiólogo,
y a su compadre el entomólogo,
y, acompañados del cardiólogo,
se fueron a bailar el son. 
Cuando llegué a París, luego de terminar estudios en Roma, me fui derecho al hotel a buscar a mi inencontrable amigo. Y la administradora, madame Lacroix –que le había fiado durante seis meses el hospedaje a García Márquez mientras escribía esperando, como el coronel, un cheque de El Espectador que nunca llegaba–, me dijo que nuestro escritor se demoraba (acababa de recibir una tarjeta postal de su cliente, moroso pero querido), porque después del festival había decidido dar una vuelta por los países de la Cortina de Hierro, viaje que más tarde registró en una serie de reportajes publicados en Colombia por la revista Cromos.
Ante esta nueva decepción, le pedí a madame Lacroix que me alquilara la habitación más barata que tuviera.
–¿Cuánto se va a quedar?
–Dos o tres meses –le respondí.
Y entonces me llevó a un estrecho cuarto en la buhardilla del hotel, con las paredes inclinadas que correspondían al calco interior del techo, en cuyas salientes, invariablemente, me golpeaba la cabeza al levantarme de la cama.
Una tarde de invierno de repente tocaron a mi puerta y se apareció un joven con cara de costeño, sumergido en un grueso suéter azul, tipo Hemingway, envuelto en una bufanda de lana, y además herméticamente metido en un montgomery completamente abotonado. Y me dijo con abierta sonrisa caribe:
–Ajá, maestrico: ¿qué carajos anda haciendo usted en mi cuarto?
–¡Gabito! –le grité, antes de abrazarlo.
Al fin me había encontrado con mi amigo. 

2. De Bogotá a Nueva York
Gabriel García Márquez odia los títulos académicos y, en alguno de los múltiples reportajes que ha dado, dijo que no se había graduado en leyes para que no lo fueran a llamar “doctor”. Sin embargo yo asistí a su graduación de doctor honoris causa en literatura, invitado por él. Fue la primera gran premiación que tuvo: la prestigiosa Universidad de Columbia de Nueva York (donde había estudiado periodismo quien era tal vez su mejor amigo, Álvaro “el Nene” Cepeda) lo había escogido entre doce personas, para darle un kudos, palabra griega que significa algo así como gloria, reconocimiento, premio, y que en realidad era un doctorado en literatura. Para mí el premio fue que Gabriel me invitara a estar alojado en el Hotel Plaza (que había visto en tantas películas), en una habitación con vista al Central Park.
Íbamos volando rumbo a Nueva York y, justo al pasar sobre Cuba, el capitán del avión salió a saludar a García Márquez, que iba acompañado de Mercedes, y le preguntó en qué podía servirle. Gabo le contestó:
–Aterricemos en la isla, nos tomamos un cubalibre, y seguimos el viaje.
A lo que el capitán, con un gran sentido del humor, y sacando del bolsillo un estilógrafo, le dijo:
–Maestro, amenáceme con este estilógrafo. Nuestras instrucciones son de que a la menor amenaza obedezcamos las peticiones del secuestrador.
Y Gabito lo inrrumpió para preguntarle:
–Perdone. ¿Usted es de Duitama?
La sorpresa se reflejó inmediatamente en la cara del piloto.
–Sí –respondió–. ¿Cómo lo supo?
–Porque yo tenía un compañero de estudios en Zipaquirá y hablaba igualito a usted.
Estas observaciones sorpresivan son muy comunes en el escritor, ya que él dice: “Mi oficio es ver y anotar”.
Pero volvamos a Nueva York, precisamente al aeropuerto. Al llegar, en la escalera del avión nos esperaba un agente del Servicio Secreto. Al retirarse para ir a vivir a México, luego de haber sido representante de Prensa Latina, le fue suspendida su Green Card y le quitaron la visa. Gabo quedó sin poder ingresar a Estados Unidos, hasta que un día Henry Kissinger dijo: “No es posible que se le niegue la entrada a los Estados Unidos al autor de Cien años de soledad”.
La Universidad de Columbia sabía que en ese momento no tenía visa, y había conseguido un waver, es decir, un permiso para saltarse la ley, según el cual Gabriel García Márquez podría entrar por una sola vez, para la ceremonia a la que estaba invitado y permanecer en el país solo una semana, pero sin salir de la isla de Manhattan. El agente secreto nos explicó que los funcionarios de inmigración tenían un poder tal que si uno estaba en el terrible libro negro (estábamos en la era precomputador) podrían impedirle el ingreso al país, contra el parecer de cualquier autoridad. Así que nosotros entramos como espaldas mojadas (como corresponde a nuestra condición de casi mexicanos), por la puerta falsa, a pesar de que yo sí tenía visa. El agente secreto llevaba un ejemplar de In Evil Hour (La mala hora), acabado de comprar en el aeropuerto, a juzgar por su intacta envoltura de celofán, para que el autor que estaba entrando en forma clandestina a los Estados Unidos, y que él sospechaba famoso, se lo firmara.
