viernes, 28 de noviembre de 2014

De la política como infortunio

Gabo que estás en los cielos
Breves encuentros y desencuentros 
Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños enfretado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar la distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de acercarse a Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez jamás claudicó de su pensamiento político al lado del corazón: la izquierda./Pedro Meyer./elmalpensante.com

En estricto orden de importancia, García Márquez fue uno de los mayores escritores del siglo xx, un periodista extraordinario y un político de izquierda controversial, desatinado las más de las veces. Este último aspecto de su vida tiene mucha menos trascendencia de la que él, sus áulicos y sus malquerientes pensaban que tenía, pero dada su estatura en las otras dos dimensiones, la política no se puede obviar a la hora de redondear y acotar su legado. Intentemos, pues, una mirada sin excesos de pasión.
En política –y esta elemental distinción no se señala con la debida frecuencia– no existe la perspectiva universal; existen las ópticas particulares. Si uno se pone en los zapatos de un cubano que haya padecido los maltratos y abusos del régimen castrista en el último medio siglo –y una proporción muy grande de la isla los ha padecido–, no tendrá ninguna razón para llorar la muerte de García Márquez. Antes al contrario, en el más suave de los casos deplorará su ingenuidad; otros, menos benévolos, insultarán su memoria.
Cabe poca duda, creo yo, de que los centenares de intelectuales internacionales prestigiosos que en un momento u otro apoyaron a Fidel Castro –vienen a la mente, entre los de indiscutible calidad literaria, Sartre, Julio Cortázar, Harold Pinter, José Saramago y los locales Alejo Carpentier y Nicolás Guillén– causaron un gran daño, pese a que la mayoría se fue bajando con mayor o menor estruendo de ese barco fantasma a medida que pasaba el tiempo y dejaba de ser discutible que aquello era una dictadura pura y dura. Sin estos apoyos, el régimen de seguro hubiera durado varios años menos, vaya uno a saber cuántos. García Márquez no solo fue el más famoso de todos los que apoyaron a Castro, sino el más incondicional. Argüía él que por su influencia fueron liberados muchos presos políticos en Cuba, lo que quizá sea cierto, aunque su actitud al mismo tiempo reforzaba el régimen que los apresaba. La relación entre el novelista y el dictador, un megalómano acostumbrado a manipular y descartar gente como quien bota a la caneca un kleenex usado, fue desproporcionada. Castro usó a Gabo cuando quiso y como quiso.
En los demás países esta misma historia resultó mucho menos dramática. En ellos, incluyendo a Colombia, su país de origen, el efecto de la actividad política de Gabo fue marginal o poco más. ¿A alguien se le ocurre, digamos, que Tirofijo haya tomado en cuenta, para bien o para mal, las opiniones de García Márquez en cualquier materia o que haya cambiado su estrategia política por sugerencia del escritor? Gabo era partidario de la paz, el jefe guerrillero no, y por lo tanto no hubo ninguna negociación de paz seria hasta que la perspectiva de un triunfo militar de las Farc no fue destruida. ¿Y existe el menor rastro de la influencia de Gabo en las acciones de Bateman y los iluminados del M-19? Ninguno: hicieron lo que quisieron dentro de sus posibilidades. Así mismo las relaciones del escritor con Omar Torrijos, François Mitterand, Felipe González, Carlos Salinas de Gortari, Alfonso López Michelsen o Bill Clinton fueron básicamente sociales. Busca uno y no encuentra evidencia de que ellos hayan cambiado una decisión política importante por lo que les haya dicho o dejado de decir el Nobel colombiano. Un detalle aquí, un discurso allá pueden haber sufrido variaciones mínimas, nada más. Un político de raza, después de definirse e insertarse en el espectro ideológico, hace lo que sus convicciones mezcladas con la realidad del poder le dictan. No hay lugar allí para ingenuidades, sino para relaciones de fuerza y de conveniencia.
García Márquez siempre se desentendió en forma expresa de las ideas abstractas, sin las cuales es imposible orientarse y, sobre todo, acertar en política. La democracia verdadera es justamente una armazón de ideas abstractas –pesos y contrapesos, división del poder con miras a limitarlo, prerrogativas de las mayorías, derecho de las minorías y un largo etcétera– y no un simple juego de personas más o menos carismáticas y bienintencionadas que vienen y van. La distinción esencial entre instituciones y personas, tan insulsa en materia de aventuras y emociones literarias, es conceptual. Los fanáticos de un líder, como se ve con tanta frecuencia, no entienden este marco conceptual y menos que se diga que las instituciones son más importantes que las personas que ellos tanto admiran. Los líderes de una democracia sana, en contraste, aceptan su subordinación.
El otoño del patriarca es un buen lugar para calibrar la relación entre Gabo y el poder. No es mera coincidencia que este libro sea la encarnación de la fascinación del escritor por los dictadores y no, distinción crucial, por los políticos más normales del espectro, que llegan al poder, hacen mucho o poco, y se van. Un político normal no suele ser interesante, mientras que un caudillo sí que lo es. La fascinación por los dictadores encarnada en esta novela está emparentada con la condición del autor, que podría describirse como un dictador de la imaginación. Pocos procesos menos democráticos y más autoritarios que el acto creativo. Sí, es posible que a la pregunta “¿qué horas son?”, un súbdito le responda a un dictador: “las que usted diga, mi general”, pero eso mismo es lo que le responden al dictador de la imaginación los personajes de una novela. Luego a veces se insubordinan y agarran por su lado, como lo hizo famosamente don Alonso Quijano con Cervantes, pero el autor, como su nombre lo indica, nunca deja de ser autoritario en la ficción. Tiene allí poderes de vida y muerte que envidiaría cualquier tirano.
Por todo lo anterior, la política fue un infortunio para García Márquez, como lo ha sido para tantos artistas grandes, inmensos, medianos o pequeños que han pretendido ilusamente que su fama y su talento los hacen inmunes a la manipulación de los profesionales. Sea de ello lo que haya sido, mi apuesta es que este aspecto de la realidad irá perdiendo importancia con el tiempo, a medida que los protagonistas políticos de esta época sean olvidados o bajados de los pedestales a los que muchos de ellos nunca debieron subir. La obra literaria de Gabo, en cambio, promete irse consolidando con el tiempo. Leamos, pues, los libros y olvidemos las ilusiones incautas que el escritor se hacía sobre la realidad de un poder que nunca tuvo en realidad.

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