Al día siguiente de instalarnos en el Plaza, Gabito se mostraba nerviosísimo; entonces fuimos a la farmacia del hotel (no se me olvida el nombre por el particular tocayo: Hitchcock Drugstore) y pedimos una caja de Valium. El farmaceuta tomó una, nos la mostró y sacó el frasco del empaque, que arrojó a la basura mientras nos decía:
–Esta es una medicina de venta prohibida en Estados Unidos sin fórmula médica. Pero ustedes la compraron en Panamá. Son quince dólares.
La ceremonia de los kudos, en la que uno de los invitados era el compositor norteamericano Aaron Copland, no tuvo ninguna gracia. Más parecía un acto público de un colegio departamental de Boyacá. Yo la filmé para el Nene Cepeda, y debe reposar en los archivos de Tita, su viuda. Al regresar al hotel, en el lobby nos encontramos con Copland, y Gabo le dijo en español:
–Me dio mucho gusto haber tenido de compañero en la ceremonia al maestro Copland.
Y él, sonriendo, le preguntó:
–¿Y usted cómo sabe que yo hablo español?
–Alguien que ha escrito esa estupenda pieza llamada El Salón México tiene que saber español.
Le dio la mano a Gabito, y se alejó sonriendo.
Antes de abandonar el hotel, Gabriel pasó a la recepción a pagar mi estadía, ya que yo era su invitado personal, no de Columbia. Y el empleado, elegantemente vestido y de finas maneras, le dijo:
–El señor García Márquez no figura en la contabilidad de este hotel, y menos entre sus deudores. 

3. De Barcelona a París, en otoño
Años después, cuando García Márquez vivía en Barcelona, nos fuimos en su automóvil hasta la frontera francesa, y luego en tren hasta París.
En el trayecto no hicimos otra cosa que hablar y hablar desordenadamente, de todo. Yo le puse el tema del cine, diciéndole que nadie había logrado hacer una buena película de sus obras. Le contaba que un amigo colombiano en común, a quien llamamos “el Ruso” por haber estudiado cine en la Unión Soviética, me había dicho que iba a hacer una película basada en “La prodigiosa tarde de Baltazar”. Yo le había respondido:
–No la hagas; prácticamente la protagonista es una jaula, la más hermosa del mundo.
Y en verdad, el cuento empieza así: 
La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo.
–Pero cuando exhibas la película –continué diciéndole al Ruso–, no faltará alguien que diga: “¿La más bella del mundo? Mi tía trajo una de Miami mucho más bonita, hecha en Japón, y le costó treinta dólares”. Y el problema es que la jaula del escritor puede ser la más bella del mundo porque no se ve. Al lector le toca imaginársela y, esa sí, puede ser la más bella del mundo.
Gabito no estuvo de acuerdo y me recordó que Hitchcock había hecho en 1940 una famosa película, Rebecca, en la que la protagonista nunca se ve en persona. Y en ella agregó que él había estado pensando mucho en el cine:
–Fíjate que lo único que yo he estudiado es cine. Y mi querido amigo Fernando Gómez Agudelo, que vive oyendo música a toda hora, ha dicho por ahí que yo no tengo oído ni para el cine ni para la televisión. Puede que tenga razón. Pero él no conoce las razones y yo sí. El aparataje industrial del cine es demasiado pesado e inmanejable, y prácticamente impide, limita y estorba la creación. Los que hacen buen cine, que los hay –como Fellini y Bergman–, han aprendido a vender sus historias, a conseguir dinero para producirlas, a lidiar con actores insoportables y a mover ese monstruoso aparataje técnico. Y a aceptar que no tienen el control total de su creación. A Welles nunca lo han dejado terminar sus montajes.
Mi posible manera de hacer cine yo la veo diferente, como novelista, y es así: por ejemplo, me voy contigo, tu con una cámara, y nos estamos tres años haciendo una película, sin que nadie nos chingue. A los tres años me siento a montarla, y veo que no sirve. Y, sin dudarlo un minuto, la boto a la basura y empiezo a pensar en otra distinta o a tratar de hacer la misma, pero bien, o de una manera diferente. Porque ya supe por qué no funciona. Así es como uno hace las novelas. Yo de muchacho empecé una y me quedó grande. Me di cuenta, por ahí la tuve, guardada en el recuerdo, y más tarde, cuando me sentí capaz, la escribí. Es que para hacer una novela no se necesitan sino dos resmas de papel, una docena de lápices número tres y un sacapuntas. Es una inversión que cualquier novelista, por pobre que sea, puede pagar. Uno escribe su novela, la lee, y si no le gusta la bota a la basura; compra otras dos resmas de papel, una nueva docena de lápices (el sacapuntas todavía le sirve) y empieza otra vez. A reescribir la misma o a construir una distinta. Escribir es un oficio solitario, uno contra el papel.
Anguleto: ¿conoces el poema “La página en blanco”, de mi amigo cubano Eliseo Diego? Me lo sé de memoria: 
Me da terror este papel en blanco
tendido frente a mí como el vacío
por el que iré bajando línea a línea
descolgándome a pulso pozo adentro
sin saber dónde voy ni cómo subo
trepando atrás palabra tras palabra
que apenas sé qué son si no son solo
fragmentos de mí mismo mal atados
para bajar a tientas por la sima
que es el papel en blanco de aquí afuera
poco a poco tornándose otra cosa
mientras más crece la presencia oscura
de estas líneas si frágiles tan mías
que robándole el ser en mí lo vuelven
y la transformación en acabándose
no es ya el papel ni yo el que he sido.      
Al terminar de recitarlo me dijo:
–Bueno, déjame oír música.
Gabo estaba escribiendo El otoño del patriarca, y vivía tan imbuido en la música que esta a menudo se reflejaba en sus novelas, tanto que un grupo de músicos catalanes hizo un estudio de esta obra como quien analiza un concierto. Gabo contó así, en Semana, el episodio: 
La mayor sorpresa me la llevé en Barcelona cuando dos jóvenes músicos me visitaron después de leer El otoño del patriarca, cuya estructura les parecía inspirada en la muy compleja del Concierto para piano número 3 de Béla Bartók. Llevaron gráficos demostrativos que a ellos les parecían terminantes. No los entendí, por supuesto, pero me sorprendió la coincidencia de que en los casi cuatro años en que escribí el libro estaba muy interesado en aquellos conciertos, y sobre todo en el tercero, que sigue siendo mi favorito. 
En El otoño, por ejemplo, uno de sus personajes –pre-cisamente el jefe de la policía–, para acallar los gritos de sus torturados pone a todo volumen las sinfonías de Anton Bruckner, a quien Gabito odiaba (y Mutis amaba) por haberle dedicado condescendientemente su Novena Sinfonía “al buen dios” y por el tamaño “mastodóntico” de sus sinfonías. Pero el policía, además de torturador, era un hombre de refinadas maneras, culto, sensible, conocedor y amante de la música clásica. Para entenderlo mejor bastaría saber el nombre de su perro: Köchel, en recuerdo del compositor y botánico Ludwig von Köchel –escondido modestamente tras la letra K–, el primero en catalogar de una manera coherente la obra de Mozart.
De sopetón, y sin venir al caso, Gabo me preguntó:
–¿Sabes a quién saqué de la cárcel? A don Evangelista Quintana.
Yo sabía de muchos presos que García Márquez había ayudado a liberar en Cuba, pero no recordaba haber leído nada de ese tipo. Viendo mi asombro, me dijo:
–Maestrico, ¿cuál fue su primer libro de lectura?
La alegría de leer –le contesté–. Claro, de Evangelista Quintana. Pero no entiendo un carajo. En lugar de estar preso debería estar muerto.
–Lo saqué literariamente de la cárcel. Al principio de El otoño del patriarca, el propio patriarca lo había mandado poner preso porque en la primera edición de La alegría de leer había escrito: “El general se queda solo”. Y el patriarca dijo:
–Eso no más lo puede decir Bendición Alvarado, mi santa madre.
En sus viajes largos en tren (él odiaba el avión porque le daba miedo, y de mí decía: “Cómo será de bruto Angulo que no le tiene miedo ni a montar en avión ni a hablar por televisión”), para estar con sus músicos preferidos llevaba siempre una enorme grabadora de pilas y unos audífonos, y se aislaba con Mozart, Bartók,Vivaldi, Beethoven o con Brassens, cuyas canciones se sabía de memoria. De pronto se quitó los audífonos y me dijo:
–Maestro, ¿no conoces a los Beatles?
Le dije que no.
–Son estupendos. Pero hay que sentarse a escucharlos con el mismo fervor y seriedad con que se oye a Mozart.
Se volvió a poner los audífonos y yo pensé que, así como hoy creo que Stalin fue el inventor del Photoshop al suprimir –a veces literalmente– a todos aquellos enemigos (antes amigos) que aparecían junto a él en la fotografía (o en la pintura) y reemplazarlos con sus nuevos amigos cuando los huecos eran muy visibles –todo con una técnica impecable–, igualmente Gabriel, con su grabadora grande y sus discretos audífonos que le permitían oír música sin perturbar a los vecinos, fue el precursor del walkman. Me hacía recordar a aquellos negros que en Nueva York llevan la música consigo y van por las calles cargando sus pesadas grabadoras, con música a todo volumen.
Ya en París, caminando por el Boul’ Mich’ de nuestra juventud parisiense, cuando íbamos llegando a los Jardines de Luxemburgo, Gabito se detuvo y me dijo:
–¿Te acuerdas, Anguleto, de cuando vivíamos aquí? No podíamos comer porque no teníamos con qué; ahora no comemos porque nos engordamos.
Y los dos reímos.



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